23 El consejo de Caballeros de Solamnia

Goldmoon estaba agotada por el largo viaje, tanto como si su cuerpo fuera el frágil y viejo cuerpo que debería tener, no ese otro extraño, joven y fuerte. Había llegado a utilizarlo del mismo modo que usaba el cayado de madera, para que la condujese a dondequiera que se la convocaba. El cuerpo la transportaba largas distancias cada día sin cansarse. Comía y bebía. Era joven y hermoso. La gente se quedaba embelesada con él y la ayudaban de buen grado. Los granjeros le daban alojamiento en sus humildes chozas y facilitaban su andadura llevándola en sus carretas durante un trecho. Lores y ladies la acogían en sus castillos y le proporcionaban carruajes para cubrir tramos de su viaje. En consecuencia, gracias al nuevo cuerpo, había viajado hasta Solanthus mucho más deprisa de lo que había previsto.

Creía que eran su belleza y su juventud las que embelesaban a la gente, pero se equivocaba. Granjeros y nobles veían que era hermosa al principio, pero después miraban sus ojos y captaban en ellos un pesar y una búsqueda anhelante que los conmovían profundamente, tanto al plebeyo que compartía una hogaza de pan con ella y recibía sus palabras de agradecimiento con la cabeza inclinada, como la dama acaudalada que la besaba y le pedía su bendición. En el pesar de Goldmoon veían reflejados sus propios miedos y angustias. En su búsqueda veían su propio anhelo de algo más, de algo mejor, de algo en que creer.

Lady Odila, al advertir la palidez del semblante de Goldmoon y sus pasos inestables, la condujo directamente al edificio donde se reunía el Consejo de Caballeros y la llevó a un cuarto cómodo, en la cámara principal, donde ardía un fuego acogedor en la chimenea. La dama ordenó a unos sirvientes que le llevasen agua para que pudiera quitarse el polvo y la suciedad del camino, y también comida y bebida. Una vez que se hubo asegurado de que no podía hacer nada más para que Goldmoon se sintiese cómoda, lady Odila se marchó. Envió un mensajero al templo de los místicos para informar de la llegada de Goldmoon, en tanto que ella disponía de sus prisioneros, Tasslehoff y Acertijo.

Goldmoon comió y bebió sin saborear ni saber qué ingería. El cuerpo exigía combustible para seguir funcionando, y ella no tenía más remedio que atender a sus demandas. Debía continuar, ir tras el río de los muertos, que la llamaban y la arrastraban en su helada y pavorosa corriente. Buscaba entre los rostros fantasmales que se apiñaban a su alrededor a los que conocía: Riverwind, Tika, Caramon, su amada hija... Todos los viejos amigos que habían partido de este mundo dejándola sola. No los encontraba, pero tal cosa no era de extrañar habida cuenta del número ingente de almas, cada una de ellas como una gota en el impetuoso y sobrecogedor río.

El nuevo cuerpo era saludable y fuerte, pero se sentía cansada; tan, tan cansada. Se veía a sí misma como la llama de una vela que arde dentro de una lámpara ornamentada. La llama ardía débilmente, la cera se había derretido, el pabilo se había quemado casi por completo. Lo que no podía ver era que a medida que la llama se consumía, su luz brillaba más y más resplandeciente.

El dios Único. Goldmoon no recordaba haber hablado de El. No había dicho nada, pero había soñado con Él a menudo, el mismo sueño una y otra vez, de manera que su reposo era casi tan agotador como sus horas de vigilia.

En el sueño, Goldmoon se encontraba de nuevo en el templo de la antigua ciudad de Xak Tsaroth. Sostenía en sus manos la Vara de Cristal Azul, y ante ella se alzaba la estatua de la bendita Mishakal, diosa de la curación. Las manos de la estatua estaban entrecerradas como si sostuviesen un cayado, pero no había ninguno en ellas. Como había hecho una vez, tanto tiempo atrás, entregó la Vara a la estatua. En aquella ocasión la estatua la había aceptado y Goldmoon había llegado a comprender el amor inmenso que los dioses sentían por sus criaturas. Sin embargo, en el sueño, cuando intentaba dársela a la diosa, la cristalina Vara se hacía añicos y le cortaba las manos, que de inmediato se cubrían de sangre. Su gozo se tornaba terror.

El sueño terminaba al despertarse, temblorosa y desconcertada.

Reflexionó sobre lo que presagiaba ese sueño. Al principio pensó que significaba una cosa, después otra. Siguió cavilando hasta que las imágenes empezaron a girar en su mente, persiguiéndose, semejando una serpiente mordiéndose la cola. Cerró los ojos y apretó los párpados con los dedos, intentando que la rueda desapareciera.

—¿Hija de Goldmoon? —sonó una voz preocupada.

La mujer dejó caer las manos, sobresaltada, y al abrir los ojos se encontró mirando el rostro afable e inquieto del Señor de la Estrella, Mikelis. Lo conocía. Había estudiado en la Ciudadela de la Luz, donde había sido un alumno excelente, un sanador competente y solícito. Solámnico de nacimiento, había regresado a Solanthus y ahora era la cabeza del Templo de la Luz de esa ciudad. A menudo habían pasado horas charlando, y Goldmoon suspiró al ver que no la reconocía.

