31 La Rosa Roja

En las oscuras horas precedentes al alba, en el día señalado por la hembra Verde, Beryl, para consumar la destrucción de Qualinost, el gobernador Medan desayunó en su jardín. Comió bien, porque necesitaría las reservas de energía proporcionadas por el alimento cuando el día estuviese más avanzado. Había conocido hombres incapaces de tragar un bocado antes de un combate, y otros que comían y poco después vomitaban lo ingerido. Hacía tiempo que él se había disciplinado a consumir una copiosa comida antes de la batalla e, incluso, a disfrutarla.

Podía hacerlo enfocando su mente en cada minuto del presente, sin mirar hacia adelante y lo que había de venir, ni detrás y a lo que habría podido ser. Se había reconciliado consigo mismo la noche previa antes de dormirse; otra disciplina. En cuanto al breve futuro que podría quedarle, puso su confianza en sí mismo. Conocía sus límites; conocía sus puntos fuertes. Conocía y confiaba en sus compañeros.

Mojó la última fresa de temporada en la última copa de vino elfo. Comió pan de oliva y suave queso blanco. El pan tenía una semana y estaba duro, ya que los hornos de las panaderías no se habían encendido en todos esos días, pues los panaderos se habían marchado de Qualinost o se habían escondido, trabajando en los preparativos para el día de hoy. Aun así, disfrutó saboreándolo. Siempre le había gustado el pan de oliva. El queso, extendido sobre el pan, era excelente. Un placer sencillo, pero que echaría de menos en la muerte.

Medan no creía en una vida más allá de la tumba. Ninguna mente racional podría hacerlo, a su modo de ver. La muerte era el olvido perpetuo. El corto sueño de cada noche nos preparaba para el largo de la noche final. Sin embargo, creía que incluso en ese olvido perpetuo añoraría su jardín y el suave queso sobre el oloroso pan; añoraría la luz de la luna brillando sobre un cabello dorado. Acabó el queso y echó migas de pan a los peces. Se quedó sentado otra hora en el jardín, escuchando el triste canto de la alondra. Sus ojos se empañaron un instante, pero fue porque el canto del ave enmudecería para él, y por la belleza de las tardías flores que también echaría de menos. Cuando los ojos se le nublaron, supo que era el momento de partir.

El caballero negro Dumat estaba allí para ayudarlo a ponerse la armadura. El gobernador no llevaría la armadura completa ese día. Beryl repararía en ese detalle y le parecería sospechoso. A los elfos se los había vencido, matado o expulsado. La capital elfa le era entregada sin lucha. Su gobernador estaba allí para recibirla en la hora triunfal. ¿Para qué iba a necesitar armadura? Además, Medan necesitaba libertad de movimientos para actuar con rapidez, y no quería encontrarse entorpecido por la pesada coraza ni la cota de malla. Se puso la armadura ceremonial —el reluciente peto con el lirio y la calavera, y el yelmo—, pero prescindió de todo lo demás.

Dumat lo ayudó a sujetar la larga y ondeante capa sobre los hombros. La prenda estaba hecha de lana que primero se había sumergido en tinte negro y después en otro púrpura. Orlada con galón dorado, la capa llegaba hasta el suelo y pesaba casi tanto como una cota. Medan la despreciaba, y nunca se la ponía excepto en los días en que tenía que exhibirse ante el senado. Ese día, sin embargo, le sería útil, porque cubriría una multitud de culpas. Una vez ataviado, hizo unas pruebas con la capa para asegurarse de que desempeñaría la tarea que se esperaba de ella.

Dumat arregló los pliegues de manera que la prenda cayera sobre su hombro izquierdo, ocultando bajo ellos la espada que llevaba a la cadera. No era la espada mágica, Estrella Perdida. De momento, su arma habitual serviría a su propósito. Tenía que acordarse de sujetar el borde de la capa con la mano izquierda, a fin de que el viento levantado por las alas del dragón no la hiciera ondear. Practicó varias veces mientras Dumat lo observaba con ojo crítico.

—¿Crees que funcionará? —preguntó el gobernador.

—Sí, milord. Si Beryl atisba el acero, pensará que sólo es vuestra espada, como la lleváis siempre.

—Excelente. —Medan soltó la capa, desabrochó el cinturón del arma e hizo intención de ponerla a un lado. Luego, pensándolo mejor, se la tendió a Dumat—. Ojalá te sirva tan bien como me ha servido a mí.

