9 El Anillo de Lágrimas

Silvanesti era un país ocupado; Silvanost era una capital ocupada. Los peores temores de los elfos se habían hecho realidad. Fue para protegerse exactamente de ese desastre por lo que habían autorizado que se levantase la barrera mágica. El escudo, la personificación de sus temores y desconfianza hacia el mundo, los había ido consumiendo lentamente, alimentándose de esos miedos para obtener una perniciosa vida para sí mismo. Cuando el escudo cayó, el mundo, representado por los soldados de los Caballeros de Neraka, marchó sobre Silvanost, y los elfos —enfermos y exhaustos— capitularon. Rindieron la ciudad a su más temido enemigo.

Los Kirath pronosticaron lo peor. Hablaron de campos de esclavos, de saqueos e incendios, de tormento y tortura. Instaron a los elfos a luchar hasta que la muerte se hubiese llevado hasta el último de ellos. Mejor morir libres, decían los Kirath, que vivir como esclavos.

Transcurrió una semana y ni un solo elfo varón fue sacado a rastra de su casa para torturarlo. No se había ensartado en picas a ningún bebé elfo. Ninguna mujer elfa había sido violada y abandonada para que muriera entre un montón de basura. Los caballeros negros ni siquiera entraron en Silvanost, sino que acamparon fuera de la ciudad, en el campo de batalla donde las tropas de Mina habían luchado y perdido y la propia Mina había sido hecha prisionera. La primera orden dada a los soldados de los caballeros negros fue no incendiar Silvanost, e incinerar los restos del Dragón Verde, Cyan Bloodbane. Un destacamento incluso luchó y derrotó a una partida de ogros, que, eufóricos al descubrir la desaparición del escudo, habían intentado llevar a cabo su propia invasión. Muchos jóvenes elfos llamaban salvadores a los caballeros negros.

Los niños elfos se habían curado y jugaban en la hierba, que ahora crecía verde, bajo el brillante sol. Las mujeres elfas paseaban por sus jardines, disfrutando de las flores que antes se consumían bajo el escudo pero que ahora empezaban a rebrotar. Los hombres elfos caminaban por las calles libremente y sin restricciones. El rey, Silvanoshei, seguía siendo el dirigente. Todos los asuntos se consultaban con los Cabezas de Casas. Un observador mal informado habría pensado que eran los caballeros negros quienes se habían rendido a los silvanestis.

Habría sido injusto decir que los Kirath se sentían decepcionados. Eran leales a su pueblo y se alegraban —y la mayoría daba las gracias por ello— de que hasta entonces el baño de sangre que habían esperado no se hubiese producido. Algunos de los miembros de mayor edad de los Kirath afirmaban que lo que les estaba ocurriendo a los elfos era mucho peor que eso. No les gustaba ese hablar continuamente sobre un dios Único. También desconfiaban de los caballeros negros, que, sospechaban, no eran tan amantes de la paz como daban a entender. Los Kirath habían oído rumores sobre compañeros emboscados que habían desaparecido, transportados a lomos de Dragones Azules, y de los cuales nunca más se había sabido nada.

Alhana Starbreeze y sus fuerzas habían cruzado la frontera cuando el escudo cayó, y ahora ocupaban un territorio al norte de la capital, más o menos a mitad de camino entre Silvanost y la frontera. Nunca permanecían en un sitio mucho tiempo, sino que se trasladaban de un campamento a otro, ocultando sus desplazamientos, camuflándose en los bosques que muchos de ellos, incluida la propia Alhana, antaño conocían y amaban. No es que Alhana temiese realmente que sus tropas y ella fueran descubiertas; los cinco mil hombres de los caballeros negros tenían trabajo más que suficiente con controlar Silvanost. El comandante sería un necio si dividiese sus tropas y las enviara a territorio desconocido, buscando elfos que habían nacido y crecido en los bosques. Pero Alhana había sobrevivido tanto tiempo porque nunca corría riesgos, de modo que los elfos siguieron desplazándose de un lado para otro.