—Lo siento —se disculpó él—. No quería asustarte, hija. No habría entrado sin llamar a la puerta, pero lady Odila me dijo que temía que te sentías mal y que quizá te habías dormido. Aun así, me alegra ver que has comido con buen apetito.

Mikelis miró un tanto perplejo los numerosos platos y un cestillo del pan, completamente vacíos. El extraño cuerpo había ingerido una cena que habría bastado para dos personas, y no había dejado ni las migajas.

—Gracias, Maestro de la Estrella —dijo Goldmoon—. No me has asustado. He hecho un largo viaje y estoy fatigada, amén de la angustia que me ha causado la noticia de que la ciudadela había sido atacada. Ignoraba lo ocurrido hasta ese momento...

—Algunos murieron —dijo Mikelis mientras se sentaba a su lado—. Lloramos su pérdida y esperamos que sus espíritus volaran de este mundo al próximo. Hija, ¿te sientes mal? —preguntó, alarmado repentinamente—. ¿Puedo hacer algo?

Goldmoon se había sobresaltado al oír el comentario sobre los espíritus y, sacudida por un escalofrío, miró en derredor. Los fantasmas abarrotaban el cuarto; unos la observaban, otros vagaban sin descanso, algunos trataban de tocarla y otros ni se fijaban en ella. Nunca permanecían mucho tiempo; se veían forzados a continuar, a unirse al río que fluía ininterrumpidamente hacia el norte.

—No —contestó aturdida—. Es esa terrible noticia...

Sabía que era mejor no intentar explicárselo. Mikelis era un hombre bueno, consagrado a su tarea, pero no entendería que los espíritus no podían volar de este mundo a ningún sitio, que estaban atrapados, prisioneros.

—Lamento decir que no hemos tenido noticias de tu madre —añadió Mikelis—, pero lo vemos como una señal esperanzadora de que Goldmoon no fue herida en el ataque.

—No lo fue —dijo secamente Goldmoon. Mejor acabar con todo eso de una vez y contar la verdad. No disponía de mucho tiempo. El río la arrastraba a seguir adelante—. Goldmoon no resultó herida en el ataque porque no se encontraba allí. Huyó. Dejó a los suyos para hacer frente a los dragones sin ella.

La expresión del Maestro de la Estrella se tornó preocupada.

—Hija, no hables tan irrespetuosamente de tu madre.

—Sé que huyó —continuó la mujer, impaciente—. No soy la hija de Goldmoon como tú muy bien sabes. Maestro de la Estrella. Sabes que sólo tengo dos hijas, una de las cuales... murió. Soy Goldmoon. He venido a Solanthus para relatar mi historia ante el Consejo de Caballeros, para ver si pueden ayudarme y también para advertirles. A buen seguro —añadió— habrás oído hablar de mi transformación «milagrosa».

Era obvio que el Maestro de la Estrella se sentía incómodo, que intentaba no mirarla fijamente y, sin embargo, no podía apartar los ojos de ella. La miraba, y luego apartaba rápidamente la vista sólo para volver a posar sus ojos en ella con desconcierto.

—Algunos de nuestros jóvenes místicos hicieron un viaje de peregrinación a la Ciudadela no hace mucho —admitió finalmente—. Regresaron con la historia de que habías sido favorecida con la gracia de un milagro, que se te había devuelto la juventud. Confieso que pensé que era exceso de exaltación juvenil desbordada. —Hizo una pausa y volvió a mirarla, ahora sin disimulo—. ¿De verdad eres tú, Primera Maestra? Perdóname, pero hemos recibido información de que los caballeros negros se han infiltrado en las Órdenes de los Místicos —añadió, azorado.

—¿Te acuerdas de la noche que nos sentamos bajo las estrellas y hablamos de los dioses que habías conocido en tu infancia y de cómo, siendo aún un niño, sentías que estabas llamado a ser un clérigo de Paladine?

—¡Primera Maestra! —exclamó Mikelis; le tomó las manos y las besó—. Eres tú realmente, y es un verdadero milagro.

—No, no lo es —lo contradijo, cansada—. Soy yo, pero no soy yo. No es un milagro, es una maldición. No espero que lo entiendas, porque ni yo misma lo comprendo. Sé que gozas del respeto y la veneración de los caballeros. Mandé llamarte para pedirte un favor. Tengo que hablar ante el Consejo de Caballeros y no puedo esperar hasta la semana próxima o hasta el mes que viene o hasta cuando quiera que hagan un hueco para mí en su calendario de trabajo. ¿Puedes conseguir que entre ahora para que me reciban hoy?

—¡Claro! —contestó Mikelis, sonriente—. No soy el único místico al que veneran. Cuando sepan que Goldmoon, la Primera Maestra, se encuentra aquí, estarán encantados de darte audiencia. El Consejo ha levantado la sesión, pero sólo para comer. Están celebrando una sesión especial para decidir la suerte de un espía, pero no les llevará mucho tiempo. Una vez que ese sórdido asunto haya quedado resuelto, tu presencia será como un rayo de luz en la oscuridad.

