30 Empieza la guerra de los espíritus

Galdar caminó a través del dormido campamento y soltó un bostezo tan descomunal que oyó claramente el chasquido de las quijadas. Hizo un gesto de dolor al sentir una punzada en las articulaciones de las mandíbulas. Resuelto a no volver a hacerlo, se frotó la parte dolorida y siguió adelante. La noche era luminosa. La luna, en su fase llena, era un disco plateado, grande, hinchado y vacuo. Galdar tenía la impresión de que era un satélite estúpido. Nunca le había gustado, pero serviría para su propósito si todo marchaba de acuerdo con el plan. Con el plan de Mina. El extraño, extravagante plan de Mina.

Galdar volvió a bostezar, aunque esta vez tuvo cuidado de no descoyuntarse las mandíbulas.

Los guardias apostados en la tienda de Mina lo reconocieron; resultaba fácil distinguir al único minotauro en todo el ejército. Saludaron y lo miraron expectantes.

La tienda estaba a oscuras. No era de sorprender, teniendo en cuenta que faltaba poco para el amanecer. Detestaba despertarla, porque se había levantado antes del alba el día anterior y se había ido a la cama bien pasada la medianoche. Vaciló. Después de todo, ella no podía hacer nada que no hubiese hecho él ya. Aun así, creyó que la joven debía saberlo.

Apartó la solapa de la entrada y penetró en la tienda de mando.

—¿Qué ocurre, Galdar? —preguntó Mina.

El minotauro nunca sabía con certeza si es que se encontraba despierta antes de que él entrara o es que se despertaba al oírlo pasar. En cualquier caso, lo cierto es que la joven siempre estaba alerta, siempre receptiva.

—La prisionera ha escapado, Mina. La dama solámnica. Tampoco encontramos a su aprehensor. Creemos que los dos estaban metidos en el asunto.

La joven dormía con la ropa puesta, túnica y polainas de lana. La armadura y la maza de puntas se encontraban a los pies de la cama. Galdar distinguía su cara, blanquísima, más fría que la hinchada luna.

No denotó sorpresa.

—¿Lo sabías, Mina? ¿Ha venido algún otro a contártelo? —Galdar frunció el entrecejo—. Di órdenes de que no te molestaran.

—Y sin embargo ahora lo has hecho tú, Galdar. —Mina sonrió.

—Sólo porque todos nuestros esfuerzos por encontrar a la solámnica y a ese caballero traidor han fracasado.

—Se encuentran de vuelta en Solanthus —contestó la joven. Sus ojos no tenían color en la oscuridad. Galdar se sentía más a gusto con ella en la oscuridad. Así no se veía a sí mismo en el ámbar—. Se los ha recibido como a héroes. A los dos.

—¿Cómo puedes tomártelo con tanta calma, Mina? —demandó el minotauro—. Han estado en nuestro campamento, han visto el número de nuestras tropas. Ahora saben que somos muy pocos.

—Eso ya podían verlo desde las murallas, Galdar.

—No con claridad —argüyó él. Se había opuesto a ese absurdo plan desde el principio—. Hemos hecho todo lo posible por engañarlos instalando tiendas vacías, haciendo que los hombres no dejaran de moverse de un lado para otro a fin de que no resultara fácil contarlos. Ahora nuestros esfuerzos no han servido para nada.

Mina se incorporó un poco, apoyada en un codo.

—¿Te acuerdas que querías envenenar sus reservas de agua, Galdar?

—Sí —repuso, adusto.

—Me opuse a ello porque entonces la ciudad no nos serviría para nada.

El minotauro resopló. A su modo de ver, la ciudad no les servía para nada ahora y eso no cambiaría.

—Te falta fe, Galdar —dijo tristemente Mina.

Galdar suspiró. Su otra mano fue hacia el brazo derecho y lo frotó en un gesto mecánico. Ahora parecía dolerle siempre, como si tuviese reumatismo.

—Lo intento, Mina. De verdad. Creí que había desterrado todas mis dudas en Silvanost, pero ahora... No me gustan nuestros nuevos aliados, Mina —manifestó bruscamente—. Y no soy el único.

—Lo comprendo. Por eso soy paciente contigo y con los demás. El miedo nubla tus ojos, pero llegará el día en que verás claramente. Tus ojos serán los únicos ojos que verán claramente.

Sonrió por su propia broma.

Galdar no lo hizo. Aquello no era cosa de risa, a su entender. Ella lo miró y sacudió ligeramente la cabeza.

—En cuanto a la solámnica, la he enviado a la ciudad llevando consigo un veneno más destructivo que el de la belladona, más que el que querías verter en el pozo de la ciudad.

El minotauro esperó y contuvo un bostezo. No tenía ni idea de qué estaba hablando. Lo único que podía pensar era que todo había sido en vano. Horas de sueño perdidas enviando patrullas rastreadoras, registrando el campamento de arriba abajo, para nada.

—Les he enviado el conocimiento de que hay un dios —continuó Mina—, y que el dios Único lucha a nuestro lado.


Su huida había sido ridículamente fácil. Tanto que Gerard habría dicho que se la habían facilitado si se le hubiese ocurrido un solo motivo para que el enemigo quisiera que regresaran a Solanthus con información sobre el adversario acampado fuera de las murallas.

El único momento realmente tenso fue a las puertas de Solanthus, donde se planteó la duda de si los centinelas iban a acribillarlos a flechazos o no. Gerard bendijo la voz estridente de Odila y su tono zumbón, porque enseguida la reconocieron y, bajo su palabra, les permitieron entrar a ambos.

Después siguieron horas de responder preguntas y más preguntas a los altos mandos solámnicos. El sol ya empezaba a salir, y seguían con lo mismo.

Gerard apenas había dormido la noche precedente; sumado a la tensión del día anterior y la aventura nocturna, estaba completamente agotado. Les había contado todo lo que había visto y oído dos veces, y se disponía a sujetarse los párpados para que no se le cerraran cuando las siguientes palabras de Odila fueron como una explosión que lo despertó por completo.

—Vi la mente de Dios —dijo.

Gerard gimió y se recostó pesadamente en la silla. Había intentado advertirle que no sacara a colación ese tema, pero, como siempre, la mujer no le había hecho caso. Sólo ansiaba una cama, incluso la de su celda, cuya oscuridad fresca, silenciosa, sin kender, le parecía muy apetecible. Ahora iban a pasarse todo el día allí.

—¿Qué quieres decir exactamente, lady Odila? —preguntó lord Tasgall.

