VIII

Llegaron a Lisboa al caer la tarde, en la hora en que la suavidad del cielo infunde en las almas una dulce aflicción, ahora vemos cómo tenía razón aquel admirable entendedor de sensaciones e impresiones que dijo que el paisaje es un estado del alma, lo que no supo decimos es cómo se vería el paisaje en aquellos tiempos en que no había en el mundo más que pitecántropos, con poca alma aún y, además de poca, confusa. Pasados tantos milenios, y gracias a los perfeccionamientos, ya puede Pedro Orce reconocer en la melancolía aparente de la ciudad la imagen fiel de su propia tristeza íntima. Habituado a la compañía de estos portugueses que lo habían ido a buscar a los inhóspitos parajes donde nació y vivía, ahora van a tener que separarse, cada uno por su lado, ni las familias resisten la erosión de la necesidad, cómo van a hacerlo simples conocidos, amigos de fecha aún fresca y raíces tiernísimas.

Dos Caballos atraviesa el puente lentamente, a la velocidad mínima autorizada, para dar al español tiempo de que admire la belleza de los paisajes de tierra y mar, y también la grandiosa obra de ingeniería que une las dos orillas del río, esta construcción, hablamos de la frase, es perifrástica y la usamos sólo para no repetir la palabra puente, de lo que resultaría un solecismo de especie pleonástica o redundante. En las diversas artes, y por excelencia en esta de escribir, el mejor camino entre dos puntos, aunque próximos, no ha sido, y no será, y no es la línea a que llaman recta, nunca de nunca, modo enérgico y enfático de responder a las dudas, callándolas. Tan absortos iban los viajeros en las bellezas de la urbe y arrebatados por aquella obra portentosa, que ni cuenta se dieron de la súbita inquietud que se apoderó de pronto de los estorninos. Ebrios de altitud, rasando peligrosamente los enormes pilares que subían del agua para ser el apoyo del cielo, a este lado la ciudad con las vidrieras en fuego, allí el mar, y el sol, y abajo el gran río pasando, como una corriente vagarosa de lava ardiendo bajo la ceniza, los pájaros cambiaban bruscamente de dirección, en aleteos rápidos, sucesivos, y era como si la tierra rodara alrededor del puente, volviéndose el norte este y luego sur, el sur oeste y después norte, en qué lugar del mundo estaremos nosotros un día cuando otro tanto o aún más habremos de mudar. Ya se ha dicho que los hombres, hasta cuando tales cosas miran, no las entienden, y tampoco esta vez las van a entender.

Iban mediando el puente, y Pedro Orce murmuró, Bonita ciudad, palabras así, amables, tampoco exigen respuesta, a no ser modestamente, No está mal. Todavía tenían tiempo suficiente para dejar a Pedro Orce alojado en un hotel y seguir viaje, por lo menos hasta el pueblo de Ribatejo donde José Anaiço mora, y donde Joaquim Sassa podría otra vez pasar la noche, bajo una higuera si le apetece, pero sería actitud impropia abandonar al visitante, de común acuerdo decidieron los portugueses pasar aquí uno o dos días, para que el español conociera la ciudad de modo y manera que pudiera hacer suyas, cuando a Orce regrese, las palabras de nuestra inocente y antigua vanidad, Quien no vio Lisboa no vio cosa buena, bendito sea Dios que nos dio en portugués la rima y no nos quitó los arrimos.

