VI

En estos lugares tuvo el diablo su primera morada, fueron sus pezuñas las que quemaron el suelo y luego calcinaron las cenizas, entre montañas que entonces se horrorizaron y el miedo las dejó así hasta hoy, desierto final donde el propio Cristo se habría dejado tentar si del mismo diablo no conociese las mañas, conforme pudo aprender en el texto bíblico. Joaquim Sassa y José Anaiço miran, qué, el paisaje, pero esta dulce palabra pertenece a otros mundos, a otras lenguas, no se puede llamar paisaje a lo que los ojos ven aquí, hemos dicho morada del infierno y de eso mismo dudamos, que en parajes condenados lo más seguro es encontrar también hombres y mujeres, con las bestias que les hacen compañía mientras llega la hora de matarlos y vivir de ellos, entre fragas y plagas, en este destierro es donde debe haber escrito el poeta que nunca fue a Granada. Éstas son tierras de Orce, que habrán bebido mucha sangre de moriscos y cristianos, también en la noche de los tiempos, de qué sirve hablar de los que murieron hace tantos años, si es la tierra la que está muerta, por sí misma sepultada.

En Orce encontraron los viajeros a Pedro Orce, de profesión farmacéutico, mayor de lo que en su imaginación se lo habían representado, si en tal pensaron, pero no tanto como su millonario antepasado, suponiendo que sea correcto usar medida de dinero para referirla al tiempo, teniendo en cuenta que el uno no compra al otro y éste altera el valor de aquél. Pedro Orce no apareció en televisión, no sabíamos pues que el hombre pasaba de los sesenta, magro de cara y cuerpo, de pelo casi todo blanco, si la sobriedad de su gusto no rechazara el artificio, podría componer, conociendo como conocía el poder de las manipulaciones químicas, tintes morenos y rubios, a elegir, en el secreto del laboratorio. Cuando Joaquim Sassa y José Anaiço entran por su puerta, está llenando cápsulas con quinina en polvo, arcaica medicina que desprecia las altas concentraciones de los fármacos modernos, pero que, por sabio instinto, preserva el efecto psicológico de una deglución difícil, luego mágicamente eficaz. En Orce, que es lugar de paso inevitable hacia Venta Micena, y pasado ya el alboroto de excavaciones y descubiertas, los viajeros son raros, el cráneo del antepasado más viejo ni sabemos dónde está, en algún museo de por ahí a la espera de título y vitrina, en general el cliente en tránsito compra aspirinas, antidiarreicos o pastillas digestivas, los del pueblo morirán quizá de la primera enfermedad, así nunca se va a enriquecer el farmacéutico. Pedro Orce acabó de cerrar las obleas, parece obra de prestidigitación, humedecidas las partes que servirán de tapa se comprimen las dos placas de latón, agujereadas, y queda aviada la receta, una cápsula de quinina, hecho lo cual preguntó qué deseaban los señores, Somos portugueses, innecesaria afirmación, basta oírlos hablar para descubrir que lo son, pero, en fin, es humana costumbre declarar lo que somos antes de decir a qué venimos, mayormente en casos de tanta importancia, viajar cientos de kilómetros sólo para preguntar, aunque no con estas dramáticas palabras, Pedro Orce, juras por tu honor y por el hueso encontrado que sentiste temblar la tierra cuando todos los sismógrafos de Sevilla y Granada trazaban con aguja firme la línea más recta que se haya visto jamás, y Pedro Orce alzó la mano y dijo, con la sencillez de los justos y verdaderos, Juro. Nos gustaría hablar con usted en privado, añadió Joaquim Sassa a la declaración de nacionalidad, y luego, no habiendo más gente en la farmacia, relataron los acontecimientos personales y comunes, la piedra, los estorninos, el paso de la frontera, de la piedra no podían presentar pruebas, pero en cuanto a los pájaros era sólo asomarse a la puerta y mirar, ahí está, en esta plaza, o en la otra de al lado, el infalible ayuntamiento, todos los habitantes cabeza arriba, pasmados ante el raro espectáculo, ahora desaparecen los volátiles, bajaron sobre el castillo de las Siete Torres, árabe. Es preferible no hablar aquí, dijo Pedro Orce, métanse en el coche y salgan del pueblo, Hacia qué lado, Sigan recto, en dirección a María, anden luego tres kilómetros pasadas las últimas casas, allí encontrarán un puente pequeño, cerca de un olivar, espérenme en el olivar, llegaré pronto, a Joaquim Sassa le pareció que revivía su propia vida, cuando esperó a José Anaiço tras las últimas casas, hace dos días, era de madrugada.

