XVI

Se constituyó el gobierno de salvación nacional de los portugueses, empezó a trabajar en seguida, habiendo ido el primer ministro, el mismo, a la televisión produjo una frase que registrará sin duda la historia, una cosa del género, Sangre, sudor y lágrimas, o, Enterrar a los muertos y cuidarse de los vivos, u, Honrad a la patria, que la patria os contempla, u, El sacrificio de los mártires hará germinar las mieses del futuro. En el caso que nos ocupa, y teniendo en cuenta las particularidades de la situación, el primer ministro sólo creyó conveniente decir, Portugueses, portuguesas, la salvación está en la retirada.

Pero alojar en las líneas de retaguardia del interior del país a los millones que habitan en la franja litoral era tarea de tan extrema complejidad que nadie tuvo la pretensión, no menos que estulta, de presentar un plan nacional de evacuación general capaz de integrar las iniciativas locales. Por ejemplo, con relación a la ciudad y término de Lisboa, el análisis de la situación y las medidas correspondientes partieron de un supuesto, objetivo y subjetivo, que puede resumirse así, La gran mayoría, y por qué no decirlo, la aplastante mayoría de los habitantes de Lisboa no han nacido allí, y los que allí nacieron se encuentran vinculados por lazos familiares al interior. Las consecuencias de tal hecho son amplias y decisivas, siendo la primera que unos y otros deberán trasladarse a sus lugares de origen, donde, por regla general, tienen aún parientes, con algunos puede que hayan perdido toda relación por circunstancias de la vida, pero aprovecharán esta oportunidad forzada para devolver la armonía a las familias, curando antiguas desavenencias, odios por herencias malas y partijas pésimas, cuestiones de maledicencia, la gran desgracia que se nos viene encima tendrá al menos la virtud de aproximar corazones. La segunda consecuencia, naturalmente derivada de la primera, se refiere al problema de la alimentación de los desplazados. E incluso ahí, y sin que el Estado se vea obligado a intervenir, representará la unidad familiar un gran papel, lo que, traducido a números, podría ser expresado por una actualización macroeconómica del viejo dicho, Donde comen dos, comen tres, conocida resignación aritmética y familiar para cuando se espera un hijo, ahora se dirá, en tono de mayor autoridad, Donde comen cinco millones, comen diez, y, con blanda sonrisa, Un país no es más que una gran familia.

Se quedarían sin recursos los solitarios, los sin familia, los misántropos, pero ni siquiera ésos estarán excluidos automáticamente de la sociedad, hay que tener confianza en las solidaridades espontáneas, en aquel irreprimible amor al prójimo que en todas las ocasiones se manifiesta, véase el ejemplo de los viajes en ferrocarril, especialmente los de segunda, cuando llega la hora de abrir el cesto o el fardel la madre de familia jamás se olvida de invitar a los desconocidos que ocupan los lugares próximos, Les apetece algo, pregunta, y si alguien acepta, no se le toma a mal, aunque lo que se espera es que todos respondan a coro, Gracias, que aproveche. La dificultad más embarazosa va a ser el alojamiento, una cosa es ofrecer un pastel de bacalao y un vaso de vino, otra, muy distinta, sería ceder la mitad de la cama donde vamos a dormir, pero si conseguimos meter en la cabeza de la gente que estos solitarios y abandonados son nuevas encarnaciones de Nuestro Señor, como en el tiempo en que andaba por el mundo disfrazado de pobre de pedir, probando la bondad de los hombres, entonces siempre se encontrará para ellos un desván, un rellano de escalera, un rincón en el sótano, o, ruralmente hablando, una teja y un montón de paja. Dios, esta vez, por mucho que se multiplique, será tratado como se debe al merecimiento de quien creó la humanidad.

