24 Preparativos para el final

Desde que el rey les había informado del peligro que los acechaba, los qualinestis habían hecho preparativos para hacer frente a Beryl y a sus ejércitos, que se aproximaban a la capital elfa. Beryl centraba toda su energía y su atención en tomar la ciudad que había embellecido el mundo durante tantos siglos y adueñarse de ella. A no tardar, las casas elfas serían ocupadas por humanos, que talarían los amados bosques de los elfos para hacer leña de ellos, y soltarían los cerdos para que se alimentaran en los floridos jardines.

Los refugiados ya habían partido. Evacuados por los túneles de los enanos, habían huido a través de los bosques. Los voluntarios que se habían quedado para hacer frente al dragón empezaron a concentrarse en las defensas de la ciudad. No se hacían falsas ilusiones. Sabían que era una batalla que sólo podrían ganar merced a un milagro. En el mejor de los casos, su defensa podía considerarse una acción de retaguardia. Las horas que consiguieran retrasar el avance del enemigo significaban que sus familias y amigos se encontrarían unos cuantos kilómetros más cerca de la salvación. Habían oído la noticia de que el escudo había caído, y hablaban de la belleza de Silvanesti, de que sus parientes acogerían a los refugiados y los albergarían en sus corazones y en sus hogares. Hablaban de la curación de las viejas heridas, de la futura reunificación de los reinos elfos.

Su rey, Gilthas, alentaba sus esperanzas y sus creencias. El gobernador Medan se preguntaba cuándo encontraría tiempo para dormir el joven monarca, ya que Gilthas parecía encontrarse en todas partes. En cierto momento se hallaba en el subsuelo, colaborando con los enanos y sus gusanos excavadores, y al siguiente estaba ayudando a prender fuego a un puente que salvaba el río de la Rabia Blanca. Cuando el gobernador volvió a ver al rey, éste se encontraba de nuevo en los tuneles, donde ahora vivía la mayoría de los elfos. A lo largo de esos pasos subterráneos, construidos por los enanos, los elfos trabajaban día y noche forjando y arreglando armas y corazas y trenzando cuerda, kilómetros y kilómetros de cuerda fuerte y fina que haría falta para llevar a cabo el plan del rey para destruir al dragón.

Cada trozo de tela prescindible se entregaba para la fabricación de esa cuerda, desde ropas de bebé hasta vestidos de boda e incluso mortajas. Los elfos cogían sábanas de seda de sus casas, mantas de lana de cobertizos, tapices que habían colgado durante siglos en la Torre del Sol. Lo rasgaban todo en tiras sin pensarlo dos veces.

El trabajo continuaba día y noche. Cuando una persona se encontraba demasiado agotada para seguir trenzando o cortando, cuando las manos de alguien estaban agarrotadas o llenas de ampollas, otras las sustituían. Al anochecer, los rollos de cuerda fabricados durante el día se sacaban de los túneles para guardarse en casas, posadas, tabernas, comercios y almacenes. Los magos elfos iban de un sitio a otro realizando encantamientos sobre la cuerda. A veces, la magia primigenia funcionaba y, a veces, no. Si un mago fallaba, otro regresaría más tarde para intentarlo.

En la superficie, los caballeros negros llevaban a cabo las órdenes recibidas de limpiar la ciudad de Qualinost de sus habitantes. Sacaban a rastras a los elfos de sus hogares, los golpeaban, los metían en campos de prisioneros que se habían levantado fuera de la urbe. Los soldados arrojaban a la calle muebles, prendían fuego a las casas, saqueaban y rapiñaban.

Los espías de Beryl, que sobrevolaban la ciudad, veían todo ello e informaban a la Verde que sus órdenes se estaban cumpliendo a rajatabla. Los espías ignoraban que los elfos que se apiñaban aterrados en los campos de prisioneros durante el día eran liberados por la noche y enviados a diferentes casas, donde serían «arrestados» de nuevo por la mañana. Si los espías hubiesen sido buenos observadores, quizás habrían notado que los muebles que se tiraban a la calle formaban barricadas que taponaban las vías principales de la ciudad, y que las casas que se prendían fuego también se encontraban situadas estratégicamente por toda la urbe para impedir el avance de tropas.

