29 Capturadora cautiva

—¡Aprisa, antes de que nos vean! —dijo Gerard—. Haz que esta bestia dé media vuelta. Podemos escondernos en la cueva...

—¡Escondernos! —repitió Odila mientras le lanzaba una mirada estupefacta por encima del hombro. Luego sonrió—. Me gustas, Molle... —Calló, y luego dijo con una sonrisa maliciosa—. Sir Gerard. Cualquier otro caballero habría insistido en que nos lanzáramos a la batalla. —Plantada en la silla, muy erguida, puso la mano en la empuñadura de la espada y declamó—: «Haré frente al enemigo y lucharé aunque su ventaja sea de diez contra uno. Mi honor es mi vida».

Hizo volver grupas al caballo y empezó a cabalgar de vuelta a la cueva. Ahora era Gerard el que estaba estupefacto.

—¿Es que no lo crees? —inquirió.

—¿De qué te sirve el honor si estás muerto? ¿De qué le servirá a nadie? Te diré una cosa, sir Gerard —continuó—. Te harían una canción. Alguna estúpida canción que entonarían en las tabernas, y a todos los comerciantes gordos se les empañarían los ojos y babearían sobre su cerveza por el valeroso caballero que luchó él solo contra seiscientos. Pero ¿sabes quién no la cantaría? Los caballeros apostados tras las murallas. Nuestros compañeros. Nuestros amigos. Los caballeros que no van a tener una oportunidad de librar una batalla gloriosa en nombre del honor. Esos caballeros que tendrán que luchar para seguir vivos y así poder proteger a la gente que puso su confianza en ellos.

»De modo que, al final, nuestras espadas sólo son dos, y dos espadas no cambiarán nada. ¿Y si todos esos caballeros que están en Solanthus decidiesen cabalgar hacia la batalla y desafiar a seiscientos adversarios en un glorioso combate? ¿Qué les pasaría a los campesinos que han acudido buscando su protección? ¿Morirán gloriosamente los campesinos o acabarán ensartados en la punta de una lanza enemiga? ¿Qué les pasará a los gordos comerciantes? ¿Morirán gloriosamente o se verán obligados a presenciar cómo los soldados enemigos violan a sus esposas e hijas y queman sus tiendas hasta los cimientos? A mi modo de ver, sir Gerard, prestamos juramento de proteger a esa gente, no de morir gloriosa y egoístamente en un lance absurdo y estúpido.

»El principal objetivo del enemigo es matarte. Y cada día que sigues vivo frustras ese objetivo. Cada día que sigues vivo vences y ellos pierden, incluso si sólo te mueves a hurtadillas, escondido en una cueva hasta que encuentres un modo de volver con tus compañeros para luchar a su lado. Eso, para mí, es honor.

Odila calló para tomar aliento. Su cuerpo temblaba por la intensidad de sus sentimientos.

—Nunca lo consideré desde esa perspectiva —admitió Gerard, que la miraba con admiración—. Supongo que, después de todo, sí hay algo que te tomas en serio, lady Odila. Por desgracia, parece que no ha servido de nada. —Alzó el brazo y señaló por encima del hombro de la mujer—. Han destacado escoltas para guardar los flancos. Nos han avistado.

Un grupo de jinetes, que había patrullado al borde de la línea de árboles, salió a descubierto a menos de un kilómetro de distancia. El caballo y los dos jinetes, plantados en medio de la pradera, habían sido localizados con facilidad. La patrulla había girado como un solo hombre y ahora cabalgaba hacia ellos para investigar.

—Tengo una idea. Desabrocha tu talabarte y dámelo —dijo Gerard.

—¿Qué...? —Fruncido el entrecejo, Odila se volvió a mirarlo y vio que se estaba poniendo el casco de cuero—. ¡Oh! —Al comprender lo que se proponía hacer, empezó a desabrochar la hebilla del cinturón—. ¿Sabes, sir Gerard? Esta artimaña funcionaría mejor si no llevases la túnica puesta al revés. ¡Deprisa, cambíatela antes de que nos vean mejor!

Maldiciendo, Gerard sacó los brazos de las mangas y giró la túnica hasta que el emblema de los Caballeros de Neraka estuvo delante.

—No, no te vuelvas —ordenó a la mujer—. Quítate la espada, y deprisa, antes de que estén lo bastante cerca para vernos con detalle.

Odila acabó de desabrochar el talabarte y se lo puso en las manos a Gerard. Él metió la espada, con vaina y cinturón incluidos, en su propio talabarte, y a continuación se ciñó bien el casco. No temía que lo reconocieran, pero la prenda era excelente para ocultar la expresión del rostro.

—Pásame las riendas y pon las manos a la espalda.

—No te imaginas lo excitante que me parece todo esto, sir Gerard —murmuró mientras respiraba entre jadeos.