Tenía treinta años más que Gerard; llevaba largo el encanecido cabello y lucía el bigote tradicional de un solámnico. A diferencia de algunos Caballeros de la Rosa que Gerard conocía, lord Tasgall no era, como alguien había expresado desdeñosamente en cierta ocasión, un caballero «solémnico». Aunque la expresión de su semblante era apropiadamente seria para la grave situación que atravesaban, las arrugas gestuales marcadas en las comisuras de los labios y de los ojos atestiguaban que tenía sentido del humor. Obviamente respetado por quienes servían a su mando, lord Tasgall parecía ser un líder de hombres sensato y prudente.

—La chica llamada Mina me tocó la mano y vi... eternidad. No hay otro modo de describirlo. —Odila hablaba en voz baja, vacilante, y saltaba a la vista que se sentía incómoda—. Vi una mente. Una mente que abarcaba el cielo nocturno y que lo hacía parecer pequeño y restrictivo. Una mente que podía contar las estrellas y saber exactamente su número. Una mente que era tan minúscula como un grano de arena y tan inmensa como el océano. Vi la mente, y al principio experimenté gozo porque no estaba sola en el universo, y después sentí miedo, un miedo espantoso, porque era rebelde y desobediente y eso desagradaba a la mente. A menos que me sometiese, la mente se enfurecería aún más. No... no podía entenderlo. No lo entendí. Y sigo sin entenderlo.

Odila miró con impotencia a los lores caballeros, como si esperase respuestas.

—Lo que viste debió de ser una ilusión, un truco —contestó lord Ulrich con tono tranquilizador.

Lord Ulrich era un Caballero de la Espada, sólo unos pocos años mayor que Gerard. Era del tipo pícnico, con la cara arrebatada de quien es aficionado al alcohol, quizá más de lo que sería saludable para él. Tenía los ojos brillantes, la nariz colorada y una amplia sonrisa.

—Todos sabemos que los místicos oscuros provocan que los miembros de la caballería experimenten visiones falsas. ¿No es así, Maestro de la Estrella Mikelis? —preguntó lord Ulrich.

El Maestro de la Estrella asintió con la cabeza, casi de un modo ausente. El místico parecía agotado y ojeroso. Se había pasado la noche buscando a Goldmoon, y se quedó estupefacto cuando Gerard le dijo que se había marchado a lomos de un Dragón Azul, volando a Foscaterra para encontrar al hechicero Dalamar.

—¡Ay! —exclamó tristemente el Maestro de la Estrella—. Se ha vuelto loca. Completamente loca. El milagro de su recobrada juventud la ha trastornado. Una lección para todos nosotros, supongo, de que nos sintamos satisfechos con lo que somos.

Gerard se habría sentido inclinado a pensar lo mismo, sólo que la mujer había actuado la noche anterior como una persona cuerda que tiene controlada la situación. No hizo comentarios y se guardó sus reflexiones para sí mismo. Había llegado a sentir una gran admiración y respeto por Goldmoon, a pesar de haberla tratado sólo una noche. Deseaba guardar para sí el recuerdo del tiempo pasado juntos, como algo sagrado. El joven caballero cerró los ojos.

Un instante después, Odila le daba un codazo. Gerard despertó sobresaltado, se sentó erguido mientras parpadeaba y se preguntaba, desasosegado, si alguien había advertido la cabezada que había dado.

—Me inclino a convenir con la opinión de lord Ulrich —manifestó lord Tasgall—. Lo que viste, lady Odila, o creíste ver, no era un milagro, sino algún truco de una mística oscura.

La mujer sacudió la cabeza, pero contuvo la lengua, un hecho milagroso que Gerard agradeció.

—Me doy cuenta de que este tema podría debatirse durante días o incluso semanas sin llegar a una conclusión satisfactoria —añadió lord Tasgall—. No obstante, tenemos asuntos mucho más graves que requieren nuestra inmediata atención. También soy consciente de que los dos debéis de estar muy cansados después de la terrible experiencia por la que habéis pasado. —Sonrió a Gerard, que se puso rojo como la grana y rebulló inquieto en la silla—. En primer lugar, está el asunto de sir Gerard Uth Mondor. Veré ahora la carta del rey elfo, señor caballero.

Gerard sacó la misiva, un tanto arrugada pero todavía legible.

—No conozco la firma del monarca elfo —comentó lord Tasgall tras leer la carta—, pero sí el sello real de Qualinesti. Pero, ¡ay!, me temo que poco podemos hacer por ellos cuando más necesitan de ayuda.

Gerard agachó la cabeza. Habría querido discutir, pero la presencia de tropas enemigas, acampadas fuera de Solanthus, haría infructuoso cualquier argumento que pudiese esgrimir.

—Tendrá una carta de un elfo —argüyó lord Nigel, Caballero de la Corona—, pero eso no quita que fuera apresado yendo en compañía de un Dragón Azul. Me cuesta conciliar ambas cosas.

Lord Nigel había entrado en los cuarenta; era una de esas personas que no quieren tomar una decisión hasta haber rumiado largo y tendido el asunto y haberlo considerado desde todas las perspectivas, tres veces.

—Yo le creo —intervino Odila, con su habitual modo directo—. Lo vi y lo oí en la cueva con la Primera Maestra. Tuvo la oportunidad de marcharse y no la aprovechó. Oyó los cuernos, supo que nos atacaban, y regresó para ayudar a defender la ciudad.

—O para traicionarla —replicó lord Nigel, ceñudo.

—Gerard me dijo que si no le permitíais llevar su espada, como un verdadero caballero, haría cualquier cosa para ayudar, desde apagar fuegos a ocuparse de los heridos. Es digno de encomio, no de un castigo.

—Estoy de acuerdo —manifestó lord Tasgall—. Creo que todos lo estamos. —Miró a los otros dos.

Lord Ulrich asintió con la cabeza al momento y dedicó una sonrisa y un guiño a Gerard. Lord Nigel frunció el entrecejo, pero profesaba un gran respeto a lord Tasgall, de modo que asintió, acatando su dictamen.

—Sir Gerard Uth Mondor, se retiran todos los cargos presentados contra ti —dijo lord Tasgall, sonriente—. Lamento no disponer de tiempo para limpiar públicamente tu nombre, pero cursaré un edicto a fin de que todos sepan tu inocencia.

Odila miró a Gerard sonriente y le dio un golpe en la pierna por debajo de la mesa, recordándole que le debía una. Resuelta esa cuestión, los caballeros se dedicaron al problema del enemigo.

A despecho de la información recibida sobre el reducido número del ejército adversario que había puesto cerco a la ciudad, los solámnicos no se tomaron el asunto a la ligera. Sobre todo cuando Gerard les dijo que esperaban refuerzos.