El ayudante rara vez sonreía, y tampoco lo hizo en esa ocasión. Se desprendió de su propia espada —que era la reglamentaria— y se puso la del gobernador, con su excelente hoja templada. No dio muestras de agradecimiento salvo un quedo y lacónico «gracias», pero Medan vio que su regalo había complacido y conmovido al soldado.

—Será mejor que te vayas ya —dijo el gobernador—. Tienes que cabalgar hasta Qualinost y te queda mucho por hacer antes de la hora señalada.

Dumat iba a saludar, pero el gobernador le tendió la mano. El ayudante vaciló antes de cogerla y estrecharla en silencio, efusivamente. Después se marchó. Montó en su caballo y galopó de vuelta a Qualinost.

Medan repasó mentalmente el plan una vez más para comprobar si había pasado algo por alto. Quedó satisfecho. Ningún plan era perfecto, desde luego, y las cosas rara vez iban como uno esperaba, pero estaba seguro de que Laurana y él habían previsto la mayoría de las contingencias. Cerró la puerta de su casa y echó la llave. Se preguntó si regresaría por su propio pie para abrirla o si llevarían su cadáver para enterrarlo en el jardín, como había pedido. En los días venideros, cuando los elfos volvieran a su tierra, ¿viviría alguien en esa casa? ¿Se acordaría alguien de él?

—La casa del detestado gobernador Medan —dijo con una sonrisa desganada—. Quizá la quemen hasta los cimientos. Los humanos lo harían.

Pero los elfos no eran los humanos. No se resarcían con una venganza tan pobre, conscientes de que no serviría para nada. Además, no querrían dañar el jardín. Eso podía darlo por cierto.

Le quedaba una cosa más que hacer antes de marcharse. Buscó en el jardín hasta encontrar dos rosas perfectas, una roja, la otra blanca. Las arrancó, y quitó las espinas a la blanca. La roja, con todas sus espinas, la puso debajo de su armadura, contra su pecho.

Con la rosa blanca en la mano, salió de su jardín sin volverse a mirar atrás. ¿Para qué? Llevaba en su mente la imagen y la fragancia, y esperaba, si le llegaba la muerte, vivir para siempre en la belleza, la paz y la soledad.


En su caso, Laurana hacía más o menos lo mismo que Medan, con unas pocas diferencias. Sólo había conseguido tragar unos bocados antes de apartar el plato. Bebió un vaso de vino para que le diese ánimos y después se retiró a su habitación.

No tenía a nadie que la ayudara a vestirse, ya que había mandado marcharse a sus doncellas a la seguridad del sur. Lo habían hecho a regañadientes, y se separaron de su señora con lágrimas. Ahora sólo quedaba Kelevandros con ella. Lo había instado a que se marchara también, pero el elfo se había negado y Laurana no lo presionó. Quería quedarse, dijo, para redimir el honor de su familia que había sido mancillado por la traición de su hermano.

Laurana lo entendió, pero casi lamentó haberlo entendido. Kelevandros era el sirviente perfecto, anticipándose a sus deseos y necesidades, discreto, un trabajador diligente y esforzado. Pero ya no reía ni cantaba mientras realizaba sus tareas. Estaba silencioso, distante, absorto en sus pensamientos, rechazando cualquier muestra de compasión.

Laurana se ciñó a la cintura la falda de cuero que habían diseñado para ella años antes, cuando era el Áureo General. Tenía suficiente vanidad femenina para advertir que le quedaba un poco más ajustada que en su juventud, y suficiente sentido de lo absurdo para sonreír por el hecho de que le hubiese importado. La falda iba abierta por un costado para facilitarle los movimientos, y le servía como protección cuando caminaba o cabalgaba. Hecho eso, empezó a llamar a Kelevandros, pero el elfo esperaba al otro lado de la puerta y entró en la habitación cuando aún no había acabado de pronunciar su nombre.

Sin mediar palabra, Kelevandros le ajustó el mismo peto, azul con el borde dorado, que había llevado hacía tantos años, y después Laurana se echó una capa por los hombros. Era una prenda demasiado grande. La había hecho especialmente para esa ocasión, trabajando día y noche para tenerla acabada a tiempo. Era blanca, de lana finamente cardada, y se abrochaba delante con siete cierres dorados. A los lados llevaba aberturas para sacar los brazos. Se estudió críticamente en el espejo, moviéndose, caminando, parándose, para comprobar que no se atisbaba cuero ni metal que la delatara. Tenía que aparecer como la presa, no como el depredador.

