18 El mensajero de Beryl

El gobernador Medan estaba sentado, impasible, detrás del escritorio de su despacho, situado en el enorme y feo edificio que los Caballeros de Neraka habían construido en Qualinost. El gobernador consideraba el edificio tan horrendo como los propios elfos, que apartaban los ojos si se veían obligados a pasar cerca de sus macizos y grises muros, y rara vez entraba en el cuartel general. Detestaba las frías y austeras habitaciones. Debido al aire cargado de humedad, las paredes de piedra la acumulaban y rezumaban, de manera que parecían estar sudando siempre. Cada vez que tenía que quedarse allí largos períodos de tiempo sentía que se ahogaba, y no era cosa de su imaginación. Para mayor protección de quienes estaban dentro, el edificio no tenía ventanas, y el olor a moho lo invadía todo.

Ese día era peor que nunca. El olor le obstruía la nariz y le provocaba una dolorosa presión detrás de los ojos. A causa de ello, estaba apático y aletargado y le costaba trabajo pensar.

—No funcionará —se dijo, y estaba a punto de salir de la habitación para dar un vivificador paseo por el exterior, cuando su segundo al mando, un caballero llamado Dumat, llamó a la puerta de madera.

El gobernador frunció el entrecejo, regresó para sentarse detrás del escritorio y soltó un tremendo resoplido por la nariz en un esfuerzo de despejarla.

Tomando el resoplido por una respuesta de autorización, Dumat entró y cerró cuidadosamente la puerta tras él.

—Está aquí —anunció a la par que señalaba con el pulgar hacia atrás, por encima del hombro.

—¿Quién, Dumat? ¿Otro draco?

—Sí, milord. Un bozak. Con grado de capitán. Lo acompañan dos baaz, escoltas, diría yo.

Medan dio otro resoplido y se frotó los doloridos ojos.

—Podemos ocuparnos de tres dracos, milord —dijo Dumat con suficiencia.

Dumat era un tipo raro. Medan había renunciado a hacerse una opinión de él. Era bajo, compacto, de cabello oscuro, de unos treinta y tantos años, calculaba Medan. En realidad sabía muy poco de él. Dumat era reservado, callado, rara vez sonreía y guardaba las distancias. No hablaba de su vida pasada, nunca se unía a los otros soldados para fanfarronear sobre proezas, ya fueran en el campo de batalla o entre sábanas. Había entrado en la caballería hacía unos pocos años. Le había contado a su comandante sólo lo necesario para el registro oficial de datos y eso, Medan había sospechado siempre, era todo mentira. El gobernador no había llegado a entender por qué Dumat se había alistado como Caballero de Neraka.

No era un soldado. No le gustaba la batalla. No era propenso a las peleas. No era sádico. No era particularmente hábil con las armas, aunque había demostrado en reyertas de barracones que podía defenderse bien. Nunca se alteraba, aunque en sus ojos oscuros asomaba el brillo de unas brasas que traducía un fuego ardiendo en algún rincón profundo de su ser. Medan no se había sentido más sorprendido en toda su vida que el día, hacía casi un año, en que Dumat se había presentado ante él para decirle que se había enamorado de una elfa y que quería hacerla su esposa.

Medan había hecho todo lo posible para frenar las relaciones entre elfas y humanos. Se encontraba en una difícil situación, manejando tensiones raciales explosivas, intentando conservar el control de una población que sentía odio por sus conquistadores humanos. También tenía que mantener la disciplina entre sus tropas. Estableció reglas estrictas contra la violación, y a aquellos que, en los primeros compases de la ocupación del reino elfo, las quebrantaron, se los castigó con dureza e inmediatez.

Pero Medan tenía bastante experiencia con la extraña conducta de la gente para saber que a veces el cautivo se enamoraba del captor y que no todas las elfas encontraban repulsivos a los hombres humanos.