—Me temo que sólo he venido a hacer más profunda esa oscuridad, pero eso no está en mi mano remediarlo. —Goldmoon se levantó de la silla y cogió el cayado de madera—. Condúceme a la sala de consejos.

—Pero, Maestra —protestó Mikelis mientras se incorporaba también—, los caballeros estarán sentados a la mesa, y quizá tarden un rato. Además, está el asunto del espía. Deberías quedarte aquí, cómodamente.

—Nunca me siento cómoda —repuso la mujer, en cuya voz había un timbre tajante a causa de la impaciencia y la cólera—, de modo que no importa si me quedo aquí o me siento en una sala con corrientes de aire. He de hablar ante el Consejo hoy mismo. ¿Quién sabe si ese asunto del espía se alarga y me mandan un recado para que regrese mañana?

—Maestra, te aseguro...

—¡No! No estoy dispuesta a que mi audiencia se posponga hasta mañana o hasta cuando les venga bien a ellos. Si me encuentro presente en la sala, no podrán negarse a oírme. Y tú no mencionarás lo de este supuesto milagro.

—Desde luego, Maestra, si ése es tu deseo —dijo Mikelis.

Parecía dolido. Lo había decepcionado. Había un milagro, justo ante sus ojos, y no le permitía enorgullecerse de él.

«La Vara de Cristal Azul se hacía añicos en mis manos.»

Acompañó al Maestro de la Estrella a la sala de consejos, donde Mikelis convenció a los guardias para que la dejaran pasar. Una vez dentro, el místico empezó a preguntarle si estaba cómoda —es decir, vio las palabras formándose en sus labios—, pero balbuceó y, con una disculpa farfullada, anunció que iba a informar al caballero coronel que estaba allí. Goldmoon tomó asiento en la gran cámara decorada con rosas, donde las paredes devolvían el eco de cualquier ruido. El olor de las flores perfumaba el aire.

Esperó sola en la oscuridad, ya que la estancia estaba orientada al este, de manera que no recibía la luz de la tarde, y las velas que la habían alumbrado se habían apagado al marcharse los caballeros. Los criados se ofrecieron para llevar una lámpara, pero Goldmoon prefirió permanecer en la oscuridad.


Al mismo tiempo que Mikelis conducía a Goldmoon a la cámara del consejo, Gerard era escoltado por lady Odila, desde su celda en la prisión, a la reunión con el Consejo de Caballeros. No había recibido mal trato, considerando que lo tenían por un Caballero de Neraka. No lo habían atado al potro ni lo habían colgado por los pulgares. Lo habían llevado ante el inquisidor, que lo acosó con preguntas durante días, las mismas una y otra vez, haciéndolas al azar, pasando de lo más reciente a cosas anteriores, siempre esperando pillarlo en una mentira.

Gerard se encontró ante una disyuntiva. O relataba su historia de principio a fin, empezando con un kender muerto que viajaba en el tiempo y acabando con su involuntario cambio de bando, para convertirse en ayudante de campo del gobernador Medan, uno de los más famosos Caballeros de Neraka, o podía afirmar una y otra vez que era un Caballero de Solamnia, enviado en una misión secreta por lord Vivar, y que tenía una explicación perfectamente lógica, razonable e inocente para haber acabado montado en un Dragón Azul y vestido con las ropas de cuero de un jinete de dragones de los caballeros negros, todo lo cual podía esclarecer perfectamente ante el Consejo.

Tenía que reconocer que no era una buena alternativa. Optó por la segunda.

Finalmente, tras muchas horas de agotadores interrogatorios, el inquisidor informó a sus superiores que el prisionero se había cerrado en banda con su historia y que sólo hablaría ante el Consejo de Caballeros. El inquisidor añadió que, en su opinión, el prisionero decía la verdad o era uno de los espías más astutos de la era presente. En cualquier caso, debería ser llevado ante el Consejo para interrogarlo.

En el camino al Consejo, lady Odila desconcertó a Gerard al echar repetidas miradas a su cabello, que seguramente estaría todo de punta, como era habitual.

—Es amarillo —dijo finalmente, molesto—. Y necesita un corte. Por lo general no...

—Los molletes de maíz de Tika —comentó lady Odila, sin apartar los verdes ojos del pelo—. Tienes el cabello tan amarillo como los molletes de Tika.

—¿De qué conoces a Tika? —demandó Gerard, estupefacto.

—¿Y tú? —preguntó ella a su vez.

—Era la propietaria de la posada El Último Hogar, en Solace, donde estaba destacado, como ya he dicho. Si lo que intentas es ponerme a prueba...

—Ah, esa Tika —dijo lady Odila.

—¿Dónde has...? ¿Quién te...?

La dama, con gesto pensativo, sacudió la cabeza y rehusó contestar a sus preguntas. Los dedos de la mujer se cerraban sobre su brazo como un cepo —era corpulenta y tenía manos muy fuertes—; sin darse cuenta lo instaba a caminar a su mismo paso, largo y rápido, sin reparar en que los grilletes y las cadenas de los pies le obstaculizaban los movimientos, de manera que se veía forzado a mantener un incómodo y doloroso trote para no quedarse atrás.