Joaquim Sassa y José Anaiço no están escasos de dinero, habían reunido cuanto tienen para la aventura más allá de la frontera y pudieron hacer economías, como sabemos, una vez durmiendo bajo las estrellas, otra en casa de un farmacéutico andaluz, y, en Algarve, beneficiándose de la situación anárquica, nadie les presentó cuenta de la estancia. En Lisboa, donde ya hemos entrado, sólo en la periferia urbana hubo asalto y ocupación de hoteles, los restantes, centrales, fueron defendidos por dos factores de disuasión, en primer lugar porque la capital, como es costumbre en todos los países, es el sitio de más alta concentración de fuerzas de autoridad o represivas, en segundo lugar por esa timidez peculiar del ciudadano, que muchas veces sufre y se reprime al sentirse observado por el vecino que lo juzga, y viceversa, el paramecio de la gota de agua perturba ciertamente la lente y el ojo que tras de ella observa y perturba. Debido a la falta de huéspedes, casi todos los hoteles habían cerrado sus puertas para obras de reacondicionamiento, ésa era la disculpa, pero algunos seguían funcionando, con tarifas de estación baja y rebajada, hasta el punto de que había ya padres de familia numerosa que estudiaban la hipótesis de dejar las casas donde vivían, y por las que pagaban altísimos alquileres, para ir a instalarse en el Méridien y coordenadas semejantes. A tan gran mudanza de estado no llegaban las aspiraciones de los tres viajeros, por eso se instalaron en un modesto hotel, al fondo de la Rua do Alecrim, a mano izquierda, bajando, cuyo nombre no interesa a la inteligencia de este relato, una vez bastó y quizá ésa ni hubiese sido necesaria.

Estorninos son estorninos, y de las gentes livianas e insensatas se dice que también lo son, lo que significa que ellos y ellas son poco dados a reflexionar sobre los actos que practican, incapaces de prever o imaginar más allá de lo inmediato, cosa que no es incompatible con la generosidad de algunos de sus procedimientos, llegando incluso al sacrificio de la vida, como se vio en el episodio de la frontera, cuando tantos tiernos cuerpecillos cayeron muertos, derramando por una causa ajena su preciosa sangre, recordemos que estamos hablando de pájaros no de gente. Pero liviandad e insensatez es lo mínimo que se puede decir de miles de aves que van, imprudentemente, a posarse en el tejado de un hotel, llamando la atención del pueblo y de la policía, de los ornitólogos y de los que aprecian los pajaritos fritos, y denunciando así la presencia de tres hombres que, pese a no tener culpa pesándoles en la conciencia, se han convertido en blanco de un incómodo interés por las autoridades. Y es que, hecho no conocido por los viajeros, la prensa portuguesa, en la página permanente que ahora dedica a hechos insólitos, se hizo eco del ataque irresistible de los estorninos a los inadvertidos guardias de la frontera, recordando, como era de esperar, aunque sin ninguna originalidad, el por nosotros ya mencionado filme de Hitchcock sobre la vida de las aves.

Prensa, radio y televisión informadas de inmediato del prodigio que se producía en el muelle de Sodré, enviaron al lugar reporteros, fotógrafos y operadores de vídeo, cosa que quizá no hubiera tenido mayores consecuencias, aparte del enriquecimiento del pintoresquismo de Lisboa, si el espíritu metódico y, por qué no decirlo, científico de un periodista no le hubiera impelido a interrogarse sobre la posibilidad de una relación causal entre los estorninos que estaban fuera, en el tejado, y los residentes en el hotel, permanentes o de paso, que estaban dentro. Desconocedores del peligro que literalmente se cernía sobre sus cabezas, Joaquim Sassa,]osé Anaiço y Pedro Orce, cada uno en su cuarto, estaban ordenando el escaso equipaje con que viajaban, en pocos minutos estarían en la calle, irían primero a dar una vuelta por la ciudad mientras llegaba la hora de cenar. Ahora bien, en ese preciso momento, el astuto periodista estaba consultando el libro de alojados, lee los nombres registrados, y he aquí que dos de ellos movieron sutilmente los engranajes de su memoria, Joaquim Sassa, Pedro Orce, no sería un buen profesional de la comunicación si le hubieran pasado inadvertidos, cosa que quizá le ocurriera con otro nombre, Ricardo Reis, pero el libro donde este nombre fue registrado, hace ya tantos años, está en el archivo de los sótanos, cubierto de polvo, en una página que quizá nunca vuelva a ver la luz del día, y si la ve, ya no se podrá leer el nombre, por estar en blanco la línea, o blanca la página toda, que es ése uno de los efectos del tiempo, borrar. Hasta este día ha sido cima del arte venatoria matar dos conejos de un tiro, ahora se aumenta a tres el número de lepóridos al alcance de la destreza humana, debiendo por tanto corregirse los refraneros, donde se lee dos, léase tres, y quizá ni en tres nos quedemos.