No pasaba un solo día en el que Alhana no anhelara ver a su hijo. Yacía despierta por la noche haciendo planes para entrar a escondidas en la ciudad, donde su vida corría peligro, no sólo por parte de los Caballeros de Neraka, sino de su propio pueblo. Conocía Silvanost, conocía el palacio, ya que había sido su hogar. Por la noche los planes parecían factibles y estaba decidida a llevarlos a cabo. Por la mañana, cuando se los contaba a Samar, el guerrero señalaba todas las dificultades y le exponía todas las posibilidades de que la aventura terminara en desastre. Siempre acababa imponiendo su criterio, no tanto porque Alhana temiera lo que pudiera ocurrirle a ella si la descubrían, sino por lo que podría ocurrirle a Silvanoshei. Se mantenía informada de lo que pasaba en Silvanost a través de los Kirath; observaba, esperaba y se reconcomía, y, como todos los demás elfos, se preguntaba qué tramaban los caballeros negros.

A los Kirath, a hombres y mujeres como Rolan, Alhana Starbreeze, Samar y sus exiguas fuerzas de resistencia, les parecía que sus compatriotas habían vuelto a caer presa del hechizo de una pesadilla como la que se apoderó del país durante la Guerra de la Lanza. Excepto que esta ilusión era un sueño vivido con los ojos abiertos y no se la podía combatir, porque hacerlo sería luchar contra los soñadores. Los Kirath y Alhana hacían los planes que podían para cuando llegara el día en que el sueño terminara y los soñadores despertasen a una realidad de pesadilla.

El general Dogah y sus tropas estaban acampados en las afueras de Silvanost. Mina y sus caballeros se habían instalado en la Torre de las Estrellas, ocupando un ala del edificio, la misma que anteriormente perteneció al gobernador militar Konnal. Todos los elfos sabían que su joven rey estaba enamorado de Mina. La historia de cómo le había devuelto la vida a Silvanoshei se había plasmado en una canción que entonaban los jóvenes por todo Silvanesti.

Hasta entonces, los silvanestis jamás habían tolerado un matrimonio entre uno de los suyos y un humano. A Alhana Starbreeze se la había declarado elfa oscura por contraer matrimonio con «uno de otra estirpe», un qualinesti. Sin embargo, los jóvenes, los que eran más o menos de la edad de su monarca, habían llegado a adorar a Mina. Ésta no podía caminar por las calles sin que la multitud la asediara. El palacio estaba rodeado de día y de noche por jóvenes elfos que esperaban vislumbrarla un momento. Les complacía y halagaba la idea de que amara a su rey, y estaban convencidos de que cualquier día se haría pública la noticia de la boda.

Silvanoshei esperaba lo mismo. Soñaba que la joven entraba en palacio y era conducida a la sala del trono, donde él estaría sentado con majestuoso porte. En sus sueños, ella se echaba en sus brazos ansiosamente, con adoración. Eso había ocurrido hacía cinco días, pero ella aún no había pedido verlo. A su llegada, se había dirigido directamente a su alojamiento y allí se había quedado.

Habían pasado cinco días y no la había visto ni había hablado con ella. Se inventaba excusas para disculparla: le daba miedo verlo, temía que sus tropas no lo entendieran, iría por la noche y le confesaría su amor por él y entonces le haría prometer que guardaría el secreto. Yació despierto por las noches a la espera de que ocurriera así, pero ella no apareció y el sueño de Silvanoshei empezó a marchitarse, al igual que el ramo de rosas y violetas que había escogido cuidadosamente del jardín real para ella.

En el exterior de la Torre de las Estrellas los jóvenes elfos empezaron a corear el nombre de la joven. Las palabras que tan dulces habían sonado a sus oídos hacía sólo unos días ahora se le clavaron como cuchillos. De pie junto al ventanal, escuchando el eco de ese nombre resonando en el vacío de su corazón, tomó una decisión.

—Voy a verla —dijo.

—Primo... —empezó Kiryn.

—¡No! —gritó Silvanoshei, cortando la reprimenda que sabía se avecinaba—. ¡Ya os he escuchado bastante a ti y a esos necios consejeros! «Ella debe venir a vos», me habéis repetido. «Sería indecoroso que fueseis vos, majestad. Sois vos quien le hacéis el honor. Os pondríais en una situación comprometida.» Os equivocáis. Todos vosotros. Lo he pensado mucho, y creo saber cuál es el problema. Mina quiere venir a verme, pero sus oficiales no la dejan. Ese enorme minotauro y todos los demás. ¡Quién sabe si no la estarán reteniendo a la fuerza!

—Primo —insistió suavemente Kiryn—, recorre las calles de Silvanost, va y viene libremente por palacio. Se reúne con sus oficiales y, por lo que he oído, hasta los de más alto rango delegan en ella todos los asuntos. Debes afrontarlo, primo. Si ella hubiese querido verte, lo habría hecho.