—Oh, cállate —rezongó él mientras tomaba las riendas—. Al menos tómate esto en serio.

La patrulla se iba acercando. Gerard podía distinguir ahora los detalles, y advirtió con gran sorpresa que el cabecilla era un minotauro. Sus esperanzas de salir con vida de aquello aumentaron. Nunca había visto ni conocido a un minotauro, pero había oído decir que eran tontos y duros de mollera. El resto de la patrulla la conformaban Caballeros de Neraka, expertos jinetes a juzgar por la destreza con que manejaban sus monturas.

La patrulla enemiga cabalgó a través de la pradera, los caballos levantando nubes de polvo en la seca hierba. A un gesto del minotauro, que cabalgaba al frente, hizo que los otros miembros de la patrulla se abrieran en un semicírculo para rodear a Gerard y a Odila.

Gerard había pensado salir a su encuentro, pero decidió que podría parecer sospechoso. Él era un caballero negro cerca de una plaza fuerte enemiga, con el estorbo de una prisionera, y tenía buenas razones para actuar tan precavidamente con ellos como a la inversa.

El minotauro alzó la mano en un saludo, al que Gerard respondió mientras agradecía para sus adentros, a quienquiera que estuviese escuchando, el entrenamiento recibido al mando del gobernador Medan. Permaneció sentado en el caballo, silencioso, esperando a que el minotauro, que era su superior, hablara. Odila tenía las mejillas arreboladas y los miraba a todos encerrada en un pétreo silencio. Gerard esperó que ese silencio continuara.

El minotauro observó atentamente a Gerard. Sus ojos no eran los de una bestia estúpida, sino que tenían el brillo de la inteligencia.

—Di tu nombre, rango y a las órdenes de qué oficial estás —demandó el minotauro, cuya voz sonaba ronca, como un gruñido, pero Gerard lo entendió sin dificultad.

—Soy Gerard Uth Mondor, ayudante de campo del gobernador Medan.

Dio su verdadero nombre porque si, por alguna extraña casualidad, pedían confirmación a Medan, éste reconocería su nombre y sabría cómo responder. Añadió el número de la unidad que servía en Qualinesti, pero nada más. Como todo buen Caballero de Neraka, desconfiaba de sus compañeros. Respondería sólo a lo que le preguntaran, sin facilitar ningún otro dato por propia iniciativa. El minotauro frunció el entrecejo.

—Estás muy lejos de tu unidad, jinete de dragón. ¿Qué te ha traído tan al norte?

—Volaba de camino a Jelek en el Dragón Azul del gobernador Medan, con un mensaje para el Señor de la Noche, Targonne —respondió Gerard con mucha labia.

—Sigues estando muy lejos de tu unidad —manifestó el minotauro, que estrechó los ojos—. Jelek se encuentra muy al este de aquí.

—Sí, señor. Nos sorprendió una tormenta y nos desvió del curso. El dragón pensó que lo lograría, pero nos golpeó una fuerte ráfaga de aire que nos volteó. Casi me caí de la silla, y el dragón se desgarró un músculo del hombro. Siguió volando hasta que le fue posible, pero la lesión era demasiado dolorosa. No teníamos idea de dónde nos encontrábamos. Pensamos que estábamos cerca de Neraka, pero entonces vimos las torres de una ciudad. Al haber crecido cerca de aquí, reconocí Solanthus. Entonces divisamos vuestro ejército que avanzaba hacia la ciudad. Temiendo que los malditos solámnicos nos divisaran, el dragón aterrizó en este bosque y localizó una cueva donde descansar y curarse el hombro.

»Esta solámnica —Gerard dio un fuerte golpe en la espalda a Odila—, nos vio aterrizar y nos rastreó hasta la cueva. Luchamos, la desarmé y la capturé.

El minotauro miró a Odila con interés.

—¿Es de Solanthus?

—No quiere hablar, señor, pero no me cabe duda de que es de allí y puede proporcionar detalles sobre el número de tropas estacionadas dentro, las fortificaciones y más información que será de interés a vuestro comandante. Bien, jefe de garra —añadió Gerard—, me gustaría saber vuestro nombre y el de vuestro comandante.

Era una osadía por su parte, pero pensaba que ya había sido interrogado más que de sobra, y seguir contestando preguntas sumisamente, sin hacer unas cuantas por su parte, no encajaba con la idiosincrasia de su personaje.

Los ojos del minotauro centellearon y, por un momento, Gerard pensó que se había excedido en su interpretación. Entonces el minotauro contestó.

—Me llamo Galdar, y nuestra comandante es Mina. —Pronunció el extraño nombre con una mezcla de reverencia y respeto que a Gerard le resultó desconcertante—. ¿Qué mensaje llevabas a Jelek?

—El despacho es para lord Targonne —repuso Gerard; le había dado un vuelco el corazón al escuchar la palabra «mensaje».