Atendido el ruego de que bajaran a recepción, instalados después en la sala de estar, ante el gran espejo de la verdad, Joaquim Sassa y Pedro Orce, a instancias de los periodistas, no tuvieron más remedio que confirmar que ellos habían sido, respectivamente, el de la piedra arrojada al mar y el sismógrafo vivo. Pero está lo de los estorninos, el que se junten aquí tantos estorninos no puede ser casualidad, observó el inteligente reportero, y fue entonces cuando José Anaiço, solidario con sus amigos y fiel a los hechos, dijo, Los estorninos me siguen a mí. La mayor parte de las preguntas dirigidas a Joaquim Sassa coincidieron, en la parte respectiva, con el diálogo que entre él y un gobernador civil se imaginó, motivo éste por el que no se repiten aquí, tampoco las respuestas correspondientes, pero Pedro Orce, que en su país pudiera ser completo profeta, discurrió demoradamente sobre los hechos recientes de su vida, que sí señor seguía notando el temblor de la tierra, intenso y profundo, como una vibración que le subiera por los huesos, y que en Granada, Sevilla y Madrid lo habían sometido a muchas pruebas, tanto efectivas como intelectuales, tanto sensoriales como motoras, y que allí estaba, dispuesto a someterse a idénticas u otras averiguaciones si los sabios portugueses las creían convenientes. Mientras tanto había anochecido, los estorninos responsables del interrogatorio se recogieron en orden disperso entre los árboles de los jardines próximos, agotadas las preguntas y la curiosidad se fueron periodistas, cámaras y proyectores, pero ni siquiera así hubo sosiego en el hotel, camareros y empleados inventaban pretextos para ir a la recepción y fisgonear en la sala de estar, a ver qué cara tienen los fenómenos.

Fatigados por las incesantes emociones, los tres amigos decidieron no salir, cenar allí mismo. Pedro Orce estaba preocupado por las consecuencias de la locuacidad a la que se dejó arrastrar, Después de haberme advertido tanto que no abriera la boca sobre mi caso, ya veis, en España no va a gustar nada esto cuando se sepa, aunque si me quedo aquí unos días más, a lo mejor se olvidan de mí. José Anaiço lo dudaba, Mañana va a salir nuestra historia en los periódicos, es probable que la televisión dé la noticia hoy mismo, y los de la radio no se van a callar, son infatigables, y Joaquim Sassa, Aun así, de nosotros tres tú eres el que estás en mejor situación, siempre podrás decir que no tienes la culpa de que anden detrás de ti los estorninos, ni les silbas ni les das de comer, pero nosotros dos estamos fastidiados, a Pedro Orce lo miran como si fuese un bicho raro, la ciencia lusitana no se va a perder el cobaya, y a mí no van a dejarme en paz con lo de la piedra, Vosotros tenéis el coche, dijo Pedro Orce, marchaos mañana temprano, o esta misma noche, yo me quedo, si me preguntan adónde habéis ido, les digo que no lo sé, Ahora es demasiado tarde, apenas aparezca en la televisión no va a faltar quien llame desde el pueblo aunque sólo sea para decir que me conoce, que soy el maestro, y que ya andaban con la mosca tras la oreja, están sedientos de gloria, eso dijo José Anaiço, y añadió, Es mejor que nos quedemos juntos, hablaremos poco y acabarán cansándose.

Tal como se pensaba, aparecieron en el último noticiario de la televisión, un reportaje muy completo, se veían los estorninos revoloteando, la fachada del hotel, el gerente haciendo declaraciones que sabemos falsas, como inmediatamente se verá, Es el primer gran acontecimiento de la historia de este establecimiento hotelero, y las tres maravillas, Pedro, José y Joaquim, respondiendo a las preguntas.