Hemos hablado de Lisboa, con diferencia sólo cuantitativa en sus términos podríamos hablar de Porto o de Coimbra, de Setubal o de Aveiro, de Viana o de Figueira, sin olvidar esa minucia de villas y aldeas que están en todas partes, aunque en algún caso se suscite la perturbadora cuestión de saber adónde deben ir quienes viven precisamente en el lugar donde nacieron, y también los que, viviendo en tierra del litoral, nacieron en otra tierra del litoral. Llevado el quid al consejo de ministros, vino el portavoz con la respuesta, El gobierno confía en que el espíritu individual de iniciativa resuelva, quizá de manera original y con ulterior beneficio para todos, las situaciones que no pueden ser enmarcadas en el esquema nacional de evacuación y reinstalación de las poblaciones. Así superiormente autorizados para dejar de lado, por personales, esos destinos, limitémonos a referir, en cuanto a Porto, el caso de los jefes y colegas de Joaquim Sassa. Bastará decir que si él, por imperativo de la disciplina y consciencia profesional, hubiera vuelto a toque de rebato desde los montes gallegos, abandonando a su suerte amor y amigos, encontraría la oficina cerrada y en la puerta un letrero con el último aviso de la gerencia, Los empleados que regresen de vacaciones deberán presentarse en las nuevas instalaciones que abrimos en Peñafiel, donde esperamos continuar recibiendo los estimados pedidos de nuestra apreciada clientela. Y los primos de Joana Carda, los de Ereira, se encuentran ahora en Coimbra, en casa del primo abandonado, que no les puso buena cara, se comprende, es él el agraviado, todavía tuvo una vislumbre de esperanza, pensó que los primos venían por delante para preparar el regreso de la fugitiva, pero cuando, prolongándose la demora, preguntó, y Joana, la prima confesó contrita, No sabemos nada, estaba en casa, estuvo, pero desapareció antes de todo este pandemónium y no volvimos a tener noticias de ella, de lo que sabe acerca del resto de la historia se guarda mucho de hablar, pues, si con ese poco se quedó asombrado, qué no diría si la supiera toda.

Está pues el mundo en suspenso, en expectativa ansiosa, qué será, qué no será lo que va a ocurrir en las playas lusitanas y gallegas, occidentales. Pero, una vez más lo repetimos, aunque ya con cierta fatiga, no hay cosa mala que no traiga en la barriga una cosa buena, éste es al menos el punto de vista de los gobiernos de Europa, que vieron, de una hora a otra, al mismo tiempo que los salutíferos resultados de la represión antes relatada, cómo se abatía y casi se apagaba del todo aquel entusiasmo revolucionario de los jóvenes, a quienes sus sensatos progenitores están ahora diciendo, Ves, hijo mío, el peligro en que ibas a meterte si continuaras con aquella manía de ser ibérico, y el muchacho, al fin edificado, responde, Sí, papá. Mientras transcurren estas escenas de reconciliación familiar y pacificación social, los satélites geoestacionarios, regulados para mantener una posición relativa constante, emiten a la tierra fotos y mediciones, las primeras naturalmente invariables en cuanto a la forma del objeto en desplazamiento, las segundas registrando en cada minuto que pasa una reducción de cerca de treinta y cinco metros en la distancia que separa la isla grande de las islas pequeñas. En un tiempo como este nuestro, de aceleradores de partículas, treinta y cinco metros por minuto sería caso de risa como factor de preocupación, pero si recordamos que tras estas apacibles y blandas arenas, estos recortados y pintorescos litorales, estos acantilados miradores hacia el mar, vienen quinientos ochenta mil kilómetros cuadrados de superficie y un número incalculable, astronómico, de millones de toneladas, si, por hablar sólo de tierras, cordilleras y montañas, intentamos ver en nuestra idea lo que será la inercia de todos los sistemas orográficos de la península ahora puestos en movimiento, sin olvidar los Pirineos, pese a estar reducidos a la mitad de su antiguo tamaño, entonces tendremos forzosamente que admirar el coraje de estos pueblos de tantas sangres cruzadas, y alabar también en ellos un sentido fatalista de la existencia que, con la experiencia de los siglos, viene a condensarse en la notabilísima fórmula, Entre muertos y heridos, alguien se librará.

Lisboa es una ciudad desierta. Andan por ella patrullas del ejército, con apoyo aéreo de helicópteros, como en España y Francia se hizo en los momentos de la ruptura y durante los turbados días consiguientes. Mientras no los retienen, cosa que se calculaba hacer veinticuatro horas antes del momento previsible del choque, los soldados tienen por misión velar y vigilar, aunque realmente no vale la pena, dado que todos los valores fueron a su tiempo sacados de los bancos. Pero nadie perdonaría al gobierno que abandonara a una ciudad como ésta, bella, armoniosa, perfecta de proporciones y felicidad, como inevitablemente se dirá de ella después de ser destruida. Por eso los soldados están aquí como representación simbólica del pueblo ausente, la guardia de honor que dispare las salvas de ordenanza si es que hay tiempo para hacerlo en aquel instante supremo en que la ciudad se hunda en el agua.