Están sentados en el suelo, bajo un olivo cordovil, el que, según la copla popular, hace el aceite amarillo, como si no fuese amarillo el otro, alguno apenas verdeado, y la primera palabra de José Anaiço, que no la puede reprimir, Estos lugares meten miedo, y Pedro Orce respondió, En Venta Micena es mucho peor, allí nací yo, ambigüedad formal que tanto significa lo que parece como su exacto contrario, dependiendo más del lector que de la lectura, aunque ésta en todo dependa de aquél, por eso nos es tan difícil saber quién lee lo que fue leído y cómo quedó lo que fue leído por quien leyó, no piense Pedro Orce que la maldad de la tierra depende de haber nacido él allí. Luego, entrando ya en materia, hablaron largamente de sus experiencias de discóbolo, pajarero y sismólogo, y, en conclusión, decidieron que todos los casos estaban vinculados entre sí y entre sí siguen ligados, tanto más cuanto que Pedro Orce afirma que la tierra no ha dejado de temblar, Ahora mismo la siento, y tendió la mano en gesto demostrativo. Movidos por la curiosidad, José Anaiço y Joaquim Sassa tocaron la mano que seguía tendida, y sintieron, oh sin ninguna duda sintieron, el temblor, la vibración, el zumbido, poco importa que algún escéptico insinúe que es el temblor natural de la edad, ni Pedro Orce es tan viejo, ni confundibles son tembleques y temblores, aunque lo atestigüen diccionarios.

Un observador que mirara de lejos imaginaría que los tres hombres juraron un compromiso cualquiera, es cierto que en un momento determinado las manos se estrecharon, nada más. Alrededor las piedras multiplican el calor, la tierra blanca ofusca, el cielo es la boca de un horno soplando ardores, incluso debajo de este olivo cordovil, a la sombra. Las aceitunas apenas apuntan, a salvo por ahora de la voracidad de los estorninos, dejen que llegue diciembre y ya verán qué razia, pero siendo único el olivo, no deben los estorninos frecuentar estos parajes. Joaquim Sassa puso la radio porque de repente ninguno de los tres supo qué decir, no es raro, se conocen desde hace poco, se oye la voz del locutor, gangosa por fatiga profesional y desgaste de las pilas, De acuerdo con las últimas mediciones, la velocidad de desplazamiento de la península se ha estabilizado en torno a los setecientos cincuenta metros por hora, los tres hombres se quedaron escuchando, Según noticias recién llegadas a nuestra redacción, ha aparecido una gran falla entre La Línea y Gibraltar, y siguió hablando, hablando, volveremos a dar noticias, salvo imprevisto, dentro de una hora; justamente pasaron entonces de rasada los estorninos, vruuuuuuuu, y Joaquim Sassa preguntó, Son los tuyos, no necesitó José Anaiço mirar para responder, Son los míos, para él es fácil conocerlos, Sherlock Holmes diría, Elemental, querido Watson, no hay bandada que se le compare por esta zona, y tiene razón, que raras son las aves en el infierno, sólo las nocturnas, y éstas por tradición.