No vio razón para llamar la atención de la dama sobre ese detalle. No pensaba hablar más con esa desconcertante mujer, que se limitaría a hacer un chiste o sacar punta a sus palabras. Se dirigía ante el Consejo de Caballeros, se presentaría ante lores que lo escucharían sin prejuicios. Había decidido qué partes de su historia contaría sin reserva y qué otras se guardaría para sí (como lo del kender muerto que viajaba en el tiempo). Su relato, aunque extraño, era verosímil.

Llegaron a la Cámara de los Caballeros, el edificio más antiguo de Solanthus, que databa de la época en que la ciudad fue fundada por, según la leyenda, un hijo de Vinas Solamnus, el fundador de la Orden de los Caballeros de Solamnia. Edificada con granito recubierto de mármol, la Cámara de los Caballeros había sido una construcción sencilla en su origen, a semejanza de un fortín. Con el paso de las eras se habían ido añadiendo pisos, alas, torres y atalayas, de manera que el sencillo fortín se había transformado en un conjunto de edificios alrededor de un patio central. Se había establecido una escuela donde se instruían los aspirantes a caballeros no sólo en el arte de la guerra, sino también en el estudio de la Medida y cómo debían interpretarse sus leyes, ya que dichos caballeros dedicarían sólo una pequeña parte de su tiempo a la lucha. Nobles lores, eran líderes en sus comunidades y de ellos se esperaba que atendieran peticiones e impartieran justicia. Aunque el vasto complejo de estructuras había sobrepasado hacía mucho tiempo la denominación de «cámara», los caballeros seguían refiriéndose a él con ese término por deferencia al pasado.

Antaño, los templos de Paladine y de Kiri-Jolith, este último un dios particularmente venerado por los caballeros, habían formado parte del complejo. Tras la marcha de los dioses, los caballeros habían permitido cortésmente a los clérigos que se quedaran, pero —perdido el poder de su oración— los clérigos se sintieron inútiles e incómodos. Los templos guardaban recuerdos tan penosos que habían acabado marchándose. Ahora seguían abiertos y se habían convertido en el lugar preferido por los caballeros para estudiar o pasar veladas enfrascados en largos debates filosóficos. Los templos rezumaban una paz que propiciaba la reflexión, o eso se decía. Muchos de los estudiantes más jóvenes los consideraban una curiosidad.

Gerard nunca había visitado Solanthus, pero había oído a su padre describir la ciudad y, evocando esas descripciones, intentó adivinar cuál era este o aquel edificio. Reconoció el Gran Salón, por supuesto, con su tejado de dos aguas formando un pronunciado ángulo, sus arbotantes y su ornamentada manipostería.

Odila lo condujo al interior de ese edificio. Gerard vio de refilón la enorme cámara donde se celebraban las asambleas ciudadanas. Odila lo escoltó primero por una escalera de piedra que ascendía en espiral, y luego por un pasillo largo que devolvía el eco de sus pisadas. El corredor estaba iluminado por lámparas de aceite instaladas en altos y pesados pedestales de piedra, los cuales se habían tallado a semejanza de doncellas que sostenían las lámparas en sus manos extendidas. Las esculturas eran extraordinarias —todas las doncellas eran distintas, inspiradas en modelos reales—, pero Gerard estaba tan absorto en sus pensamientos que apenas se fijó en ellas.

El Consejo, formado por tres caballeros, los cabezas de las tres Órdenes de la caballería —la de la Espada, la de la Rosa y la de la Corona— acababa de reunirse. Los caballeros se encontraban al final del pasillo, separados de los nobles lores y ladies y de unos pocos plebeyos que habían acudido a presenciar el juicio y que ahora empezaban a entrar silenciosamente en la sala. Un Consejo de Caballeros era un acto solemne. Muy pocos hablaban, y los que lo hacían mantenían la voz baja. Lady Odila hizo que su detenido se parara, lo dejó al cuidado de los guardias y fue a informar al heraldo que el prisionero estaba presente.

Cuando hubieron entrado todos los que se sentaban en la galería, los caballeros coroneles entraron en la sala precedidos por varios escuderos que llevaban el emblema de los Caballeros de Solamnia, con la espada, la rosa, la corona y el martín pescador. A continuación marchaba la bandera de Solanthus, y tras ésta, los estandartes de los tres caballeros coroneles que formaban el Consejo.

Mientras esperaba a que ocuparan sus sitios, Gerard recorrió con la mirada la muchedumbre, buscando a alguien que lo conociera a él o a su padre. No vio a nadie conocido y se le cayó el alma a los pies.

—Hay alguien que afirma conocerte —dijo lady Odila al regresar. La mujer se había percatado de su mirada escudriñadora a la asamblea e imaginó su intención.

—¿De verdad? —preguntó, aliviado—. ¿Quién es? ¿Quizá lord Jeffrey de Lynchburgo o quizá lord Grantus?