A la única persona que Medan no había visto durante aquellos días de ajetreo era Laurana. Desde el día que la reina madre lo había ayudado tan hábilmente a engañar al draconiano enviado por Beryl, Medan había estado ocupado en la planificación de las defensas de la ciudad y muchas otras tareas, y sabía que la elfa también debía de estar muy atareada. Estaba empaquetando sus pertenencias y las del rey, antes de viajar hacia el sur, aunque, por lo que el gobernador había visto, no le quedaba mucho que empaquetar. Había entregado todas sus ropas, salvo las que llevaba puestas, para que se cortaran para hacer la cuerda, incluso su vestido de boda.

Ella misma había llevado la prenda, según había oído Medan, y cuando los elfos protestaron y le dijeron que debía guardar ese vestido al menos, la elfa había cogido unas tijeras y había cortado la hermosa seda en tiras con sus propias manos. Mientras tanto había relatado anécdotas de sus nupcias con Tanis Semielfo, haciéndolos reír con las trastadas del kender, Tasslehoff Burrfoot, que se había marchado con los anillos de boda y cuando lo encontraron estaba a punto de cambiárselos a un golfillo de la calle por un tarro lleno de renacuajos, y del gran nerviosismo de Caramon Majere, el padrino, que al levantarse para hacer el brindis olvidó el nombre de Tanis.

El gobernador Medan fue a echar una ojeada a ese trozo de cuerda en particular. Sostuvo en la mano el ramal hecho de reluciente seda que tenía el color de los jacintos y se dijo para sus adentros que ese trozo de la cuerda no necesitaba de magia para reforzarlo, porque había sido trenzado con amor, no con tela.

El propio gobernador estaba extremadamente ocupado. Sólo podía dedicar unas pocas horas de la noche a dormir, y lo hacía por obligación, porque sabía que no rendiría lo necesario si no descansaba. Podría haber sacado un rato para visitar a la reina madre, pero decidió no hacerlo. Su anterior relación —la de enemigos que se respetaban— había cambiado. Los dos sabían, cuando se separaron la última vez, que no serían el uno para el otro lo que antes habían sido.

Medan experimentaba una sensación de pérdida. No se hacía ilusiones. No tenía derecho a amarla. No se avergonzaba de su pasado; era un soldado y había hecho lo que un soldado debía hacer, pero eso significaba que tenía las manos manchadas con sangre qualinesti y, por consiguiente, no podía tocarla sin mancharla con esa sangre. Eso jamás lo haría. Empero, presentía que no podían tratarse como viejos amigos y sentirse cómodos. Había pasado mucho entre los dos para eso. Su próximo encuentro sería incómodo y penoso para ambos. Se despediría de ella y le desearía suerte en el viaje hacia el sur. Cuando se hubiese marchado, y sabiendo que no volvería a verla, se prepararía para morir como siempre había sabido que moriría: como un soldado, cumpliendo con su deber.

En el mismo momento que Gerard presentaba, de manera elocuente pero inútil, la causa de los elfos ante el Consejo de Caballeros en Solanthus, el gobernador Medan se encontraba en palacio, haciendo los preparativos para sostener una última reunión de oficiales y mandos. Había invitado al thane enano, Tarn Granito Blanco, al rey Gilthas y a su esposa, La Leona, y a los comandantes elfos.

Medan había informado al rey de que el día siguiente sería el último que la familia real podría abandonar Qualinost con alguna posibilidad de escapar de los ejércitos enemigos. Ya le preocupaba que el monarca hubiese demorado la partida en exceso, pero Gilthas se había negado a marcharse antes. Esa noche, Medan le diría adiós a Laurana. La despedida sería más fácil para los dos si lo hacían en presencia de otras personas.

—La reunión empezará al salir la luna —le dijo el gobernador a Planchet, que se ocuparía también de llevar los mensajes a los comandantes elfos—. La celebraremos en mi jardín.

Su excusa era que los elfos que asistieran no se sentirían a gusto en el agobiante cuartel de gruesas paredes, pero, en realidad, quería tener la oportunidad de lucirse con su jardín y de disfrutarlo él mismo en la que probablemente sería la última vez.

Mientras nombraba a los que asistirían, dijo, casi como de improviso:

—La reina madre...

—No —saltó Gilthas.

El rey había estado paseando de un lado al otro de la habitación, con la cabeza inclinada, las manos enlazadas a la espalda y tan absorto en sus pensamientos que Medan había pensado que el monarca no le estaba prestando atención, de modo que se sobresaltó al oírlo hablar.