Pedro Orce acompaña el vuelo de la bandada, primero sin más interés que el de una curiosidad bien educada, luego se le iluminan los ojos de cielo azul y nubes blancas y, no pudiendo contener las súbitas palabras, propone, y si fuésemos a la costa a ver pasar el peñón. Parece esto un absurdo, un contrasentido, pero no lo es, también cuando vamos en tren creemos ver pasar los árboles y están agarrados a tierra por las raíces, ahora no vamos en tren, vamos más despacio sobre una balsa de piedra que navega en el mar, sin nada que la ate, la diferencia es sólo la que existe entre lo sólido y lo líquido. Cuántas veces precisamos la vida entera para cambiar de vida, lo pensamos tanto, tomamos impulso y vacilamos, después volvemos al principio, pensamos y pensamos, nos movemos en los carriles del tiempo con un movimiento circular, como los remolinos que atraviesan los campos levantando polvo, hojas secas, insignificancias, que a más no llegan sus fuerzas, mejor sería que viviéramos en tierra de tifones. Otras veces es una palabra cuanto basta, Vamos a ver pasar la roca, y se pusieron inmediatamente en pie, dispuestos a la aventura, ni sienten ya el ardor del aire, como chiquillos en libertad que bajan la cuesta a la carrera, riendo. Dos Caballos es una brasa, en un minuto están los tres hombres empapados en sudor, pero apenas reparan en la incomodidad, también fue de estas tierras del sur de donde salieron los hombres a descubrir el otro mundo, y también ellos, duros, feroces, sudando como caballos, avanzaban dentro de sus corazas de hierro, yelmos de hierro en la cabeza, espadas de hierro en la mano, contra la desnudez de los indios, sólo vestidos de plumas de ave y acuarelas, idílica imagen.

No volvieron a cruzar el pueblo, mucho daría que pensar el que pasara Pedro Orce en automóvil con dos extraños, o va raptado o van de conspiración los tres, lo mejor será avisar a la policía, pero un viejo de los viejos de Orce diría, No queremos aquí guardia civil. Fueron por otras carreteras, por caminos que no conoce el mapa común, quien nos falta es la esfinge de la oficina de turismo, para trazar la ruta de estas nuevas descubiertas, esfinge fue y no sibila, que nunca éstas se vieron en encrucijadas, aunque peninsulares unas y otras. Dijo Pedro Orce, Les voy a enseñar primero Venta Micena, mi tierra natal, le salió la frase como quien de sí mismo se burla o de propósito carga donde le duele. Pasaron por una aldea en ruinas llamada Fuente Nueva, si fuente hubo aquí hace ya tiempo que envejeció y se secó, y en una curva amplia del camino, Ahí es.

Los ojos miran, y por ver tan poco buscan lo que sin duda falta y no lo encuentran. Allí, preguntó José Anaiço, razón tiene de dudar, que las casas son raras y dispersas, se confunden con el color del suelo, una torre de iglesia caída, un cementerio inconfundible aquí a la vera de la carretera, cruz y muros blancos. Bajo el sol volcánico, las tierras ondulan como un mar petrificado cubierto de polvo, si esto ya era así hace un millón cuatrocientos mil años no es preciso ser paleontólogo para jurar que el Hombre de Orce murió de sed, pero esos tiempos eran la juventud del mundo, el arroyo que allá lejos corre sería entonces ancho y generoso río, habría grandes árboles, herbazales más altos que un hombre, todo eso aconteció antes de que colocaran aquí el infierno. En la estación venidera, cuando empiece a llover, algún verdor se extenderá por estos campos cenicientos, ahora las márgenes bajas son lo único cultivado, y aun así difícilmente, que se resecan y mueren las plantas, luego renacen y viven, el hombre es quien aún no ha conseguido aprender cómo se repiten los ciclos, con él es una vez para nunca más. Pedro Orce hace un gesto que abarca la mísera aldea, Ya no existe la casa donde nací, y luego, indicando a la izquierda, en dirección a unas colinas de tope raso, Es la cueva de los Rosales, allí encontraron los huesos del Hombre de Orce. Joaquim Sassa y José Anaiço miraban el paisaje lívido, hace un millón cuatrocientos mil años vivieron aquí hombres y mujeres que hicieron hombres y mujeres, destino, fatalidad, hasta hoy, dentro de un millón cuatrocientos mil años alguien vendrá a hacer excavaciones en este cementerio pobre, y como hay ya un Hombre de Orce, quizá entonces se dé lo suyo a su dueño y se llame Hombre de Venta Micena el cráneo hallado. No pasa nadie, no se oye ladrar un perro, los estorninos han desaparecido, un largo escalofrío recorre la espalda de Joaquim Sassa, que no consigue dominar el malestar, y José Anaiço pregunta, Cómo se llama aquella sierra de allí al fondo, Es la sierra de Sagra, y ésta, a la derecha, Es la sierra de María, Cuando el hombre de Orce murió, ésta sería la última imagen que sus ojos retuvieron, Cómo llamaría él a estos montes cuando hablaba con los otros hombres de Orce, los que no dejaron cráneos, preguntó Joaquim Sassa, En aquel tiempo todavía nada tenía nombre, dijo José Anaiço, Cómo se puede mirar una cosa sin ponerle nombre, Hay que esperar a que el nombre nazca. Se quedaron los tres mirando, sin más palabras, por fin Pedro Orce dijo, Vamos, era tiempo de dejar el pasado entregado a su inquieta paz.