Dado que la capa le estorbaba el movimiento de los brazos, Kelevandros se ocupó de peinar y colocar el largo cabello alrededor de los hombros. El gobernador Medan había querido que llevara puesto el yelmo, argumentando que necesitaría su protección, pero Laurana se negó. El yelmo estaría fuera de lugar, y la Verde sospecharía.

—Después de todo —le había dicho, medio en broma medio en serio—, si ataca, supongo que un yelmo no cambiaría nada.

Sonaron campanillas fuera de la casa.

—El gobernador Medan ha llegado —dijo Laurana—. Es la hora.

Al alzar los ojos vio que el semblante de Kelevandros se había puesto pálido. El elfo tensó las mandíbulas y apretó los labios. La miró suplicante.

—Debo hacerlo, Kelevandros —dijo Laurana mientras posaba suavemente la mano sobre su brazo—. Las posibilidades son escasas, pero son nuestra única esperanza. —Él bajó los ojos y la cabeza—. Deberías márchate —siguió Laurana—. Es hora de que ocupes tu puesto en la Torre.

—Sí, señora —dijo Kelevandros con el mismo tono vacío y monótono que había utilizado desde el día de la muerte de su hermano.

—Recuerda las instrucciones. Cuando yo pronuncie las palabras «Ara Qualinesti», encenderás la flecha de señales y la dispararás. Hazlo por encima de Qualinost, para que así, quienes estén atentos a su aparición, la vean.

—Sí, señora. —Kelevandros hizo una reverencia y se volvió para marcharse—. Si no os importa, saldré por el jardín.

—Kelevandros —llamó Laurana, haciéndole detenerse—. Lo siento. Lo siento de verdad.

—¿Por qué habríais de sentirlo, señora? —preguntó el elfo, sin volverse—. Mi hermano intentó asesinaros. Lo que él hizo, no es culpa vuestra.

—Creo que quizá sí lo fue —musitó Laurana, y le falló la voz—. Si hubiese sabido lo desdichado que era... Si me hubiese parado a pensarlo... Si no hubiese dado por hecho que... que...

—¿Que éramos felices habiendo nacido en la servidumbre? —acabó la frase por ella—. No, nunca se le ocurre a nadie, ¿verdad? —La miró sonriendo de un modo extraño—. Se hará, a partir de ahora. Aquí acaban las viejas tradiciones. Ocurra lo que ocurra hoy, la vida de los elfos nunca será igual. Nunca podremos regresar a lo que éramos. Quizá todos sepamos, antes del final, lo que significa haber nacido esclavo. Incluso vos, señora. Incluso vuestro hijo.

Tras una nueva reverencia, Kelevandros cogió el arco y una aljaba con flechas y se dirigió a la puerta. Casi había salido cuando se volvió para mirarla y, sin embargo, no la miró.

—Por extraño que parezca, señora, fui feliz aquí —dijo con voz ronca y los ojos bajos. Volvió a inclinarse y después se marchó.

—¿Era Kelevandros el elfo que he visto cruzando sigilosamente el jardín? —preguntó Medan cuando Laurana abrió la puerta. La miró intensamente.

—Sí. —Laurana miró en aquella dirección, aunque no podía ver al elfo a causa del denso follaje—. Ha ido a ocupar su puesto en la Torre.

—Parecéis alterada. ¿Ha dicho o hecho algo que os haya molestado?

—Si lo hizo, debo ser indulgente. No ha sido el mismo desde la muerte de su hermano. El dolor lo abruma.

—Es un dolor desperdiciado —manifestó Medan—. Ese desgraciado hermano suyo no merecía un suspiro, cuanto menos una lágrima.

—Quizá —dijo Laurana, nada convencida—. Y, sin embargo... —Hizo una pausa, perpleja, y sacudió la cabeza.

Medan la miraba preocupado.

—Sólo tenéis que decirlo, señora, y me ocuparé de que salgáis sin peligro de Qualinost en este instante. Os reuniréis con vuestro hijo...

—No, gracias, gobernador —respondió sosegadamente la elfa mientras alzaba los ojos hacia él—. Kelevandros debe luchar contra sus propios demonios, como yo luché con los míos. Estoy decidida a hacer esto. Cumpliré con mi parte. Creo, señor, que me necesitáis —añadió con un atisbo de malicia—, a menos que planeéis poneros uno de mis vestidos y una peluca rubia.

—No me cabe duda de que Beryl, por lerda que sea, vería que es un disfraz —comentó secamente Medan. Le complació ver sonreír a Laurana. Otro recuerdo para guardar en su memoria. Le tendió la rosa blanca—. Traje esto para vos, señora. De mi jardín. Las rosas estarán preciosas en Qualinost este otoño.

