34 La presencia

El Dragón Azul voló en círculos sobre las copas de los árboles, buscando un lugar donde aterrizar. Los cipreses crecían muy juntos, tanto que Filo Agudo habló de volar de vuelta al este, donde las praderas y las suaves y bajas colinas proporcionaban sitios más adecuados para descender. Sin embargo, Goldmoon no le permitió dar la vuelta. Se aproximaba al final de su viaje, y sus fuerzas menguaban de segundo en segundo, cada latido de su corazón era un poco más lento, un poco más débil. El tiempo que le quedaba era precioso, no podía perder un instante. Oteando desde el lomo del dragón, observó el río de almas que fluía bajo ella, y le pareció que no avanzaba por el impulso de las fuertes alas del Azul, sino arrastrada por la lastimera marea.

—¡Allí! —dijo, señalando.

Un afloramiento rocoso, brillando blanco como tiza a la luz de la luna, emergía en medio de los cipreses. La forma del afloramiento era extraña. Visto desde arriba, tenía la apariencia de una mano extendida, con la palma hacia arriba, como para recibir algo.

Filo Agudo lo observó atentamente y, tras pensarlo un momento, opinó que podía aterrizar sin peligro, aunque sería tarea de ellos bajar por la empinada cara del saliente rocoso.

A Goldmoon eso no le preocupaba. Sólo tenía que meterse en el río para que la llevara a su destino.

El dragón aterrizó en la palma de la mano blanca como tiza, con la mayor suavidad posible para no sacudir a sus pasajeros. Goldmoon desmontó, su cuerpo joven transportando su debilitado espíritu.

Ayudó a Acertijo a bajarse de la espalda del Dragón. Esa ayuda era necesaria, ya que Filo Agudo giró un ojo y asestó al gnomo una mirada torva. Acertijo se había pasado todo el viaje disertando sobre la nula idoneidad de los dragones para el vuelo, de la poca fiabilidad de escamas y piel, huesos y tendones para esa tarea. Filo Agudo sacudió ligeramente un ala y faltó poco para que lanzara al gnomo por la pendiente del afloramiento, pero Acertijo, perdido en un sueño feliz de hidráulica, ni siquiera se percató.

Goldmoon alzó la vista hacia Tasslehoff, que seguía sentado cómodamente sobre la espalda del dragón.

—Pues ya estás aquí, Goldmoon —dijo el kender mientras agitaba la mano—. Espero que encuentres lo que quiera que vas buscando. Bueno, dragón, pongámonos en marcha. No hay que perder tiempo. Tenemos que quemar ciudades, devorar doncellas, apoderarnos de tesoros y todo lo demás. ¡Adiós, Goldmoon! ¡Adiós, Acerti...!

Con un chasquido de dientes, Filo Agudo arqueó la espalda y se sacudió. Las despedidas de Tasslehoff se cortaron en mitad de la frase cuando el kender salió lanzado patas arriba y fue a aterrizar de manera contundente en el suelo rocoso del risco.

—Bastante he aguantado con tener que transportar a esa sabandija hasta aquí —gruñó Filo Agudo. Dirigió la mirada hacia Goldmoon y el ojo rojizo del reptil centelleó—. No eres lo que el caballero Gerard afirmó que eras, ¿verdad? No eres una mística oscura.

—No, no lo soy. Pero te agradezco que me hayas traído a Foscaterra —respondió la mujer con aire ausente. No temía la ira del Azul. Sentía una mano protectora sobre ella, tan fuerte como la mano pétrea que ahora la sostenía. Ningún ser mortal podía hacerle daño.

—No quiero tu agradecimiento —replicó Filo Agudo—. No significa nada para mí. Lo hice por ella. —Sus ojos se empañaron y se alzaron a la luna brillante, al cielo estrellado—. Oigo su voz. —Bajó los ojos para mirar fijamente a la mujer—. Tú también la oyes, ¿verdad? Pronuncia tu nombre: Goldmoon, princesa de los que-shus. Conoces la voz.

—La oigo —admitió ella, preocupada—, pero no la reconozco.

—Yo sí —afirmó, agitado, el Azul—. Me convoca, y obedeceré a su llamada, pero no sin mi amo. Él y yo estamos muy unidos.

El dragón extendió las alas y se impulsó para remontar el vuelo directamente hacia arriba a fin de evitar los enormes árboles. Voló hacia el sur, en dirección a Qualinesti.