Para entretener el viaje, Pedro Orce repitió el relato de las aventuras que había vivido, añadió pormenores, los científicos llegaron hasta el punto de conectarlo, en presencia de las autoridades, a un sismógrafo, idea desesperada pero de provecho, porque entonces pudieron comprobar la verdad que él afirmaba, la aguja del mecanismo registró de inmediato el estremecimiento de la tierra, volviendo a la línea recta apenas el paciente fue desligado de la máquina. Lo que no tiene explicación explicado está, dijo el alcalde de Granada, que asistía a la prueba, pero un científico corrigió, Lo que no tiene explicación tendrá que esperar un poco más, habló sin rigor científico pero todos entendieron y le dieron la razón. Mandaron a Pedro Orce a su casa diciéndole que estuviera a disposición de la ciencia y de la autoridad, y que no hablase de sus dones extrasensoriales, recomendación que no difería mucho de la decisión tomada por los veterinarios franceses sobre la misteriosa cuestión de la ausencia de cuerdas vocales en los perros de Cerbère.

Dos Caballos apuntó finalmente en dirección al sur, va ya por carreteras frecuentadas, por aquí no parece faltar el combustible, gasolina, gasóleo, pero pronto se vio obligado a reducir su experta andadura, ante él avanza, lentamente, una fila que no acaba, otros automóviles, camiones de carga y de línea, motos, bicicletas, mobiletes, vespas, carros tirados por mulas, burros montados, pero no va Roque Lozano en ninguno de ellos, y gente por su pie, mucha, unos hacen auto-stop, otros ostensiblemente desprecian los transportes como si fuesen cumpliendo penitencia o voto, voto lo más probable, y no vale la pena preguntarles adónde van, no precisan llamarse Pedro Orce para tener el mismo pensamiento y deseo de ver pasar Gibraltar a lo lejos desgarrado, les basta con ser españoles, y aquí hay muchos. Vienen de Córdoba, de Linares, de Jaén, de Guadix, ciudades principales, pero también de Higuera de Arjona, de El Tocón, de Bular Bajo, de Alamedilla, de Jesús del Monte, de Almácegas, desde todas partes parecen haber enviado delegaciones, esta gente ha sido muy paciente, desde mil setecientos cuatro, echen cuentas, si Gibraltar no va a ser para nosotros, que nos hacemos a la mar, que no sea tampoco para los ingleses. Es tan ancho el río humano que la policía de tráfico tuvo que abrir una tercera vía descendente donde era posible, raros son los que van al norte, sólo por fuerte razón, muerte o enfermedad, e incluso así los miran con desconfianza, suspectos de anglofilia, quizá quieren esconder lejos el dolor de tal desgarre geológico y estratégico.