De repente se había acordado de que llevaba una misiva que no era del gobernador Medan, sino de Gilthas, rey de Qualinesti; una misiva que sería su perdición si caía en manos de los caballeros negros. Gerard no podía creer su mala suerte. El día que la carta habría redundado en su favor, se la había dejado en las alforjas del dragón. Y ahora que podría causarle un mal irreparable, la llevaba metida debajo del cinturón. ¿Qué había hecho en la vida para incurrir en la ira de la Providencia?

—Lord Targonne ha muerto —contestó el minotauro—. Mina es ahora la Señora de la Noche, y yo, su segundo al mando. Puedes darme el mensaje y yo se lo transmitiré a ella.

A Gerard no le sorprendió demasiado la noticia de la muerte de Targonne. La promoción en la jerarquía de los caballeros negros a menudo se obtenía en la oscuridad de la noche, con un cuchillo clavado en las costillas. La tal Mina había tomado el mando, aparentemente. Apartó de su mente, merced a un gran esfuerzo, el asunto de la maldita carta incriminatoria para centrarse en el nuevo giro de los acontecimientos. Podía dar un mensaje falso a ese minotauro y quitarse el problema de en medio. Pero ¿qué pasaría después? Se llevarían a Odila para someterla a interrogatorio y torturarla mientras que a él le darían las gracias por sus servicios y lo despacharían para que fuera a reunirse con su dragón.

—Se me encargó que entregara el mensaje al Señor de la Noche —replicó obstinadamente, interpretando la quintaesencia del ayudante de un alto mando: oficioso y engreído—. Si lord Targonne ha muerto, entonces mis órdenes exigen que se lo entregue a la persona que ha ocupado su lugar.

—Como quieras. —El minotauro tenía prisa. Lo aguardaban cosas más importantes que intercambiar frases con el ayudante de un gobernador. Galdar apuntó con el pulgar hacia la nube de polvo—. Estarán instalando la tienda de mando. Encontrarás a Mina allí, dirigiendo el asedio. Destacaré a un hombre para que te guíe.

—No hace falta, señor... —empezó Gerard, pero el minotauro no le hizo ningún caso.

—En cuanto a tu prisionera —siguió Galdar—, puedes entregársela al interrogador. Estará montando su tienda cerca de la forja del herrero, como siempre.

Una desagradable imagen de brasas al rojo vivo y tenazas para desgarrar carne acudió a su mente. El minotauro ordenó a uno de los caballeros que los acompañase. Gerard podría haber pasado perfectamente sin esa compañía, pero no se atrevió a hacer objeciones. Saludó al minotauro y taconeó al caballo. Por un instante temió que el animal, al sentir unas manos desconocidas manejando las riendas, se plantara, pero Odila le dio un leve taconazo y el caballo se puso en movimiento. El minotauro observó intensamente a Gerard, que sintió correrle el sudor por el pecho bajo aquel escrutinio. Después el minotauro hizo volver grupas a su montura y se alejó a galope. Él y el resto de la patrulla se perdieron de vista enseguida, detrás de la línea de los árboles. Gerard tiró de las riendas y oteó hacia atrás, en dirección al río.

—¿Qué pasa? —demandó el caballero negro que los escoltaba.

—Me preocupa mi dragón —contestó Gerard—. Filo Agudo pertenece al gobernador. Han sido compañeros durante años. Me juego la cabeza si le ocurre algo. —Se volvió a mirar al caballero—. Me gustaría ir para comprobar que todo va bien y poner al corriente a Filo Agudo de lo que pasa.

—Mis órdenes son llevarte ante Mina —adujo el caballero.

—No es necesario que vengas —replicó Gerard de manera cortante—. Mira, parece que no lo entiendes. Filo Agudo tiene que haber oído el toque de los cuernos. Es un Azul. Ya sabes cómo son los Azules. Husmean la batalla. Probablemente piensa que los malditos solámnicos han destacado a toda la condenada ciudad para encontrarlo. Si se siente amenazado, podría atacar por error a vuestro ejército...

—Mis órdenes son llevarte ante Mina —repitió el caballero con cerril obstinación—. Después de que le presentes tu informe, podrás volver con el dragón. No debes preocuparte por la bestia. No nos atacará. Mina no se lo permitiría. En cuanto a sus heridas, Mina lo curará, y los dos podréis regresar a Qualinesti.

El caballero siguió adelante, dirigiéndose hacia el grueso principal del ejército. Gerard masculló imprecaciones contra el caballero bajo la seguridad que le ofrecía el casco, pero no le quedó más remedio que seguirlo.

—Lo siento —dijo, aprovechando el ruido de los cascos del caballo—. Estaba seguro de que se lo tragaría. Si se libraba de nosotros, del servicio en la patrulla, haría lo que le diese la gana durante una o dos horas, y después regresaría a su unidad. —Gerard sacudió la cabeza—. Es mi mala suerte la que me ha puesto en el camino del único caballero negro responsable.