Tasslehoff se levantó y recogió sus saquillos.

—Espero que sepas dónde nos encontramos, Burrfoot —instó Acertijo en un tono severo y acusador.

—No, no lo sé —contestó alegremente el kender—. No reconozco nada de esto. —Luego añadió con un suspiro de alivio:— Estamos perdidos, Goldmoon. Totalmente perdidos.

—Ellos conocen el camino —dijo la mujer, que contemplaba los rostros de los muertos alzados hacia ella.


Palin y Dalamar se hallaban en la planta baja de la Torre, observando atentamente la densa oscuridad que se extendía debajo de los cipreses. Densa, opresiva y vacía. Los espíritus errantes habían desaparecido.

—Podríamos marcharnos ahora —sugirió Palin.

El mago se encontraba ante la ventana, con las manos metidas bajo las mangas de la túnica, ya que a esa hora temprana en la Torre hacía frío y humedad y él estaba destemplado. Dalamar había mencionado algo sobre un ponche caliente y lumbre en la chimenea de la biblioteca, pero aunque la idea de calentarse el cuerpo y el estómago sonaba bien, ninguno de los dos se movió de donde estaba.

—Podríamos salir ahora, mientras los muertos no rondan por aquí para acosarnos. Podríamos irnos los dos.

—Sí. —Dalamar también miraba por la ventana y tenía las manos guardadas bajo las mangas—. Podríamos irnos. —Echó una mirada de reojo a Palin—. O, más bien, podrías salir tú si quieres, y buscar al kender.

—Pero tú también puedes irte. Nada te retiene aquí ya. —Se le ocurrió algo de repente—. O quizás es que desde que los muertos han desaparecido, también ha desaparecido tu magia.

Dalamar esbozó una torva sonrisa.

—Lo dices como si esperaras que fuera así, Majere.

—Sabes que no era ésa mi intención —replicó Palin, molesto, aunque muy en el fondo de su ser algo musitó que quizá sí era eso lo que había querido decir.

«Aquí estoy, un hombre de edad madura, un hechicero de considerable poder y renombre —se dijo—. No he perdido mis habilidades, como temía, sino que los muertos me han estado robando mi magia. Sin embargo, en presencia de Dalamar, me siento inmaduro, inferior e incompetente, como me sentí la primera vez que vine a la Torre para pasar la Prueba. Quizá peor, porque es algo natural de la juventud tener confianza de sobra en uno mismo. Me estoy esforzando continuamente para demostrar mi valía a Dalamar y siempre me quedo corto. ¿Y por qué lo hago? —se preguntó—. ¿Qué me importa lo que este elfo oscuro opina de mí? Dalamar nunca se fiará de mí, nunca me respetará. No por nada de lo que soy, sino por lo que no soy. No soy mi tío. No soy Raistlin.»

—Podría marcharme, pero no lo haré —manifestó el elfo, cuyas delicadas cejas se fruncieron mientras seguía contemplando la vacía oscuridad. Tuvo un escalofrío y se ajustó más la túnica—. Siento un hormigueo en las puntas de los dedos. Tengo el vello erizado. Aquí hay una presencia, Palin. La he sentido a lo largo de toda la noche. Como un aliento en la nuca, un susurro en el oído. El sonido de una risa distante. Una presencia inmortal, Majere.

Un incómodo desasosiego se había apoderado de Palin.

—Esa chica y su conversación sobre el dios Único te ha afectado, amigo mío. Eso y una imaginación febril, además de que lo que comes no es suficiente ni para sustentar el pajarillo de mi mujer.

No bien había acabado de decirlo, cuando Palin deseó no haber mencionado a su esposa, no haber pensado en Usha.

«Debería abandonar la Torre ahora mismo, aunque sólo fuera para regresar a casa. Usha estará preocupada por mí. Si se ha enterado del ataque a la Ciudadela de la Luz, quizá piensa que he muerto.»

—Pues que lo piense —musitó—. Hallará más paz en la idea de que estoy muerto de la que ha conocido nunca viviendo conmigo. Si me cree muerto, me perdonará por haberle hecho daño. Sus recuerdos serán gratos...

—Deja de mascullar entre dientes, Majere, y mira fuera. ¡Los muertos han regresado!

Donde antes todo era quietud, ahora la oscuridad había cobrado vida de nuevo, bullía con los muertos. Los inquietos espíritus habían regresado, deambulaban entre los árboles, acechaban la Torre, contemplándola con ojos que traslucían ansiedad y ardían con deseo.

