XXIV

Ya no es la piel desollada del toro sino un guijarro gigantesco, que tiene la forma de uno de aquellos artefactos de sílex que usaban los hombres prehistóricos, lascado a golpes pacientes, sucesivos, hasta convertirlo en una herramienta de trabajo, la parte superior llena y compacta para recibir lo cóncavo de la mano, la inferior en punta para las tareas de rascar, excavar, cortar, marcar, dibujar, y también, y hasta hoy no hemos logrado aún escapar de la tentación, herir y matar. La península detuvo su movimiento de rotación, baja ahora a plomo, en dirección al sur, entre África y la América Central, como debería haber dicho el consejero del presidente, y su forma inesperada para quien aún tenga en los ojos su antigua posición, parece gemela de los dos continentes que tiene al lado, vemos Portugal y Galicia al norte, ocupando toda la anchura, de occidente a oriente, luego la gran masa se va estrechando, a la izquierda hay aún un saliente en panza, Valencia y Andalucía, a la derecha la costa cantábrica, y, en la misma línea, la muralla de los Pirineos. El pico de piedra, la proa cortadora, es el cabo de Creus, traído de las aguas mediterráneas para estos mares encrespados, tan lejos del ciclo natal, él que fue vecino de Cerbère, aquella población francesa de la que tanto se habló al inicio de este relato.

Baja la península, pero lentamente. Los sabios, aunque con mucha prudencia, prevén que el movimiento está a punto de detenerse, fiados en la universal evidencia de que si el todo, como tal, nunca se detiene, las partes que lo componen e han de detenerse algún día, siendo demostración de este axioma la vida humana, riquísima, como se sabe, en posibilidades comparativas. Con tal anuncio de la ciencia, nació el juego del siglo, una idea surgida al mismo tiempo en todo el mundo, y que consistió en establecer un sistema de apuestas dobles sobre el momento y el lugar en que se operará la suspensión del movimiento, una hipótesis para entenderlo mejor, si será a las diecisiete horas, treinta y tres minutos y cuarenta y nueve segundos, hora local del apostante, claro está, y el día, mes y año, y las coordenadas, limitadas a la indicación del meridiano, en grados, minutos y segundos, sirviendo como referencia el ya mencionado cabo de Creus. Estaban en juego trillones de dólares, y si alguien acertara ambos resultados, es decir, el preciso instante y el exacto lugar, lo que, según el cálculo de probabilidades era poco menos que impensable, esa persona de presciencia casi divina se vería en posesión de la mayor riqueza que se hubiera podido reunir jamás sobre la faz de la tierra, que tantas riquezas ha visto. Se comprende que nunca haya habido juego más terrible que éste, porque cada minuto que pasa, cada milla recorrida, reduce el número de apostantes con probabilidades de ganar, aunque deba advertirse que son muchos los excluidos que vuelven a apostar, haciendo así crecer el bote hasta cifras astronómicas. Claro que no todos consiguen reunir el dinero para una nueva apuesta, claro que mucha gente no halla más salida que el suicidio para el estado de ruina al que los llevó el juego. La península baja hacia el sur dejando tras de sí un rastro de muertes de las que es inocente, mientras en el vientre de sus mujeres van creciendo esos millones de criaturas que inocentemente engendró.

Pedro Orce anda inquieto, desasosegado. Habla poco, se pasa horas fuera del campamento, regresa extenuado y no come, sus compañeros le preguntan si está enfermo, y él responde, No, no estoy enfermo, sin más explicaciones. Las pocas palabras que dice las reserva para Roque Lozano, siempre son conversaciones sobre la tierra de ambos, como si no supieran de otro tema. El perro lo acompaña a todas partes, se ve que la agitación del hombre ha contagiado al animal, antes tan plácido. José Anaiço ya le ha dicho a Joana Carda, Si éste se cree que va a repetir la historia, está equivocado, ahí lo tienes, haciéndose el hombre solo y abandonado, luego viene la mujer caritativa y aliviadora de acumulaciones glandulares, y ella responde con una sonrisa alegre, Tú sí que estás equivocado, que el mal de Pedro Orce, si es que lo tiene, será otro, Cuál, No lo sé, pero lo que te aseguro es que no anda tirándonos los tejos, esto una mujer lo ve en seguida, Entonces, lo mejor será hablar con él, obligarle a que nos diga qué le pasa, quizá esté enfermo de verdad, Quizá, pero ni eso es seguro.