Lady Odila negó con la cabeza y sus labios se curvaron.

—No, no. Ninguno de esos. De hecho, no es un caballero en absoluto. Lo llamarán para que testifique a tu favor. Acepta mis condolencias, por favor.

—¿Qué...? —empezó, furioso, Gerard, pero ella lo interrumpió.

—Oh, y en caso de que estuvieras preocupado por tu Dragón Azul, te complacerá saber que hasta ahora ha escapado a nuestros intentos de acabar con él. Encontramos la cueva vacía, pero sabemos que sigue por los alrededores. Hemos recibido informes de ganado que ha desaparecido.

Gerard sabía que debería estar del lado de los caballeros en esa contienda, pero se sorprendió animando para sus adentros a Filo Agudo, que había sido una montura leal y valiente. Lo conmovió el hecho de que el dragón estuviera arriesgando su vida para permanecer en la zona, aunque a estas alturas Filo Agudo debía suponer que a Gerard tenía que haberle pasado algo malo.

—Traed al prisionero —llamó el alguacil.

Lady Odila tendió la mano para agarrar a Gerard y conducirlo a la sala.

—Siento que tengas que llevar los grillos —le dijo en voz baja—, pero es la ley.

La miró sorprendido. No podía entenderla aunque en ello le fuera la vida. Respondió con una inclinación de cabeza a regañadientes, esquivó sus dedos y echó a andar por delante de ella. Puede que tuviera que entrar en la sala engrillado y haciendo tintinear las cadenas, pero lo haría por sí mismo, con orgullo, bien alta la cabeza.

Penetró en la sala renqueando, en medio de los susurros y murmullos de los que ocupaban la galería. Los caballeros coroneles se sentaban a una mesa de madera, situada al fondo de la sala. Gerard conocía los procedimientos, ya que había asistido como espectador a otros Consejos de Caballeros, y caminó hacia el centro de la estancia para rendir homenaje a los tres hombres que lo juzgarían. Los tres caballeros lo observaron con gesto grave, pero Gerard dedujo por sus miradas aprobadoras y sus leves asentimientos de cabeza que les había causado una impresión favorable. Se alzó de su reverencia, y en el momento en que se volvía para ocupar su sitio en el banquillo de los acusados, oyó una voz que barrió todas sus esperanzas y expectativas, y le hizo pensar que tanto daba si mandaba llamar al verdugo y así ahorraba molestias a todos.

—¡Gerard! —gritó la voz—. ¡Aquí, Gerard! ¡Soy yo, Tasslehoff! ¡Tasslehoff Burrfoot!


Los espectadores estaban situado al otro extremo de la gran sala rectangular, y los caballeros coroneles al fondo. El banquillo para los presos y sus guardias estaba a la izquierda. A la derecha, contra la pared, había asientos para quienes tenían peticiones que hacer al Consejo, asuntos que tratar, o prestar testimonio.

Goldmoon descansaba en uno de esos asientos. Había esperado dos horas hasta que el Consejo se reunió. Había dormido un poco durante su espera, su descanso alterado como siempre por el remolino de figuras e imágenes multicolores. Despertó cuando oyó entrar a la gente para ocupar los asientos de la galería. La miraron de forma extraña, algunos de hito en hito, otros resultando obvio su esfuerzo por no mirarla. Cuando los caballeros coroneles entraron, le hicieron una profunda reverencia, y uno de ellos se arrodilló para pedirle su bendición.

Goldmoon comprendió que el Maestro de la Estrella Mikelis había propagado la noticia del milagro de su recobrada juventud.

Al principio se sintió molesta y furiosa con Mikelis por haberle dicho a la gente lo que ella le había pedido que no dijera. Después, al reflexionar, admitió que su actitud era irrazonable. El Maestro de la Estrella tendría que haber dado alguna explicación de su aspecto cambiado, y le había ahorrado el penoso trabajo de tener que describir una vez más lo que le había ocurrido, revivir la noche de aquella terrible transformación. Aceptó la muestra de respeto y reverencia de los caballeros con paciencia. También los muertos revoloteaban a su alrededor; claro que ellos siempre la rodeaban.

El Maestro de la Estrella se sentó protectoramente a su lado, observándola con una mezcla de sobrecogimiento, lástima y perplejidad. Obviamente no entendía por qué no iba corriendo por las calles proclamando el maravilloso don que se le había otorgado. Nadie lo entendía. Confundían su paciencia con humildad, y la respetaban por ello, pero también se sentían contrariados. Se le había concedido ese gran don, uno que cualquiera de ellos habría recibido con alegría. Lo menos que podía hacer era disfrutarlo.

El Consejo de Caballeros se constituyó con las formalidades rituales que tanto gustaban a los solámnicos. Tales formalidades honraban todas y cada una de las etapas importantes en la vida de un solámnico, desde el nacimiento hasta la muerte, y ningún acto se daba por celebrado sin innumerables declaraciones, lecturas y citas de la Medida.