Palin soltó un corto y ahogado grito y saltó hacia la ventana. La golpeó tan fuerte con las manos que por poco rompe el cristal.

—¿Qué? —instó el elfo oscuro, alarmado—. ¿Qué ocurre?

—¡Laurana! —exclamó Palin, que recorría con la mirada el río de almas—. ¡Laurana! ¡La he visto! ¡Lo juro! ¡Mira! ¡Mira allí! No... Ya no está...

Se apartó de la ventana y caminó resueltamente hacia la puerta protegida con conjuros.

Dalamar saltó hacia él y lo agarró por el brazo.

—Majere, esto es una locura...

—Voy a salir. —Palin se soltó de un tirón—. Tengo que encontrarla.

—No, Palin. —Dalamar se interpuso en su camino y lo aferró con fuerza, hundiendo los dedos en sus brazos—. No querrás encontrarla. Créeme, Majere, no será Laurana. No la Laurana que conocías. Será... como los otros.

—¡Mi padre no lo era! —replicó furioso mientras forcejeaba para soltarse. ¿Quién habría pensado que el escuálido elfo tendría tanta fuerza?—. Intentó advertirme...

—No lo era al principio —dijo Dalamar—. Pero lo es ahora. No puede evitarlo. Lo sé. Los he utilizado. Me han servido durante años.

Calló, aunque siguió agarrando a Palin y observándolo con cautela. El hechicero humano consiguió librarse de las manos del elfo.

—Suéltame —dijo—. No voy a ninguna parte. —Se frotó los brazos y regresó junto a la ventana para mirar fuera.

—¿Seguro que era Laurana? —preguntó Dalamar tras un corto silencio.

—Ya no estoy seguro de nada. —Pero sí estaba preocupado, frustrado, helado hasta los huesos—. Tú y tu maldito vello de punta...

—... hemos venido al sitio equivocado —gritó lastimeramente una voz estridente y aguda desde la oscuridad—. No es ahí donde quieres ir, Goldmoon. Confía en mí. Conozco las Torres de la Alta Hechicería, y ésta no es la correcta.

—¡Busco al hechicero Dalamar! —llamó otra voz—. Si está dentro, que abra la puerta para dejarme pasar.

—No sé cómo ni por qué —exclamó Palin, que miraba sorprendido a través del cristal—, pero ahí está Tasslehoff y ha traído a Goldmoon.

—Por las apariencias, yo diría que ha sido al revés —comentó Dalamar mientras retiraba el conjuro de la puerta.

Tasslehoff seguía argumentando, mientras esperaban en el umbral de la Torre, que ésa no era la que buscaban, que Goldmoon quería ir a la de Dalamar, a la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas y, en consecuencia, no era la correcta.

—No vas a encontrar a nadie ahí dentro. —La voz de Tasslehoff empezaba a tener un timbre desesperado—. No encontrarás a Dalamar, y tampoco a Palin, dicho sea de paso. Y no es que haya alguna razón para pensar que Palin podría estar ahí —se apresuró a añadir—. No he visto a Palin hace muchísimo tiempo, desde que Beryl atacó la Ciudadela de la Luz. Él se marchó un día y yo me fui al siguiente. Él llevaba el ingenio mágico de viajar en el tiempo, sólo que lo perdió. Les lanzó piezas a los draconianos. El ingenio se ha perdido, se ha destruido. Ni señal de él por ninguna parte, así que no lo busques porque no lo encontrarás...

—Dalamar —sonó la voz de Goldmoon—. ¡Déjame pasar!

—Te lo estoy diciendo —insistió Tasslehoff—. Dalamar no se ene... ¡Ah, hola, Dalamar! —El kender se esforzó por parecer sorprendido—. ¿Qué haces en esta Torre extraña? —Tas guiñó un ojo varias veces al tiempo que señalaba a Goldmoon con la cabeza.

—Bienvenida, Goldmoon, sanadora, sacerdotisa de Mishakal —saludó gentilmente Dalamar, utilizando el antiguo título de la mujer—. Tu visita me honra.

Mientras hacía pasar a su invitada con la innata cortesía elfa, Dalamar susurró en un aparte:

—¡Majere! ¡No dejes escapar al kender!