—Sí —convino Laurana mientras aceptaba la flor. Su mano temblaba ligeramente—. Estarán preciosas.

—Las veréis. Si muero hoy, cuidaréis de mi jardín. ¿Lo prometéis?

—Da mala suerte hablar de la muerte antes de la batalla, gobernador —advirtió Laurana, en parte bromeando, pero muy en serio realmente—. Nuestro plan funcionará. El dragón será derrotado y su ejército se desmoralizará.

—Soy un soldado, la muerte es mi contrato. Pero vos...

—Gobernador —lo interrumpió ella con una sonrisa—, todos los contratos firmados acaban con la muerte.

—El vuestro no —repuso suavemente—. No mientras yo viva para impedirlo.

Guardaron silencio un momento. El hombre la observaba, contemplaba los rayos de luna acariciando su cabello como querría hacerlo él. La elfa mantenía la vista prendida en la rosa.

—¿La despedida con vuestro hijo Gilthas fue difícil? —preguntó al cabo.

—No del modo que imagináis —respondió Laurana con un quedo suspiro—. Gilthas no intentó disuadirme de seguir el camino elegido por mí. Tampoco intentó eximirse de recorrer el que ha escogido él. No perdió las últimas horas de estar juntos en discusiones inútiles, como me había temido. Evocamos el pasado y hablamos de lo que haríamos en el futuro. Tiene muchos sueños y esperanzas. Le servirán para facilitar su viaje por el oscuro y peligroso camino que debe recorrer para alcanzar ese futuro. Aun en el caso de que venzamos hoy, como Kelevandros dijo, la vida de los elfos no volverá a ser la misma. Nunca podremos volver a ser lo que éramos. —Su expresión era pensativa, introspectiva.

En su fuero interno, Medan aplaudió a Gilthas. Imaginaba lo difícil que había tenido que ser para el joven dejar a su madre para que hiciese frente al dragón mientras que él se marchaba para ponerse a salvo del peligro. Gilthas había sido lo bastante inteligente para comprender que intentar disuadirla del curso que se había marcado no conduciría a nada, y sí daría lugar a amargas recriminaciones. Gilthas necesitaría toda la sabiduría que poseía para afrontar lo que le aguardaba. Medan sabía mejor que Laurana el peligro que correría el joven, porque había recibido informes de lo que estaba ocurriendo en Silvanesti. No le dijo nada para no preocuparla. Ya habría tiempo de sobra para enfrentarse a esa crisis después de solventar la actual.

—Si estáis preparada, señora, deberíamos marcharnos ya —sugirió—. Aprovecharemos las sombras del final de la noche para cruzar la ciudad a hurtadillas y entrar en la Torre al romper el alba.

—Estoy lista —contestó Laurana. No miró atrás. Mientras avanzaban por el sendero que se extendía entre los lilos, adornados con una floración tardía, le dijo—: Quiero daros las gracias, gobernador, en nombre del pueblo elfo, por lo que habéis hecho por nosotros hoy. Vuestro valor será recordado y honrado largamente entre nosotros.

—Quizá más que lo que haga hoy, señora, es lo que intento deshacer —contestó quedamente Medan, claramente turbado—. Tened por seguro que no os fallaré ni a vos ni a vuestro pueblo.

—Nuestro pueblo, gobernador —lo rectificó Laurana—. Nuestro pueblo.

Sus palabras tenían una intención amable, pero le partieron el corazón. Merecía el castigo, y lo soportó en silencio, sin inmutarse, como un soldado. Con el mismo estoicismo soportó los pinchazos de las espinas de la rosa contra su pecho.


Se oían ruidos apagados procedentes de las casas elfas mientras Medan y Laurana recorrían rápidamente las calles, en su camino hacia la Torre. Aunque ningún elfo se dejó ver, el momento de moverse con sigilo, en silencio, había pasado ya. Se oían ruidos de objetos pesados que se trasladaban escaleras arriba, el susurro de las ramas de los árboles al ocupar los arqueros sus posiciones. Oyeron órdenes impartidas con voz tranquila, tanto en Común como en elfo. De hecho, cerca de la Torre vislumbraron a Dumat dando los últimos toques a una urdimbre de ramas que había construido en el tejado de su casa. Elegido para esperar la señal de Kelevandros, Dumat daría a su vez a los elfos la señal de atacar. Saludó al gobernador e hizo una reverencia a la reina madre, tras lo cual continuó con su trabajo.