Como siempre que se considera indispensable un suplemento de autoridad convincente, estaba en el estudio el experto, en este caso un especialista en la moderna disciplina de la psicología dinámica que, entre otras opiniones sobre el fondo de la cuestión, declaró que no excluía la hipótesis de que se tratara de pura charlatanería, Sabido es, dijo, que en momentos como éste, de crisis, nunca dejan de aparecer impostores, individuos que cuentan historias e intentan aprovecharse de la credulidad de las masas populares, muchas veces pretendiendo una desestabilización política inmediata o al servicio de proyectos de toma del poder a largo plazo, Cómo se crean esto, estamos apañados, observó Joaquim Sassa, y los estorninos, cuál es su opinión acerca de los estorninos, quiso saber el locutor, Eso sí es realmente un fascinante enigma, o la persona a que siguen es portadora de un reclamo irresistible, o se trata de un caso de hipnosis colectiva, No debe de ser fácil hipnotizar aves, Al contrario, una gallina puede ser hipnotizada con un simple trozo de yeso, hasta un niño es capaz de hacerlo, Pero, dos o tres mil estorninos al mismo tiempo, cómo iban a volar si estuvieran hipnotizados, Observe que la bandada, para cada ave que forma parte de ella, es ya un agente hipnótico, agente y resultante al mismo tiempo, Perdone que le recuerde que alguno de nuestros telespectadores puede tener dificultades para seguir un lenguaje demasiado técnico, Entonces, intentando ser más claro, diré que todo el grupo tiende a constituirse en hipnosis homogeneizada, No tengo la seguridad de que ahora le hayan entendido mejor, de todos modos le agradezco su presencia en nuestros estudios, sin duda este asunto va a seguir preocupándonos, habrá ocasión para un debate en profundidad, Estoy a su disposición, dijo el perito. A Joaquim Sassa no le hizo ninguna gracia y rezongó, Ese tipo es bobo, Realmente lo parece, pero hay ocasiones en que hasta a los bobos conviene oírlos con atención, respondió José Anaiço, y Pedro Orce, No entendí nada, ésta fue la primera vez en que, por completo, se le escapó el habla lusitana, si tomásemos al pie de la letra lo que las palabras significan, buena conversación habría sido la de Viriato y Nuno Alvares Pereira, héroes de la misma patria, a lo que dicen. Mientras en la sala de estar se discutían estas graves cuestiones, el gerente, en un gabinete retirado, recibía a una delegación de propietarios de los restaurantes vecinos que venían a proponerle un negocio, Cuánto quiere por dejarnos armar unas redes en el tejado, tarde o temprano los estorninos volverán a posarse aquí, no las vamos a poner en los árboles, al alcance de cualquiera, sería como hacer hijos en mujer ajena, esos hombres son de los que creen que el único sentido íntimo de las cosas es que las cosas no tengan ningún sentido íntimo, el gerente duda, tiene miedo de que le rompan las tejas, al fin se decide, propone una cantidad, Es caro, dicen los otros, y se quedan discutiendo el precio.

Al día siguiente, de mañana, otra delegación, ésta con gentes de expresión solemne, bien trajeados, de mucha circunspección, viene a pedirle a Joaquim Sassa y a Pedro Orce que los acompañen por orden del gobierno, también venía en el grupo impetrante un consejero de la embajada española, que saludó a Pedro Orce, pero con tan ostensiva sequedad que sólo podía atribuirse a un dañado ardor patriótico. Querían proceder a un inquérito rápido, explicaron, muy sencillo, unas preguntas rutinarias que añadir al ya voluminoso expediente provocado por la ruptura de la península, ruptura por lo visto irremediable si tenemos en cuenta su continuo desplazamiento, fatal, por así decirlo. A José Anaiço no le hicieron caso, probablemente pensarían que estaba dotado de virtudes sólo comparables a las del flautista de Hamelin, además, los estorninos ni se ven ya, andan en reconocimiento por los cielos de la ciudad, juntos, en las redes del tejado, traicioneramente armadas, sólo cayeron en total cuatro pardillos vagabundos que estaban destinados a otro fin, pero el destino dispuso un remate diferente a sus vidas, Qué destino, pregunta la voz irónica, y por méritos de esta intervención inesperada nos enteramos de que no hay un solo destino contra todo lo que habíamos aprendido de fados y canciones, Nadie puede escapar a su destino, aunque puede ocurrir que de pronto caiga sobre nosotros el destino de otra persona, esto fue lo que les ocurrió a los pardillos, que tuvieron destino de estorninos.