Había mantenido una conversación con la elfa que Dumat quería desposar a fin de asegurarse de que no estaba coaccionada ni amenazada. Descubrió que no era una doncella atolondrada, sino una mujer adulta, modista de oficio. Amaba a Dumat y deseaba ser su esposa. Medan le expuso que la sociedad elfa le haría el vacío, que no tendría trato con familia y amigos. Ella le dijo que no tenía familia y que a los amigos que no les gustara su elección de esposo entonces no serían verdaderos amigos. El gobernador no podía argumentar nada contra eso, y los dos se casaron en una ceremonia humana, ya que los elfos no reconocían oficialmente una unión tan abyecta para ellos.

Los dos vivían felices, tranquilos, absortos el uno en el otro. Dumat siguió prestando sus servicios como siempre, obedeciendo órdenes con estricta disciplina. Así, cuando Medan tuvo que decidir en cuál de sus caballeros y soldados podía confiar, eligió a Dumat entre los pocos que permanecerían con él para ayudar en la última defensa de Qualinost. A los demás se los mandó hacia el sur, para unirse a los Túnicas Grises en su interminable, absurda e infructuosa búsqueda de la Torre de Wayreth. Medan le había explicado claramente a Dumat a lo que se enfrentaban, pues el gobernador no mentiría a ningún hombre, y le había dado la opción de elegir. Podía quedarse o coger a su esposa y marcharse. Dumat decidió quedarse. Su esposa, dijo, se quedaría con él.

—Milord, ¿ocurre algo? —preguntó el oficial.

Medan volvió al presente con un sobresalto. Había estado pensando en las musarañas, mirando fijamente a Dumat durante todo el tiempo, de modo que el oficial debía de estar preguntándose si se le habría retorcido la nariz.

—Tres draconianos, has dicho. —Medan se obligó a concentrarse. El peligro era muy grande, y no podía permitirse más lapsus mentales.

—Sí, milord. Podemos ocuparnos de ellos —repitió Dumat, que no fanfarroneaba. Simplemente exponía un hecho.

Medan sacudió la cabeza y lo lamentó de inmediato. El dolor detrás de los ojos aumentó considerablemente. Soltó otro resoplido, sin resultados.

—No. No podemos seguir matando a los hombres lagarto de Beryl. Al final sospecharía. Además, necesito a este mensajero para que lleve un informe a la gran zorra verde, asegurándole que todo marcha de acuerdo con su plan.

—Sí, milord.

Medan se puso de pie y miró fijamente a Dumat.

—Si algo sale mal, estate preparado para actuar a mi orden, pero no antes.

El oficial asintió con la cabeza, se apartó a un lado para que su comandante le precediera, y se situó un paso por detrás.

—Capitán Nogga, milord —se presentó el draconiano, saludando.

—Capitán —contestó el gobernador mientras salía al encuentro del draconiano.

El bozak era enorme; superaba a Medan por la cabeza, los anchos hombros y las puntas de las alas. Los escoltas baaz —más bajos pero igual de musculosos— permanecían alertas e iban armados hasta los dientes, de los que no tenían pocos.

—Su majestad Beryl me envía —anunció el capitán Nogga—. He de informaros de la situación militar actual, responder cualquier pregunta que tengáis y evaluar la situación en Qualinost, tras lo cual regresaré para dar mi informe a su majestad.

Medan se mostró de acuerdo con un leve cabeceo.

—Debes de haber tenido un difícil periplo, capitán, viajando por territorio elfo con una escolta tan reducida. Es un milagro que no os hayan atacado.

—Sí, hemos oído que estáis teniendo dificultades para mantener el orden en este reino, gobernador Medan —repuso Nogga—. Esa es una de las razones de que Beryl haya enviado su ejército. En cuanto a cómo hemos venido, volamos hasta aquí a lomos de un dragón. No es que tenga miedo a los orejas puntiagudas —añadió despectivamente—, pero quería echar un vistazo desde el aire.

—Espero que hayas encontrado todo a tu entera satisfacción, capitán —dijo Medan, que no se molestó en disimular su ira. Había sido insultado, y al draconiano le habría extrañado que no replicara.