El día despuntó, y para cuando llegaron a la Torre el sol ya brillaba radiante. Resguardándose los ojos, Medan dio las gracias porque el día hubiese amanecido despejado, con buena visibilidad, aunque se sorprendió pensando que a su jardín le habría venido bien un poco de lluvia. Desechó la idea con una sonrisa y se concentró en la tarea que lo aguardaba.

La luz brillante penetraba por las miles de ventanas, creando arco iris que titilaban en un despliegue vertiginoso por el interior de la Torre e iluminaban el mosaico del techo: el día y la noche, separados por la esperanza.

Laurana había guardado bajo llave la espada y la Dragonlance, en una de las numerosas estancias del edificio. Mientras las recogía, Medan miró a través de una ventana, observando los preparativos de Qualinost para entrar en batalla. Como la reina madre, la ciudad se estaba transformando de una doncella encantadora y recatada a una guerrera aguerrida.

Laurana le tendió la espada, Estrella Perdida. Él saludó gravemente con el arma y después se la ciñó a la cintura. La elfa lo ayudó a arreglar los pliegues de la capa para que ocultaran la espada. Retrocedió un paso y lo miró críticamente, tras lo cual dictaminó que el disfraz era satisfactorio. No se veía el menor atisbo de metal.

—Subiremos por aquí. —Laurana señaló una escalera circular—. Conduce a la balconada de lo alto de la Torre. Es una larga subida, me temo, pero tendremos tiempo para descansar...

Una repentina noche, extraña y horrible como la de un eclipse, apagó la luz del sol. Medan corrió hacia la ventana para mirar fuera, sabiendo muy bien lo que iba a encontrar, pero temiendo verlo.

El cielo estaba cubierto de dragones.

—Muy poco tiempo, me temo —dijo sosegadamente mientras le cogía la Dragonlance; sacudió la cabeza cuando ella quiso recuperarla—. La gran zorra Verde ha lanzado antes el ataque. No es de sorprender. Hemos de darnos prisa.

Abrió la puerta y empezaron a subir la escalera que giraba y giraba en una cerrada espiral, un vórtice de piedra. La barandilla, de oro y plata entretejidas, imitando una enredadera, no parecía un objeto aplicado a la piedra, sino que daba la impresión de que hubiese crecido pegándose a ella.

—Los nuestros están preparados —dijo Laurana—. Cuando Kelevandros dé la señal, atacarán.

—Espero que podamos contar con que cumpla con su parte —comentó el gobernador—. Como habéis dicho, ha estado actuando de un modo raro últimamente.

—Confío en él —contestó Laurana—. Mirad. —Señaló las huellas de unas botas en la gruesa capa de polvo que cubría la escalera—. Ya está aquí, esperándonos.

Subieron lo más rápido posible, aunque sin arriesgarse a perder las fuerzas antes de llegar arriba.

—Me alegro... de no haberme puesto la armadura completa —comentó el gobernador con el aliento que le quedaba. A decir verdad, sólo habían llegado a lo que Laurana le informó que era la marca de la mitad del recorrido y ya jadeaba y las piernas le ardían.

—Solía subir... corriendo esta escalera con mis hermanos y Tanis... cuando era una niña —dijo Laurana, que se apretaba con la mano el costado para aliviar el doloroso pinchazo—. Será mejor que descansemos... un momento, o no lo conseguiremos.

Se sentó pesadamente en los peldaños, haciendo un gesto de dolor. Medan siguió de pie, oteando a través de la ventana. Hizo varias respiraciones profundas y flexionó las piernas para aliviar los músculos agarrotados.

—¿Qué veis? —preguntó Laurana con voz tensa—. ¿Qué está pasando?

—Todavía nada —informó él—. Ésos son los secuaces de Beryl, que seguramente sobrevuelan la ciudad para asegurarse de que está desierta. En el fondo, Beryl es una cobarde. Sin su magia se siente desprotegida, vulnerable. No se acercará a Qualinost hasta estar convencida de que no le pasará nada malo.

—¿Cuándo entrarán en la ciudad sus soldados?

Medan se volvió de la ventana para mirarla.

—Después. Los mandos no enviarán a los hombres hasta que los dragones se hayan ido. El miedo al dragón pone nerviosas a las tropas, hace que resulte difícil controlarlas. Cuando los dragones hayan acabado de barrer el lugar, los soldados llegarán. Para «limpiarlo».