Silvanoshei se estaba poniendo sus mejores ropas y fingió no oírlo o realmente no lo oyó. Kiryn había presenciado con alarma la obsesión de su primo por esa chica. Había imaginado desde el principio que ella lo estaba utilizando para sus propios fines, aunque ignoraba cuáles eran tales fines. En parte, la razón por la que había esperado que Silvanoshei buscara la seguridad en el bosque con el movimiento de resistencia era que se apartase de Mina, que rompiese el control que ejercía sobre él. Su plan había fracasado, y ya no sabía qué más hacer.

Silvanoshei no tenía apetito, había perdido peso; no podía dormir y se pasaba las noches paseando por la habitación, saltando del lecho a cada ruido que oía pensando que ella acudía a su encuentro. Su largo cabello había perdido el lustre y colgaba lacio y desgreñado. Tenía las uñas en carne viva de mordérselas. Mina estaba curando al pueblo elfo, le estaba devolviendo la vida y, sin embargo, estaba matando a su rey.

Vestido con sus regios ropajes, que le colgaban flojos sobre el enflaquecido cuerpo, Silvanoshei se envolvió en la capa dorada y se dispuso a salir de sus aposentos.

Kiryn, aventurándose al límite, sabiendo que se arriesgaba a una dura recriminación, hizo un último intento de detenerlo.

—Primo —dijo con voz tierna reflejando el afecto que realmente sentía—, no lo hagas. No te rebajes. Intenta olvidarla.

—¡Que la olvide! —exclamó Silvanoshei con una risa ahogada—. ¡Sería como si intentase olvidarme de respirar!

Apartando la mano tendida de su primo, el joven rey salió por la puerta, la capa dorada ondeando tras él.

Kiryn lo siguió, completamente abatido. Los cortesanos inclinaban la cabeza al paso del monarca, muchos tratando de llamar su atención, pero él no les hizo el menor caso. Recorrió el palacio hasta llegar al ala ocupada por Mina y sus caballeros. En contraste con las salas de la corte, que estaban llenas de gente, la zona de la Torre donde Mina había instalado su puesto de mando permanecía vacía y silenciosa. Dos de los caballeros montaban guardia delante de una puerta cerrada. Al ver a Silvanoshei, los caballeros se pusieron firmes, pero no se apartaron. Silvanoshei les dirigió una mirada torva.

—Abrid la puerta —ordenó.

Los caballeros no hicieron ningún movimiento para obedecer.

—Os he dado una orden —instó Silvanoshei, que enrojeció; la sangre agolpada tifió la enfermiza palidez de su semblante como si se lo hubiesen cortado y sangrara.

—Lo siento, majestad —dijo uno de los caballeros—, pero nuestras órdenes son no admitir a nadie.

—¡Yo no soy nadie! —La voz le temblaba—. Soy el rey. Éste es mi palacio. Todas las puertas se me abren. ¡Haced lo que os digo!

—Primo —pidió Kiryn en tono urgente—, ¡vayámonos, por favor!

En ese momento la puerta se abrió, pero no desde fuera, sino desde dentro. El colosal minotauro apareció en el umbral, la cabeza al mismo nivel que el dorado dintel. Tuvo que agacharla para salir.

—¿Qué es este escándalo? —demandó con su voz retumbante—. Estáis molestando a la comandante.

—Su majestad pide audiencia con Mina, Galdar —dijo uno de los caballeros.

—¡Yo no pido! —instó, furioso, Silvanoshei. Asestó una mirada fulminante al minotauro que obstruía la puerta—. Apártate. Hablaré con Mina. ¡No podéis encerrarla para que no me vea!

Kiryn observaba atentamente al minotauro y vio que sus labios se curvaban en lo que podía ser el inicio de una sonrisa despectiva, pero en el último momento el hombre-toro cambió la expresión a otra de sombría seriedad. Tras inclinar la astada cabeza, se apartó a un lado.

—Mina —dijo, girando sobre sus talones—, su majestad, el rey de Silvanesti, ha venido a verte.

Silvanoshei entró rápidamente en la habitación.

—¡Mina! —exclamó, con el corazón en la voz, en los labios, en las manos extendidas, en los ojos—. Mina, ¿por qué no has venido a verme?