—Lo intentaste —dijo Odila que, retorciendo las manos, se arregló para darle una palmadita en la rodilla—. Hiciste todo lo posible.

El guía marchaba delante a buen paso, deseoso de cumplir con su tarea. Molesto porque no se movieran más rápido, les hizo un gesto para que apresuraran el paso. Gerard hizo caso omiso del caballero y siguió dándole vueltas a lo que el minotauro había dicho sobre que los caballeros negros estaban poniendo sitio a Solanthus. De ser así, podían ir de camino hacia un ejército de diez mil hombres o más.

—¿A qué te referías cuando dijiste que odiaba a los hombres? —preguntó Odila.

Sacado bruscamente de sus reflexiones, Gerard no tenía la menor idea de qué hablaba la mujer, y así se lo hizo saber.

—Dijiste que despreciabas a las mujeres y que yo odiaba a los hombres. ¿A qué te referías?

—¿Cuándo dije eso?

—Cuando hablábamos sobre cómo llamarte. Y añadiste que los dos le teníamos más miedo a la vida que a la muerte.

Gerard sintió que enrojecía, y se alegró de que el casco le ocultara la cara.

—No me acuerdo. A veces digo cosas sin pensar...

—Me da la impresión de que llevas reflexionando sobre eso desde hace mucho tiempo —lo interrumpió Odila.

—Sí, bueno, tal vez. —Gerard se sentía incómodo. No había sido su intención abrirse tan completamente, y desde luego no quería hablar con ella de lo que guardaba en su interior—. ¿Es que no tienes otras cosas de las que preocuparte? —demandó, irritado.

—¿Cosas como agujas al rojo vivo clavadas debajo de mis uñas? —inquirió fríamente ella—. ¿O mis articulaciones descoyuntándose en el potro? Sí, tengo mucho de lo que preocuparme. Prefiero hablar de esto.

Gerard guardó silencio un momento.

—No estoy seguro de lo que quise decir —contestó después, violento—. Quizá fue simplemente el hecho de que no parece que tengas muy buena opinión de los hombres en general, no sólo de mí. Eso es comprensible. Pero vi cómo reaccionabas con los otros caballeros durante la reunión del Consejo, y con el carcelero, y...

—¿Y cómo reacciono? —demandó la mujer, que se giró en la silla para mirarlo—. ¿Qué pasa con mi modo de reaccionar?

—¡No te vuelvas! —espetó Gerard—. Eres mi prisionera, ¿recuerdas? No tenemos que mantener una agradable charla.

Ella aspiró sonoramente por la nariz.

—Para tu información, adoro a los hombres. Lo que pasa es que creo que todos son unos embaucadores, unos sinvergüenzas y unos mentirosos. Forma parte de su encanto.

Gerard abrió la boca para replicar cuando el caballero de escolta regresó a galope hacia ellos.

—¡Maldita sea! —masculló Gerard—. ¿Qué querrá ahora ese idiota?

—Estás remoloneando —dijo el caballero en tono acusador—. Date prisa, he de volver a mi servicio.

—Ya he perdido un dragón por una lesión —replicó Gerard—. No estoy dispuesto a perder también un caballo.

Sin embargo, no había nada que hacer. Ese caballero iba a pegarse a ellos como una garrapata chupasangre, así que Gerard aceleró el paso.


Al entrar en la periferia del campamento vieron que el ejército empezaba a atrincherarse para el asedio. Los soldados instalaban los reales fuera del alcance de las flechas procedentes de las murallas de la ciudad. Unos cuantos arqueros de Solanthus habían probado suerte, pero los proyectiles quedaron muy cortos y, finalmente, dejaron de disparar. Probablemente sus oficiales les habían dicho que dejaran de hacer el tonto y ahorraran flechas.

Nadie en el campamento enemigo prestaba atención a los arqueros, aparte de echar una ojeada de vez en cuando a las murallas donde se alineaban los soldados. Las miradas eran furtivas y a menudo las seguía un comentario con un compañero; después, ambos enarcaban las cejas, sacudían la cabeza y reanudaban el trabajo antes de que un oficial se diese cuenta. Los soldados no parecían asustados ante la vista imponente de la ciudad, sino simplemente desconcertados.

Gerard satisfizo su curiosidad y observó atentamente alrededor. No formaba parte de ese ejército, de modo que su interés parecería justificado. Se volvió hacia su guía.

—¿Cuándo llega el resto de las tropas?

—Los refuerzos vienen de camino. —La voz del caballero sonó tranquila, pero Gerard advirtió que los ojos del hombre parpadearon bajo el yelmo.

—Un gran número, supongo —comentó Gerard.

—Ingente —contestó el caballero—. Más de lo que puedas imaginar.

—¿Están cerca?