Caminan por la sierra de Alcaraz, hoy acamparán a la altura de una aldea que se llama, de acuerdo con la información del mapa, Bienservida, al menos de nombre ya lo es. En el pescante Pedro Orce le dice a Roque Lozano, Desde aquí no falta mucho para entrar en la provincia de Granada, si fuéramos hacia allí, Mi tierra está aún lejos, Ya llegarás, Llegaré, pero me gustaría saber si valdrá la pena, Esas cosas sólo luego las sabemos, dale un toque ahí al pigarzo, que va descompasado. Roque Lozano sacudió las riendas, tocó con la punta de la tralla los cuartos traseros del caballo, casi una caricia, y Pig, obediente, ajustó el trote. Dentro de la galera van las parejas, hablan en voz baja, y dice María Guavaira, Tal vez preferiría quedarse en casa y no se atreve a decírnoslo, tiene miedo de que nos ofendamos, Puede ser, respondió Joaquim Sassa, debemos hablar con él francamente, decirle que lo entendemos, y que no se lo tomamos a mal, aquí no hay juramento ni contrato para toda la vida, amigos somos, amigos quedamos, un día volveremos a visitarlo, Ojalá no pase de eso, murmuró Joana Carda, Se te ocurre otra cosa, No, es sólo un presentimiento, Qué presentimiento, preguntó María Guavaira, Pedro orce va a morir, Todos estamos muriendo siempre, Pero él será el primero.

Bienservida queda fuera de la carretera principal. Hicieron allí su negocio, compraron algunos alimentos, renovaron las reservas de agua y, como era aún temprano, volvieron al camino. Pero no se alejaron mucho. Un poco más allá había una ermita, de Turruchel llamada, lugar ameno para pasar la noche, allí hicieron alto. Pedro Orce bajó del pescante, contra lo habitual lo ayudaron José Anaiço y Joaquim Sassa, que saltaron de la galera apenas paró, y dijo, al tiempo que aceptaba las manos que le tendían, Qué pasa, amigos, aún no estoy inválido, no se dio cuenta que la palabra amigos llenó súbitamente de lágrimas los ojos de los dos, estos hombres que guardan en el pecho el dolor de una infidelidad, pero que reciben en sus brazos el cuerpo cansado que se les entrega, pese a la orgullosa declaración, hay siempre una hora en que el orgullo no tiene más que palabras, es sólo palabras. Pedro Orce pone pie en tierra, da unos pasos, y se detiene, con una expresión de asombro en el rostro, en el gesto, como si lo inmovilizara y ofuscase una luz intensa, Qué tienes, preguntó María Guavaira acercándose, Nada, no es nada, Te sientes mal, preguntó Joana Carda, No, es otra cosa. Se inclinó, apoyó en el suelo las dos manos, luego llamó al perro Constante, le puso la mano en la cabeza, con los dedos recorrió el cuello del animal, luego siguió a lo largo del espinazo, el lomo, la grupa, el perro no se movía, pesaba sobre la tierra como si quisiera enterrar en ella las patas. Ahora Pedro Orce se ha tumbado por completo, la cabeza blanca apoyada en un matorral del que salían unos retoños que darán flores en tiempo que debiera ser de invierno, Joana Carda y María Guavaira se arrodillaron a su lado, le sostuvieron las manos, Qué tienes, te duele algo, le dolía, tenía un dolor muy grande si era eso lo que revelaba la expresión de su rostro, abría mucho los ojos y miraba al cielo, las nubes que pasaban, para verlas no precisaban María Guavaira y Joana Carda mirar hacia arriba, bogaban lentamente en los ojos de Pedro Orce como las luces de las calles de Porto se habían deslizado en los ojos del perro, hace tanto tiempo, en qué vivir, y ahora están juntos, reunidos, más Roque Lozano, que tiene experiencia de la vida y de la muerte, el perro parece hipnotizado por la mirada de Pedro Orce, lo mira, con la cabeza baja y con el pelo encrespado como si fuera a enfrentarse con todas las manadas de lobos que en el mundo haya, y entonces Pedro Orce dijo con voz clara, palabra a palabra, Ya no la siento, la tierra, ya no la siento, se le oscurecieron los ojos, una nube cenicienta, plomiza, pasaba por el cielo, despacio, muy despacio, María Guavaira, con levísimos dedos, bajó los párpados de Pedro Orce, dijo, Está muerto, fue entonces cuando el perro se aproximó y gritó, como se dice que una persona aúlla.