—¿Cómo, majestad? —preguntó.

Gilthas dejó de pasear y se acercó al escritorio, ahora cubierto con grandes mapas de la ciudad y sus alrededores.

—No le diréis nada de esta reunión a mi madre —manifestó Gilthas.

—Es una reunión de vital importancia, majestad —argumentó el gobernador—. Ultimaremos nuestros planes para la defensa de Qualinost y vuestra evacuación. Vuestra madre es muy entendida en esos temas, y...

—Sí, es muy entendida —lo interrumpió Gilthas con tono grave—. Esa es la razón por la que no quiero que asista. ¿No lo entendéis, gobernador? —añadió mientras se inclinaba sobre el escritorio y lo miraba fijamente a los ojos—. Si la invitamos a este consejo de guerra, creerá que esperamos que aporte esos conocimientos, que tome parte...

No acabó la frase. Se irguió bruscamente, se pasó la mano por el cabello y miró sin ver a través de la ventana. Los rayos del sol poniente penetraban sesgados por los cristales, iluminando de lleno al joven monarca. Medan lo observó expectante, deseando que acabara la frase. Advirtió cómo había envejecido el joven a causa de la tensión soportada en las últimas semanas. Había desaparecido el lánguido poeta que contemplaba con apatía el salón de baile. Cierto, esa máscara se la había puesto para engañar a sus enemigos, pero si los había engañado se debía a que parte de la máscara estaba hecha de carne y sangre.

Gilthas era un poeta de talento, un idealista, un hombre que había aprendido a encerrarse en una vida interna porque había llegado a creer que no podía confiar en nadie. El rostro que mostraba al mundo —el de un rey seguro, fuerte y valeroso— era otra máscara como la anterior. Tras ella había un hombre atormentado por las dudas, por la inseguridad, por el miedo. Lo ocultaba magistralmente, pero los rayos del astro que bañaban su cara revelaban las ojeras, la sonrisa tirante que no era sonrisa, los ojos que miraban hacia dentro, a las sombras, no hacia fuera, a la luz del sol.

Medan pensó que debía de parecerse mucho a su padre. Lástima que el semielfo no estuviese allí para aconsejarlo en ese trance, para poner la mano sobre su hombro y asegurarle que sus sentimientos no eran un síntoma de debilidad, que no lo deshonraban. Todo lo contrario, harían de él un líder mejor, un rey mejor. Medan le habría dicho esas palabras, pero sabía que viniendo de él le parecerían ofensivas. Gilthas le dio la espalda a la ventana y el momento pasó.

—Entiendo —dijo Medan, cuando resultó obvio por el incómodo silencio que el monarca no tenía intención de terminar la frase, una frase que presentaba una posibilidad nueva y sorprendente al gobernador. Había supuesto que Laurana se proponía abandonar Qualinost. Quizás había supuesto mal—. Está bien. Planchet, no diremos nada de esta reunión a la reina madre.


La luna salió y alumbró el cielo con un brillo débil y enfermizo. A Medan nunca le había gustado esa extraña luna. Comparada con el plateado resplandor de Solinari y el rojo refulgente de Lunitari, el nuevo satélite parecía melancólico y humilde. Casi podía imaginárselo pidiendo disculpas a las estrellas cada vez que aparecía, como avergonzándose de ocupar su lugar entre ellas. Ahora cumplía con su obligación e irradiaba suficiente luz para que el gobernador no necesitara llevar el llamativo fulgor de antorchas y lámparas a su jardín, unas luces que podrían revelar a cualquier observador aéreo que se preparaba una reunión.

Los elfos expresaron su admiración por el jardín. De hecho, les sorprendía que un humano pudiese crear tal belleza, y su estupor complació a Medan tanto como sus alabanzas, porque significaba que éstas eran genuinas. Su jardín nunca había estado tan embrujadoramente hermoso como esa noche bajo la luz de la luna. Hasta el enano, que veía las plantas únicamente como forraje para ganado, contempló el jardín con una expresión no del todo aburrida y lo calificó de «bonito», aunque soltó un fuerte estornudo un instante después y no dejó de frotarse la nariz durante toda la reunión para aliviar el picor.

La Leona fue la primera en presentar su informe. No hizo comentario alguno sobre el jardín. Su actitud era fría, ciñéndose estrictamente al asunto, yendo directa al grano con la evidente intención de acabar cuanto antes con aquello. Indicó dónde estaba localizado el ejército enemigo, señalando un punto en el mapa que se había extendido sobre una mesa, cerca del estanque de peces.