Goldmoon se recostó contra la pared, cerró los ojos y se quedó dormida. Se iniciaron los primeros compases del juicio a un caballero, pero Goldmoon no fue consciente de los procedimientos. El sonsonete de las voces era una música de fondo para sus sueños, y en ellos se encontraba de nuevo en Tarsis. La ciudad era atacada por un gran escuadrón de dragones. Se encogió, aterrada, cuando las sombras de sus alas multicolores convirtieron el día en noche cerrada. Tasslehoff gritaba su nombre. Le decía algo, algo importante...

—¡Tas! —gritó mientras se sentaba derecha bruscamente—. ¡Tas, busca a Tanis! He de hablar con él...

Parpadeó y miró en derredor desconcertada.

—Goldmoon, Primera Maestra —dijo suavemente Mikelis mientras acariciaba sus manos con gesto tranquilizador—. Estabas soñando.

—Sí —musitó—. Estaba soñando...

Intentó recordar el sueño, pues había descubierto algo importante e iba a decírselo a Tanis. Pero, por supuesto, Tanis no estaba allí. Ninguno de ellos estaba allí. Se encontraba sola y no conseguía recordar qué había soñado.

Todo el mundo en la sala la miraba fijamente. Sus gritos habían interrumpido el juicio. El Maestro de la Estrella indicó con un gesto que la mujer se encontraba bien, y los caballeros coroneles volvieron de nuevo su atención al caso que tenían entre manos, llamando al prisionero para que se presentara ante ellos.

La mirada de Goldmoon vagó sin rumbo por la sala, observando a los agitados espíritus flotando entre los vivos. El runrún de las voces de los caballeros coroneles continuó, y no les prestó atención hasta que llamaron a Tasslehoff a declarar. El kender estaba en el banquillo, una figura diminuta y raída entre los altos guardias, espléndidamente vestidos.

El kender, que jamás se amilanaba ni se dejaba intimidar por cualquier demostración de fuerza ni de ceremonial, explicó a los caballeros coroneles su llegada a Solace y relató lo que le había acontecido a partir de entonces.

Goldmoon ya había oído la historia en la Ciudadela de la Luz, y recordaba a Tasslehoff hablando de un caballero solámnico que lo había acompañado a Qualinesti, en busca de Palin. Al escuchar ahora al kender, comprendió que el caballero sometido a juicio era el mismo que había encontrado a Tas en la Tumba de los Últimos Héroes, el que había estado presente en la muerte de Caramon, el que se había quedado atrás para enfrentarse a los caballeros negros a fin de que Palin pudiese escapar del reino elfo. El mismo caballero que había forjado el primer eslabón de una larga cadena de acontecimientos.

Entonces miró al caballero con interés. El joven había entrado en la sala con un aire severo, de dignidad ofendida, pero ahora que el kender había empezado a hablar en su defensa mostraba un gran abatimiento. Se sentaba hundido en el banquillo, con las manos colgando ante sí, la cabeza inclinada, como si su suerte ya se hubiese decidido y fueran a conducirlo al tajo. Tasslehoff, ni que decir tiene, estaba disfrutando de lo lindo.

—Afirmas, kender, que ya has asistido anteriormente a un Consejo de Caballeros —dijo lord Ulrich, Caballero de la Espada, quien, a juzgar por su tono y su actitud, se empeñaba en recalcar al kender la gravedad de la situación.

—Oh, sí —contestó Tas—. El del juicio a Sturm Brightblade.

—¿Cómo dices? —inquirió lord Ulrich, desconcertado.

—Al de Sturm Brightblade —repitió Tas, levantando la voz—. ¿No has oído hablar de Sturm? Fue uno de los Héroes de la Lanza. Como yo —añadió, poniendo la mano sobre el pecho con actitud modesta. Al reparar en las miradas perplejas de los caballeros, decidió que era el momento de entrar en detalles—. Aunque no estuve presente en el castillo Uth Wistan, cuando sir Derek intentó expulsar a Sturm de la caballería acusándolo de cobardía, mi amigo Flint Fireforge me contó lo ocurrido cuando llegué allí, después de haber roto el Orbe de los Dragones en el Consejo de la Piedra Blanca. Los elfos y los caballeros discutían sobre quién debería tener el Orbe y...

—Conocemos el desarrollo de esos sucesos, kender —lo interrumpió lord Tasgall, Caballero de la Rosa y cabeza del Consejo—, y es imposible que estuvieses allí, de modo que prescinde de tus mentiras. Bien, ahora cuéntanos de nuevo cómo es que apareciste dentro de la tumba...

—Oh, pero él estuvo allí, milores —intervino Goldmoon, que se había puesto de pie—. Si conocéis vuestra historia, como afirmáis, sabréis que Tasslehoff Burrfoot se encontraba en el Consejo de la Piedra Blanca y que rompió el Orbe de los Dragones.

—Sé que el heroico kender Tasslehoff Burrfoot hizo esas cosas. Maestra —contestó lord Tasgall, en tono suave y respetuoso—. Quizá vuestra confusión se debe a un malentendido por el hecho de que este kender dice llamarse Tasslehoff Burrfoot, sin duda en honor del intrépido kender que llevaba el nombre original.