—Quizá la muchacha se refería a algún ejército procedente de Palanthas, milord —sugirió respetuosamente Gerard.

—No. —Lord Tasgall sacudió la cabeza—. Tenemos espías en Palanthas, y nos habrían informado de cualquier movimiento masivo de tropas, y no ha habido ninguno. También tenemos exploradores vigilando las calzadas, y no han visto nada.

—Con todo respeto, milord —dijo Gerard—, pero no visteis acercarse a este ejército.

—Hubo magia de por medio —intervino lord Nigel, sombrío—. Un sueño mágico afectó a toda la ciudad y sus alrededores. Los soldados de las patrullas informaron que los venció ese extraño sueño, tanto a hombres como animales. Creíamos que lo había hecho la Primera Maestra Goldmoon, pero el Maestro de la Estrella Mikelis nos ha asegurado que ella no podría lanzar un conjuro tan poderoso. —Miró desasosegado a Odila. Las palabras de la mujer sobre la mente de un dios le hicieron caer en un detalle inquietante—. Mikelis nos dijo que ningún mortal podría hacerlo. Y, sin embargo, todos nos quedamos dormidos.

«Yo no —pensó Gerard—. Y tampoco el kender ni el gnomo. Goldmoon hizo que los barrotes se derritieran como si fuesen de cera. ¿Qué fue lo que dijo? "Ignoro cómo tengo poder para hacer lo que hago. Sólo sé que se me da lo que deseo, sea lo que fuere."»

¿Quién se lo daba? Gerard miró a Odila, intranquilo. Ninguno de los otros caballeros habló. Todos compartían las mismas ideas inquietantes, y nadie quería expresarlas. Entrar en eso sería caminar al borde de un precipicio con los ojos vendados.

—Sir Gerard, lady Odila, os agradezco vuestra paciencia —dijo lord Tasgall al tiempo que se ponía de pie—. Tenemos información suficiente para actuar en consecuencia. Si os necesitáramos de nuevo, os llamaremos.

Los estaban despidiendo. Gerard se levantó, saludó y dio las gracias a los caballeros uno por uno. Odila esperó y salió con él. Al echar una ojeada hacia atrás, Gerard vio a los caballeros absortos ya en la discusión.

—No parece que tengamos elección —comentó Odila a la par que sacudía la cabeza—. No podemos quedarnos sentados, esperando que les lleguen refuerzos. Tendremos que atacar.

—Un modo condenadamente extraño de llevar a cabo un sitio —reflexionó Gerard—. Podría entenderlo, ya que su cabecilla apenas ha dejado atrás los pañales, pero el capitán me pareció un oficial muy espabilado. ¿Por qué siguen la corriente a esa chica?

—Quizá también ha tocado sus mentes —murmuró Odila.

—¿Qué? —preguntó Gerard. La mujer había hablado en voz tan baja que creyó que no la había entendido.

Odila sacudió la cabeza con desánimo y siguió caminando.

—Olvídalo. Fue una idea estúpida —dijo.

—Pronto entraremos en batalla —pronosticó Gerard, esperando levantarle el ánimo.

—Cuanto antes mejor. Me gustaría encontrarme con esa arpía pelirroja llevando una espada en la mano. ¿Qué tal un trago? —preguntó de repente—. O dos, o seis o treinta.

Un tono extraño en su voz hizo que Gerard la observara atentamente.

—¿Qué pasa? —demandó ella, a la defensiva—. Quiero beber para quitarme de la cabeza a ese condenado dios, eso es todo. Vamos, yo invito.

—No, gracias. Me voy a la cama. A dormir. Y tú deberías hacer lo mismo.

—No sé cómo esperas que duerma con esos ojos mirándome fijamente. De acuerdo, vete a la cama si tan cansado estás.

El joven caballero empezó a preguntar de qué ojos hablaba, pero Odila se alejó en dirección a una taberna, cuyo cartel era un dibujo de un perro de caza que sostenía en la boca un pato muerto.

Demasiado cansado para darle importancia, Gerard fue en busca de un buen merecido descanso.


Gerard durmió todo el día y parte de la noche. Despertó con el ruido de alguien llamando a la puerta.

—¡Arriba! ¡Arriba! —llamó una voz, en tono bajo—. A presentarse en el patio dentro de una hora. Nada de luces y sin hacer ruido.

Gerard se sentó. En la habitación había claridad, pero era la luz blanca y fantasmal de la luna, no del sol. Al otro lado de la puerta se oyó el movimiento amortiguado de caballeros, pajes, escuderos y servidores, todos en pie y activos. Así que sería un ataque nocturno. Un ataque por sorpresa.

Nada de ruidos. Nada de luz. Nada de tambores llamando a las tropas. Nada que revelara el hecho de que el ejército de Solanthus se preparaba para salir a galope y romper el cerco. Gerard aprobaba el plan. Una idea excelente. Sorprenderían dormido al enemigo. Con suerte, quizá lo pillaban con las secuelas de una noche de jarana.

Se había acostado sin desnudarse, así que no tuvo que vestirse, sólo ponerse las botas. Bajó rápidamente la escalera, atestada de criados y escuderos que corrían haciendo recados para sus señores. Se abrió paso a empujones entre el apiñado gentío, deteniéndose únicamente para preguntar dónde estaba la armería.

En las calles reinaba un silencio extraño, ya que la mayor parte de la ciudad dormía. Gerard encontró al encargado de la armería y a sus ayudantes vestidos sólo a medias, ya que los habían sacado de la cama sin darles tiempo para más. El encargado estaba consternado por no poder proporcionar a Gerard una armadura solámnica como era debido.

—Dame uno de los equipos que se utilizan para las prácticas —dijo Gerard.

El hombre estaba horrorizado; no le cabía en la cabeza mandar a la batalla a un caballero con una armadura abollada, llena de arañazos y que no era de su medida. Gerard estaría hecho un esperpento. Al joven caballero no le importaba. Iba a tomar parte en su primera batalla, y habría ido completamente desnudo sin que ello le preocupara ni poco ni mucho. Tenía su espada, la que le había dado el gobernador Medan, y eso era lo que contaba. El encargado de la armería protestó, pero Gerard se mostró firme y, finalmente, el hombre le dio lo que le pedía. Sus ayudantes —dos chicos de trece años y caras marcadas por el acné— se mostraban muy excitados y lamentaban no poder tomar parte en la lucha. Actuaron como escuderos de Gerard.