Laurana soltó una risa temblorosa.

—Espero que no encuentren mucho que «limpiar».

—Si todo va según lo planeado, el suelo estará impoluto —dijo Medan, devolviéndole la sonrisa.

—¿Preparado? —preguntó la elfa.

—Preparado —contestó él, tendiéndole galantemente la mano para ayudarla a ponerse de pie.


La escalera los condujo a lo alto de la Torre, a un acceso a un pequeño cuarto con el techo en arco. Quienes cruzaban ese cuarto salían a un balcón que se asomaba a la ciudad de Qualinost. El Orador de los Soles y los clérigos de Paladine habían tenido por costumbre subir a lo alto de la Torre en festividades, para dar gracias a Paladine —o Eli, como los elfos lo llamaban— por sus muchas bendiciones, la más maravillosa de las cuales era el sol, que daba vida y luz a todos. Esa costumbre había acabado tras la Guerra de Caos, y ya nadie subía allí. ¿Para qué?

Paladine había desaparecido. El sol era un sol extraño, y aunque daba vida y luz, parecía hacerlo a regañadientes, no gloriosamente. Los elfos habrían mantenido la vieja tradición simplemente porque era una tradición. Su Orador, Solostaran, había conservado la costumbre durante los años posteriores al Cataclismo, cuando Paladine no escuchaba sus plegarias. No obstante, el joven rey, Gilthas, no había podido realizar la ardua subida, alegando mala salud, de modo que los elfos habían abandonado esa tradición. La verdadera razón de que Gilthas no quisiera subir a lo alto de la Torre del Sol era que no quería contemplar una ciudad que estaba cautiva, encadenada.

—Cuando Qualinesti deje de estar sometido regresaré —había prometido Gilthas a su madre durante la última noche juntos—, y aunque sea tan viejo que los huesos me crujan y haya perdido todos los dientes, subiré corriendo esa escalera como un niño jugando, porque desde allí divisaré un país y un pueblo que son libres.

Laurana pensó en Gilthas cuando puso el pie en el último peldaño, aliviada. Podía imaginar a su hijo, joven y fuerte —porque sería joven y fuerte, no viejo y decrépito— remontando alegremente los escalones para contemplar un pueblo libre y una tierra bañada por la bendita luz del sol.

Miró más allá del umbral en arco que daba al balcón y sólo vio oscuridad. Las alas de los dragones secuaces de Beryl ocultaban la luz del sol. Los primeros efectos del miedo al dragón se dejaron sentir en ella, constriñéndole la garganta, haciendo que le sudasen las manos, que sus dedos se apretaran crispados, involuntariamente, sobre la barandilla. Había sentido ese miedo antes y, como le había dicho al gobernador Medan, sabía cómo combatirlo. Cruzó el descansillo y se enfrentó directamente a su enemigo, miró fija y largamente a los dragones hasta haberlos conquistado mentalmente. El miedo no la abandonó; siempre estaría allí, pero ahora sentía que lo dominaba, lo tenía bajo control.

Hecho eso, miró en derredor, buscando a Kelevandros. Debía estar allí, esperándolos en el descansillo, y sintió una punzada de preocupación al no verlo. Se había olvidado del miedo al dragón. Tal vez no había podido soportarlo y se había marchado.

No, eso no podía ser. Sólo había un camino para bajar; se habría cruzado con ellos en la escalera.

Tal vez había salido al balcón.

Estaba a punto de ir a buscarlo cuando oyó los pasos del gobernador a su espalda y un hondo suspiro de alivio por haber llegado por fin al final de la escalera. Se volvió a mirarlo para decirle que no encontraba a Kelevandros cuando vio salir al elfo de las sombras del arco del umbral.

«Debo de haber pasado a su lado», se dijo. Embargada por el miedo al dragón no lo había visto. Kelevandros estaba agazapado en las sombras, paralizado, aparentemente incapaz de moverse.

—Kelevandros, lo que sientes es el miedo al dragón —le dijo, preocupada.

El gobernador Medan dejó la Dragonlance apoyada contra la pared.

—Y pensar que todavía tenemos que bajarla —dijo, inhalando con trabajo.

En ese momento, Kelevandros dio un salto. El acero centelleó en su mano.

Laurana gritó una advertencia y se lanzó a detenerlo, pero era demasiado tarde.

El joven elfo asestó una puñalada a través de la capa que llevaba el gobernador, dirigida para dar debajo del brazo alzado con el que había sostenido la Dragonlance, una zona que la armadura no protegía. Hundió el cuchillo hasta la empuñadura en la caja torácica de Medan y después lo sacó de un tirón. Su mano y la hoja estaban manchadas de sangre.