—No estoy confundida —manifestó, cortante, Goldmoon—. El supuesto milagro que transformó mi cuerpo no afectó mi mente. Conocí al kender al que os referís. Lo conocí entonces y lo conozco ahora. ¿Acaso no habéis prestado atención a su historia?

Los caballeros la miraron fijamente. Gerard levantó la cabeza; la esperanza tifió sus mejillas con un ligero rubor.

—¿Queréis decir que corroboráis su historia, Primera Maestra? —inquirió lord Nigel, Caballero de la Corona, frunciendo el entrecejo.

—Así es —repuso Goldmoon—. Palin Majere y Tasslehoff Burrfoot viajaron a la Ciudadela de la Luz para reunirse conmigo. Reconocí a Tasslehoff. No es una persona de la que uno se olvida fácilmente. Palin me contó que Tas tenía en su poder un artefacto mágico que le permitía viajar en el tiempo. Tasslehoff llegó a la Tumba de los Últimos Héroes la noche de la terrible tormenta. Fue una noche de milagros —añadió con amarga ironía.

—Este kender —lord Tasgall miró a Tas con incertidumbre— afirma que el caballero sometido a juicio lo escoltó a Qualinesti, donde se reunió con Palin Majere en el hogar de Laurana, esposa del fallecido lord Tanis Semielfo.

—Tasslehoff me contó lo mismo, milores, y no tengo razón para ponerlo en duda. Si no os fiáis de mi historia o si dudáis de mi palabra, os sugiero que hay un modo fácil de comprobarlo. Poneos en contacto con lord Vivar, en Solace, y preguntadle.

—Por supuesto que no dudamos de vuestra palabra, Primera Maestra —protestó el caballero coronel, que parecía avergonzado.

—Pues deberíais, milores —intervino lady Odila. La mujer se puso de pie y se volvió hacia Goldmoon—. ¿Cómo sabemos que eres quien afirmas ser? Sólo tenemos tu palabra. ¿Por qué habríamos de creerte?

—No deberíais —contestó Goldmoon—. Tendríais que ponerlo en duda, hija. Siempre se debe dudar. Sólo preguntando recibimos respuestas.

—¡Milores! —El Maestro de la Estrella estaba escandalizado—. La Primera Maestra y yo somos viejos amigos. Puedo testificar que es realmente Goldmoon, Primera Maestra de la Ciudadela de la Luz.

—Di lo que piensas, hija —animó Goldmoon a la otra mujer, sin hacer caso a la protesta de Mikelis. Su mirada estaba prendida en la de lady Odila, como si fueran las únicas personas en la sala—. Habla sin reservas, haz la pregunta que tengas que hacer.

—Muy bien, la haré. —Lady Odila se volvió para mirar al Consejo de Caballeros—. ¡Milores, la Primera Maestra Goldmoon tiene más de noventa años! Esta mujer es joven, hermosa, fuerte. ¿Cómo es posible, en ausencia de los dioses, que ocurran semejantes milagros?

—Sí, ésa es la cuestión —convino Goldmoon, que volvió a tomar asiento en el banco.

—¿Tenéis la respuesta a eso, Primera Maestra? —inquirió lord Tasgall.

—No, milord, no la tengo —repuso Goldmoon, que miraba al caballero fijamente—. Sólo puedo decir que, en ausencia de los dioses, lo que me ha pasado no es posible.

Los espectadores empezaron a susurrar entre ellos. Los caballeros intercambiaron miradas dubitativas. El Maestro de la Estrella Mikelis la contemplaba desconcertado. El caballero, Gerard, apoyó la cabeza en las manos. Tasslehoff se puso de pie de un brinco.

—Yo tengo la respuesta —proclamó, pero inmediatamente el alguacil lo sentó de nuevo y le tapó la boca para hacerlo callar.

—Yo tengo algo que decir —intervino Acertijo con su voz fina y nasal. Se bajó de la silla y se dio tironcillos de la barba, nervioso.

Lord Tasgall le concedió la palabra. Los solámnicos siempre habían sentido cierta afinidad con los gnomos.

—Sólo quería decir que no había visto a ninguna de estas personas hasta hace unas pocas semanas, cuando el kender saboteó mis intentos de levantar un mapa del laberinto de setos, y esta humana me robó el sumergible. He abierto un fondo para defensa jurídica. Si alguno quiere contribuir...

Acertijo miró alrededor esperanzado. Nadie respondió a su petición, así que volvió a sentarse. Lord Tasgall parecía estar completamente desconcertado, pero asintió con la cabeza e indicó que se haría constar el testimonio del gnomo.

—El caballero Gerard Uth Mondor ya ha hablado en su propia defensa —anunció lord Tasgall—. Hemos oído el testimonio del kender que afirma ser Tasslehoff Burrfoot, el de lady Odila Cabestrante y de... eh... la Primera Maestra. Ahora nos retiraremos a deliberar el caso considerando estas declaraciones.

Todos se pusieron de pie y los caballeros del Consejo salieron de la sala. Una vez que se hubieron marchado, algunas personas volvieron a sentarse, pero la mayoría salió con premura de la sala al pasillo, donde se pusieron a hablar del caso con excitación, de manera que los que permanecían en la sala los oían claramente.