Éste se dirigió desde la armería a los establos, donde los mozos de cuadra ensillaban caballos a un ritmo frenético al tiempo que intentaban tranquilizar a los animales, muy nerviosos por la inusitada conmoción. El jefe de establos miró recelosamente al desconocido con armadura prestada, pero Gerard le hizo saber, en unos términos que no dejaban lugar a duda, que estaba dispuesto a robar un caballo si no se lo proporcionaba por las buenas. Aun así, probablemente el jefe de establos no habría accedido a sus demandas, pero en ese momento entró lord Ulrich y, a pesar de desternillarse de risa al ver a Gerard con aquel desastroso equipo, avaló las credenciales del joven y dio orden de que se lo tratara con la consideración debida a un caballero.

El jefe de establos no llegó a tanto, pero proporcionó un caballo a Gerard. El animal parecía más apropiado para tirar de una carreta que para transportar a un caballero. Gerard esperaba que al menos se encaminara al campo de batalla y no a empezar el reparto matinal de leche.

Tanto discutir y porfiar para conseguir equipo y montura se le estaba haciendo interminable y la impaciencia lo consumía; temía perderse la batalla. En realidad, llegó al patio antes que la mayoría de los caballeros, donde los soldados de infantería se situaban en formación. Bien entrenados, ocupaban sus posiciones rápidamente, obedeciendo órdenes impartidas en voz baja. Habían amortiguado el ruido de las cotas de malla con tiras de tela, y a uno de ellos se le cayó el pelo cuando dejó caer la lanza ruidosamente sobre las baldosas. Siseando maldiciones, los oficiales se le echaron encima, prometiendo toda clase de atroces castigos.

Los caballeros empezaron a reunirse. También ellos habían envuelto partes de sus armaduras con trapos para amortiguar el ruido. Los escuderos se situaron al costado de cada uno de los caballos, listos para entregar arma, escudo y yelmo. Los portaestandartes ocuparon sus puestos. Los oficiales hicieron otro tanto. Salvo por los sonidos normales de la guardia de la ciudad llevando a cabo las rondas acostumbradas, el resto de la ciudad estaba en silencio. Nadie gritó demandando qué pasaba; no se reunió una multitud de mirones. Gerard admiró tanto la eficiencia de los oficiales como la lealtad y el sentido común de los ciudadanos. Debía de haberse corrido la voz de casa en casa, advirtiendo a la gente que se quedara dentro y no encendiera luces. Lo sorprendente era que todo el mundo obedeciese.

Caballeros y soldados —un contingente de cinco mil hombres— estuvieron preparados para marchar. Aquí y allí el silencio se rompía por el apagado relincho de un animal excitado, por una tos nerviosa de uno de los hombres de infantería o por el tintineo amortiguado de un yelmo al ponérselo un caballero.

Gerard buscó a Odila. Por su condición de Dama de la Rosa, ocupaba su puesto en las primeras filas. Vestía una armadura similar a las de los otros caballeros, pero Gerard la localizó de inmediato por las dos largas trenzas negras que asomaban bajo el reluciente yelmo. La risa de la mujer sonó un instante, pero enseguida la reprimió.

—Qué mujer. Haría payasadas hasta en su propio funeral —musitó, y soltó una queda risa. Después, al darse cuenta de lo agorero de su comentario, deseó para sus adentros no haberlo hecho.

Lord Tasgall, Caballero de la Rosa, se situó al frente, entre su estado mayor, llevando un pañuelo blanco en la mano. Lo alzó bien alto para que todos pudiesen verlo y después lo bajó. Los oficiales ordenaron marchar a los soldados y los caballeros se pusieron en movimiento. Gerard ocupó su puesto en las últimas filas, entre los más jóvenes y los armados caballeros más recientemente. No le importaba. Le habría dado igual tener que caminar con los soldados de infantería. El ejército de Solanthus se puso en marcha con un sonido de roce, de algo arrastrándose, cual un inmenso dragón sin alas que se deslizara sobre el suelo, alumbrado por la luna. Las puertas interiores, cuyos goznes se habían engrasado bien, se abrieron sin ruido, empujadas por hombres silenciosos.

Una serie de puentes salvaban el foso. Después de que el último soldado de infantería hubiese cruzado los puentes, éstos se levantaron, y las puertas se cerraron y atrancaron, a la par que se guarnecían las troneras.

El ejército se dirigió a las puertas exteriores que atravesaban la gruesa muralla que rodeaba la ciudad. Los goznes de estas puertas también se habían engrasado. Mientras pasaba bajo la muralla, Gerard vio arqueros agazapados en las sombras de las almenas para evitar ser detectados. Esperaba que no tuvieran que intervenir esa noche. El ejército solámnico debería ser capaz de barrer al ejército de los caballeros negros antes de que tuviera tiempo de reaccionar. Aun así, los lores caballeros hacían bien en no correr ningún riesgo.

Una vez que la infantería y la caballería dejaron atrás las últimas puertas y éstas se hubieron cerrado, atrancado y guarnecido, el caballero coronel hizo un alto y giró la cabeza para mirar a las tropas a su mando. Alzó otro pañuelo blanco, y éste lo dejó caer.

Los caballeros rompieron el silencio. Alzaron las voces en un canto que ya era antiguo en tiempos de Huma, y después espolearon a sus caballos, lanzándolos a galope tendido. El canto enardeció a Gerard, que se sorprendió a sí mismo entonándolo con entusiasmo, pronunciando lo primero que se le venía a la cabeza en las estrofas que no recordaba. La orden dada a la caballería era dividirse, la mitad de los caballeros cargando hacia el este y la otra mitad hacia el oeste. El plan era rodear el dormido campamento y empujar a las tropas enemigas hacia el centro, donde serían atacadas por la infantería, que cargaría directamente hacia ese punto.

Gerard no apartó la vista del campamento enemigo. Esperaba que se despertara con el ruido atronador del trapaleo de cascos. Esperaba que se encendiesen antorchas, que los centinelas diesen la voz de alarma, que los oficiales gritasen órdenes y que los hombres corrieran a coger las armas.

Pero, curiosamente, el campamento permaneció en silencio. Ningún centinela gritó y, ahora que Gerard se fijaba, no veía ninguna hilera de caballos estacados. En el campamento no se produjo ningún movimiento, ningún ruido, y empezó a pensar que lo habían abandonado durante la noche. Pero ¿por qué un ejército de varios centenares de hombres iba a marcharse dejando atrás tiendas y suministros?

¿Se habría dado cuenta la chica de que había tratado de abarcar más de lo que podía? ¿Había decidido escabullirse en la noche y así salvar su pellejo y el de sus hombres? Al recordarla, al recordar su fe en el dios Único, Gerard lo dudó.