José Anaiço se quedó tranquilo en el hotel, esperando el regreso de sus compañeros, pidió los periódicos, las entrevistas venían todas en primera página, con fotos explosivas y títulos dramáticos, Enigmas Que Desafían A La Ciencia, Las Fuerzas Ignoradas De La Mente, Tres Hombres Peligrosos, El Misterio Del Hotel Bragança, era tan grande nuestro escrúpulo por no decir su nombre y al final lo dice la indiscreción periodística, Será Extraditado El Español, interrogación, En Menudo Lío Estamos Metidos, esto lo pensó José Anaiço, no es un título. Pasaron las horas, llegó la de almorzar, de Joaquim Sassa y Pedro Orce ni noticia ni recado, están presos, en la cárcel, tanta inquietud le hace perder el apetito a cualquiera, Ni sé siquiera adónde los llevaron, estúpido que soy, tenía que habérselo preguntado, qué va, lo que tendría que haber hecho es ir con ellos, no abandonarlos, calma, probablemente, incluso queriendo, no me dejarían ir, probablemente no es cierto, no es así, me quedé muy contento porque me dejaran fuera, la cobardía es peor que el pulpo, el pulpo, cuanto más se encoge, más extiende los brazos, la cobardía sólo sabe encogerlos, por esta severidad se nota cuán furioso está José Anaiço consigo mismo, falta saber si es realmente sincero en tan contradictorios impulsos y pensamientos, lo mejor, como en casi todos los casos de la vida, será esperar a ver los actos. Primero fue a preguntarle al gerente si había oído cualquier palabra reveladora, una dirección, un nombre, pero el hotelero respondió no, no señor, ni conocía a ninguno de aquellos caballeros, los veía por primera vez, tanto a los portugueses como al español, en ese momento se le iluminó la inteligencia a José Anaiço, ir a la embajada, seguro que la embajada lo sabe, y luego le sorprendió otra iluminación, nunca viene una sola, la prensa, pues claro, bastaba dirigirse a uno de aquellos periódicos y en pocas horas los argos, holmes y lupines de la redacción rastrearían a los desaparecidos, la necesidad es madre de la invención, en este caso se llama cuidado el padre, pero no siempre es el mismo.

Ligero subió a su cuarto José Anaiço, iba a cambiarse los zapatos, cepillarse los dientes, estos procedimientos comunes no son incompatibles con el espíritu resuelto, véase a Otelo, quien, estando resfriado y sin darse cuenta de lo que hacía, se sonó ridículamente antes de matar a Desdémona, la que, a su vez, pese a los fúnebres presentimientos, no se encerró con llave, porque una esposa al esposo nunca debe negarse, aunque sepa que la va a matar, y aparte de eso Desdémona sabía muy bien que el cuarto tenía sólo tres paredes, ahora en este drama está solo José Anaiço, restregándose los dientes con el cepillo y escupiendo cuando oye que alguien llama, Quién es, preguntó, aunque no lo parezca por su voz, el tono es de alegre expectativa, va Joaquim Sassa a responderle, Ya hemos llegado, pero el engaño duró lo que un suspiro, Me permite, es la camarera, Un momento, acabó la operación higiénica, se lavó las manos y la boca, se enjuagó, fue a abrir. La camarera es una simple empleada de hotel, con señas y destino tan particulares que éste es el único momento de su vida en que rozará levemente, y sólo durante el tiempo de dar un recado, la existencia de José Anaiço y de sus compañeros, presentes y futuros, acontece esto a veces en el teatro y en la vida, necesitamos una persona que venga a llamar a nuestra puerta sólo para decimos, Hay en la sala una señora que pregunta por usted. Se asombra José Anaiço, da expresión a su asombro, Por mí, y la camarera añade lo que había creído innecesario decir, Preguntó por ustedes tres, pero como los otros no están, Será una periodista, pensó José Anaiço, y dijo, Bajo ahora mismo. La camarera se alejó como quien de la vida se retira, no volveremos a necesitarla, no hay razón alguna para que la recordemos, ni siquiera con indiferencia. Vino, llamó a la puerta, dio el recado, que, no se sabe por qué, no fue dado por teléfono, quizá a la vida le gusta cultivar de vez en cuando el sentido de lo dramático, si suena el teléfono pensamos, Qué será, si llaman a la puerta pensamos, Quién será, y damos voz al pensamiento preguntando, Quién es. Sabemos ya que fue la camarera, pero la pregunta tuvo media respuesta, o ni siquiera tanto, por eso José Anaiço va pensando mientras baja la escalera, Quién será, se ha olvidado ya de la posibilidad de que sea una periodista, ciertos pensamientos nuestros son así, sirven sólo para ocupar, por anticipación, el lugar de otros que darían más que pensar.