Pero este día, para el común de las gentes, es de fiesta mayor, semana tan santa como la otra, y hay furgonetas que llevan Cristos, trianas y macarenas, bandas de música, con los instrumentos brillando al sol, y se ven en el lomo de los burros mazos de cohetes y bombas de palenque, si alguien les acerca la punta encendida de un pitillo volarán, como Clavileño, hasta la segunda y tercera regiones del aire, y a la del fuego, donde se chamuscarían las barbas de Sancho, si, de tan confiado como suele ser, acepta ser engañado otra vez. Las muchachas van vestidas con lo mejor que tienen en galas y lozanías, con mantillas y mantones, y los viejos, cuando ya no pueden andar, van a cuestas de los más mozos, hijo eres, padre serás, lo que hicieras te harán, hasta que para un vehículo cualquiera y sigue la marcha, suavizado el cansado cuerpo, todos camino de la costa, de las playas, mejor aún de los puntos altos sobre el mar, para poder ver por entero el peñón maldito, qué pena que no se puedan oír a esta distancia los gritos de los monos, desorientados al faltarles la vista de la tierra. A medida que el mar se aproxima, el tráfico se hace más difícil, ya hay quien abandona los coches y sigue a pie, o pide lugar a los que van en carro o en burro, ésos no pueden abandonar a los animales a su naturaleza, tienen que cuidarlos, darles de beber, acercarles al hocico el cuévano de la paja y de la algarroba, los mismos policías comprenden la situación, es gente de procedencia rural, las órdenes son que se queden los camiones y los coches en los arcenes, los animales pueden seguir, y también están autorizadas las motos, las bicicletas, las vespas y las mobiletes, son ingenios que tienen artes de insinuación fácil por vía de su menor corpulencia. Las bandas de música, pie a tierra, ensayan los primeros pasodobles, un cohetero más animado o patriota lanzó prematuramente una bomba de gran poder, pero fue reprendido por sus colegas, que no estaban dispuestos a quemar su fuego sin razones a la vista. Dos Caballos paró también, era en el cortejo el único automóvil portugués, es decir, de matrícula portuguesa, ver Gibraltar perdido en el mar es algo que ni le va ni le viene, su dolor histórico se llama Olivença y este camino no lleva allí. Se ve gente perdida, mujeres que llaman a sus maridos, niños que buscan a sus padres, pero todos, afortunadamente, acabarán encontrándose, si este día no es de risas, de lágrimas no va a ser tampoco, queriéndolo Dios y su Hijo Cachorro. También andan por ahí unos perros olfateando, pocos son los que ladran, a no ser cuando se meten en querella unos con otros, de Cerbère no hay ninguno. Y dos burros que parecen sueltos, sin amo en las proximidades, los aprovecharon imprudentemente Pedro Orce, Joaquim Sassa y José Anaiço, alternándose, uno a pie, dos descansados, pero no les duró mucho la comodidad, los burros eran de una compañía de gitanos que iban hacia el norte, poco les importa a ellos Gibraltar, y si no fuera porque Pedro Orce es español, y de los más antiguos y explicados, hubiera corrido allí sangre portuguesa.