Los Caballeros de Solamnia continuaron la carga, abriéndose a ambos lados del campamento en un amplio círculo. Siguieron cantando, pero el canto había perdido su magia, no podía disipar la inquietud que iba apoderándose de sus corazones. Aquel silencio era extraño, y no les gustaba. Olía a trampa.

A lord Tasgall, que dirigía la carga, se le planteaba un problema. ¿Procedería según lo planeado? ¿Cómo reaccionaría ante esa nueva e inesperada situación? Veterano de muchas campañas, lord Tasgall también era consciente de que ni siquiera la mejor estrategia sobrevivía al contacto con el enemigo. En este caso, sin embargo, el problema parecía ser la ausencia de contacto con el enemigo. Tasgall supuso que la chica había recobrado el sentido común, simplemente, y se había marchado. De ser así, sus tropas y él sólo habrían perdido unas pocas horas de sueño. Sin embargo, no podía darlo por hecho. Cabía la posibilidad de que fuera una trampa. Más valía pecar de precavido. Cambiar la estrategia sólo causaría confusión en sus hombres. El caballero coronel llevaría adelante el plan, pero alzó la mano para ralentizar la carga de la caballería a fin de que no se lanzara descuidadamente a lo que quiera que estuviera aguardando.

Podría haberse ahorrado la molestia. Los caballeros no estaban preparados para lo que les esperaba. Nunca habrían podido estarlo.

Otra canción se alzó en el aire, un canto que era secundario del principal de ellos, un canto que sonaba como contrapunto del suyo. Lo entonaba una persona, y Gerard, que ya había oído su voz, reconoció a Mina.

Marionetas

En otros tiempos y estaciones más templadas,

del guiñol, marionetas, actuasteis en el drama.

Silenciosas y desmadejadas dentro de la caja,

en un sueño sin sosiego quedasteis olvidadas.

Ahora sentís de las saltarinas cuerdas el tirón

y vuestro polvo se reanima en temblorosas alas.

¡Venid, levantaos de donde yacéis tiradas

que el Gran Titiritero ya entona su canción!

Desde la oscuridad el Titiritero os llama

y vuestros huesos responden con presteza.

Incorporaos, salid ya de vuestra oscura nada

que en escena el papel de seres vivos os espera.

Haced lo que os dicta la voz de la memoria,

de días más cálidos revivid la sensación,

y saboread de nuevo aquella pasada gloria.

¡Dejad el lugar donde sólo hay consunción!

Bailad, espíritus en el tránsito apresados,

con el renacido ardor de la sangre recordada.

Interpretad, seres rotos de tiempos ya pasados,

las que antaño fueran vuestras vidas arrojadas.

¡El Amo del guiñol empieza a mover las cuerdas,

y vuestros huesos arrancados de las sombras

actuarán otra vez para que todo el mundo sepa

que la obra del Gran Titiritero se representa!

Los soldados del flanco derecho empezaron a gritar y a señalar. Gerard se giró para ver qué ocurría.

Una espesa niebla había aparecido por el oeste y se desplazaba rápidamente sobre la hierba en agitados remolinos, desdibujando todo lo que tocaba, tapando las estrellas, engullendo la luna. Los que observaban no distinguían nada dentro de la bruma, nada detrás. Llegó a la muralla occidental de la ciudad y pasó sobre ella. Las torres del lado occidental de Solanthus desaparecieron como si nunca hubiesen existido. Llegaron gritos apagados de esa parte de la ciudad, pero sonaban tan lejanos que nadie pudo discernir qué ocurría.

Al ver el avance de aquella niebla extraña y anormal, lord Tasgall detuvo la carga y, con un gesto de la mano, llamó a sus oficiales. Lord Ulrich y lord Nigel se separaron de las filas y galoparon hacia él. Gerard se acercó lo suficiente para oír lo que decían.

—Aquí está actuando la magia. —La voz de lord Tasgall sonaba severa—. Nos han engañado. Se nos ha embaucado para sacarnos de la ciudad. Opino que deberíamos retirarnos.

—Milord —protestó lord Ulrich, riendo—, pero si sólo es un fuerte rocío.

—¡Un fuerte rocío! —repitió lord Tasgall, que resopló despectivo—. ¡Heraldo, toca retirada!

El heraldo se llevó el cuerno a los labios y lanzó el toque de retirada. Los caballeros reaccionaron con disciplina, sin dejarse dominar por el pánico. Hicieron volver grupas a sus caballos y empezaron a cabalgar en columna en dirección contraria. Los soldados de infantería dieron media vuelta y se encaminaron ordenadamente hacia las murallas. Los caballeros avanzaron para cubrir la retirada de los soldados de a pie. A los arqueros se los veía ahora en las almenas, aprestadas las flechas.

Sin embargo, Gerard se dio cuenta —todo el mundo lo hizo— que por muy deprisa que se movieran, la extraña niebla los envolvería antes de que los soldados más próximos a las murallas hubiesen llegado a ellas. La bruma se deslizaba sobre el suelo con la rapidez de una caballería lanzada a la carga a galope tendido. Gerard la contempló atentamente a medida que se aproximaba. Parpadeó y se frotó los ojos. Debía de estar viendo visiones.

Aquello no era niebla. No era un «fuerte rocío». Eran los refuerzos de Mina.

Un ejército de espíritus.

Un ejército de conscriptos, ya que las almas de los muertos estaban atrapadas en el mundo, sin poder partir de él. Cada espíritu que abandonaba el cuerpo que lo había atado a este mundo, experimentaba un instante de alegría exultante y libertad. Esa sensación era aplastada casi de inmediato. Un ser inmortal atrapaba el alma del muerto y le transmitía su ansia inmensa, un ansia de magia.

«Tráeme la magia y serás libre», era la promesa. Una promesa que no se cumplía, ya que esa ansia nunca podría saciarse, porque crecía en proporción a lo que engullía. Los espíritus que luchaban para liberarse descubrían que no tenían dónde ir.

No hasta que fueron convocados.

Una voz, una voz humana, una voz mortal, la voz de Mina, los emplazó.

«Luchad por el Único y seréis recompensados. Servid al Único y seréis libres.»

Desesperados, sufriendo tormentos sin fin, los espíritus obedecieron. No se agruparon en formación, porque su número era ingente. El alma del goblin, su horrendo semblante recreado en la memoria que guardaba de su envoltura mortal, enseñó los dientes de niebla, asió una espada de sutil vapor, y respondió a la llamada. El alma del Caballero de Solamnia, que había perdido toda noción de honor y lealtad hacía mucho, respondió a la llamada. Las almas del goblin y del caballero avanzaron codo con codo, sin saber a qué atacaban o contra qué luchaban. Su único pensamiento era complacer a la Voz y, de ese modo, escapar.