—Nuestras fuerzas hicieron lo humanamente posible para retrasar el avance del enemigo, pero éramos como tábanos para ese coloso. Lo molestábamos, lo irritábamos, lo picábamos. Podíamos retardarlo, pero no detenerlo. Podíamos matar un centenar de hombres, pero eso no significaba más que un fastidio para él. En consecuencia, ordené a mi gente que se retirara. Ahora ayudamos a los refugiados.

Medan aprobó tal medida.

—Proporcionaréis escolta a la familia real —dijo—. De la que vos misma sois parte —añadió con una sonrisa cortés.

La Leona no se la devolvió. Había pasado muchos años combatiendo contra él, no se fiaba, y el gobernador no la culpaba por ello. Tampoco él se fiaba de la guerrera elfa. Tenía la sensación de que, de no ser por la intervención de Gilthas, se habría encontrado con el cuchillo de La Leona hincado en las costillas.

El gesto del rey era sombrío, igual que ocurría cada vez que se mencionaba su marcha. Medan comprendía al joven monarca, sabía cómo se sentía. La mayoría de los elfos entendían la razón de su partida, pero había otros que no, que murmuraban que el rey abandonaba Qualinost cuando más lo necesitaban, dejando que los suyos murieran para que él pudiese vivir. Medan no envidiaba la vida que le aguardaba al joven monarca: la de un refugiado, la vida en el exilio.

—Escoltaré personalmente a su majestad por los túneles —anunció Granito Blanco—. Después, aquellos de los míos que se han ofrecido voluntarios para la tarea, se quedarán en los túneles bajo la ciudad, listos para ayudar en la batalla. Cuando los ejércitos de la oscuridad entren en Qualinost —el enano sonrió de oreja a oreja— se encontrarán con que de los agujeros salen a recibirlos no sólo las marmotas.

Como para dar énfasis a sus palabras, el suelo tembló ligeramente bajo los pies de los reunidos, una señal de que los gigantescos gusanos devoradores de piedra estaban trabajando.

—Vos y quienes os acompañen deberéis hallaros en los túneles al amanecer, majestad —añadió el thane—. No podemos arriesgarnos a retrasarlo más.

—Allí estaremos —respondió Gilthas, que suspiró y bajó la vista hacia sus puños apretados sobre la mesa.

Medan se aclaró la garganta antes de continuar.

—Y, hablando de la defensa de Oualinost, los espías enviados para infiltrarse en el ejército de Beryl han informado de que no ha habido cambios en su plan de ataque. Primero ordenará a los dragones subalternos que exploren la ciudad para asegurarse de que todo va bien e intimidar a quienes puedan quedar con el miedo al dragón. —El gobernador se permitió esbozar una sonrisa desganada—. Cuando Beryl esté convencida de que Qualinost está desierta y que su precioso pellejo no corre peligro, entrará en la ciudad como líder de sus ejércitos. —Medan señaló en el mapa.

»Qualinost está protegida de ataques por un foso natural: las torrenteras de los dos brazos del río de la Rabia Blanca que la rodean. Hemos recibido información de que las tropas de Beryl ya se están congregando a lo largo de las orillas de esas torrenteras. Hemos cortado los puentes, pero el nivel del cauce es bajo en esta época del año, y podrán vadear los ríos aquí, aquí y aquí. —Señaló las tres zonas—. Eso los obligará a avanzar con lentitud, porque habrán de cruzar unas aguas rápidas que, en algunos puntos, llegarán más arriba de la cintura. Nuestras tropas estarán apostadas aquí —de nuevo señaló en el mapa—, con órdenes de esperar a que un número sustancial de soldados enemigos haya cruzado antes de atacar. —Recorrió con la mirada a los oficiales reunidos.

»Hemos de hacer hincapié a las tropas de que esperen la señal para atacar. Lo que buscamos es que las fuerzas enemigas se dividan, la mitad a un lado de la corriente y la otra mitad en la orilla opuesta. Buscamos provocar pánico y desconcierto, de manera que los que intentan cruzar se encuentren atascados con los que luchan para salvar la vida en la ribera. Arqueros elfos apostados aquí y aquí diezmarán las filas enemigas con andanadas de flechas. El ejército enano, al mando del primo del thane —Medan hizo una inclinación de cabeza a Granito Blanco—, los atacará aquí, obligándolos a retroceder hacia el agua.