—¿Por qué quieres saberlo? —preguntó a su vez el caballero, que miró a Gerard con los ojos entrecerrados—. ¿A ti qué más te da?

—Pensé que podría poner mi espada al servicio de la causa, eso es todo.

—¿Qué has dicho? —demandó el caballero.

Gerard alzó la voz para hacerse oír sobre el estruendo de martillos, oficiales gritando órdenes y el tumulto general que acompañaba a la instalación de un campamento de guerra.

—Solanthus es la ciudad mejor fortificada del continente. Las máquinas de asedio más poderosas de todo Krynn no harían mella en esas murallas. Debe de haber cinco mil hombres listos para defender la ciudad. ¿Cuántos tenéis aquí? ¿Unos pocos centenares? ¡Pues claro que estáis esperando refuerzos! No hace falta ser un genio para deducir eso.

El caballero sacudió la cabeza. Se alzó sobre los estribos y señaló.

—Ahí está la tienda de mando de Mina. ¿Ves la bandera? Ahora puedes ir solo, de modo que te dejo.

—Eh, un momento —gritó Gerard al caballero, que ya se alejaba—. Quiero entregar mi prisionera al interrogador. Seguro que habrá una recompensa para mí. ¡No quiero que se la lleven a rastra y la linchen!

El caballero le lanzó una mirada desdeñosa.

—No estás en Neraka, señor —dijo con desprecio antes de reemprender la marcha.

Gerard desmontó y condujo al caballo por las riendas a través del ordenado caos. Los soldados trabajaban rápidamente y con ganas. Los oficiales dirigían las tareas, pero no gritaban ni amenazaban. No hacía falta látigos para azuzar a los hombres a trabajar más deprisa y mejor. Parecía que la moral era alta. Los soldados reían y se gastaban bromas y cantaban para hacer más fácil la tarea. Sin embargo, sólo tenían que alzar los ojos a las murallas de la ciudad para ver un contingente diez veces mayor que el suyo.

—Esto es de chiste —comentó Odila en voz baja. Estaban rodeados de enemigos, y aunque el estruendo era ensordecedor, alguien podía oírla por casualidad—. No tienen tropas de refuerzo cerca. Nuestras patrullas salen a diario. Habrían visto una concentración tan vasta de fuerzas.

—Pues no la vieron, aparentemente —replicó Gerard—. Han pillado a Solanthus con los pantalones bajados.

Gerard llevaba la mano sobre la empuñadura de la espada, listo para luchar si a alguien se le pasaba por la cabeza divertirse un poco con la prisionera solámnica. Los soldados los miraban con interés cuando pasaban ante ellos. Unos pocos interrumpían el trabajo para mofarse de la solámnica, pero sus oficiales los llamaban al orden de inmediato, instándolos a continuar con su trabajo.

«No estás en Neraka», había dicho el caballero. Gerard se sentía impresionado, y también inquieto. Ése no era un ejército mercenario que combatía por el botín, por sacar provecho, sino un ejército avezado, disciplinado, dedicado a su causa, fuese cual fuese.


La bandera que ondeaba en la lanza hincada en el suelo, junto al puesto de mando, no era realmente una bandera, sino simplemente un pañuelo que parecía haberse empapado en sangre.

Dos caballeros montaban guardia fuera de la tienda, que había sido la primera en instalarse. Otras empezaban a levantarse alrededor. Había un oficial delante de la tienda, hablando con otro Caballero de Neraka. El oficial era un arquero, a juzgar por sus ropas y porque llevaba un enorme arco largo colgado al hombro. El caballero se encontraba de espaldas a Gerard, de modo que éste no le veía la cara. A juzgar por su constitución ligera, ese caballero debía de ser un joven de dieciocho años, como mucho. Se preguntó si sería el hijo de algún caballero vestido con la armadura de su padre.

El arquero vio primero a Gerard y Odila. Tenía una mirada aguda y evaluadora. Le dijo algo al caballero, que se volvió para mirarlos. Entonces Gerard vio, estupefacto, que no era un muchacho como había supuesto, sino una chica. Una fina capa de cabello rojo, muy corto, le cubría la cabeza. Sus ojos atraparon y retuvieron a ambos en sus iris ambarinos. Gerard nunca había visto unos ojos tan extraordinarios. Se sintió incómodo bajo su escrutinio, como si fuese de nuevo un niño y ella lo hubiese sorprendido cometiendo una falta, quizá robando manzanas o fastidiando a su hermana pequeña. Y ella le perdonaba la falta porque al fin y al cabo era un niño y no tenía conocimiento. Quizá lo castigaría, pero el castigo lo ayudaría a aprender cómo actuar bien en el futuro.

Gerard agradeció llevar puesto el casco, porque podría apartar la vista y ella no se daría cuenta. Pero cuando intentó hacerlo, no pudo desviar los ojos; siguió mirándola, hipnotizado.