En el hotel hay una gran paz, como en una casa desocupada de donde se hubiese retirado la vida inquieta, pero todavía no ha comenzado a envejecer de abandono, han quedado ecos de pasos y de voces, un llanto, un murmullo de despedida que se prolonga en el último descansillo. El recepcionista está de pie, tras el mostrador tiene el armario de las llaves con su casillero para avisos, correspondencia y facturas, escribe en un libro o de él copia números a un papel, es hombre activo, incluso si el trabajo falta. Cuando José Anaiço va a pasar le indica la sala con la cabeza, José Anaiço responde con otro gesto, de asentimiento, Ya lo sé, es lo que éste quiere decir, el primero, más extensamente, significaba, Hay una mujer esperándole. Se detuvo José Anaiço a la entrada de la sala, vio a una mujer joven, una muchacha, tiene que ser ésta, no hay aquí nadie más, pese a,estar en el contraluz de los visillos parece simpática, bonita, lleva pantalón y chaqueta azul, de un tono que debe de ser añil, tanto puede ser periodista como no serlo, pero al lado de la silla donde se sienta tiene una a maletita de viaje y en las rodillas un palo ni pequeño ni grande, entre un metro y metro y medio, el efecto es perturbador, una mujer vestida así no anda por la ciudad con un palo en la mano, No será periodista, pensó José Anaiço, por lo menos no están a la vista los instrumentos de su oficio, cuadernillo, bolígrafo, grabadora.

La mujer se levanta, y este gesto, inesperado, pues está dicho que las señoras, según el manual de etiqueta y buenas maneras, deben esperar en sus lugares a que los hombres se aproximen y las saluden, entonces ofrecerán la mano o darán la mejilla, de acuerdo con la confianza o el grado de intimidad o su naturaleza, y compondrán su sonrisa de mujer, educada, o insinuante, o cómplice, o reveladora, depende. Este gesto, quizá no el gesto, sino el estar allí, a cuatro pasos, de pie una mujer esperando, o, en vez de esto, la súbita conciencia de que se ha suspendido el tiempo mientras no se da el primer paso, verdad es que el espejo es testigo, pero de un momento anterior, en el espejo José Anaiço y la mujer aún son dos extraños, de este lado no, aquí, porque van a conocerse, se conocen ya. Este gesto, este gesto del que antes no se puede decir todo, hizo que se moviese el suelo de tablas como un convés, el arfar de un barco en la ola, lento y amplio, esta impresión no es comparable al conocido temblor de que habla Pedro Orce, no le vibran los huesos a José Anaiço, pero todo su cuerpo sintió, física y materialmente sintió, que la península, aún así llamada por costumbre y comodidad de expresión, de hecho y de naturaleza va navegando, sólo lo sabía por observación exterior, ahora lo sabe por sensación propia. Así, por esta mujer, si no sólo desde este momento en que ella vino, que más que todo cuentan las horas en que las cosas acontecen, dejó José Anaiço de ser apenas involuntario reclamo de pájaros enloquecidos. Avanza hacia ella, y este movimiento, lanzado en la misma dirección, se junta a la fuerza que empuja, sin oposición ni resistencia, la figura de balsa de la que el hotel Bragança, en este preciso instante, es mascarón y castillo de proa, con perdón de la patente impropiedad de las palabras. Tanto puede.