Las otras fuerzas elfas estarán situadas aquí, en la ladera, para hostigar sus flancos. ¿Está claro el plan? ¿Es satisfactorio para todos?

Ya habían hablado sobre él en varias ocasiones con anterioridad, y los presentes asintieron.

—Finalmente, en nuestra última reunión discutimos la posibilidad de mandar llamar a los Túnicas Grises destacados en la frontera occidental de Qualinesti para que nos ayudaran. Se decidió que no solicitaríamos sus servicios a causa de la opinión general de que no podíamos confiar en esos hechiceros, opinión que yo compartía totalmente. El desarrollo de los acontecimientos nos ha demostrado que hicimos bien al tomar tal decisión. Por lo visto han desaparecido. Y no han sido sólo ellos los que se han evaporado sin dejar rastro, sino todo el bosque de Wayreth. Recibí información de que una fuerza de choque de draconianos, una de las unidades de élite de Beryl, que se desvió hacia el sur con órdenes de masacrar a los refugiados, entró en el bosque y no salió de él. No hemos vuelto a saber de ellos ni creo probable que se los vuelva a ver.

»Propongo alzar nuestras copas en un brindis por el Señor de la Torre de Wayreth.

Medan levantó la suya, llena con vino elfo de una de sus últimas botellas. Así se condenara si dejaba una sola para que se la bebieran los goblins. Todos se unieron al brindis, confortados con la idea de que, para variar, una fuerza poderosa estaba de su parte, por misteriosa y excéntrica que fuese.

—He oído risas. Al parecer, llego en buen momento —dijo Laurana.

Medan había apostado guardias en la puerta, pero había dado órdenes de que si la reina madre acudía se le permitiera entrar. Se puso de pie en señal de respeto, como hicieron todos los presentes. La Leona recibió a su madre política con un cariñoso beso Gilthas hizo otro tanto, pero asestó una mirada recriminatoria al gobernador.

—Asumo la responsabilidad de invitar a vuestra honorable madre —manifestó Medan al tiempo que hacía una reverencia al rey—. Sé que actué en contra de los expresos deseos de Vuestra Majestad, sin embargo, considerando la gravedad de la situación, juzgué que sería oportuno ejercer mi autoridad como cabecilla militar. Como vos mismo dijisteis, majestad, la reina madre es una persona muy entendida en estos temas.

—Sentaos todos, por favor —pidió Laurana mientras ocupaba la silla que había junto a la del gobernador, una silla que Medan se había asegurado de que permaneciera vacía—. Siento llegar tarde, pero se me ocurrió una idea y quise meditarla a fondo antes de mencionarla. Contadme qué me he perdido.

Medan relató los detalles de la reunión hasta ese momento sin saber realmente lo que estaba diciendo, recitándolos de memoria. Al igual que su jardín, Laurana estaba embrujadoramente hermosa esa noche. La luz de la luna absorbía todos los colores, de manera que el dorado cabello era plateado, su piel blanca, sus ojos luminosos, su vestido gris. Podría haber pasado por un espíritu, un espíritu de su jardín, con el aroma a jazmín que la envolvía. Grabó en su mente la imagen de la elfa con el propósito de llevarla consigo al reino de la muerte donde, esperaba, sería la luz que alumbrase la infinita oscuridad.

La reunión continuó. Pidió informes a los comandantes elfos, los cuales notificaron que todo estaba preparado ya o casi a punto. Necesitaban más cuerda, pero una nueva remesa se entregaría pronto, ya que quienes la hacían no habían dejado de trabajar ni lo harían hasta el último momento. Las barricadas se alzaban en su sitio, las trincheras ya estaban excavadas, las trampas puestas. A los arqueros se les había encomendado su inusitada misión, y aunque al principio su trabajo les había resultado extraño y difícil, enseguida se habían acostumbrado a lo requerido y sólo esperaban la señal para atacar.