«Hermosa» no era la palabra adecuada para describirla; tampoco «bella». Su semblante estaba marcado por la ecuanimidad, la pureza de pensamiento. Ninguna arruga de duda alteraba la tersa frente. Sus ojos eran limpios y veían más allá de lo que veían los suyos. Ahí estaba una persona que cambiaría el mundo, para bien o para mal. Reconoció en esa sosegada ecuanimidad a Mina, comandante del ejército, cuyo nombre había oído pronunciar con reverencia y respeto.

Gerard saludó.

—No eres uno de mis caballeros —dijo Mina—. Me gusta ver la cara de la gente. Quítate el casco.

Gerard se preguntó cómo sabía que no pertenecía a sus tropas. Ningún emblema ni insignia lo señalaba como procedente de Qualinesti, Sanction o cualquier otra parte de Ansalon. Se quitó el casco de mala gana, no porque pensara que ella podría reconocerlo, sino porque había disfrutado de aquella mínima protección que lo escudaba del intenso escrutinio de los ojos ambarinos.

Dio su nombre y contó la historia que tenía la ventaja de ser verdad en su mayor parte. Habló con bastante seguridad, pero en las partes en que se vio obligado a soslayar la verdad o adornarla no le resultó tan fácil. Tenía la extraña sensación de que la muchacha sabía más sobre él de lo que sabía él mismo.

—¿Cuál es el mensaje del gobernador Medan? —preguntó Mina.

—¿Sois la nueva Señora de la Noche, mi señora? —preguntó Gerard. Parecía que se esperaba de él que hiciera esa pregunta, pero se sentía incómodo—. Perdonadme, pero se me ordenó que transmitiera el mensaje al Señor de la Noche.

—Esos títulos no tienen significado alguno para el dios Único —contestó ella—. Soy Mina, servidora del Único. Puedes darme el mensaje o no, como quieras.

Gerard se quedó mirándola de hito en hito, desconcertado e inseguro. No se atrevía a mirar a Odila, aunque se preguntaba qué estaría pensando, cómo estaría reaccionando. No tenía ni idea de qué hacer y se daba cuenta de que hiciera lo que hiciera quedaría como un necio. Por alguna razón, no quería parecer un necio ante aquellos ojos ambarinos.

—Entonces, transmitiré el mensaje a Mina —dijo, y se sorprendió al percibir la misma nota de respeto en su voz—. Es éste: Qualinesti está siendo atacado por Beryl, la gran Verde. Le ha ordenado al gobernador Medan que destruya la ciudad de Qualinost y amenaza con hacerlo ella misma si no lo hace él. También le ha ordenado exterminar a los elfos.

Mina no dijo nada, y sólo un leve asentimiento con la cabeza indicó que había escuchado y entendido. Gerard inhaló hondo y continuó.

—El gobernador Medan recuerda respetuosamente a la Señora de la Noche que este ataque rompe el pacto entre los dragones. El gobernador teme que si Malys se entera estallará una guerra a gran escala entre los dragones, una guerra que devastaría gran parte de Ansalon. El gobernador Medan no se considera a las órdenes de Beryl. Es un leal Caballero de Neraka y, en consecuencia, pide instrucciones a su superior, la Señora de la Noche, sobre cómo proceder. El gobernador también recuerda respetuosamente a su señoría que una ciudad en ruinas tiene poco valor y que los elfos muertos no pagan tributo.

Mina sonrió levemente, y la sonrisa dio calidez a sus ojos, que parecieron fluir sobre Gerard como miel.

—A lord Targonne le habría impresionado profundamente ese parecer. Al difunto lord Targonne.

—Lamento oír que ha muerto. —Gerard miró al arquero con un atisbo de impotencia; el hombre sonreía como si supiese exactamente lo que Gerard pensaba y sentía.

—Targonne está con el Único —contestó Mina en tono solemne y serio—. Cometió errores, pero ahora lo entiende y se arrepiente.

Aquello sorprendió extraordinariamente a Gerard. No sabía qué decir. ¿Quién era ese dios, el Único? No se atrevía a preguntar, pensando que, como Caballero de Neraka, debería saberlo.

—He oído hablar de ese dios —dijo Odila en tono severo. No hizo caso a Gerard, que le había pellizcado en la pierna para que se callase—. Alguien se refirió al Único. Una de esas falsas místicas de la Ciudadela de la Luz. ¡Blasfemia! Eso es lo que opino. Todo el mundo sabe que los dioses desaparecieron.

Mina alzó los ojos ambarinos y los clavó en Odila.

—Puede que los dioses desaparecieran para ti, solámnica —repuso—, pero no para mí. Suelta las ataduras de la dama solámnica y deja que desmonte. No te preocupes, que no intentará escapar. Después de todo, ¿adonde podría ir?

Gerard hizo lo que le mandaba y ayudó a Odila a bajar del caballo.