Medan soltó un grito de dolor. Su cuerpo se puso tenso. Se llevó la mano al costado y se tambaleó hacia adelante, cayendo al suelo sobre una rodilla.

—¡Ah! —Boqueó para coger aire, sin conseguirlo. El cuchillo le había perforado el pulmón—. ¡Ah!

—Kelevandros... —susurró Laurana, conmocionada—. ¿Qué has hecho?

El elfo no había apartado la mirada del gobernador, pero ahora volvió los ojos hacia ella. Tenían una expresión enloquecida, febril, y su rostro estaba lívido. Alzó la mano para rechazarla, levantó el cuchillo.

—¡No os acerquéis a mí, señora! —gritó.

—Kelevandros, ¿por qué? —preguntó, impotente—. Iba a ayudarnos...

—Mató a mi hermano —jadeó el elfo, temblorosos los pálidos labios—. Lo mató hace años con su sucio dinero y sus repugnantes promesas. Lo utilizó, y durante todo el tiempo lo despreció. ¿Aún no has muerto, bastardo?

Kelevandros se lanzó para apuñalar de nuevo a Medan.

Rápidamente, Laurana se interpuso entre el elfo y el humano. Por un instante pensó que Kelevandros, en su ira, iba a apuñalarla. Le hizo frente sin miedo. Su muerte no importaba. Moriría antes o después. El plan tan cuidadosamente proyectado se había hecho pedazos.

—¿Qué has hecho, Kelevandros? —repitió tristemente—. Nos has condenado a todos.

Él le lanzó una mirada iracunda; le espumeaban los labios. Alzó el cuchillo, pero no para descargarlo sobre ella. Con un sollozo desgarrador, arrojó el arma contra la pared. Laurana la oyó rebotar con un ruido metálico.

—Ya estábamos condenados, señora —dijo el elfo, ahogado por los sollozos.

Salió del cuarto, corriendo ciegamente. O no veía por donde iba o no le importaba, ya que chocó contra la barandilla de plata y oro entretejidos. El antiguo barandal se cimbreó y después cedió bajo el peso del joven elfo. Kelevandros se precipitó por el borde; no hizo el menor intento de agarrarse, y cayó al suelo sin un grito.

Laurana se llevó la mano a la boca y cerró los ojos, horrorizada por la muerte del joven elfo. Estaba temblorosa, intentando desesperadamente erradicar la sensación de entumecimiento que la paralizaba.

—No me rendiré —se dijo—. No lo haré... Es mucho lo que depende de...

—Señora... —La voz de Medan sonaba muy débil.

El gobertador estaba tendido en el suelo, con la mano todavía apretada contra el costado como si así pudiese parar la hemorragia que estaba agotando su vida. Su rostro tenía un tono ceniciento, y sus labios estaban exangües.

Con los ojos cegados por las lágrimas, Laurana cayó de rodillas a su lado y empezó a apartar frenéticamente los pliegues de la ensangrentada capa para descubrir la herida, para ver si podía hacer algo para detener la hemorragia.

Medan le cogió la mano y la sujetó con fuerza al tiempo que sacudía la cabeza.

—Lloráis por mí —musitó, atónito.

Laurana no tuvo fuerzas para contestar. Las lágrimas le corrían por las mejillas.

Él sonrió e hizo un movimiento como si fuese a besarle la mano, pero no tenía fuerzas. Sus dedos apretaron aún más la mano de Laurana. Se esforzó por hablar, a pesar de los espasmos de dolor que le sacudían el cuerpo.

—Debéis iros —le dijo, utilizando la fuerza que le quedaba para pronunciar cada palabra—. Tomad la espada... y la lanza. Sois vos quien está ahora al mando, Laurana.

La elfa se estremeció. Sois vos quien está ahora al mando. La frase le sonaba familiar; evocaba otros tiempos de oscuridad y muerte. No se le ocurría por qué o dónde las había oído antes. Sacudió la cabeza.

—No, no puedo... —dijo, quebrada la voz por el llanto.

—El Áureo General —musitó Medan—. Me habría gustado haberla visto...

Soltó un suspiro. La mano ensangrentada se aflojó y cayó inerte al suelo. Sus ojos siguieron mirándola fijamente, y aunque no había vida en ellos, Laurana vio su fe en ella firme, inquebrantable.