La muchacha estaba sentada detrás de un escritorio cubierto con lo que parecían rollos de mapas. Uno de ellos estaba extendido sobre el tablero, los extremos sujetos con una espada en un lado y una maza —la conocida como estrella de la mañana— sobre el otro. Kiryn había visto a Mina por última vez el día de la batalla contra Cyan Bloodbane; la había visto vestida con la tosca túnica de una prisionera, conducida a su ejecución.

Había cambiado desde entonces. Aquel día llevaba afeitada la cabeza hasta dejar únicamente una pelusilla roja sobre el cuero cabelludo; ahora el pelo le había crecido un poco, era espeso y rizoso, de un color encendido como la luz del sol que penetraba por los cristales de la ventana que había detrás de ella. Vestía la negra túnica de un Caballero de Neraka sobre una cota de malla, también negra. Los ojos ambarinos que contemplaban a Silvanoshei eran fríos, ensimismados, reteniendo las indicaciones del mapa, calzadas y ciudades, colinas y montañas, ríos y valles. En ellos no estaba el joven rey.

—Silvanoshei —dijo Mina al cabo de unos instantes, durante los cuales calzadas y ciudades atrapadas en el dorado ámbar fueron reemplazadas paulatinamente por la imagen del joven elfo—. Pido disculpas por no ir a presentar mis respetos antes, majestad, pero he estado muy ocupada.

Atrapado en el ámbar, Silvanoshei forcejeó.

—¡Mina! ¡Presentar tus respetos! ¿Cómo puedes usar ese término conmigo? Te amo, Mina. Pensé que... Pensé que tú también me amabas.

—Y te amo, Silvanoshei —contestó suavemente la muchacha, con el mismo tono de alguien que hablara con un niño quejoso—. El Único te ama.

La resistencia del joven rey no le valió de nada; el ámbar lo absorbió, se endureció, lo inmovilizó.

—¡Mina! —gritó atormentado y se abalanzó hacia ella.

El minotauro se puso de un salto delante de la joven y desenvainó la espada.

—¡Silvan! —gritó, alarmado, Kiryn, que consiguió agarrarlo.

Las fuerzas abandonaron a Silvanoshei. La impresión era demasiado intensa. Se tambaleó y se desplomó en el suelo, agarrando el brazo de su primo, a punto de arrastrarlo en su caída.

—Su majestad no se encuentra bien. Llevadlo a sus aposentos. —Ordenó Mina, cuya voz se suavizó con un dejo de lástima al añadir:— Dile que rezaré por él.

Con ayuda de los sirvientes, Kiryn consiguió transportar a Silvanoshei a sus habitaciones. Fueron por corredores y escaleras secretas, pues no convenía que los cortesanos viesen a su monarca en condiciones tan lamentables.

Una vez en sus aposentos, Silvanoshei se tumbó en la cama y rehusó hablar con nadie. Kiryn se quedó con él, cada vez más preocupado, hasta casi ponerse también enfermo. Esperó hasta que, finalmente, comprobó con alivio que su primo dormía, superado su dolor por el agotamiento.

Imaginando que Silvanoshei dormiría durante horas, Kiryn fue a descansar también. Indicó a los sirvientes que su majestad se encontraba indispuesto y dio órdenes de que no fuera molestado. Los sirvientes corrieron las cortinas de los ventanales, dejando la habitación a oscuras, salieron de puntillas y cerraron la puerta con suavidad. Unos músicos se sentaron en la antesala y tocaron música suave para sosegar su reposo.


Silvanoshei durmió profundamente, como si estuviese drogado, y cuando despertó al cabo de unas cuantas horas se sentía atontado. Permaneció tumbado mirando las sombras, escuchando la voz de Mina. «Pido disculpas por no ir a presentar mis respetos antes, majestad, pero he estado muy ocupada...» «Rezaré por él...» Sus palabras eran afiladas cuchillas que le infligían una nueva herida cada vez que él las repetía. Y las repitió una y otra vez. Los aguzados puñales se clavaron en su corazón, en su orgullo. Sabía que ella lo había amado antes, pero ahora nadie creería tal cosa. Todos pensaban que lo había utilizado y lo compadecían, igual que se compadecía él.

Encorajinado, agitado, apartó las sábanas de seda y el cobertor de plumas bordado y abandonó el lecho. Su cabeza estaba febril con los mil planes que acudían a su mente. Planes para reconquistarla, para humillarla; planes nobles para realizar cosas grandiosas a despecho de ella; planes degradantes de arrojarse a sus pies y suplicarle que volviera a amarlo. Descubrió que ninguno de ellos extendía un bálsamo calmante sobre las terribles heridas. Ninguno de ellos aliviaba el terrible dolor.