—¿Es que te propones que nos maten a los dos? —demandó en un susurro mientras desanudaba la tira de cuero que rodeaba sus muñecas—. ¡No es momento para discutir sobre teología!

—De momento, ha servido para que me desates las manos ¿verdad? —contestó ella, mirándolo a través de las espesas pestañas.

Él le propinó un fuerte empellón en dirección a Mina. Odila trastabilló, pero recobró el equilibrio y se plantó bien erguida ante la muchacha, que sólo le llegaba al hombro.

—No hay dioses para nadie —repitió, con la típica obstinación solámnica—. Ni para ti ni para mí.

Gerard se preguntó qué tendría en mente. Imposible adivinarlo. Tendría que estar alerta, preparado para pillar su plan y secundarlo.

Mina no estaba enfadada, ni siquiera molesta. Miró a Odila con paciencia, como haría una madre con una niña mimada que tiene una rabieta. Luego alargó la mano.

—Cógela —le dijo a Odila.

La solámnica la miró desconcertada, sin entender.

—Coge mi mano —repitió Mina, como si hablara con una niña torpe.

—Haz lo que te dice, condenada solámnica —ordenó Gerard.

Odila le lanzó una mirada. Lo que quiera que había esperado que ocurriera, no era eso. Gerard suspiró para sus adentros y sacudió la cabeza. Odila miró de nuevo a Mina y pareció a punto de negarse. Entonces su mano se tendió hacia la muchacha, y la solámnica contempló su mano sorprendida, como si el miembro estuviese actuando por propia iniciativa, en contra de su voluntad.

—¿Qué brujería es ésta? —gritó, y lo decía en serio—. ¿Qué me estás haciendo?

—Nada —repuso suavemente Mina—. La parte de tu ser que busca alimento para tu espíritu se tiende hacia mí.

La joven tomó la mano de Odila en la suya.

Odila soltó una exclamación ahogada, como de dolor. Intentó soltarse, pero no pudo, aunque Mina no hacía fuerza, que Gerard viera. Las lágrimas brotaron en los ojos de Odila; la mujer se mordió el labio inferior. El brazo le temblaba, su cuerpo se sacudía. Tragó saliva y pareció intentar soportar el dolor, pero al momento siguiente cayó de rodillas. Las lágrimas se desbordaron y corrieron por las mejillas. Inclinó la cabeza.

Mina se acercó a ella y le acarició el largo y oscuro cabello.

—Ahora lo ves —dijo quedamente—. Ahora lo entiendes.

—¡No! —gritó Odila con voz ahogada—. No, no lo creo.

—Sí que lo crees —afirmó Mina, que le cogió por la barbilla y le alzó la cabeza, obligándola a mirar sus ojos ambarinos—. No te miento. Tú te mientes a ti misma. Cuando hayas muerto, irás con el Único, y ya no habrá más mentiras.

Odila la miraba con expresión enloquecida.

Gerard se estremeció, helado hasta lo más profundo de su ser.

El arquero se inclinó y le dijo algo a Mina, que escuchó y asintió con la cabeza.

—El capitán Samuval cree que puedes proporcionar información valiosa sobre las defensas de Solanthus. —Mina sonrió y se encogió de hombros—. No necesito tal información, pero el capitán piensa que él sí la necesita. Por lo tanto, se te interrogará antes de matarte.

—No os diré nada —replicó roncamente Odila.

—No, supongo que no. —Mina la miró con tristeza—. Tu sufrimiento será en vano porque, te lo aseguro, no puedes revelarme nada que no sepa ya. Hago esto sólo para complacer al capitán Samuval. —Se agachó y besó a Odila en la frente—. Encomiendo tu alma al Único —dijo. Luego se irguió y se volvió hacia Gerard.

—Gracias por entregar tu mensaje. Te aconsejaría que no regresaras a Qualinost. Beryl no te permitirá entrar en la ciudad. Lanzará su ataque mañana al amanecer. En cuanto al gobernador Medan, es un traidor. Se ha enamorado de los elfos y sus costumbres, y su amor ha cobrado forma en la reina madre, Lauralanthalasa. No ha evacuado la ciudad como se le ordenó. Qualinost está repleta de soldados elfos, dispuestos a dar la vida en defensa de su ciudad. El rey, Gilthas, ha tendido una trampa a Beryl y a sus ejércitos; una trampa astuta, he de reconocer.

Gerard se quedó boquiabierto a más no poder. Pensó que tendría que defender a Medan, pero luego supo que no debía, porque al hacerlo se implicaría a sí mismo. O tal vez ella ya sabía que no era lo que aparentaba y que, hiciera lo que hiciera, nada cambiaría. Al menos se las arregló para preguntar lo que necesitaba saber.

—¿Se ha...? ¿Se ha puesto sobre aviso a Beryl? —Sentía la boca seca, y apenas pudo pronunciar las palabras.