Una niebla fue lo que al principio les pareció a los mortales que la afrontaban, pero Mina apeló al Único para que les abriera los ojos y vieran lo que antes se les había ocultado. Y los vivos fueron obligados a contemplar a los muertos.

La niebla tenía ojos y bocas, manos que se extendían, voces que susurraban desde la niebla que no era tal, sino miríadas de almas, cada cual conservando la memoria de lo que había sido, una imagen trazada en el éter con la mágica fosforescencia de la luz de luna y el fuego fatuo. El rostro de cada espíritu llevaba impreso el horror de su existencia, una existencia que no conocía el reposo, que sólo conocía la búsqueda interminable y el impotente desconsuelo de no hallar nunca.

Los espíritus empuñaban armas, pero eran armas de niebla y brillo de luna y no podían matar ni lisiar. Blandían una única arma, la más terrible: la desesperación.

A la vista del ejército de almas atrapadas, los soldados de infantería arrojaron sus armas, sordos a los gritos furiosos de sus oficiales. Los caballeros que protegían los flancos miraron a los muertos y se estremecieron de horror. Su instinto era hacer lo mismo que los soldados, dejarse dominar por el terror y el pánico. Aguantaron firmes un momento merced a la disciplina —la disciplina y el orgullo—, pero después se miraron unos a otros, sin saber qué hacer, y vieron su propio miedo reflejado en los rostros de sus compañeros.

El ejército fantasmal entró en el campamento enemigo. Las almas revolotearon agitadas entre tiendas y carretas. Gerard oyó los relinchos espantados de los caballos y también, por fin, ruidos de movimiento en el campamento, llamadas de oficiales, el tintineo de armas. Entonces todos los ruidos quedaron ahogados por los espíritus, como si estuviesen celosos de unos sonidos que sus bocas muertas no podían emitir. El campamento enemigo desapareció de la vista, y el ejército de espíritus fluyó hacia la ciudad de Solanthus.

Millares de bocas gritaban en silencioso tormento, chillidos susurrantes cual un gélido viento que helaba la sangre de los vivos. Cientos de miles de manos muertas se tendían hacia lo que nunca podrían asir. Miles de millares de pies muertos marcharon sobre el suelo sin que una sola brizna de hierba se doblara.

Los oficiales cayeron presa del mismo terror que sus hombres y renunciaron a mantener el orden en las tropas. Los soldados de infantería rompieron filas y echaron a correr, despavoridos, hacia las murallas, los más rápidos apartando a empellones o derribando a los más lentos a fin de alcanzar la seguridad de los altos muros.

Pero las murallas no ofrecían protección. Un foso no era obstáculo para los que ya estaban muertos, porque no temían ahogarse. Las flechas no podían frenar el avance de aquellos que no tenían cuerpos que ensartar. Las fantasmales legiones se deslizaron bajo las afiladas puntas de los rastrillos y revolotearon como un enjambre ante las puertas, filtrándose por las troneras y las aspilleras.

Detrás del ejército de muertos venía otro de vivos. Los soldados a las órdenes de Mina se habían mantenido ocultos en las tiendas, esperando que los espíritus avanzaran, que aterrorizaran al enemigo y lo hicieran huir en medio del caos. Tras la cobertura de su escalofriante ejército, los soldados de Mina salieron de las tiendas y corrieron a la batalla. Sus órdenes eran atacar a los Caballeros de Solamnia cuando estuviesen en campo abierto, aislados, cortada su retirada, fáciles presas del terror.

Gerard intentó detener la huida de los soldados, que se pisoteaban en su afán por escapar del ejército fantasmal. Cabalgó en pos de ellos, gritándoles que permanecieran en sus puestos, pero no le hicieron caso y siguieron corriendo. Todo desapareció. Las almas de los muertos lo rodearon; sus formas incorpóreas titilaban con una blancura incandescente que perfilaba manos y brazos, pies y dedos, ropas y armaduras, armas u otros objetos que les habían sido familiares en vida. Se aproximaron a él y su caballo relinchó aterrado. Se encabritó, tiró a Gerard al suelo y salió disparado, desapareciendo en la bullente niebla de fantasmales manos extendidas.

Gerard se levantó torpemente. Desenvainó la espada en un gesto reflejo, pues ¿a quién iba a matar? Jamás había estado tan aterrorizado. El roce de las almas era como niebla fría. No podía contar el número de muertos que lo rodeaba. Uno, cien, mil. Las almas se entrelazaban unas con otras, era imposible distinguir dónde acababa una y dónde empezaba otra. Aparecían y desaparecían de su vista, de modo que se sentía mareado y confuso si las miraba.

No lo amenazaban ni lo atacaban, ni siquiera aquellas que sí lo habrían hecho en vida. Un enorme hobgoblin extendió unas manos peludas, que de repente eran las manos de una hermosa joven elfa, que a su vez pasó a ser un pescador, que, tras un tembloroso titileo, se convirtió en un niño enano, lloroso y aterrado. Los rostros de los muertos colmaron a Gerard de un terror sin nombre, porque vio en todos ellos la desesperación y la angustia del prisionero que yace olvidado en la mazmorra que es su tumba.

La imagen era tan espantosa que Gerard tuvo miedo de volverse loco. Intentó recordar en qué dirección se encontraba Solanthus para llegar hasta la ciudad, porque allí al menos sentiría el tacto de una mano cálida, tan distinta a la caricia de los muertos, pero la caída del caballo lo había desorientado. Aguzó el oído para captar sonidos que pudieran indicarle en qué dirección encaminarse. Al igual que en la niebla real, el sonido se distorsionaba. Oyó entrechocar de armas y gritos de dolor, y supuso que en alguna parte había hombres luchando contra los vivos, no contra los muertos, pero no pudo precisar de qué dirección venían los ruidos de la batalla. Entonces oyó una voz que hablaba fría y desapasionadamente.

—Aquí hay otro.

Dos soldados, dos hombres vivos, luciendo el emblema de Neraka, se lanzaron contra él y las figuras fantasmales se dividieron como pañuelos de seda blanca cortados por una cuchilla. Los soldados atacaron sin destreza, asestando golpes con sus espadas, confiando en superarlo por la fuerza bruta antes de que se recobrara del paralizante terror. Con lo que no habían contado era con el hecho de que Gerard sintió tanto alivio de ver un enemigo de carne y hueso, uno al que se podía dar puñetazos y patadas y hacerlo sangrar, que el solámnico se defendió enérgicamente.