Palin agarró a Tasslehoff, que se había quedado en el umbral. El mago humano iba a meterlo de un tirón en la Torre cuando se quedó muy desconcertado al ver a un gnomo plantado en la puerta. El gnomo tenía metidas las manos en los bolsillos y miraba en derredor. Aparentemente, por su expresión, no le gustaba mucho lo que veía.

—¿Quién eres? —preguntó Palin.

—Mi nombre, en la versión corta, es Acertijo. Vengo con ella. —El gnomo señaló a Goldmoon con un dedo mugriento—. Me robó el sumergible. Los sumergibles cuestan un montón de dinero. ¿Y quién va a pagarlo? Eso es lo que quiero saber. ¿Lo pagarás tú? ¿Por eso hemos venido aquí? —Acertijo levantó su pequeño puño—. Acero frío y duro, eso es lo que quiero, nada de material de hechiceros, como ojos de murciélago. —El gnomo aspiró por la nariz con gesto desdeñoso—. Tenemos toda una cámara llena de ésos. Una vez excluidos como bolas para cojinetes, ¿para qué sirven?

Sin aflojar los dedos con los que agarraba el cuello de la camisa de Tas, Palin arrastró al kender, que lanzaba patadas y se retorcía, al interior. Acertijo entró por propia voluntad; sus penetrantes ojillos abarcaron de un vistazo todo y descartaron todo de entrada.

Goldmoon no respondió a la bienvenida de Dalamar. Apenas miró a él y a Palin; sus ojos escudriñaron la Torre y se detuvieron en la escalera espiral que ascendía hacia la oscuridad. Recorrió con la mirada la estancia en la que se encontraban, y entonces sus ojos se desorbitaron. Su semblante, ya pálido, se tornó ceniciento.

—¿Qué es lo que percibo? —preguntó en voz baja y llena de temor—. ¿Quién está aquí?

Dalamar lanzó a Palin una mirada que significaba «te lo dije».

—Palin Majere y yo somos los únicos que nos encontramos aquí, sanadora —contestó.

Goldmoon miró a Palin y pareció que no lo reconocía, ya que de inmediato sus ojos pasaron sobre él, más allá de él.

—No —musitó—. Hay alguien más. Tengo que reunirme con alguien aquí.

Los ojos de Dalamar centellearon; acalló la sorprendida exclamación de Palin con una dura mirada.

—La persona que esperas no ha llegado aún. ¿Quieres esperar en la biblioteca, sanadora? La estancia está caldeada y hay ponche caliente y comida.

—¿Comida? —El gnomo se animó, pero un instante después recobró su aire sombrío—. No serán sesos de murciélago, ¿verdad? ¿O dedos de mono? No ingeriré comida de hechiceros. Se hace muy mal la digestión. Unas buenas cortezas de cerdo y té fuerte y oscuro. Eso es otra cosa.

—Ha sido estupendo verte de nuevo, Palin, y a ti también, Dalamar —intervino Tasslehoff mientras se retorcía para soltarse—. Ojalá pudiera quedarme a almorzar, porque los dedos de mono parecen un plato delicioso, pero tengo que continuar...

—Te conduciré a la biblioteca dentro de un momento, sanadora —dijo Dalamar—, pero antes he de acomodar a nuestros otros huéspedes. Si me disculpas...

Goldmoon no pareció oírlo, ya que siguió recorriendo con la mirada la Torre, buscando algo o a alguien. Su actitud era inquietante.

Dalamar se acercó a Palin y le dio un tirón de la manga.

—En cuanto a Tas...

—En cuanto a mí, ¿qué? —demandó el kender, mirando a Dalamar con recelo.

—¿Recuerdas lo que Mina te dijo, Majere? Sobre el ingenio.

—¿Quién dijo qué? —demandó Tas—. ¿Qué ingenio?

—Sí, lo recuerdo —contestó Palin.

—Llévalos a él y al gnomo a una de las habitaciones de estudiantes, en el ala norte. La primera del corredor servirá. Es un cuarto que no tiene chimenea —añadió el elfo en tono enfático—. Registra al kender, y cuando encuentres el ingenio, guárdalo a buen recaudo, por lo que más quieras. No vayas a tirar piezas por ahí. Ah, por cierto. Seguramente querrás quedarte escondido en esa ala del edificio. El huésped que esperamos no debería encontrarte aquí.

—¿Por qué es necesario andar con tantos misterios? —preguntó Palin, irritado por el tono petulante del elfo—. ¿Por qué no decirle simplemente a Goldmoon que la persona que viene a verla es su hija adoptiva, Mina?