—Es imperativo... Imperativo —repitió Medan con firmeza—, que el dragón no vea a ningún elfo caminando por las calles. Beryl tiene que creer que la ciudad está expedita, que todos los qualinestis han huido o han caído prisioneros. Los caballeros patrullarán abiertamente las calles, acompañados por los elfos disfrazados como caballeros para completar nuestro contingente habitual. Mañana por la noche, una vez que se me informe de que la familia real se encuentra a salvo —miró al rey mientras hablaba y recibió como respuesta un asentimiento a regañadientes de Gilthas—, enviaré un mensajero a Beryl para decirle que la ciudad de Qualinost se rinde a su poder y que hemos llevado a cabo todas sus órdenes. Ocuparé mi posición en lo alto de la Torre del Sol y será entonces cuando...

—Perdonad que os interrumpa, gobernador —dijo Laurana—, pero no habéis cumplido las instrucciones del dragón.

Medan lo había visto venir. Y reconoció por la actitud tensa y la repentina palidez de Gilthas que el rey también había adivinado que aquello ocurriría.

—Perdonadme vos, señora —dijo Medan cortésmente—, pero no se me ocurre nada que haya dejado sin hacer.

—El dragón exigía que se le entregaran los miembros de la familia real. Creo que yo estaba entre los que nombró específicamente.

—Con gran pesar mío —contestó el gobernador, esbozando una sonrisa irónica—, los miembros de la familia real se las ingeniaron para escapar. Se los está persiguiendo en este momento, y no me cabe duda de que serán capturados...

Se interrumpió al ver que Laurana sacudía la cabeza.

—Eso no funcionará, gobernador Medan. Beryl no es estúpida. Sospechará. Todos nuestros planes tan cuidadosamente fraguados no habrán servido de nada.

—Yo me quedaré —anunció firmemente Gilthas—. Es lo que quería hacer, de todos modos. Conmigo como prisionero del gobernador, junto a él en lo alto de la torre, el dragón no albergará sospechas. La Verde estará ansiosa por hacerme su cautivo. Tú guiarás a los nuestros al exilio, madre. Negociarás con los silvanestis. Eres una experta diplomática. El pueblo confía en ti.

—El pueblo confía en su rey —repuso quedamente Laurana.

—Madre... —La voz de Gilthas sonaba angustiada, suplicante—. ¡Madre, no puedes hacer esto!

—Hijo mío, eres rey de Qualinesti. Ya no me perteneces. Ya no te perteneces a ti mismo. Te debes a ellos. —Laurana extendió el brazo por encima de la mesa y asió la mano de su hijo—. Comprendo lo duro que es aceptar la responsabilidad de miles de vidas. Sé a lo que te enfrentas. Tendrás que decir a quienes acudan a ti buscando respuestas que lo único que tienes son interrogantes. Tendrás que decir a los desesperados que tienes esperanza, cuando el desaliento pesa como una losa en tu corazón. Exhortarás a los aterrados a que sean valientes, cuando dentro de ti estás temblando de miedo. Hace falta valor para enfrentarse al dragón, hijo mío, y te admiro y respeto por demostrar tanto coraje, pero esa bravura no es nada comparada con el valor que necesitarás para dirigir a tu pueblo hacia el futuro, a un futuro de incertidumbre y peligro.

—¿Qué puedo hacer, madre? —Gilthas se había olvidado de todos los presentes. Sólo estaban ellos dos—. ¿Y si les fallo?

—Fallarás, hijo mío. Una y otra vez. Yo les fallé a quienes me seguían cuando antepuse mis deseos a sus necesidades. Tu padre les falló a sus compañeros cuando los abandonó mientras revivía su amor por la Señora del Dragón Kitiara. —Laurana esbozó una sonrisa trémula. Las lágrimas brillaban en sus ojos—. Eres fruto de unos padres imperfectos, hijo mío. Tropezarás y caerás de rodillas y yacerás magullado en el polvo, como hicimos nosotros. Pero sólo fracasarás realmente si no te levantas del suelo. Si te pones de pie y sigues adelante, harás de ese fracaso un éxito.

Gilthas guardó silencio durante largos instantes. Se asía a la mano de su madre con fuerza, y Laurana apretaba la de él, consciente de que cuando la soltara, también habría soltado a su hijo para siempre.

—No te fallaré, madre —dijo quedamente el joven monarca, que se llevó la mano de la elfa a los labios y la besó reverentemente—. Ni a la memoria de mi padre. —Le soltó la mano y se puso de pie—. Te veré por la mañana, madre, antes de marcharme. —Pronunció esas palabras sin vacilar.

—Sí, Gilthas. Te estaré esperando —contestó Laurana.