A lo largo de la costa el campamento no tiene fin, es una romería, miles y miles de personas con los ojos clavados en el mar, hay quien sube a los tejados y árboles altos, por no hablar de otros tantos mil que no quisieron venir tan lejos, se quedaron, con anteojos y binoculares, en los altos de la sierra Contraviesa o en las faldas de la sierra Nevada, aquí nos interesan sólo las personas más simples, las que tienen que poner la mano sobre las cosas para reconocerlas, tan cerca no podrán llegar éstos, pero hicieron lo que pudieron. José Anaiço, Joaquim Sassa y Pedro Orce vinieron con ellos, por humor apasionado de Pedro Orce y cordial franqueza de los otros, están ahora sentados en unas piedras que dan al mar, la tarde acaba y Joaquim Sassa es quien dice, pesimista según ya confesó, Como Gibraltar pase de noche, ha sido el viaje en vano, Veremos las luces por lo menos, argumentó Pedro Orce, y hasta será más bonito, ver el peñón alejándose como un barco iluminado, entonces, sí, se justificará el fuego de artificio completo, Con lluvias, cascadas, girándulas, que así las llaman allí, mientras pálidamente se pierde el peñón en la distancia, se hunde en la oscura noche, adiós, adiós que no te vuelvo a ver. Pero José Anaiço abrió el mapa en las rodillas, garabateó cuentas con lápiz y papel, las repitió una tras otra para más seguridad, volvió a comprobar la escala, hizo la prueba del nueve y la real, y dijo al fin, Gibraltar, amigos míoS, va a tardar diez días en pasar por aquí, sorpresa incrédula de los compañeros, entonces él les presentó las aritméticas, no necesitó siquiera invocar su autoridad de maestro diplomado, ciencias como éstas, afortunadamente, están ya al alcance de las entendederas más rudimentarias, Si la península, o isla, o lo que sea, se desplaza a una velocidad de setecientos cincuenta metros por hora, recorrerá dieciocho kilómetros diarios, ahora bien, desde la bahía de Algeciras hasta aquí donde estamos, en línea recta, son casi doscientos kilómetros, hagan cuentas, que son fáciles de hacer. Ante la demostración irrefutable, Pedro Orce inclinó la cabeza vencido, y hemos venido, y vino toda esa gente corriendo porque había llegado el día glorioso, hoy vamos a escarnecer la Piedra Mala, y ahora tendremos que estar diez días a la espera, ningún incendio puede durar tanto, y si fuésemos al encuentro del peñón por las carreteras de la costa, propuso Joaquim Sassa, No, no vale la pena, respondió Pedro Orce, esas cosas exigen su momento justo, mientras no disminuye el entusiasmo, es ahora cuando debería estar pasando ante nuestros ojos, ahora que estamos exaltados, lo estuvimos, no lo estamos ya, Qué vamos a hacer entonces, preguntó José Anaiço, Vámonos, No quiere quedarse, Después del sueño, no se puede vivir el sueño, Pues de acuerdo, saldremos mañana, Tan pronto, Tengo que volver a la escuela, Y yo a la oficina, Y yo a la farmacia, siempre.

Fueron en busca de Dos Caballos, pero mientras buscan y tardan en encontrarlo conviene decir ya que miles de personas que no tendrán ni voz ni voto en esta historia, que ni siquiera llegarán a ser figurantes en el fondo del escenario, miles de personas no se moverán de allí durante esos diez días y diez noches, comerán de sus mochilas, y luego, cuando al segundo día se acabaron, fueron a comprar lo que había por aquellas tierras, y lo cocinaron al aire libre, en grandes hogueras que eran como almenaras de otras eras, y aquellos a quienes se les acabó el dinero ni siquiera así pasaron hambre, donde come uno comen todos, estamos en tiempo de hermandad recomenzada, si es humanamente posible haber sido y volver a ser. Esta fraternidad admirable no la van a experimentar Pedro Orce, José Anaiço y Joaquim Sassa, dieron la espalda al mar, ahora es su turno de ser observados con desconfianza por aquellos, muchos, que siguen bajando.