—Humanos —dijo, desdeñoso, Dalamar—. Siempre ansiosos de soltar cuanto antes todo lo que sabéis. Los elfos conocemos bien el poder que tienen los secretos, sabemos el valor de guardar secretos.

—Pero ¿qué esperas sacar con...?

—No lo sé. —Dalamar se encogió de hombros—. Tal vez algo. Tal vez nada. Me contaste que las dos estuvieron muy unidas. Podría salir mucho del impacto de un encuentro inesperado, de la impresión al reconocerse. En tales circunstancias, la gente dice cosas que no tenía intención de decir, sobre todo los humanos, que tanto se dejan dominar por las emociones.

—Puede que Goldmoon parezca joven, pero sólo es una apariencia. Hablas con mucho desparpajo sobre la impresión que será para ella ver a la chiquilla a la que tanto amó, pero esa impresión podría resultar fatal. —La expresión de Palin se había endurecido—. Quiero estar presente.

—Demasiado peligroso... —empezó a decir el elfo, sacudiendo la cabeza.

—Puedes arreglarlo —insistió firmemente Palin—. Sé que tienes recursos.

Dalamar vaciló, y después accedió de mala gana.

—De acuerdo, si insistes. Pero la responsabilidad es enteramente tuya. Recuerda que la tal Mina te vio aunque te escondías detrás de una pared. Si te descubre, no podré hacer nada para salvarte.

—No contaba con ello —replicó, cortante, Palin.

—Entonces, reúnete con nosotros en la biblioteca una vez que tengas encerrados a esos dos. —Dalamar movió el pulgar señalando al kender y al gnomo.

El elfo oscuro se dio media vuelta y después se paró y miró hacia atrás.

—Por cierto, Majere. Supongo que se te habrá pasado por la cabeza la importancia de la presencia del gnomo, ¿verdad?

—¿El gnomo? —Palin estaba sorprendido—. No. ¿A qué...?

—Acuérdate de la historia de tu tío —dijo Dalamar, cuya voz era sombría.

Regresó junto a Goldmoon y la condujo escaleras arriba. Se mostraba gentil y encantador, como podía serlo cuando quería. La mujer lo siguió, moviéndose como si caminara en sueños, sin ser consciente de dónde se encontraba ni hacia dónde se dirigía. El cuerpo joven y hermoso caminaba y la llevaba consigo.


—La importancia del gnomo —repitió, enfadado, Palin—. Gnomos... La historia de mi tío... ¿Qué quiere decir con eso? Siempre tan condenadamente misterioso...

Rezongando entre dientes, Palin llevó al reacio Tasslehoff escaleras arriba. El mago no hizo caso de las súplicas, las excusas y las mentiras del kender, algunas bastante originales. Su atención se centraba en el pequeño y arrugado gnomo que subía los peldaños a su lado, sin dejar de protestar todo el rato por el dolor de piernas y encomiando las virtudes de la gnomolanzaderas, con las que una escalera no tenía ni punto de comparación.

Palin no conseguía encontrar absolutamente ningún significado a la presencia del gnomo. No a menos que Dalamar tuviese intención de instalar gnomolanzaderas.

Escoltó a los dos a la habitación señalada, soltó a la fuerza los dedos de Tas cuando el kender intentó aferrarse a la jamba de la puerta y lo metió de un empellón. El gnomo entró a continuación, parloteando sobre violación de códigos de la construcción y preguntando sobre las inspecciones anuales. Tras realizar un conjuro de cierre mágico en la puerta, para mantener dentro a sus reacios invitados, Palin se volvió hacia Tasslehoff.

—Bien, con respecto al ingenio de viajar en el tiempo...

—No lo tengo, Palin, de veras —repuso enseguida el kender—. Lo juro por la barba de tío Saltatrampas. Les lanzaste todas las piezas a los draconianos, lo sabes. Están desperdigadas por todo el laberinto de setos...

—¡Ah! —gritó el gnomo y fue hacia un rincón, donde se quedó con la cabeza apoyada contra la pared.

—Las piezas del ingenio se esparcieron por el laberinto de setos —continuó precipitadamente Tas—, junto con los trozos de los draconianos.