Él asintió en silencio. La despedida que pronunciaran en ese momento perduraría por toda la eternidad. Sagradas, desgarradoras, esas palabras eran para decirlas en privado.

—Si no hay nada más que tratar, gobernador —dijo Gilthas, eludiendo los ojos—, aún me queda mucho por hacer esta noche.

—Lo entiendo, majestad —repuso el gobernador—. Sólo quedan por ultimar pequeños detalles sin importancia. Gracias por venir.

—Pequeños detalles sin importancia —murmuró Gilthas. De nuevo miró a su madre. Sabía muy bien de lo que hablarían. Inhaló profundamente—. Entonces os deseo buenas noches, gobernador, y buena suerte para vos y para todos vosotros.

Medan se puso de pie. Alzó su copa de vino elfo en un brindis.

—Por su majestad, el rey.

Los elfos corearon las palabras al unísono. Granito Blanco pronunció las palabras con un sonoro bramido que hizo que el gobernador se encogiera y echara una rápida ojeada al cielo, confiando en que ninguno de los espías de Beryl estuviese lo bastante cerca para haberlo oído.

Laurana alzó la copa y brindó por su hijo con voz suave, rebosante de amor y de orgullo.

Gilthas, abrumado, hizo una brusca inclinación de cabeza. No se fiaba de la firmeza de su voz para responder con palabras. Su esposa lo rodeó con el brazo y Planchet se situó detrás. Era la única guardia del rey. Sólo había dado unos pocos pasos cuando giró la cabeza para mirar hacia atrás. Sus ojos buscaron los del gobernador.

Medan entendió el silencioso mensaje y, disculpándose, acompañó al rey a través de la oscura casa. Gilthas no habló hasta que llegaron a la puerta. Allí se detuvo y se volvió para mirar al gobernador cara a cara.

—Sabéis lo que mi madre planea, gobernador Medan.

—Creo que sí, majestad.

—¿Pensáis como ella que semejante sacrificio por su parte es necesario? —demandó, casi con ira—. ¿Permitiréis que lleve a cabo esto?

—Majestad, conocéis a vuestra madre —dijo Medan seriamente—. ¿Creéis que hay algún modo de impedírselo?

Gilthas lo miró de hito en hito, y entonces se echó a reír. Cuando la risa se acercó peligrosamente al llanto, se calló hasta recobrar el control. Respiró hondo y miró al gobernador.

—Hay una posibilidad de que derrotemos a Beryl, quizás incluso de que acabemos con ella. Hay una posibilidad de detener a sus ejércitos, de obligarlos a retirarse. La hay, ¿verdad, gobernador?

Medan vaciló, reacio a dar esperanzas cuando, a su entender, no había ninguna. Sin embargo, ¿quién sabía qué les deparaba el futuro?

—Hay un antiguo proverbio solámnico, majestad, que podría citar en este momento, un proverbio que dice que hay tantas posibilidades de que ocurra esto o aquello como de que las lunas desaparezcan del cielo. —Medan sonrió—. Como vuestra majestad sabe, las lunas desaparecieron del cielo, así que sólo os diré que sí, que hay una posibilidad. Siempre la hay.

—Lo creáis o no, gobernador Medan, me levantáis el ánimo —comentó Gilthas, que le tendió la mano—. Lamento que hayamos sido enemigos.

Medan estrechó la mano del rey, poniendo la otra encima. Sabía que el miedo acechaba en el corazón del joven elfo, y el gobernador lo respetaba por no manifestarlo en voz alta, por no menoscabar el sacrificio de Laurana.

—Estad seguro, majestad, que la reina madre será un deber sagrado para mí —manifestó—. El más sagrado de mi vida. Os juro por la admiración y el respeto que me inspira que seré fiel a ese deber hasta mi último aliento.

—Gracias, gobernador —musitó Gilthas—. Gracias.

Su apretón de manos fue breve, y el rey se marchó. Medan se quedó un momento en la puerta, viendo cómo Gilthas se alejaba por el sendero que relucía gris plateado a la luz de la luna. El futuro que le aguardaba a él era sombrío y funesto; podía contar con los dedos de una mano los días que le quedaban de vida. Sin embargo, no lo cambiaría por el futuro que le esperaba a ese joven.

Sí, Gilthas viviría, pero su vida no le pertenecería nunca. Si no le importara su pueblo, sería distinto. Pero le importaba, y ese sentimiento lo mataría.

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