Goldmoon recostó la cabeza en la pared y cerró los ojos. Lo que más deseaba en ese momento era encontrarse sola en una habitación, lejos de todo ese ruido, de la conmoción y la confusión.

Al sentir un roce en la mano abrió los ojos y vio a lady Odila delante de ella.

—¿Por qué querías que hiciese esa pregunta sobre los dioses, Primera Maestra? —inquirió la dama solámnica.

—Porque hacía falta plantearla, hija —contestó Goldmoon.

—¿Estás diciendo que hay un dios? —Lady Odila frunció el entrecejo—. Hablaste de uno...

Goldmoon cogió la mano de la mujer entre las suyas y la apretó con fuerza.

—Lo que digo es que abras tu corazón, hija. Ábrelo al mundo.

—Lo hice en una ocasión, Primera Maestra —contestó Odila con una sonrisa desganada—. Alguien entró y lo saqueó completamente.

—De modo que ahora lo cierras con ingenio mordaz y mucha palabrería. Gerard Uth Mondor dice la verdad, lady Odila. Oh, sí, enviarán mensajeros a Solace y a su tierra natal para verificar su historia, pero sabes tan bien como yo que eso llevará semanas. Será demasiado tarde. Tú le crees, ¿verdad?

—Molletes de maíz y flores de aciano —dijo Odila mientras miraba al prisionero, que permanecía en el banquillo, pacientemente pero desalentado. La dama volvió los ojos hacia Goldmoon—. Tal vez le creo o tal vez no. Con todo, como tú bien has dicho, sólo preguntando obtenemos respuestas. Haré todo lo posible para ratificar o refutar su historia.

Los caballeros regresaron a la sala. Goldmoon les oyó dar su fallo, pero sus voces sonaban distantes, como si proviniesen de la otra orilla de un vasto río.

—Hemos decidido que no podemos dar pronunciamiento sobre los temas de importancia fundamental en este caso hasta haber hablado con otros testigos. En consecuencia, enviamos mensajeros a la Ciudadela de la Luz y a lord Vivar, en Solace. Entretanto, llevaremos a cabo indagaciones por Solanthus para comprobar si alguien presente en la ciudad conoce a la familia del acusado y puede verificar la identidad de este hombre.

Goldmoon apenas escuchó lo que se decía. Presentía que le quedaba muy poco tiempo en este mundo. El cuerpo joven no podía retener mucho más el alma que anhelaba ser libre de la carga de la carne y de los sentimientos. Vivía momento a momento, latido de corazón a latido de corazón, y cada uno de ellos era más débil que el anterior. Sin embargo, aún había algo que tenía que hacer. Aún había un lugar adonde debía ir.

—Mientras tanto —decía lord Tasgall, poniendo fin a los procedimientos—, el prisionero Gerard Uth Mondor, el kender que responde por el nombre de Tasslehoff Burrfoot, y el gnomo Acertijo quedarán bajo custodia. Este Consejo levanta la sesión...

—¡Milores, escuchadme! —gritó Gerard, que se soltó de un tirón del alguacil, el cual intentaba hacerle callar—. Haced lo que queráis conmigo. Creed o no mi historia, como os parezca conveniente. —Alzó la voz para hacerse oír por encima de las repetidas advertencias del lord caballero instándolo a guardar silencio—. ¡Por favor, os lo suplico! Enviad ayuda a los elfos de Qualinesti. No permitáis que Beryl los extermine impunemente. Si no os importan los elfos como seres humanos, entonces al menos tenéis que ver que cuando Beryl los haya destruido a ellos a continuación volverá su atención hacia Solamnia...

El alguacil solicitó ayuda y finalmente varios guardias sometieron a Gerard. Lady Odila observó la escena sin decir nada, pero de nuevo miró a Goldmoon. Ésta parecía dormida, con la cabeza inclinada sobre el pecho y las manos descansando en el regazo, como haría una mujer mayor que da una cabezada junto al fuego de la chimenea o bajo los cálidos rayos del sol, ajena al momento presente, soñando con lo que ha de llegar.

—Es Goldmoon —musitó la dama solámnica.

Cuando se restableció el orden, lord Tasgall siguió hablando.

—La Primera Maestra quedará al cuidado del Maestro de la Estrella Mikelis. No deberá abandonar la ciudad de Solanthus hasta que los mensajeros regresen.

—Me sentiré muy honrado de teneros como huésped en mi casa, Primera Maestra —dijo Mikelis mientras la sacudía suavemente.

—Gracias —contestó Goldmoon, que despertó de repente—, pero no me quedaré mucho tiempo.

El Maestro de la Estrella parpadeó desconcertado.

—Perdonad, Primera Maestra, pero ya habéis oído decir a los caballeros...

En realidad Goldmoon no había escuchado una sola palabra de lo dicho por el Consejo. No hacía caso de los vivos y tampoco de los muertos que se agolpaban a su alrededor.

—Estoy muy cansada —les dijo a todos y, asiendo su cayado, salió por la puerta.

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