—Tas —lo interrumpió severamente Palin, consciente de que el tiempo pasaba y deseando acabar cuanto antes con aquello—. Tienes el ingenio. Regresó a ti. Tiene que regresar a ti, aunque sea en trozos. Creí que lo había destruido, pero el artilugio no puede destruirse, como tampoco puede perderse.

—Palin, yo... —empezó Tas, temblándole los labios.

El mago se preparó para oír más mentiras.

—¿Sí, Tas?

—Palin... ¡Me vi a mí mismo! —barbotó el kender.

—De verdad, Tas, déjate de...

—¡Estaba muerto, Palin! —susurró Tas. Su cara, normalmente rubicunda, se había puesto pálida—. Estaba muerto y... ¡Y no me gustó! Era espantoso, Palin. Estaba frío, muy, muy frío. Y perdido, y asustado. Nunca he estado perdido y nunca he estado asustado. No de ese modo, en cualquier caso.

»No me hagas volver para que muera, Palin —suplicó—. No me conviertas en... ¡En una cosa muerta! Por favor, Palin. ¡Prométeme que no lo harás! —Tasslehoff se agarró al mago con fuerza—. ¡Prométemelo!

Palin nunca había visto al kender tan fuera de sí. Se conmovió hasta el borde de las lágrimas. Estaba desconcertado, preguntándose qué hacer, mientras acariciaba el cabello de Tasslehoff con intención de tranquilizarlo.

«¿Qué puedo hacer? —se preguntó, impotente—. Tasslehoff tiene que volver para morir. No tengo elección en ese asunto. El kender debe regresar a su propio tiempo y morir bajo el pie de Caos. No puedo prometerle lo que me pide, por mucho que desee hacerlo.»

Lo que le asombraba era que Tasslehoff hubiese visto a su propio fantasma. Podría haber pensado que se trataba de una mentira, un intento del kender para distraerlo de su propósito de encontrar el ingenio. Sin embargo, aunque sabía que Tas no dudaría en decir una mentira —ya fuera porque le interesara o simplemente por divertirse—, Palin estaba seguro de que decía la verdad. Había visto miedo en los ojos del kender, algo totalmente inusitado, una imagen que le causaba una profunda tristeza.

Al menos eso respondía a una pregunta acuciante: ¿había muerto realmente Tasslehoff o simplemente había estado deambulando por el mundo todos esos años? El hecho de que hubiese visto a su propio fantasma respondía de manera concluyente. Tasslehoff Burrfoot había muerto al final de la batalla contra Caos. Estaba muerto. O, al menos, debería estarlo.

El gnomo se apartó del rincón, se acercó a ellos y dio unos golpecitos a Palin en las costillas con el dedo.

—¿No habló alguien de comida? —preguntó.

La importancia del gnomo. ¿Qué importancia podía tener ese irritante gnomo?

Soltándose de las manos crispadas de Tas, Palin se arrodilló delante del kender.

—Mírame, Tas. Eso es. Mírame y escucha lo que voy a decirte. No entiendo lo que ocurre. No sé qué está pasando en el mundo, y tampoco Dalamar. Pero sí sé una cosa: el único modo de que podamos descubrir lo que va mal y tal vez arreglarlo es que seas sincero con nosotros.

—Lo soy, Palin —repuso Tas mientras se limpiaba las lágrimas—. ¿Me harás regresar al pasado?

—Me temo que no me queda otro remedio, Tas —contestó Palin de mala gana—. Tienes que entenderlo. Yo no quiero. Haría cualquier cosa, daría cualquier cosa, por no tener que hacerlo. Has visto los espíritus de los muertos y sabes lo terriblemente desdichados que se sienten. No tendrían que seguir en el mundo. Algo o alguien los retiene aquí, prisioneros.

—¿Quieres decir que yo no tendría que encontrarme aquí? —preguntó el kender—. No el yo vivo, sino el yo muerto.

—No lo sé con seguridad, Tas. Nadie lo sabe. Pero creo que no. ¿Te acuerdas de lo que lady Crysania solía decir, que la muerte no era el final, sino el principio de una nueva vida? ¿Que nos reuniríamos con nuestros seres queridos, que nos habían precedido en el viaje, y que estaríamos juntos y conoceríamos nuevos amigos...?

—Siempre creí que estaría con Flint —dijo Tas—. Sé que me echa de menos. —Guardó silencio un instante y luego añadió—: Bien, si piensas que puede ayudar...

Soltó el cierre de su saquillo y, antes de que Palin pudiese detenerle, lo volcó y esparció el contenido sobre el suelo.