Recorrió su habitación de un lado a otro, una y otra vez, pasando delante del escritorio, pero estaba tan ensimismado que no reparó en el extraño estuche de pergaminos hasta la vigésima vuelta, cuando un rayo de sol se coló a través de un resquicio en las cortinas de terciopelo, cayó sobre el estuche y lo iluminó, atrayendo así su atención.

Se paró, miró la caja fijamente, cavilando. El estuche no estaba allí esa mañana. De eso no le cabía duda. No era suyo; no llevaba el emblema real ni tenía la rica decoración de los que utilizaban sus mensajeros. Por el contrario, su aspecto era deteriorado, como si se hubiese utilizado muy a menudo.

Se le ocurrió la absurda idea de que el estuche pertenecía a Mina. Era un pensamiento completamente irracional, pero un ser enamorado es capaz de cualquier cosa. Extendió la mano para cogerlo, pero se detuvo.

Silvanoshei era un joven perdidamente enamorado, pero no estaba tan trastornado como para haber olvidado las lecciones de prudencia aprendidas al pasar gran parte de su vida huyendo de quienes buscaban acabar con su vida. Había oído comentarios sobre estuches de pergamino que guardaban en su interior serpientes venenosas o que se habían sometido a un conjuro para expulsar gases letales. Debería llamar a un guardia y ordenar que lo sacaran de la habitación.

—Después de todo, ¿qué más da? —se preguntó amargamente—. Si muero, pues que muera. Al menos así acabará este tormento. Y... ¡podría ser de ella!

Temerariamente, cogió el estuche. Examinó despacio el sello, pero la impresión en la cera estaba borrosa y fue incapaz de descifrarla. Lo rompió y tiró de la tapa con impaciencia, temblándole los dedos, y finalmente la sacó con tanta fuerza que un objeto salió lanzado y cayó en la alfombra, donde brilló al reflejar el único rayo de sol.

Se inclinó para observarlo extrañado y después lo recogió. Sostuvo, entre el pulgar y el índice, un pequeño anillo, un aro de rubíes que se habían tallado en forma de lágrima, o quizá sería más acertado describirlos como gotas de sangre. El anillo era una pieza de excelente factura. Sólo los elfos podían hacer un trabajo tan exquisito.

El corazón le latió con fuerza. El anillo era de Mina, seguro. ¡Lo sabía! Miró el interior del estuche y vio un papel enrollado. Dejó el anillo sobre el escritorio y sacó la carta. Las primeras palabras apagaron el rayo de esperanza que tan brevemente había reconfortado su corazón. «Mi querido hijo», empezaba la misiva. Sin embargo, a medida que avanzaba en la lectura, la esperanza renació con la intensidad de un fuego voraz, devorador.

«Mi querido hijo,

»Esta carta será breve, ya que he estado muy enferma. Me he recuperado, pero todavía sigo muy débil, demasiado para escribir. Una de mis damas hace de escribiente. Los rumores de que estás enamorado de una joven humana han llegado a mis oídos. Al principio me enojé, pero mi enfermedad me llevó tan cerca de la muerte que ha cambiado por completo mi forma de pensar. Sólo quiero tu felicidad, Silvanoshei. Este anillo posee propiedades mágicas. Si se lo das a una persona que te ama, asegurará que ese amor por ti perdure eternamente. Si se lo das a alguien que no te quiere, el anillo hará que te corresponda con un amor tan apasionado como el tuyo.

»Toma el anillo con la bendición de tu madre, mi querido hijo, y entrégaselo a la mujer que amas con un beso de mi parte.»

La carta iba firmada con el nombre de su madre, aunque no era su firma. Debía de haberla escrito una de las elfas que antaño eran damas de honor de Alhana pero que ahora se habían convertido en sus amigas, eligiendo compartir el destierro con ella y la dura vida de un proscrito. No reconocía la letra, pero tampoco era de extrañar. Sintió una punzada de preocupación por la mala salud de su madre, aunque recobró el ánimo al recordar que decía que se encontraba mejor. Su alegría, mientras miraba de nuevo el anillo y releía sus propiedades mágicas, fue indescriptible. Una alegría que arrolló toda lógica, toda razón.

Sosteniendo el preciado anillo en la palma de la mano, lo alzó a sus labios y lo besó. Empezó a hacer planes para un gran banquete, para mostrar al mundo entero que Mina lo amaba a él y sólo a él.

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