—Oh, me he visto gratamente sorprendido. Estaba preparado para encontrarme con la ciudad envuelta en el caos, con disturbios en las calles. En cambio, las encuentro casi vacías. Debo preguntaros, gobernador Medan, ¿dónde están los elfos? ¿Han escapado? A su majestad le desagradaría sobremanera tal circunstancia.

—Sobrevolaste las calzadas —contestó, cortante, Medan—. ¿Has visto hordas de refugiados huyendo hacia el sur?

—No, no las vi —tuvo que admitir Nogga—. Sin embargo...

—¿Viste refugiados dirigiéndose al este, quizá?

—No, gobernador, no vi nada. En consecuencia, yo...

—¿Reparaste, mientras volabas sobre Qualinost, en un amplio espacio de terreno despejado y recién removido en las afueras de la ciudad?

—Sí, lo vi —contestó inmediatamente Nogga—. ¿Qué pasa con él?

—Ahí es donde encontrarás a los elfos, capitán.

—No comprendo.

—Teníamos que hacer algo con los cadáveres —continuó bruscamente Medan—. No podíamos dejarlos pudrirse en las calles. Los viejos, los enfermos, los niños y todos los que opusieron resistencia fueron despachados. A los demás se los ha retenido para ser enviados a los mercados de esclavos de Neraka.

El draconiano se puso ceñudo y sus labios se tensaron en una mueca.

—Beryl no dio órdenes de enviar esclavos a Neraka, gobernador.

—Os recuerdo respetuosamente, a ti y a su majestad, que mis órdenes las recibo del Señor de la Noche Targonne, no de su majestad. Si Beryl quiere discutir el asunto con lord Targonne, puede hacerlo. Entretanto, sigo las órdenes de mi superior.

Medan cuadró los hombros, un movimiento que llevó su mano cerca de la empuñadura de la espada. Dumat tenía la mano sobre la empuñadura de la suya y se desplazó sin brusquedad, con actitud aparentemente despreocupada, para situarse cerca de los dos baaz. Nogga no tenía ni idea de que sus siguientes palabras podrían ser las últimas que pronunciara. Si exigía ver la gran fosa común o los corrales de esclavos, lo único que acabaría viendo sería la espada de Medan hundida en su escamosa tripa.

Sin embargo, el draconiano se encogió de hombros.

—También yo sigo órdenes, gobernador. Soy un viejo soldado, como vos. A ninguno de los dos nos interesa la política. Informaré a mi señora y, como muy sensatamente habéis sugerido, le aconsejaré que trate el asunto con vuestro lord Targonne.

Medan observó con atención al draconiano, pero, naturalmente, no había forma de leer la expresión del rostro de reptil. Asintió con la cabeza, apartando la mano de la espada, y pasó ante el draconiano para detenerse en el umbral, donde podía inhalar un poco de aire fresco.

—Tengo una queja que deseo presentar, capitán. —Medan giró la cabeza para mirar a Nogga—. Una queja contra un draconiano. Uno llamado Groul.

—¿Groul? —Nogga se vio obligado a caminar ruidosamente hasta donde se encontraba Medan. Los ojos del draconiano se estrecharon—. Tenía intención de preguntar por él. Fue enviado aquí hace casi quince días y no ha vuelto para informar.

—No volverá —replicó secamente el gobernador, que inhaló otra bocanada de aire fresco—. Groul ha muerto.

—¡Muerto! —La expresión de Nogga era sombría—. ¿Cómo ocurrió? ¿Y qué es eso de que tenéis una queja?

—No sólo fue lo bastante necio para hacerse matar, sino que acabó con uno de mis mejores espías, uno que había infiltrado en la casa de la reina madre. —Asestó una mirada furibunda a Nogga—. En el futuro, si enviáis más mensajeros draconianos, aseguraos antes de que lleguen sobrios.

Ahora le llegó a Nogga el turno de encresparse.

—¿Qué ocurrió? —quiso saber.