Entre huevos de pájaro, plumas de gallina, tinteros, tarros de mermelada, corazones de manzana y lo que parecía ser una estaca que alguien hubiese utilizado como pierna postiza, relucían los engranajes, las gemas, las ruedas y la cadena del ingenio de viajar en el tiempo a la luz de la vela.

—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —dijo el gnomo mientras se ponía en cuclillas y rebuscaba entre el montón de objetos—. Ruedas dentadas, un artilugio y un chirimbolo y un chisme. Palabras técnicas, ¿sabéis? —añadió al tiempo que echaba una ojeada a Tas y a Palin para ver si los había impresionado—. Incomprensibles para los aficionados. No sé muy bien qué era. —Reunió las piezas una por una, mirándolas con interés—. Pero no parece que esté en las condiciones adecuadas para funcionar. Y eso no es una suposición, ojo, sino la opinión de un profesional.

Utilizando la túnica a modo de bandeja, el gnomo llevó las piezas del ingenio hasta una mesa. Sacó la fantástica navaja que también era un destornillador y se puso a trabajar.

—Eh, tú, chico —dijo, agitando la mano en dirección a Palin—. Tráenos algo de comer. Bocadillos. Y una jarra de té fuerte. Tan fuerte como puedas prepararlo. Esta fiesta va a durar toda la noche.

Y entonces, por supuesto, Palin recordó la historia del ingenio. Comprendió la importancia de la presencia del gnomo.

Al parecer, lo mismo le ocurrió a Tasslehoff, que miraba a Acertijo con una expresión abatida y angustiada.


—¿Dónde has estado, Majere? —demandó Dalamar cuando Palin entró en la biblioteca. Saltaba a la vista que el elfo oscuro tenía los nervios de punta, que había estado paseando de un lado a otro de la estancia—. ¡Has tardado mucho! ¿Encontraste el ingenio?

—Sí, y también lo hizo el gnomo. —Palin miró atentamente a Dalamar—. Su aparición aquí...

—Completa el círculo —terminó la frase Dalamar.

Palin sacudió la cabeza, escéptico. Recorrió el cuarto con la mirada.

—¿Dónde está Goldmoon?

—Me pidió que la llevara al viejo laboratorio. Dijo que le había sido revelado que el encuentro sería allí.

—¿En el laboratorio? ¿No es peligroso?

—A menos que le asusten las bolas de pelusa y el polvo —respondió el elfo, encogiéndose de hombros—. Es el único peligro que puede haber.

—Antaño una cámara de misterios y de poder, el laboratorio se ha reducido a un depósito de polvo, el refugio de dos viejos inútiles.

—Habla por ti mismo. —Dalamar puso una mano en el brazo de Palin—. Y habla en voz baja. Mina está aquí. Debemos irnos. Trae la lámpara.

—¿Aquí? Pero ¿cómo...?

—Al parecer tiene libre acceso a mi Torre.

—¿Es que no piensas estar con ellas?

—No —respondió escuetamente el elfo—. Se me dio permiso para retirarme y ocuparme de mis asuntos. ¿Vienes o no? —demandó con impaciencia—. No podemos hacer nada, ninguno de los dos. Goldmoon ha de afrontarlo sola.

Palin dudó un momento, pero después decidió que lo mejor que podía hacer para ayudar a Goldmoon era no perder de vista al elfo oscuro.

—¿Adónde vamos?

—Por aquí —contestó Dalamar, que detuvo a Palin cuando el mago humano iba a bajar la escalera.

El elfo se volvió y pasó la mano sobre la pared al mismo tiempo que pronunciaba una palabra mágica. Una runa empezó a brillar débilmente sobre la piedra. El hechicero puso la mano sobre la runa, y una sección de la pared se deslizó hacia un lado, dejando a la vista una escalera. Al entrar en el hueco, escucharon fuertes pisadas que levantaban ecos en la Torre. Imaginaron que era el minotauro. La puerta secreta se cerró tras ellos y ya no oyeron nada más.

—¿Adónde conduce esto? —susurró Palin, levantando la lámpara para alumbrar la escalera.

—A la Cámara de la Visión, donde se encontraban los Engendros Vivientes —contestó Dalamar—. Pásame la lámpara. Iré delante, ya que conozco el camino. —Descendió rápidamente la escalera, con la túnica ondeando contra los tobillos.