Desarmó a uno de los hombres, lanzando su espada por el aire, y propinó un puñetazo en la mandíbula del otro. No se quedaron para continuar la lucha. Al descubrir que su adversario era más fuerte de lo que esperaban, echaron a correr y dejaron a Gerard en manos de sus espantosos carceleros, las almas de los muertos.

La mano de Gerard se cerró espasmódicamente sobre la empuñadura de su espada. Temiendo otra emboscada, no dejaba de echar ojeadas a su alrededor, asustado de seguir donde estaba y más asustado de moverse. Los espíritus lo observaban, rodeándolo.

Un toque de cuerno hendió el aire como una cimitarra. Provenía de la ciudad, llamando a retirada. Fue un toque frenético y cortado rápidamente, en medio de una nota, pero indicó a Gerard la dirección hacia dónde debía dirigirse. Tuvo que dominar el instinto, ya que la última vez que había visto las murallas éstas se encontraban a su espalda, mientras que el sonido del cuerno había llegado del frente. Echó a andar hacia adelante, lentamente, reacio a tocarse con los espíritus, aunque era absurdo preocuparse por eso, porque aunque algunos extendían las manos hacia él en lo que parecía una lastimosa súplica y otros lo hacían con aparente intención de matarlo, no podían hacerle nada aparte de infundirle terror. Sin embargo, con eso era más que suficiente.

Cuando su contemplación se le hizo insoportable, cerró los ojos de manera involuntaria, esperando hallar cierto alivio, pero resultó aún más angustioso, porque entonces sintió el roce de los fantasmales dedos y oyó los susurros de las voces espectrales.

Para entonces, los soldados de infantería habían llegado a las enormes puertas de hierro de las murallas. Los aterrados hombres las golpearon a la par que pedían a gritos que las abrieran. Las puertas siguieron cerradas y atrancadas. Furiosos y asustados, llamaron a voces a sus compañeros del interior para que los dejasen entrar. Los soldados empezaron a empujar las puertas y a sacudirlas al tiempo que maldecían a los que estaban dentro.

Surgió una luz blanca y un estampido sacudió el suelo; una sección de la muralla, próxima a la puerta, explotó y enormes fragmentos de piedra quebrada llovieron sobre los soldados apiñados ante las puertas cerradas. Murieron centenares, aplastados bajo los cascotes. Los que sobrevivieron se quedaron atascados entre los escombros, suplicando ayuda, pero nadie acudió. Desde dentro de la ciudad las puertas permanecieron cerradas y atrancadas. El enemigo empezó a penetrar por la grieta abierta.

Al oír la explosión, Gerard escudriñó al frente intentando ver qué había pasado. Las almas giraban alrededor de él, pasaban a su lado, y sólo contempló rostros blancos y manos extendidas. Desesperado, se abalanzó contra las ondeantes figuras asestando golpes a diestro y siniestro con su espada. Habría tenido el mismo resultado si hubiese intentado cortar azogue, porque los muertos esquivaban las arremetidas para después apiñarse a su alrededor en mayor número.

Al caer en la cuenta de lo que estaba haciendo, Gerard se detuvo e intentó recobrar el control. Estaba tembloroso y empapado de sudor. La idea de su momentánea locura lo horrorizó. Se sentía como si lo estuviesen asfixiando; se quitó el casco y respiró profundamente varias veces. Cuando se hubo calmado, pudo oír voces —voces vivas— y el sonido de armas entrechocando. Siguió parado un instante más para orientarse y volvió a ponerse el yelmo, dejando levantada la visera a fin de ver y oír mejor. Mientras corría hacia el sonido, los muertos intentaron agarrarlo con sus gélidas manos. Tuvo la espeluznante sensación de ir corriendo a través de enormes telas de araña.

Llegó donde estaban seis soldados enemigos, vivos y bien vivos, que combatían contra un caballero montado. No pudo ver el rostro con el casco, pero sí dos largas y negras trenzas agitándose sobre sus hombros. Los soldados tenían rodeada a Odila e intentaban desmontarla del caballo. Ella los golpeaba con la espada, les daba patadas, detenía sus arremetidas con el escudo. Y al tiempo, mantenía su caballo bajo control.

Gerard atacó a los hombres desde atrás, cogiéndolos por sorpresa. Atravesó a uno con la espada y sacó el arma de un tirón a la par que propinaba un codazo en las costillas a otro. Al doblarse el hombre, le rompió la nariz de un rodillazo.

Odila descargó su espada sobre la cabeza de otro con tanta fuerza que hendió casco y cráneo, salpicando de sangre, sesos y fragmentos óseos a Gerard. El solámnico se limpió los ojos de sangre y se volvió hacia un soldado que tenía agarrada la brida del caballo e intentaba derribar al animal. Gerard descargó la espada contra las manos del individuo, al tiempo que Odila golpeaba a otro, con el escudo primero y después con su espada. Otro hombre se metió debajo del caballo y se situó a la espalda de Gerard. Antes de que éste tuviera tiempo de girarse para hacer frente a su nuevo adversario, el soldado propinó un violento golpe a Gerard a un lado de la cabeza.

El yelmo lo salvó de morir; la hoja rebotó en el metal y le abrió un tajo en la mejilla. Gerard no sintió dolor, y supo que le había herido sólo porque saboreó la sangre que resbalaba hasta su boca. El hombre le agarró la mano con la que empuñaba la espada, y le apretó los dedos con la fuerza de un cepo para obligarlo a soltarla. Gerard le golpeó en la cara y le rompió la nariz, a pesar de lo cual el tipo siguió forcejeando. El joven solámnico lo apartó de un empellón y le asestó un punterazo en la ingle que lo derribó en el suelo. Se adelantó para rematarlo, pero el hombre se incorporó con rapidez y echó a correr.

Demasiado exhausto para perseguirlo, Gerard se quedó quieto, respirando a boqueadas. Ahora le dolía la cabeza, y de un modo espantoso. También le resultaba doloroso sostener la espada, de manera que se la cambió a la mano izquierda, aunque lo que podría hacer con ella estaba por ver, ya que nunca había aprendido a manejarla con esa mano. Supuso que al menos podría utilizarla como un garrote.

Odila tenía la armadura abollada y cubierta de sangre, y Gerard ignoraba si la mujer estaba herida, pero no le quedaba resuello ni para preguntárselo. La mujer seguía montada en su caballo, mirando en derredor con la espada presta, esperando el siguiente ataque.

