XXI

Los caballos están cansados, no acaban las cuestas, y todas son de subir, José Anaiço y Joaquim Sassa fueron a hablar con Pedro Orce, con mucho tacto y cuidado para no confundir unas razones con otras, querían preguntarle si él consideraba suficiente lo que del Pirineo estaba visto, o si quería continuar más para arriba, hacia las alturas superiores, y Pedro Orce les respondió que no eran tanto las alturas lo que le atraía, sino el fin de las tierras, aunque no ignoraba que desde el fin de las tierras siempre se ve el mismo mar, Por eso no fuimos hacia Donostia, qué gracia iba a tener ver la playa cortada, estar en la punta de las arenas con agua a un lado y al otro, Pero para ver el mar así desde tan arriba, no sé si los caballos van a aguantar, dijo José Anaiço, No necesitamos subir a dos mil o tres mil metros, suponiendo que haya carreteras en los picos, pero realmente me gustaría que siguiéramos subiendo, hasta ver. Abrieron el mapa, Joaquim Sassa dijo, Debemos estar por aquí, más o menos, el dedo viajó de Navascués a Burgui, luego se movió hacia la frontera, No parece que haya grandes alturas por aquí, la carretera va bordeando un río, el Esca, luego lo deja y sube, y ahí sí que puede complicarse la cosa, al otro lado hay un pico de más de mil setecientos metros, Hay, no, había, dijo José Anaiço, Claro, había, concordó Joaquim Sassa, le pediré a María unas tijeras para cortar el mapa por la frontera, Podemos intentar ese camino, si resulta muy difícil para los caballos, nos volvemos atrás, dijo Pedro Orce.

Tardaron dos días en llegar a donde querían. Por la noche oyeron aullar a los lobos en los cerros, y sintieron miedo. Gentes de tierras bajas, comprendieron al fin el peligro en que estaban, si las fieras llegaban al campamento empezarían por matar a los caballos, luego les tocaría a las personas, y no tenían siquiera un arma de fuego para defenderse. Pedro Orce dijo, Por mi culpa corremos estos peligros, volvámonos, pero María Guavaira respondió, Seguiremos, ahí está el perro para defendemos, Un perro no puede hacer nada frente a una manada de lobos, recordó Joaquim Sassa, Éste si puede, y, por extraordinario que el caso parezca a quien de estas materias sepa más que el narrador, María Guavaira tenía razón, que una noche se acercaron los lobos, los caballos aterrorizados empezaron a relinchar, una aflicción, y a dar tirones a las cuerdas que los sujetaban, los hombres y las mujeres buscaban donde abrigarse del asalto, sólo María Guavaira seguía diciendo, aunque trémula, No vendrán, y repetía, No vendrán, la hoguera ardía alta, que así la mantenían en la noche insomne, y los lobos no se acercaron más, el perro parecía crecer en el círculo de luz, a causa de las sombras movedizas era como si se le multiplicaran las cabezas, las lenguas y los dientes, todo eran ilusiones ópticas, y el cuerpo engrosaba, se hinchaba desmedido, los lobos continuaban aullando, sí, pero de su miedo de lobos.

Estaba cortada la carretera, cortada en el sentido literal de la palabra. A derecha e izquierda los montes y los valles se interrumpían súbitamente, en una línea nítida, como un corte de navaja o un recorte de cielo. Los viajeros habían dejado la galera atrás, guardada por el perro, y avanzaban con temor y prudencia. A unos cien metros del corte había un puesto de aduanas. Entraron. Aún quedaban allí dos máquinas de escribir, una de ellas con una hoja en el carro, un formulario de aduana, con algunas palabras escritas. El viento frío entraba por una ventana abierta y revolvía los papeles caídos en el suelo. Había plumas de ave. Es el fin del mundo, dijo Joana Carda, Pues vamos a ver cómo acabó, dijo Pedro Orce. Salieron. Andaban con cuidado, preocupados por la posibilidad de que aparecieran grietas en el suelo que previniesen de una inestabilidad del terreno, fue José Anaiço quien tuvo esa idea, pero la carretera aparecía lisa y continua, sólo con las irregularidades resultantes del uso. A diez metros del corte, Joaquim Sassa dijo, Es mejor que no avancemos de pie, porque puede venimos un mareo, yo voy a gatas. Lo mismo hicieron todos, y siguieron avanzando, apoyándose primero en las manos y las rodillas, luego arrastrándose, sentían que el corazón les latía de miedo y ansiedad, llevaban el cuerpo cubierto de sudor, pese al frío intenso, y dudaban si serían capaces de asomarse al borde del abismo, pero ninguno de ellos quería mostrarse débil, yen una especie de sueño se encontraron mirando al mar, a casi mil ochocientos metros de altura, con un escarpe cortado a pico, en vertical, y el mar refulgente, las olas minúsculas a lo ancho, y la espuma blanca, una línea de espuma, de las olas oceánicas que golpeaban contra la montaña y parecían querer empujarla. Pedro Orce gritó, exaltado, con jubiloso dolor, Es el fin del mundo, repetía las palabras de Joana Carda, las repetían todos, Dios mío, la felicidad existe, dijo la voz desconocida, y puede que no sea más que esto, mar, luz y vértigo.

El mundo está lleno de coincidencias, y si una cosa no coincide con otra que le esté próxima, no neguemos por eso las coincidencias, sólo quiere decir que la cosa coincidente no está a la vista. En el momento exacto en que los viajeros se inclinaban para ver el mar, la península se detuvo. Nadie allí se dio cuenta de lo que había ocurrido, no hubo ningún tirón de frenos, ninguna señal súbita de inestabilidad del equilibrio, ninguna impresión de rigidez. Sólo dos días después, habiendo descendido de las alturas magníficas, al llegar al primer lugar habitado tuvieron información de la formidable noticia. Pero Pedro Orce dijo, Si dicen que se ha parado, será verdad, pero la tierra sigue temblando, y eso lo juro yo, por mí y por este perro. La mano de Pedro Orce descansaba sobre el lomo del perro Constante.

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