Había hablado en serio. Ella estaba al mando. Sólo que no era su voz la que decía aquellas palabras. Era otra voz... lejana.

«Eres tú quien está ahora al mando. Estás capacitada para dirigir la operación. Adiós, querida muchacha. Tu luz brillará en este mundo. Ha llegado la hora de que se extinga la mía.»

—No, Sturm, no puedo hacer esto —gritó desconsoladamente—. ¡Estoy sola!

Igual que lo estuvo Sturm, solo en lo alto de otra torre, bajo el brillante sol de un nuevo día. Había afrontado una muerte cierta, y no había vacilado.

Laurana lloró por él. Lloró por Medan y por Kelevandros. Lloró por el odio que los había destruido a los dos y que seguiría destruyendo hasta que alguien, en alguna parte, tuviese el valor de amar. Lloró por sí misma, por su debilidad. Cuando ya no le quedaron más lágrimas, levantó la cabeza. Ahora estaba tranquila, de nuevo controlada.

—Sturm Brightblade. —Laurana unió las manos, rezándole, ya que no había nadie más que oyera su plegaria—. Amigo de verdad.

Necesito tu fortaleza. Necesito tu coraje. Acompáñame, para que así pueda salvar a mi pueblo.

Laurana se limpió las lágrimas. Con manos firmes, sin temblar, cerró los párpados del gobernador y besó su fría frente.

—Tuvisteis el coraje de amar —le dijo suavemente—. Eso será vuestra salvación y la mía.

La luz del sol penetró en el cuarto, brilló en la Dragonlance recostada contra la pared, centelleó en la sangre del suelo. Laurana miró a través del acceso en arco al cielo azul, al cielo vacío. Los dragones menores se habían marchado. No se alegró. Su partida significaba que Beryl llegaba.

Pensó con desesperación en el plan que el gobernador Medor y ella habían hecho, y luego rechazó resueltamente tanto la idea como el desánimo. El arco de Kelevandros, la flecha de señales con la punta embreada y el yesquero estaban tirados en el suelo. Ahora no tenía nadie que disparara esa flecha. Ella no podía hacerlo y enfrentarse al dragón al mismo tiempo. No podía avisar a Dumat, que estaría esperando la señal para dar la orden.

—No importa —se dijo—. Sabrá cuándo es el momento. Todos lo sabrán.

Desabrochó el cinturón de la espada ceñido a la cintura del gobernador. Procurando mover con rapidez los dedos agarrotados y temblorosos, se puso el cinturón con la pesada espada y arregló los pliegues de la capa para tapar el arma. La prenda blanca estaba manchada de rojo con la sangre de Medan. Eso era algo que no podía remediar. Tendría que encontrar el modo de explicárselo al dragón; no sólo lo de la sangre, sino por qué razón una rehén estaba sola en lo alto de la Torre, sin su guardián. Beryl sospecharía. Sería estúpida si no sospechara, y la Verde no lo era.

«Esto es inútil. No hay ninguna posibilidad», pensó Laurana. Oyó a Beryl acercarse, y el chasquido de sus colosales alas que ocultaron el sol. Se hizo la oscuridad. El aire estaba cargado del olor del venenoso aliento del dragón.

El miedo al dragón la arrolló. Empezó a temblar; las manos se le quedaron heladas, entumecidas. El gobernador estaba equivocado. Ella no podía hacer eso...

Un rayo de sol escapó bajo las alas del dragón y resplandeció en la Dragonlance. El arma ardió con fuego plateado.

Conmovida por su belleza, Laurana recordó a aquellos que habían enarbolado las lanzas tanto tiempo atrás. Se recordó a sí misma de pie, junto al cadáver de Sturm, con la lanza en la mano, haciendo frente a su asesina con aire desafiante. También en aquella ocasión había tenido miedo.

Laurana estiró la mano para tocar la Dragonlance. No tenía intención de utilizarla. Medía dos metros y medio, y no podría ocultársela al dragón. Sólo deseaba tocarla, por los recuerdos y en memoria de Sturm.

Quizá fue porque Sturm estaba con ella en ese momento. Quizá porque el valor de quienes blandieron esa lanza formaba parte del arma y ahora fluía a través del metal. Quizá porque su propio valor, el del Áureo General, el que siempre había estado allí, fluyó de ella a la lanza. Lo único que supo con certeza fue que, cuando la tocó, se le ocurrió un plan. Sabía lo que haría.

Resuelta, Laurana asió la Dragonlance y la llevó consigo al balcón.

Загрузка...