Muere un hombre, y luego. Lloran los cuatro amigos, hasta Roque Lozano, de tan reciente fecha conocido, se frota furioso los puños contra los ojos, el perro gritó sólo una vez, ahora está de pie al lado del cuerpo, dentro de poco se acostará y apoyará la cabezota enorme sobre el pecho de Pedro Orce, pero hay que pensar y decidir qué hacemos con el cadáver, dice José Anaiço, Lo llevamos a Bienservida, se lo decimos a las autoridades, no podemos hacer más por él, y Joaquim Sassa recordó, Me dijiste un día que la sepultura de Antonio machado debería estar bajo una encina, hagamos lo mismo con Pedro Orce, pero fue Joana Carda quien dijo la última palabra, Ni a Bienservida ni al pie de un árbol, lo llevaremos a Venta Micena, vamos a enterrarlo en el lugar donde nació.

En su jergón atravesado va Pedro Orce. Están junto a él las dos mujeres, sostienen sus manos frías, estas manos que, ansiosas, apenas conocieron sus cuerpos, y en el pescante van los hombres, Roque Lozano conduce los caballos, creían que iban a tener descanso y ya están en camino, adentrándose en la noche, nunca tal cosa les aconteciera antes, puede que el alazán se acuerde de una otra noche, por ventura dormía y soñaba entonces que estaba atado para curarse con ungüento y relente una dolorosa matadura, cuando lo vinieron a buscar un hombre y una mujer, y el perro, lo liberaron de las trabas, no sabía si era ahí donde el sueño empezaba o acababa. El perro va debajo de la galera y debajo de Pedro Orce, como si lo llevara él, tal es el peso que siente sobre el cuello. Llevan una vela encendida, fijada en el arco de hierro que sostiene el toldo, delante. Tienen que andar aún más de ciento cincuenta kilómetros.

Los caballos sienten la muerte tras ellos, no precisan de otro látigo. El silencio de la noche es tan denso que apenas se oyen las ruedas de la galera sobre el suelo áspero de los viejos caminos, y el trote de los caballos suena sofocado como si llevaran los cascos envueltos en trapos. No habrá luna. Viajan en tinieblas, es el apagón, el negrum, la primera de todas las noches antes de que haya sido dicho, Hágase el sol, no fue grande la maravilla, pues Dios sabía que el diurno astro tendría forzosamente que nacer de ahí a dos horas. Desde que se inició el viaje van llorando María Guavaira y Joana Carda. A este hombre que llevamos muerto le dieron ellas su cuerpo misericordioso, con sus propias manos lo atrajeron hacia sí, le ayudaron y tal vez sean hijos suyos los que van en sus vientres estremecidos por los sollozos, Dios mío, Dios mío, cómo vienen ligadas todas las cosas de este mundo, y creemos nosotros que cortamos y atamos cuando queremos, por nuestra sola voluntad, ése es el mayor de los errores, cuando tantas lecciones nos han sido dadas en contrario, una raya en el suelo, una bandada de estorninos, una piedra lanzada al mar, un calcetín de lana azul, y todo como si lo mostráramos a ciegos, como si lo pregonásemos a gente endurecida y sorda.