Cayó la noche entretanto, se encienden las primeras lumbres, Vámonos, dice José Anaiço. Pedro Orce viajará callado en el asiento de atrás, triste, con los ojos cerrados, será ahora o nunca, mejor oportunidad no tendremos de recordar el dicho portugués, Adónde vas, Voy a la fiesta, De dónde vienes, Vengo de la fiesta, hasta sin ayuda de signos de exclamación se ve en seguida la diferencia que hay entre la alegre expectativa de la primera respuesta y la desencantada fatiga de la segunda, sólo en la página en que quedan escritas parecen iguales. Durante todo el camino sólo cruzaron dos palabras, Cenen conmigo, salieron de la boca de Pedro Orce, es su deber hospitalario. José Anaiço y Joaquim Sassa no creyeron necesario responder, alguien dirá que eso fue mala educación, pero poco sabe ése de naturalezas humanas, otro más informado juraría que estos tres hombres se han hecho amigos. Es noche cerrada cuando entran en Orce. Las calles, a esta hora, son un desierto de sombras y silencio, Dos Caballos queda a la puerta de la farmacia, bueno es que lo dejen descansar, mañana volverá a la carretera llevando carga de tres hombres, como decidirán dentro de la casa, alrededor de la mesa, con sencilla comida en los platos, que también Pedro Orce vive solo y no ha habido tiempo para mejores gastronomías. Pusieron la televisión, ahora dan noticias de hora en hora, y vieron Gibraltar, no sólo separado de España, sino apartado ya de ella varios kilómetros, como una isla en desamparo en medio de las aguas, transformado, ay de él, en pico, pan de azúcar, o arrecife, con sus mil cañones sin blanco ni servicio. Pueden empeñarse en abrir nuevas saeteras en el lado norte, quizá con eso quede lisonjeado el orgullo imperial, pero será dinero tirado al mar, tanto en sentido propio como figurado. Imágenes impresionantes fueron, sin duda, pero en nada comparables al impacto causado por una serie de fotografías de satélite que mostraban el progresivo ensanchamiento del canal entre la península y Francia, ponía la piel de gallina y erizaba el pelo ver tan extrema fatalidad, mayor que la fuerza humana, que aquello ya no era canal sino agua abierta, por donde navegaban los barcos a sus anchas, en mares, éstos sí, nunca antes navegados. Claro que el desplazamiento no se podía observar, a esta altura una velocidad de setecientos cincuenta metros por hora es imperceptible a vista desarmada, pero, para el observador, era como si la gran masa de piedra se desplazase dentro de su cabeza, hubo gente sensible a punto de desmayarse, otros se quejaban de mareos. Y había imágenes registradas a bordo de los infatigables helicópteros, la gigantesca escarpadura pirenaica, cortada a plomo, y el hormiguero menudo de las gentes que caminaban hacia el sur, como una súbita migración, sólo para ver Gibraltar aguas abajo, ilusión óptica, que nosotros sí que vamos llevados por la corriente, y también, detalle pintoresco, apunte del reportaje, una bandada de estorninos, a millares, como una nube que se hubiese entremetido en el campo del objetivo, oscureciendo el cielo, Hasta las aves secundan la inquietud de los hombres, fue lo que el locutor dijo, secundan, cuando en la historia natural lo que se aprende es que las aves tienen sus razones propias para ir adonde les place o necesitan, no secundan Me ni Te, cuando mucho José, que dice, ingrato, Ya las había olvidado.