—No estamos seguros —contestó Medan, encogiéndose de hombros—. Cuando los encontramos a los dos, a Groul y al espía, ambos habían muerto. Al menos, hemos de suponer que el montón de polvo que había junto al cadáver del elfo era Groul. Lo único que sabemos con certeza es que Groul vino aquí y me entregó el mensaje enviado por Beryl. Ya había ingerido una buena cantidad de aguardiente enano. Apestaba. Es de suponer que después de salir del cuartel, se reunió con el espía, un elfo llamado Kalindas. El elfo llevaba mucho tiempo protestando por la suma que se le pagaba por su información. Imagino que Kalindas se enfrentó a Groul y exigió más dinero, Groul rehusó, los dos lucharon y se mataron el uno al otro. Ahora tengo un espía menos y tú un soldado draconiano menos.

La larga lengua de Nogga salió y entró repetidamente entre sus dientes. El draconiano toqueteó la empuñadura de su espada.

—Qué extraño —dijo finalmente, con los rojos ojos prendidos en Medan—, que acabaran matándose entre sí.

—No tanto si se tiene en cuenta que uno estaba como una cuba y el otro era un canalla —replicó con sequedad el gobernador.

Los dientes de Nogga chasquearon, su cola se agitó, rozando el suelo con un sonido rasposo. El draconiano masculló algo que Medan prefirió no oír.

—Si eso es todo, capitán —dijo el gobernador, dándole de nuevo la espalda al mensajero y encaminándose a su oficina—, tengo mucho trabajo que hacer...

—¡Un momento! —retumbó Nogga—. Las órdenes que traía Groul especificaban que la reina madre debía ser ejecutada y que su cabeza se enviara a Beryl. Supongo que esas instrucciones se habrán llevado a cabo, gobernador. Me llevaré la cabeza ahora. ¿O también le ha sucedido algo extraño a la reina madre?

Medan se detuvo y giró sobre sus talones.

—Sin duda Beryl no hablaba en serio cuando dio esas órdenes.

—¡Que no hablaba en serio! —estalló Nogga.

—Su sentido del humor es bien conocido —comentó Medan—. Pensé que su majestad estaba bromeando.

—No era ninguna broma, os lo aseguro, milord. ¿Dónde está la reina madre? —demandó Nogga, rechinando los dientes.

—En prisión —repuso fríamente Medan—. Viva. Esperando ser entregada a Beryl como regalo mío cuando la Verde entre en Qualinost triunfante. Órdenes de lord Targonne.

Nogga había abierto la boca, preparado para acusar de traición a Medan. El draconiano volvió a cerrarla con un chasquido.

Medan sabía lo que Nogga debía de estar pensando. Beryl podría considerarse la dirigente de Qualinesti. Podría pensar que los caballeros actuaban bajo sus auspicios, y en muchos aspectos era así. Pero lord Targonne seguía estando al mando de los caballeros negros. Y, lo más importante, se sabía que gozaba del favor de la pariente de Beryl, la gran hembra de Dragón Rojo, Malystryx. Medan se había preguntado cómo habría reaccionado Malys a la repentina decisión de Beryl de meter tropas en Qualinesti. En el chasquido de las mandíbulas de Nogga, Medan tuvo la respuesta. Beryl no deseaba suscitar el antagonismo de lord Targonne, quien sin duda correría a quejarse a Malys del trato inadecuado que estaba recibiendo.

—Quiero ver a la bruja elfa —demandó, sombrío, Nogga—, para asegurarme de que no hay trucos.

El gobernador señaló con un ademán la escalera que conducía a las mazmorras situadas debajo del edificio principal.

—El corredor es estrecho —comentó, cuando los baaz hicieron intención de seguir a su superior—. Estaremos muy apretados si vamos todos.

—Esperad aquí —gruñó Nogga a los baaz.

—Hazles compañía —dijo Medan a Dumat, que asintió y casi, sólo casi, sonrió.

El draconiano bajó pesadamente la escalera de caracol. Tallada en el lecho rocoso, la escalera era tosca e irregular. Las mazmorras estaban situadas a bastante profundidad, y poco después dejaron atrás la luz del sol. Medan se disculpó por no haber pensado en llevar una antorcha e insinuó que quizá deberían regresar.