De repente Gerard cayó en la cuenta de que podía vislumbrar árboles perfilados contra el estrellado cielo. También vio a otros caballeros, algunos montados, otros a pie, otros de rodillas en el suelo y algunos tendidos. Veía las estrellas, las murallas de Solanthus, que resplandecían blancas a la luz de la luna, salvo una terrible excepción: faltaba una sección enorme de muralla, cerca de las puertas. Delante había un inmenso montón de piedras rotas.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Odila con un respingo, y se quitó bruscamente el yelmo para ver mejor—. ¿Quién hizo eso? ¿Por qué no se abren las puertas? ¿Quién las ha atrancado? —Observó escrutadoramente las almenas, que permanecían vacías y silenciosas—. ¿Dónde están nuestros arqueros? ¿Por qué han abandonado sus puestos?

En una respuesta que casi parecía personal por la coincidencia con las preguntas de Odila, una figura solitaria apareció en lo alto de las murallas, encima de las puertas que habían seguido cerradas y atrancadas para sus propios defensores.

Los soldados muertos de Soltanhus yacían apilados delante de esas puertas cual una ofrenda en un altar enorme. Una ofrenda a la chica, Mina, cuya armadura negra brillaba a la luz de la luna.

—Caballeros de Solamnia. Ciudadanos de Solanthus. —Mina se dirigió a ellos en un tono de voz resonante, de modo que ninguno de los que se encontraban en el ensangrentado campo tuvo que esforzarse para oírla—. Merced al poder del dios Único, la ciudad de Solanthus ha caído. Reclamo la ciudad de Solanthus en nombre del Único.

Gritos roncos de rabia e incredulidad se alzaron en el campo de batalla. Lord Tasgall espoleó a su caballo y se adelantó. Tenía la armadura cubierta de sangre y su brazo derecho colgaba inerte, inutilizado, al costado.

—¡No te creo! —gritó—. ¡Quizás hayas tomado la muralla exterior, pero no me engañarás haciéndome creer que has conquistado la ciudad!

En las almenas aparecieron arqueros; lucían los emblemas de Neraka. Las flechas se clavaron en el suelo alrededor, cimbreantes.

—Mira el cielo —dijo Mina.

A regañadientes, lord Tasgall alzó la vista hacia la bóveda celeste. No tuvo que buscar mucho para contemplar la derrota.

Negras alas surcaban el aire, ocultando las estrellas; se deslizaban silueteadas contra la superficie de la luna. Los dragones volaban en círculos victoriosos sobre la ciudad de Solanthus.

El miedo al dragón, espantoso y debilitador, sacudió a lord Tasgall y a todos los Caballeros de Solamnia, provocando que más de uno gimiera y alzara los brazos aterrado o asiera la espada con manos temblorosas y resbaladizas por el sudor.

No salieron flechas disparadas contra los dragones desde Solanthus. Ninguna máquina lanzó aceite ardiente. Sólo un cuerno había tocado la alarma al inicio de la batalla, y la muerte lo había silenciado.

Mina había dicho la verdad. La batalla había concluido. Mientras los caballeros solámnicos permanecían retenidos por los muertos y eran emboscados por los vivos, Mina y el resto de sus tropas habían volado a lomos de dragones, libres de obstáculos, hasta la ciudad, una ciudad que había quedado desprovista de la mayoría de sus defensores.

—Caballeros de Solamnia —continuó la muchacha—, habéis presenciado el poder del Único, que gobierna sobre vivos y muertos. Partid y difundid la noticia del regreso del Único al mundo. He dado orden a los dragones de que no os ataquen. Sois libres de marcharos, id donde queráis. —Movió la mano en un gesto grácil, magnánimo—. Incluso a Sanction. Porque allí es donde se vuelve ahora la mirada del Único. Contadles a los defensores de Sanction las maravillas que habéis visto esta noche. Decidles que teman la ira del Único.

Tasgall permaneció inmóvil en la silla. Estaba conmocionado, estupefacto y abrumado por el inesperado giro de los acontecimientos. Otros caballeros se aproximaron a él a caballo, caminando o cojeando. A juzgar por sus voces acaloradas, algunos exigían lanzarse al ataque.

Gerard resopló con desdén. «Que carguen —pensó—, y así esa horda de dragones caerá sobre ellos y les arrancará sus cabezas de necios. Idiotas así no merecen vivir y nunca deberían engendrar progenie. Sólo hace falta mirar al cielo para ver que en Solanthus ya no hay lugar para la caballería solámnica.»

—La noche declina —dijo por último la muchacha—. Se acerca el alba. Tenéis una hora para marcharos sin correr peligro. A cualquiera de vosotros que esté a la vista desde las murallas de la ciudad al romper el día, se le dará muerte. —Su voz se tornó suave—. No temáis por vuestros muertos. Serán honrados, porque ahora sirven al Único.

Las bravatas y la furia de los derrotados caballeros se extinguieron pronto. Los pocos soldados de infantería que habían salido vivos de la contienda empezaron a alejarse desordenadamente a través de los campos, muchos echando ojeadas hacia atrás como si no pudiesen creer lo que había pasado y tuvieran que asegurarse continuamente con el truculento espectáculo de sus compañeros aplastados bajo los cascotes de la otrora poderosa ciudad.

Los caballeros consiguieron salvar la dignidad que les quedaba y volvieron al campo de batalla para recoger a sus muertos. No los dejarían atrás, prometieran lo que prometieran Mina y el dios Único. Lord Tasgall permaneció a caballo. Se había quitado el yelmo para limpiarse el sudor; su rostro tenía una expresión severa y pétrea, y estaba tan blanco como el de los fantasmas.

Gerard no podía mirarlo, no soportaba ver tal sufrimiento. Se volvió de espaldas.

Odila no se había unido a los otros caballeros. Ni siquiera parecía ser consciente de lo que pasaba alrededor. Seguía montada, con la mirada prendida en el punto de la muralla donde había aparecido Mina.

Gerard tenía intención de ir a ayudar a los otros caballeros con los heridos y los muertos, pero no le gustó la expresión de Odila. La agarró por la bota y le sacudió el pie para llamar su atención. La mujer bajó la vista hacia él y no pareció reconocerlo.

—El dios Único —dijo—. La chica dice la verdad. Un dios ha regresado al mundo. ¿Qué podemos hacer los mortales contra semejante poder?

Gerard alzó los ojos al cielo, donde los dragones volaban triunfantes entre irregulares jirones de nubes que no eran nubes, sino las almas de los muertos, todavía rezagadas.

—Haremos lo que nos ha dicho que hagamos —manifestó Gerard con voz inexpresiva mientras contemplaba las murallas de la ciudad tomada. Vio al minotauro allí, observando la retirada de los caballeros solámnicos—. Cabalgaremos a Sanction. Les advertiremos de lo que se les avecina.

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