Entretanto, los soldados van pegando tiros a los asaltantes y desvalijadores, aconsejan y orientan a las pocas personas que se empeñan en no abandonar sus casas y a aquellas que finalmente se decidieron a partir, y cuando encuentran, como ocurre de vez en cuando, locos vagando por las calles, de la especie de los mansos que, teniendo, por su mala suerte, licencia para salir del manicomio el día de la desbandada, y no habiendo sabido o entendido la orden de regreso, acaban quedándose a la buena de Dios, hay dos maneras de actuar. Ciertos mandos opinan que el loco es siempre más peligroso que el salteador, teniendo en cuenta que éste, al menos, conserva un juicio semejante al suyo. En tal caso no lo piensan dos veces y mandan abrir fuego. Otros, menos intolerantes, y sobre todo conscientes de la necesidad vital de distensiones nerviosas en tiempos de guerra o similar, autorizan a sus subordinados a que se diviertan un rato a costa del pobre loco, y luego lo dejan marchar en paz, cosa que no ocurre si en vez de loco es loca, no la dejarán en el mismo estado, debiéndose eso al hecho de no faltar entre la tropa, y también fuera de ella, quien abuse de la verificación elemental y obvia de que el sexo, instrumentalmente hablando, no esta en la cabeza.

Pero cuando en esta ciudad, por avenidas, calles y plazas, por barrios y jardines, no se vea una sola persona, cuando nadie se asome a las ventanas, cuando los canarios que todavía no hayan muerto de hambre y sed canten en el silencio absoluto de la casa o en el balcón hacia los patios desiertos, cuando las aguas de las fuentes y los surtidores brillen al sol sin que ninguna mano venga a mojarse en ellas, cuando los ojos de las estatuas, muertos, se vuelvan buscando ojos que los vean, cuando los portales abiertos de los cementerios muestren que no hay diferencia entre una ausencia y otra ausencia, cuando, en fin, la ciudad esté al borde del agónico minuto esperando a que una isla del mar venga a destruirla, entonces acontecerá la historia maravillosa y la milagrosa salvación del navegante solitario.

Hacía más de veinte años que el navegante andaba por las mares del mundo. Había heredado el barco, o lo compró, o se lo regaló otro navegante que también él navegó veinte años, y antes que éste, si las memorias no acaban confundiéndose al cabo de tanto tiempo, parece que también por veinte años un primer navegante surcó solitario los océanos. La historia de los barcos y de los marineros que los gobiernan está llena de peripecias, con terribles tempestades y calmas tan amedrentadoras como el peor de los tifones, y, para que no les falte el ingrediente romántico, suele decirse, y sobre la cuestión hasta canciones se han compuesto, que en cada puerto hay siempre una mujer a la espera del marino, manera particularmente optimista de contemplar la vida, pero que los hechos y las decisiones de la mujer generalmente desmienten. El navegante solitario, cuando desembarca, es para hacer aguada, comprar tabaco y piezas de motor, o para abastecerse de aceite y carburante, farmacia, agujas de vela, comprar un plástico contra la lluvia y el rocío, anzuelos, sedal, el diario del día para confirmar lo que ya sabe, que no vale la pena, pero nunca, jamás, el navegante solitario puso pie en tierra con objeto de llevarse mujer para que le sirva de compañía en su navegación. Si realmente ocurre que en el puerto hay una mujer a su espera, absurdo sería que la desdeñase, pero en general es ella quien quiere, y por el tiempo que entiende, nunca el navegante solitario le dice, Espérame que un día he de volver, no es petición que él se permitiera hacer, Espérame, ni él podría garantizar que va a estar de vuelta tal o cual día o alguna vez, y, si vuelve, cuántas veces le ocurriría encontrar el muelle desierto, o, de haber mujer en él, está a la espera de otro navegante, y no será raro que faltando éste, sirva el que aparezca. La culpa, si hay que decirlo, no es de las mujeres ni de los navegantes, la culpa es de esa soledad que a veces no se aguanta, también ella puede llevar al navegante al puerto, y a la mujer al muelle.