Nogga desestimó la sugerencia con un ademán. Los draconianos podían ver bien en la oscuridad, y no tenía dificultad para bajar la escalera. Medan lo seguía a varios pasos, tanteando en la oscuridad. Una vez, por puro accidente, le dio un fuerte pisotón en la cola a Nogga. El draconiano gruñó, enojado, y Medan se disculpó cortésmente. Siguieron bajando la empinada espiral y por fin llegaron al final de la escalera.

Allí ardían antorchas en las paredes, pero por alguna extraña casualidad apenas daban luz y echaban un montón de humo. Al llegar al pie de la escalera, Nogga parpadeó y rezongó mientras escudriñaba a un lado y a otro. Medan llamó al carcelero, que acudió a su encuentro. Llevaba una capucha negra cubriéndole la cabeza, al estilo de un verdugo, y su figura resultaba fantasmal y sombría en el ambiente cargado de humo.

—La reina madre —dijo el gobernador.

El carcelero asintió con un cabeceo y los condujo a una celda que era simplemente una jaula de gruesos barrotes encastrados en la pared de piedra. Señaló el interior sin pronunciar palabra.

La elfa se encontraba acurrucada en el suelo de la celda. El dorado cabello aparecía sucio y despeinado. Sus ropas eran costosas, pero estaban desgarradas y tenían manchas oscuras que podrían ser de sangre. Al oír la voz del gobernador, se puso de pie, en actitud desafiante. Aunque había otras seis celdas en la mazmorra, las demás estaban vacías. Ella era la única prisionera.

—Así que ésta es la famosa comandante conocida como el Áureo General —dijo el draconiano mientras se aproximaba a la celda—. Vi a la bruja elfa una vez en Neraka, hace mucho tiempo, en la época del desastre.

La miró de arriba abajo, lenta, ofensivamente. Laurana aguantó el escrutinio tranquila, con serena dignidad, y sostuvo fijamente la mirada del draconiano, sin asustarse. La mano del gobernador Medan se abrió y se cerró espasmódicamente sobre la empuñadura de la espada.

«Necesito vivo a este lagarto», se recordó a sí mismo.

—Una tipa guapa —dijo Nogga con lascivia—. Recuerdo que lo pensé en aquel momento. Una tipa de primera para llevarse a la cama, si eres capaz de soportar el hedor a elfo.

—Una tipa que resultó ser una especie de desastre para ti y para los de tu clase —dijo Medan sin poder contenerse, aunque comprendió, nada más pronunciar las palabras, que había cometido un error.

La cólera ardió en los ojos de Nogga. Los labios se tensaron, mostrando los dientes, y la lengua entró y salió como la de una serpiente. Sin apartar la vista de Laurana, el draconiano metió la lengua con una furiosa aspiración.

—¡Por los dioses, elfa, que no me mirarás con ese aire de suficiencia cuando haya acabado contigo!

Nogga agarró la puerta; los músculos de sus brazos colosales se hincharon y, con un fuerte tirón, arrancó los barrotes de las encajaduras y arrojó la puerta a un lado, a punto de aplastar con ella al carcelero, que tuvo que dar un ágil salto para esquivarla. Nogga entró de un brinco en la celda.

Pillado por sorpresa por el repentino estallido de violencia del draconiano, Medan se maldijo y saltó para detenerlo. El carcelero, Planchet, se encontraba más cerca del draconiano, pero le obstaculizaba el paso la puerta de barrotes, que se había quedado apoyada en un extraño ángulo contra otra celda.

—¿Qué haces, capitán? —gritó Medan—. ¿Has perdido la cabeza? ¡Déjala en paz! Beryl no querrá que su prisionera esté dañada.

—Bah, sólo voy a divertirme un rato —gruñó Nogga mientras alargaba una garra.

Hubo un destello de acero. De los pliegues del vestido, Laurana sacó una daga.

Nogga se detuvo de golpe, y sus pies garrudos arañaron el suelo de piedra. Sin salir de su asombro, contempló la daga apretada contra su garganta.