Mis amigos no están aquí, dijo José Anaiço, han venido a buscarlos esta mañana unos científicos para hacer unas comprobaciones, empiezo a estar preocupado con su tardanza, estaba a punto de salir, iba a buscarlos, José Anaiço sabe que no precisaría de tantas palabras para decir lo que a la ocasión importaba, pero no puede contenerlas. Ella responde, la voz es agradable, baja pero clara, Lo que yo tengo que decir vale tanto para uno como para los tres, y así quizá me sepa explicar mejor. Los ojos tienen un color de cielo nuevo, Qué es un cielo nuevo, qué color tiene, dónde he ido a buscar esta idea, pensamiento de José Anaiço y en voz alta, Siéntese, por favor, no esté de pie. Se sentó ella, se sentó él, Usted se llama, José Anaiço, Mi nombre es Joana Carda, Encantado. No se dan la mano, sería ridículo ahora que están sentados, para hacerlo tendrían que soalzarse de sus asientos, más ridículo aún, o sólo él, lo que sería ridículo a medias si ridículo a medias no fuese precisamente igual que ridículo entero, Es bonita, y el pelo, casi negro, no debía pegarle con los ojos, color de cielo nuevo de día, color de cielo nuevo de noche, pero están bien uno y otro, Puedo serle útil en algo, con esta fórmula cortés se tradujo el íntimo pensar. No sé si podremos hablar aquí, murmuró Joana Carda, Estamos solos, nadie nos oye, Pero la curiosidad es mucha, mire. Andando de manera poco natural, el recepcionista pasaba ante la entrada del salón, pasaba y volvía a pasar, aparentemente distraído, como quien hubiese desistido de inventar un nuevo trabajo, si aquél ya había resultado inútil. José Anaiço lo miró severamente y sin resultado, bajó la voz, haciendo así más, sospechoso el diálogo, No puedo invitarla a subir, aparte de que parece inconveniente, estará prohibido que los huéspedes reciban visitas en las habitaciones, Eso no tendría importancia para mí, no necesitaría defenderme de quien, seguramente, no está pensando en atacarme, De hecho no es ésa mi intención, sobre todo viéndola armada. Sonrieron los dos, pero en la sonrisa había algo de forzado, de constreñido, como una súbita aflicción, realmente la conversación resultaba ahora demasiado íntima para quienes sólo hace tres minutos que se conocen, y apenas de nombre. En caso de necesidad este palo serviría, dijo Joana Carda, pero no lo traigo por eso, a decir verdad es el palo el que me atrae a mí. La declaración, de tan insólita, limpió el aire, equilibró las presiones, la atmosférica y la sanguínea. Joana Carda sostenía la vara en las rodillas, esperaba la respuesta, al Fin José Anaiço dijo, Es mejor que salgamos, hablaremos en la calle, en un café o en un jardín si lo prefiere. Ella tomó la maleta, él se la quitó de la mano, Podemos dejarla en mi habitación, con el palo, El palo no lo dejo, y la maleta tampoco, quizá no vuelva por aquí, Como quiera, es una pena que su maleta sea tan pequeña que no quepa el palo dentro, No todas las cosas nacen unas para otras, respondió Joana Carda, lo que, pese a ser obvio, encierra no poca filosofía.