Estas consideraciones son espirituales y metafísicas, pero no nos resistimos a hacerlas antes o después de los sencillos hechos, aunque no siempre ayudan a hacerlos más claros. Hablando con simplicidad, digamos que muy a lo largo de esta península que se ha convertido en isla ambulante navegaba el navegante solitario, con su vela y su motor, su radio y su catalejo, y esa paciencia infinita de quien un día decidió dividir su vida en mitad cielo y mitad mar. El viento, súbitamente, dejó de soplar, y él recogió la vela, cayó la brisa de repente, la ola amplia en la que el barco venía navegando pierde ímpetu de pronto, abate el lomo, antes de una hora estará el mar liso y calmo, llega a parecernos imposible que este abismo de agua, con miles de metros de profundidad, pueda mantenerse equilibrado sobre sí mismo, sin caer hacia un lado ni hacia el otro, la observación sólo parecerá estúpida a quien crea que todas las cosas en este mundo se explican por la simple razón de ser como son, lo que, evidentemente, se acepta, pero no basta. El motor está funcionando, tunc-tunc, tunc-tunc, el mar, hasta donde los ojos llegan, corresponde, centelleo por centelleo, a la clásica imagen del espejo, y el navegante, pese a haber disciplinado durante años el sueño y la vigilia, cierra los ojos, amodorrado bajo el sol, y se queda dormido, tal vez creyera que unos minutos o unas horas, y fueron sólo segundos, despertó sacudido por lo que le pareció un gran estruendo, en el instante del sueño soñó que había abordado los restos de un animal, una ballena. Estremecido, con el corazón latiendo sin ritmo, buscó el origen del ruido, y no se dio cuenta de que el motor se había parado. El repentino silencio lo despertó, pero el cuerpo, para poder despertar de modo más natural, había inventado un leviatán, un choque, un trueno. Motores averiados, en mar y en tierra, es de lo que más se encuentra, de uno sabemos que no tiene ya remedio, se le partió el alma y fue abandonado en un cobertizo expuesto a todos los vientos, allá en el norte, donde está cubriéndose de herrumbre. Pero este navegante no es como aquellos automovilistas, es experto y entendido, compró las piezas importantes la última vez que tocó tierra y mujer, va a desmontarlo hasta donde le sea posible, auscultar el mecanismo. Será trabajo perdido. El mal está en las bielas y profundidades, los caballos de este motor están heridos de muerte.

La desesperación, lo sabemos todos, es humana, no consta en la historia natural que los animales desesperen. Pero el mismo hombre, inseparable de la desesperación, se habituó a vivir con ella, la aguanta en la última línea de la frontera, y no será porque se averíe un motor en medio del mar por lo que el navegante se tire de los pelos, implore a los cielos o contra ellos se lance en maldiciones e improperios, tan inútil un acto como el otro, el remedio es esperar, quien se llevó el viento volverá a traerlo. Pero el viento, que se fue, no volvió. Pasaron las horas, llegó la noche serenísima, nació otro día, y el mar no se mueve, un leve hilo de lana casi suspenso caería como si de plomo fuese, no hay mínimo balanceo en el agua, es una barca de piedra sobre una losa de piedra. El navegante no está preocupado, no es ésta su primera encalmada, pero la radio ahora, inexplicablemente, también ha dejado de funcionar, no se oye más que un zumbido, la onda de sustentación, si es que la hay, que no transporta más que un silencio, como si más allá de este círculo de agua cuajada el mundo se hubiera callado para asistir, de invisible manera, a la inquietud creciente del navegante, a la locura, tal vez a su muerte en el mar. No le faltan ni alimentos ni agua para beber, pero las horas pasan, cada una más larga que la anterior, el silencio se va ciñendo al barco como los anillos de una cobra sedosa, de vez en cuando el navegante pega con un garfio en la borda, quiere oír un sonido que no sea el de su propia sangre corriendo por las venas, espesa, o del corazón, del que a veces se olvida, y entonces se despierta después de haber creído que despertaba porque soñaba que estaba muerto. La vela está alzada contra el sol, pero la inmovilidad del aire retiene el calor, el navegante solitario tiene la piel quemada, los labios reventados. Pasó este día, y el siguiente fue igual. El navegante huye hacia el sueño, bajó a la pequeña cabina pese a estar como un horno, hay allí una sola cama, estrecha, prueba de que realmente este navegante es solitario, y, completamente desnudo, empapado en sudor, primero, después con la piel seca, erizada de estremecimiento, lucha con los sueños, una fila de árboles muy altos, oscilando al viento que bandea las hojas de lado a lado, y después de dejarlas regresa y vuelve a tomarlas, sin fin. El navegante despierta para beber agua, y el agua se acaba. Vuelve el sueño, los árboles ya no se mueven, pero una gaviota vino a posarse en el mástil.