—No te muevas —advirtió Laurana, que habló en el idioma draconiano.

Nogga se echó a reír, recobrado ya de su inicial estupefacción. El desafío añadía excitación a su lujuria, y apartó la daga con un manotazo. La hoja cortó su escamosa piel y saltó sangre, pero hizo caso omiso de la herida. Agarró a Laurana, quien, con la daga aún en su mano, lo apuñaló mientras se debatía entre sus brazos.

—¡He dicho que la sueltes, lagarto!

Cerrando juntos los puños, Medan asestó un golpe contundente a Nogga en la nuca. El impacto habría derrumbado a un humano, pero el draconiano casi no lo acusó. Sus manos garrudas desgarraron las ropas de Laurana.

Planchet se las arregló finalmente para apartar la puerta de una patada, cogió la antorcha encendida y la descargó sobre la cabeza del draconiano. Saltaron chispas por el aire y la antorcha se partió en dos.

—Volveré a ocuparme de ti dentro de un momento —prometió Nogga con un gruñido y luego lanzó a Laurana contra la pared. Enseñando los dientes, el draconiano se dio media vuelta para hacer frente a sus atacantes.

—¡No lo mates! —ordenó Medan en elfo, y soltó un puñetazo a Nogga en el estómago, tan contundente que lo hizo doblarse por la mitad.

—¿Creéis que hay alguna posibilidad de evitarlo? —jadeó Planchet mientras descargaba un rodillazo en la mandíbula del draconiano que le lanzó la cabeza hacia atrás.

Nogga cayó de rodillas, pero seguía intentando incorporarse. Laurana cogió una banqueta de madera y lo golpeó en la cabeza. La banqueta se hizo astillas, y Nogga se desplomó en el suelo, donde yació de bruces, despatarrado, desaparecido finalmente su impulso combativo.

Los tres contemplaron al draconiano, jadeantes.

—Lo lamento profundamente, señora —se disculpó Medan a la par que se volvía hacia Laurana.

La elfa tenía el vestido desgarrado, y la cara y las manos salpicadas con la sangre del draconiano. Las garras de éste habían abierto surcos en la blanca piel de sus senos; de los arañazos brotaban gotas de sangre, que brillaron a la luz de la antorcha. Sin embargo, esbozaba una sonrisa exultante, de triunfo.

Medan estaba embelesado. Jamás la había visto tan hermosa, tan fuerte y valiente, y al mismo tiempo tan vulnerable. Antes de darse cuenta de lo que hacía, la rodeó con los brazos y la estrechó contra sí.

—Debí adivinar que esta bestia intentaría algo así —continuó el gobernador, lleno de remordimiento—. Jamás debí poneros en semejante peligro, Laurana. Perdonadme.

La elfa alzó los ojos, buscando los de él. Dijo una palabra para tranquilizarlo y luego, con gran suavidad, se escabulló de su abrazo mientras unía los jirones del vestido, cubriéndose modestamente los senos.

—No tenéis que disculparos, gobernador —dijo; en sus ojos había un brillo travieso—. Para ser sincera, me ha parecido bastante excitante. —Bajó la vista hacia el draconiano; la mano que sostenía el vestido roto se crispó y su voz se endureció—. Muchos de los míos ya han dado su vida en esta batalla, y muchos más morirán en el último combate por Qualinost. Por fin siento que estoy haciendo la parte que me toca, por pequeña que sea. —Al alzar de nuevo los ojos hacia Medan, el brillo travieso reapareció—. Pero me temo que hemos descalabrado a vuestro mensajero, gobernador.

Medan gruñó algo en respuesta. No se atrevía a mirar a Laurana, no osaba recordar la calidez de su cuerpo cuando se abandonó, sólo un instante, en sus brazos. Todos esos años había sido inmune al amor, o eso era lo que se había repetido a sí mismo, intentando convencerse. En realidad, se había enamorado de ella hacía mucho tiempo, perdidamente; de ella y de la nación elfa. ¡Qué amarga ironía que sólo ahora, al final, lo hubiese comprendido plenamente!