—El dragón está en manos del Único, como todos nosotros —contestó Mina.

Le dio la espalda. Unos oficiales que aguardaban se adelantaron para reclamar su atención y la acosaron a preguntas. Se acercó a ellos para escucharlos y contestarles. Gerard había sido despedido.

Odila se puso de pie, tambaleándose, y se habría caído si Gerard no se hubiese adelantado y, fingiendo que la asía del brazo, la sostuvo. Se preguntó quién sostenía a quién realmente. Desde luego él necesitaba apoyo. Sudando profusamente, se sentía como si lo hubiesen estrujado.

—Yo no puedo contestarte —dijo el capitán Samuval, aunque Gerard no había preguntado nada. El capitán caminó a su lado para conversar—. ¿Es verdad lo que ha dicho Mina sobre Medan? ¿Es un traidor?

—Yo no... No lo... —La voz le falló. Estaba harto de mentir, aparte de que parecía inútil de todos modos. La batalla de Qualinost se sostendría al amanecer del día siguiente, si daba crédito a lo que la chica había dicho, y le creía, aunque no tenía ni idea de cómo o por qué. Sacudió la cabeza cansinamente—. Supongo que no importa. Ya no.

—Nos alegraría que te unieses a nuestras filas —ofreció el capitán Samuval—. Ven, te enseñaré dónde hay que llevar a la prisionera. El interrogador está todavía instalándose, pero lo tendrá todo listo mañana por la mañana. No nos vendría mal otra espada. —Echó una ojeada a la ciudad, cuyas murallas se encontraban abarrotadas de soldados—. ¿Cuántos hombres crees que hay ahí dentro?

—Un montón —contestó Gerard, dando énfasis a sus palabras.

—Sí, supongo que tienes razón. —El capitán se frotó la barbilla—. Apuesto a que ella lo sabe. —Movió el pulgar hacia Odila, que caminaba como ausente, sin apenas reparar en lo que la rodeaba ni adonde se dirigía, y sin importarle.

—Ignoro si lo sabe o no —repuso desanimado Gerard—. A mí no me ha dicho nada, y tampoco se lo dirá a ese torturador vuestro. Esa mujer es muy obstinada. ¿Dónde quieres que la deje? Será un alivio librarme de ella.

Samuval lo condujo a una tienda que se encontraba cerca del lugar donde el herrero y sus ayudantes instalaban la forja portátil. El capitán se paró en la herrería, cogió unos grilletes y unas manillas, y ayudó a Gerard a ponérselos a Odila en los tobillos y las muñecas, tras lo cual le entregó la llave a Gerard.

—Es tu prisionera —explicó.

Gerard le dio las gracias y se guardó la llave dentro de una bota.

La tienda no tenía jergón, pero el capitán llevó agua y comida para la prisionera. Odila no quiso comer, pero bebió un poco de agua y agradeció a regañadientes la atención. Se tendió en el suelo, con los ojos abiertos de par en par, mirando fijamente al vacío.

Gerard la dejó sola y salió, preguntándose qué iba a hacer ahora. Decidió que lo mejor que podía hacer era comer. No se había dado cuenta del hambre que tenía hasta que vio el pan y la carne curada en las manos del capitán.

—Yo aprovecharé esa comida —dijo—, ya que ella no la quiere.

—Todavía no hay tienda de comedor —explicó Samuval al tiempo que se la entregaba—, pero hay más de donde ha salido esto. Yo mismo me dirigía hacia allí. ¿Quieres acompañarme?

—No. Gracias, pero me quedaré para vigilarla.

—No va a ir a ninguna parte —argüyó el capitán, divertido.

—Aun así, es responsabilidad mía.

—Como gustes —accedió Samuval, que se alejó. Al parecer había visto a un amigo, ya que se puso a agitar la mano. Gerard vio al minotauro que había ido al mando de la patrulla responder del mismo modo.

Gerard se sentó en cuclillas fuera de la tienda de la prisionera. Engulló la comida sin saborearla. Al darse cuenta de que se había dejado el odre del agua dentro, pasó a la tienda para cogerlo. Se movió sin hacer ruido, creyendo que Odila dormía.

No había cambiado de posición desde que salió, salvo que ahora tenía cerrados los ojos. Cuando extendió la mano hacia el odre, la mujer habló.

—No estoy dormida —dijo.

—Deberías intentar descansar —contestó—. Ahora no podemos hacer nada, excepto esperar a que sea de noche. Tengo la llave de los grillos. Intentaré encontrar alguna armadura o un uniforme de soldado para ti...

Odila desvió la mirada de él, hurtando los ojos. Gerard no pudo menos de hacer una pregunta.

—¿Qué viste, Odila? ¿Qué viste cuando te tocó?

Ella cerró los ojos y se estremeció.

—¡Vi la mente de Dios!

Загрузка...