—Confío en que no sobreviva ninguno de los Engendros Vivientes —deseó Palin con un gesto de repulsión al recordar lo que había oído comentar sobre algunos de los experimentos más horripilantes de su tío.

—No, murieron hace mucho tiempo, pobres diablos. —Dalamar hizo un alto para mirar a Palin. Sus oscuros ojos relucían con la luz de la lámpara—. Pero la Cámara de la Visión perdura.

—¡Ah! —exclamó Palin, entendiendo de repente.

Cuando Raistlin Majere se convirtió en el Amo de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas, también pasó a llevar una vida recluida. Rara vez salía de la Torre, dedicando su tiempo y su esfuerzo a incrementar sus poderes: mágicos, temporales y políticos. Con el propósito de mantenerse informado de lo que ocurría en el mundo, en especial los acontecimientos que podrían afectarlo, Raistlin había utilizado su magia para crear una ventana al mundo. En lo más profundo de los cimientos de la Torre excavó una pequeña estancia circular, con un estanque en el centro que llenó de agua encantada. Quienquiera que mirase en el estanque podía evocar un lugar y ver y oír lo que estaba sucediendo en ese sitio.

—¿Interrogaste al kender? —se interesó Dalamar mientras descendían por la secreta escalera espiral.

—Sí. Tiene el ingenio. Me dijo otra cosa que me pareció interesante, Dalamar. —Palin alargó la mano y tocó al elfo en el hombro—. Tasslehoff vio a su propio fantasma.

Dalamar se giró y lo alumbró con la lámpara.

—¿De veras? —Su voz sonaba escéptica—. ¿Y no será otro de sus cuentos?

—No. —Palin recordaba muy bien el terror reflejado en los llorosos ojos del kender—. No, decía la verdad. Tiene miedo, Dalamar. Nunca había visto asustado a Tasslehoff.

—Al menos eso prueba que murió —comentó el elfo sin andarse por las ramas. Reanudó el descenso y Palin suspiró.

—El gnomo está intentando arreglar el ingenio. A eso era a lo que te referías con lo de la importancia de la presencia del gnomo, ¿verdad? También fue un gnomo el que arregló el ingenio la última vez que se rompió. Gnimsh. El gnomo al que mi tío mató.

Dalamar no contestó nada y siguió bajando a buen paso.

—¡Escúchame, Dalamar! —instó Palin, que se acercó tanto al otro hechicero que hubo de tener cuidado para no pisarle el repulgo de la túnica y tropezar—. ¿Cómo es que el gnomo ha venido a parar aquí? No es simplemente una... casualidad, ¿verdad?

—No —murmuró el elfo—. Nada de casualidad.

—Entonces, ¿qué? —demandó Palin, exasperado.

Dalamar se paró de nuevo y alzó la lámpara para iluminar la cara de Palin, que echó la cabeza hacia atrás, deslumbrado.

—¿Es que no lo entiendes? —preguntó el elfo oscuro—. ¿Ni siquiera ahora?

—No —repuso, furioso, Palin—. Y creo que tampoco lo entiendes tú.

—No del todo —admitió Dalamar—. No del todo. Sin embargo, esta reunión aclarará muchas cosas.

Bajó la lámpara y empezó a bajar otra vez. No añadió nada más, como tampoco Palin, que no estaba dispuesto a rebajarse más haciendo preguntas que sólo tendrían acertijos por respuesta.

—Ya no funciona el cerrojo mágico —comentó el elfo oscuro mientras empujaba con aire impaciente una puerta cubierta de runas—. Era una pérdida de tiempo y de esfuerzo.

—Obviamente tú también has utilizado esta cámara una o dos veces —observó Palin.

—Oh, sí —repuso Dalamar con una sonrisa—. Vigilo de cerca a todos mis amigos.

Apagó la lámpara de un soplido.

Se encontraban al borde de un estanque de agua tranquila y oscura, tan tranquila y oscura como la cámara en la que habían entrado. Un chorro de llamas azules ardía en el centro del estanque, pero no daba luz. Era como si existiese en otro lugar, en otro tiempo, y Palin no vio nada al principio, salvo el reflejo del fuego azul en el agua. Entonces ambas imágenes convergieron en su vista; el chorro azul llameó y el mago humano pudo ver el interior del laboratorio con tanta claridad como si se hallara en él.

Goldmoon estaba de pie junto a la gran mesa de piedra...

Загрузка...