Estaba aún el cielo oscuro cuando llegaron a Venta Micena. En todo el camino, casi treinta leguas, no encontraron un alma viva. Y Orce, adormecido, era un fantasma, las casas como paredes de laberinto, ventanas y puertas cerradas, el castillo de las Siete Torres, encima de los tejados, parecía una aparición sin consistencia. Las farolas del alumbrado público temblaban como estrellas a punto de apagarse, los árboles de la plaza, reducidos a troncos y ramas gruesas, podían ser lo que quedó de una selva petrificada. Pasaron frente a la farmacia, esta vez no necesitaban pararse, las indicaciones del itinerario estaban aún frescas en su memoria, Sigan todo derecho, hacia María, anden tres kilómetros después de pasadas las últimas casas, verán un pequeño puente, junto a un olivo, dentro de un momento voy para allá. Ya ha llegado. Pasada la última curva, vieron el cementerio, los muros blancos, la enorme cruz. Estaba el portalón cerrado, tenían que forzarlo. José Anaiço fue a buscar una palanca, la introdujo entre los batientes, pero María Guavaira lo tomó del brazo, No lo vamos a enterrar aquí. Señaló las colinas blancas, hacia el lado de la Cueva de los Rosales, donde se encontró el cráneo del europeo más antiguo, aquel que vivió hace más de un millón de años, y dijo, Se quedará allí, es el lugar que él habría elegido. Llevaron la galera hasta donde les fue posible, los caballos apenas podían andar ya, arrastraban las patas en el polvo. En Venta Micena no vive nadie que pueda asistir al funeral, todas las casas fueron abandonadas, casi todas están en ruinas. En el horizonte apenas se distingue la silueta de las serranías, aquellas que el hombre de Orce vio al morir, ahora es aún de noche, Pedro Orce está muerto, dentro de sus ojos quedó sólo una nube oscura, nada más.

Cuando la galera ya no pudo seguir avanzando, los tres hombres retiraron el cuerpo. María Guavaira ampara de un lado, Joana Carda tiene en la mano la vara de negrillo. Suben a lo alto de una colina, rasa en la parte superior, la tierra reseca se deshace bajo sus pies, se desliza por la pendiente, el cuerpo de Pedro Orce oscila, casi resbala y arrastra a los porteadores, pero consiguen izarlo hasta arriba, lo dejan en el suelo, están empapados en sudor, blancos de polvo. Es Roque Lozano quien abre la sepultura, pidió que le dejaran hacer ese trabajo, la tierra cede fácilmente, la palanca sirve de azadón, las manos sirven de pala. El cielo, por oriente, está aclarándose, la silueta imprecisa de la sierra se ha vuelto negra. Roque Lozano sale del agujero, se sacude las manos, se arrodilla y las mete por debajo del cuerpo, José Anaiço sostiene a Pedro Orce por los brazos, Joaquim Sassa lo levanta por los pies, y despacio lo van bajando a tierra, la sepultura no es muy honda, si un día vuelven los antropólogos a estos lugares no será difícil encontrarlo, dirá María Dolores, Aquí hay un cráneo, y el jefe de la brigada de excavadores echará un vistazo, No interesa, de ésos tenemos muchos. Cubrieron el cuerpo, alisaron el suelo para que se confundiera con la tierra de alrededor, pero tuvieron que alejar al perro que quería excavar con las uñas la sepultura. Luego Joana Carda clavó la vara de negrillo a la altura de la cabeza de Pedro Orce. No es cruz, como bien se ve, no es una señal fúnebre, es sólo una vara que perdió la virtud que tenía, pero aún puede servir para esto, ser reloj de sol en un desierto calcinado, tal vez árbol renacido, si un palo seco, clavado en el suelo, es capaz de milagros, echar raíces, liberar de los ojos de Pedro Orce la nube oscura, mañana lloverá sobre estos campos.

La península se detuvo, los viajeros descansarán aquí este día, la noche y la mañana siguiente. Llueve cuando se ponen en marcha. Llamaron al perro que durante todas estas horas no se ha apartado de la sepultura, pero no los siguió, Es lo de siempre, dijo José Anaiço, los perros se resisten a separarse del amo, a veces incluso se dejan morir. Se equivocaba. El perro Ardent miró a José Anaiço, después se alejó lentamente, con la cabeza gacha. No lo volverán a ver. El viaje continúa. Roque Lozano se quedará en Zufre, llamará a la puerta de su casa, He vuelto, ésa es su historia, alguien ha de querer contarla un día. Los hombres y las mujeres, éstos, seguirán su camino, qué futuro, qué tiempo, qué destino. La vara de negrillo está verde, tal vez florezca para el año que viene.


Fin

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