Al salir, José Anaiço le dijo al recepcionista, Si llegan mis amigos, dígales que vuelvo en seguida, Sí señor, no se preocupe, respondió el hombre sin quitar los ojos de Joana Carda, pero no había codicia en su mirada, sólo una vaga desconfianza, como la que se puede observar en todos los recepcionistas de hotel. Bajaron la escalera, al fondo, sobre el remate del pasamanos, había una estatua de hierro fundido, ornamental, a modo de hidalgo o paje de ópera, aquí está una figura que bien pudiera estar colocada, con su globo eléctrico encendido, en cualquiera de los grandes cabos portugueses o gallegos, el de San Vicente, el Espichel, el de la Roca, el de Finisterre y otros de menor porte, que no por serlo tienen menos trabajo de romper las aguas, sin embargo el destino de este hidalgo o paje es ser ignorado, tal vez en un día remoto alguien pusiera en él ojos atentos, no lo hicieron Joana Carda ni José Anaiço, será porque tienen otras más graves preocupaciones, aunque, de preguntarles, probablemente no sabrían decir cuáles. Quien está en el frescor del hotel, en aquella penumbra secular, no puede imaginar que haga tanto calor en la calle. Estamos en agosto, si aún lo recordamos, el clima no ha variado por el hecho de haber viajado la península una insignificancia de ciento cincuenta kilómetros, suponiendo que la velocidad se haya mantenido constante como informó Radio Nacional de España, sólo han pasado cinco días y parece que hace ya un año. Dijo José Anaiço, como era de esperar, Pasear con este calor con maleta y palo en mano, no apetece nada, en diez minutos vamos a estar fatigadísimos, lo mejor sería entrar en un café, nos sentamos y tomamos un refresco, Es preferible un jardín, un banco aislado, en una sombra, Hay aquí cerca un jardín, la plaza de Don Luis, quizá la conozca, No vivo en Lisboa, pero la conozco, Ah, no vive en Lisboa, repitió inútilmente José Anaiço. Bajaban por la Rua do Alecrim, él llevaba la maleta y el palo, los paseantes pensarían cosas poco halagadoras de él si no llevase la maleta y de ella cosas poco decentes si llevara el palo, tan verdad es que somos todos implacables observadores, llenos de malicia si es preciso, y más de la cuenta. A la exclamación de José Anaiço se limitó Joana Carda a responder que había llegado aquel mismo día, en tren, y que fue directamente al hotel, lo demás, ahora lo vamos a saber.

Están sentados, afortunadamente, a la sombra de unos árboles, él preguntó, Qué la ha traído a Lisboa, por qué nos busca, y ella dijo, Porque debe de ser verdad que usted y sus amigos tienen algo que ver con lo que está ocurriendo, Ocurriendo, a quién, Sabe muy bien a qué me refiero, a la península, a la ruptura de los Pirineos, a este viaje como nunca se ha visto otro igual, A veces pienso también que sí, que algo tenemos que ver, que es por culpa nuestra, pero otras veces pienso que estamos todos locos, Un planeta que anda dando vueltas alrededor de una estrella, girando, girando, ahora día, ahora noche, ahora frío, ahora calor, y un espacio casi vacío en el que hay cosas gigantescas que no tienen nombre al no ser el que le damos, y un tiempo que nadie sabe realmente qué es, todo esto tiene que ser también cosa de locos, Es usted astrónoma, preguntó José Anaiço, recordando a María Dolores, antropóloga en Granada, Astrónoma no soy, ni tonta, Perdone la impertinencia, todos estamos un poco nerviosos, las palabras no dicen lo que quisieran decir, hablamos de más o de menos, perdóneme, Está perdonado, Probablemente le parezco escéptico porque a mí no me ha ocurrido nada, aparte de lo de los estorninos, aunque, Aunque, Hace poco, en el hotel, cuando la vi en el salón me sentí como si estuviera en un barco, en el mar, fue la primera vez que me ocurría esto, Pues yo lo vi como si se acercara a mí desde muy lejos, Y eran sólo tres o cuatro pasos.

Procedentes de todos los horizontes, los estorninos cayeron súbitamente sobre los árboles del jardín. De las calles cercanas aparecieron personas corriendo, miraban hacia arriba, señalaban con el dedo, Aquí están de nuevo, dijo José Anaiço, impaciente, y lo peor es que no vamos a poder hablar, con toda esta gente aquí. En ese momento, los estorninos alzaron el vuelo todos juntos, cubrieron con una gran mancha negra y vibrante el jardín, las personas gritaban, unos con gritos de amenaza, otros de excitación, otros de miedo, Joana Carda y José Anaiço miraban sin entender qué estaba pasando, entonces la gran masa se fue ahilando, se convirtió en cuña, en ala, en flecha, y después de dar tres rápidas vueltas, los estorninos salieron disparados rumbo al sur, cruzaron el río, desaparecieron lejos, en el horizonte. Los curiosos, los papanatas que se habían reunido, soltaron exclamaciones de sorpresa, también de decepción, al cabo de unos minutos el jardín estaba desierto, se notó de nuevo el calor, sentados en un banco estaban, solos, un hombre y una mujer, con una vara de negrillo y una maleta de viaje. José Anaiço dijo, Creo que no volverán más, y Joana Carda, Ahora voy a contarle lo que me pasó.

Загрузка...