—¿Qué hacemos con él, señor? —preguntó Planchet, que cojeaba para no apoyar el peso en una rodilla dolorida.

—Así me condene si subo su pesado corpachón escalera arriba —repuso secamente Medan—. Planchet, escolta a tu señora a mi oficina. Cierra la puerta y quédate con ella allí hasta que te avisen que podéis salir sin peligro. De camino allí, dile a Dumat que baje y traiga a esos baaz.

Planchet se quitó la capa y la echó sobre los hombros de Laurana. La elfa sujetó la prenda sobre su vestido con una mano y puso la otra sobre el brazo de Medan a la par que alzaba la vista para mirarlo a los ojos.

—¿Seguro que estaréis bien, gobernador? —preguntó quedamente.

No se refería a dejarlo solo con el draconiano, sino a dejarlo solo con su dolor.

—Sí, señora —contestó él, sonriendo a su vez—. Como a vos, me pareció bastante excitante.

Laurana suspiró, bajó los ojos y, durante un momento, pareció que tenía intención de añadir algo más. Medan no quería oírlo. No quería oírle decir que su corazón estaba enterrado con su esposo Tanis. No quería oír que estaba celoso de un fantasma. Le bastaba con saber que ella lo respetaba y confiaba en él. Tomó la mano que reposaba en su brazo y besó los dedos. La reina elfa sonrió tímidamente, sintiéndose tranquilizada por su gesto, y dejó que Planchet la condujera escalera arriba.

Medan se quedó solo en las mazmorras, alegrándose del silencio reinante, de la oscuridad matizada por el humo. Se frotó la mano dolorida y, cuando recobró el control de sí mismo, cogió el cubo de agua que habían utilizado para empapar las antorchas y arrojó el mugriento líquido a la cara del capitán Nogga.

El draconiano resopló y escupió agua. Sacudió la cabeza, aturdido, y se levantó del suelo.

—¡Vos! —gruñó y giró sobre sus talones, agitando el enorme puño—. ¡Voy a...!

Medan desenvainó su espada.

—Nada me gustaría más que hundir este acero en tus tripas, capitán Nogga, así que no me tientes. Regresarás con Beryl y le dirás a su majestad que, de acuerdo con las órdenes de mi comandante, lord Targonne, le entregaré personalmente la ciudad de Qualinost. Al mismo tiempo, le entregaré a la reina madre, viva e indemne. ¿Entendido, capitán?

Nogga miró en derredor y vio que Laurana no estaba. Sus ojos rojizos centellearon en la oscuridad. Se limpió un hilillo de sangre y saliva de la boca, mirando a Medan con inveterado odio.

—Llegado ese momento, regresaré —dijo—, y arreglaremos la cuenta que tenemos pendiente.

—Lo estoy deseando —repuso cortésmente Medan—. No imaginas cuánto.

Dumat bajó corriendo la escalera. Los baaz venían pisándole los talones, con las armas desenvainadas.

—Todo está bajo control —manifestó el gobernador mientras envainaba la espada—. El capitán Nogga olvidó su cometido un momento, pero ha vuelto a recordarlo.

Nogga gruñó algo ininteligible y salió de la celda arrastrando los pies, limpiándose la sangre de la boca y escupiendo un diente roto. Tras hacer un gesto a los baaz para que lo siguieran, subió la escalera.

—Proporciona al capitán una guardia de honor —ordenó Medan a Dumat—. Que lo escolte hasta el dragón que lo trajo aquí.

Dumat saludó y acompañó a los draconianos escalera arriba. Medan se quedó un poco más en la oscuridad. Vio una mancha blanca en el suelo, un trozo del vestido de Laurana, desgarrado por el draconiano. Se agachó y lo recogió. El tejido era tan ligero y vaporoso como una telaraña. Tras alisarlo con suavidad, se lo guardó bajo el puño de la camisa. Entonces subió la escalera para ocuparse de que la reina madre llegara sana y salva a su casa.

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