Mostraron también imágenes de Portugal, de la costa atlántica, con las olas batiendo contra los cantiles o removiendo los arenales, y había mucha gente oteando el horizonte, con aquel trágico ademán de quien se preparó desde siglos para lo ignoto y teme que al fin no venga, o sea igual a lo común y banal que todas las horas traen. Ahí están, como Unamuno dijo que estaban, la cara morena entre ambas palmas, clavas tus ojos donde el sol se acuesta solo en la mar inmensa, todos los pueblos que tienen la mar a poniente hacen lo mismo, éste es moreno, no hay otra diferencia, y navegó. Lírico, arrebatado, el locutor español declama, Vean a los portugueses, a lo largo de sus doradas playas, proa de Europa que fueron y dejaron de ser, porque del muelle europeo nos desprendimos, pero de nuevo hendiendo las olas del Atlántico, qué almirante nos guía, qué puerto nos espera, la última imagen mostró un chiquillo de pocos años tirando un guijarro al mar, con aquel arte del rebote que no precisa aprendizaje, y Joaquim Sassa dijo, Tiene la fuerza de su edad, la piedra no podrá ir más lejos, pero la península, o lo que sea, dio la impresión de avanzar aún con más vigor sobre el mar grueso, tan fuera de lo que suele en este tiempo estival. La última noticia la dio el locutor como de paso, sin darle demasiada importancia, Parece percibirse cierta inquietud entre la gente, muchos salen de sus casas, no sólo en Andalucía, ahí se sabe el motivo, y, teniendo en cuenta que la mayoría se dirige hacia el mar, se cree que se trata de un movimiento comprensible de curiosidad, en todo caso aseguramos a los telespectadores que en la costa no hay nada que ver, como acabamos de comprobar con aquellos portugueses todos miraban y nada veían, no hagamos como ellos. Dijo entonces Pedro Orce, Si tenéis sitio para mí, voy con vosotros. Se quedaron callados Joaquim Sassa y José Anaiço, no entendían la razón de que un español tan bien aconsejado quisiera ir a las tierras y playas de Portugal. La pregunta era buena y pertinente, y por ser dueño de Dos Caballos le correspondía a Joaquim Sassa hacerla, y Pedro Orce respondió, No quiero quedarme aquí, con este suelo temblando siempre bajo mis pies y la gente diciendo que son fantasías de mi cabeza, Probablemente sentirás lo mismo en Portugal, y lo mismo dirá allí la gente, dijo José Anaiço, y nosotros tenemos nuestras ocupaciones, No voy a ser una carga, me basta que me llevéis, me dejáis en Lisboa, adonde nunca fui, y un día de éstos regreso, Y tu familia, y la farmacia, Familia ya habréis visto que no tengo, soy el último, y en lo de la farmacia, tengo un mancebo de botica que se encargará de todo. No había más que discutir, ninguna razón para negarse, Por nosotros, encantados de que nos hagas compañía, esto lo dijo Joaquim Sassa, Lo malo será que te descubran en la frontera, recordó José Anaiço, Les digo que fui a dar una vuelta por España, no podía saber que me buscaban, y que voy a presentarme al gobernador civil, pero lo más seguro es que ni tenga que dar explicaciones, deben de estar más atentos a quien sale que a quien entra, Pasamos por otro puesto fronterizo, por lo de los estorninos, recordó José Anaiço, y, dicho esto, abrió el mapa sobre la mesa, toda la península Ibérica, dibujada y coloreada en el tiempo en que todo era tierra firme y cuando el callo óseo de los Pirineos reprimía cualquier tentación vagabunda, en silencio se quedaron los tres mirando la representación plana de esa parte del mundo como si no la reconociesen, Decía Estrabón que la península tiene forma de piel de toro, estas palabras las murmuró intensamente Pedro Orce y, pese a que estaba cálida la noche, Joaquim Sassa y José Anaiço sintieron un escalofrío, como si ante sus ojos se hubiese alzado el animal ciclópeo que iba a ser sacrificado y desollado para añadir al continente Europa un despojo que habría de sangrar por todos los tiempos de los tiempos.

El mapa desdoblado mostraba las dos patrias, Portugal y España, Portugal incrustado, suspenso, España desmandibulada al sur, y las regiones, las provincias, los distritos, y el gran cascajo de las ciudades mayores, la polvareda de villas y aldeas, pero no todas, que muchas veces es invisible el polvo al ojo desnudo, Venta Micena fue sólo un ejemplo. Las manos alisan y recorren el papel, pasan sobre el Alentejo y siguen hacia el norte, como si acariciaran un rostro, de izquierda a derecha, es el sentido de las agujas del reloj, el sentido del tiempo, las Beiras, Ribatejo antes que ellas, Galicia, Asturias, el País Vasco y Navarra, Castilla y León, Aragón, Cataluña, Valencia, Extremadura, la nuestra y la de ellos, Andalucía, donde aún estamos, el Algarve, entonces José Anaiço puso un dedo en la desembocadura del Guadiana y dijo, Entraremos por aquí.

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