Desde el horizonte avanza una masa inmensa y oscura. Cuando se acerque más se verán las casas a lo largo de las playas, los faros como dedos blancos levantados, una delgada línea de espuma, y más allá de la ancha desembocadura de un río, una gran ciudad alzada sobre colinas, un puente rojo que une las dos orillas, a esta distancia es como un trazo de una pluma sutil. El navegante continúa durmiendo, se ha hundido en la última modorra pero el sueño vuelve súbitamente, una brisa rápida agitó las ramas de los árboles, el barco osciló en la mareta de la barra, y engullido por el río, entró tierra adentro, a salvo del mar, inmóvil aún, pero la tierra no. El navegante solitario sintió en los huesos y en los músculos el balanceo, abrió los ojos, pensó, El viento, ha vuelto el viento, y, casi sin fuerzas, se dejó caer del camastro, se arrastró hacia fuera, le parecía que en cualquier momento iba a morir y en cualquier momento podía aún renacer, la luz del sol golpeó sus ojos, pero era luz de tierra, traía consigo lo que había podido arrancar de verde a los árboles, a la profundidad oscura de los campos, a los colores suaves de las casas. Estaba a salvo, y primero no sabía cómo, el aire no se movía, el soplo del viento fue una ilusión. Tardó tiempo en comprender que lo había salvado una isla entera, la antigua península que navegara a su encuentro y le abría los brazos de un río. Tan imposible parece, que al mismo navegante solitario, que hace tantos días oyó las noticias de la falla geológica, pese a saber que estaba en la ruta de la nave terrestre, nunca se le ocurrió la idea de que pudiera ser salvado de este modo, por primera vez desde que hay naufragios y perdidos en el mar. Pero en tierra no se veía a nadie, en las cubiertas de los barcos fondeados o atracados no aparecía una silueta, el silencio era de nuevo el del mar cruel, Esto es Lisboa, murmuró el navegante, pero dónde está la gente. Las ventanas de la ciudad brillan, se ven automóviles y autobuses parados, una gran plaza rodeada de arcadas, un arco triunfal al fondo con figuras de piedra y coronas de bronce, será bronce, por el color. El navegante solitario, que conoce las Azores y sabe encontrarlas tanto en el mapa como en el mar, recordó entonces que las islas se encontraban en la derrota de la colisión, lo que lo ha salvado a él las destruirá a ellas, lo que las va a destruir lo destruirá también a él si no se aparta rápidamente de estos lugares.

Viento ausente, motor parado, no puede remontar el río, la única salida es hinchar el bote neumático, lanzar el ancla para asegurar el barco, gesto inútil, ir a tierra a remo. Las energías vuelven siempre cuando la esperanza vuelve.

El navegante solitario se vistió para desembarcar, pantalón, camisa, un gorro en la cabeza, alpargatas, todo blanco de nieve, es el punto de honor del marinero. Arrastró la lancha neumática hasta los escalones inclinados del muelle, se quedó durante unos segundos parado, mirando, también a la espera de que le volvieran nuevas fuerzas, pero sobre todo para dar tiempo a que alguien apareciese desde las sombras de las arcadas, o que súbitamente los automóviles y los autobuses se pusieran en marcha y la plaza se llenase de gente, podía incluso acontecer que una mujer se adelantara sonriendo, suavemente ondulando las caderas al andar, sin exageración, sólo el insinuante llamamiento que turba la mirada y la palabra del hombre, mayormente si acaba de poner pie en tierra. Pero lo que desierto estaba, desierto continúa. El navegante comprendió al fin lo que le faltaba por comprender, Se han ido todos por el choque con las islas. Miró hacia atrás, vio su barco en medio del río, era ésta la última vez, estaba seguro, ni un acorazado se salvaría en aquel tremendo abordaje, qué puede hacer un cascarón de nuez velero, abandonado por su dueño. El navegante atravesó la plaza todavía entumecido por la larga inmovilidad, parece un espantajo con su piel quemada, el cabello erizado asomándole fuera del gorro, las alpargatas inseguras en sus pies. Levanta los ojos al acercarse al gran arco, ve las letras latinas, Virtutibus Majorum ut sit omnibus documento P.P.D., nunca ha aprendido latín, pero vagamente entiende que el monumento está dedicado a las virtudes de los antepasados de este pueblo, y avanza por una calle estrecha bordeada de casas iguales, hasta salir a otra plaza, más pequeña, con un edificio griego o romano al fondo, y en medio dos fuentes con mujeres desnudas, de hierro, el agua corre, y él siente de repente la gran sed, el deseo de hundir la boca en aquella agua y el cuerpo en aquella desnudez. Va con las manos extendidas, como en delirio, o en sueño, o en trance, va murmurando, no sabe lo que dice, sólo sabe lo que quiere.

La patrulla apareció en la esquina, cinco soldados mandados por un alférez. Vieron al loco andar como un loco, le oyeron decir incoherencias de loco, ni hubo siquiera que dar la orden. El navegante solitario quedó tendido en el suelo, aún le faltaba mucho camino para llegar al agua. Las mujeres, como sabemos, son de hierro.

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