II

La primera grieta apareció en una gran laja natural, lisa como la mesa de los vientos, en algún lugar de estos montes Alberes que, en el extremo oriental de la cordillera, van descendiendo acompasadamente hacia el mar y por donde vagan ahora los desventurados canes de Cerbère, alusión nada descabellada en tiempo y lugar, pues todas estas cosas, hasta cuando no lo parecen, están trabadas entre sí. Expulsado, como queda dicho, de la pitanza doméstica, y forzado en consecuencia por necesidad a recordar en la memoria inconsciente las mañas de sus antepasados cazadores para conseguir atrapar algún gazapo extraviado, uno de esos canes, de nombre Ardent, gracias al finísimo oído de que está dotada la especie, habrá sentido restallar la piedra y, no murmurando sólo porque no puede, se acercó a ella, dilatando las narices, erizado el pelo, con tanta curiosidad como miedo. La hendidura, sutil, recordaría al observador humano una raya hecha con la punta afilada de un lápiz, muy diferente de aquel otro trazo con un palo, en tierra dura, o en el polvo suelto y blando, o en el barro, si con tales devaneos perdiésemos nuestro tiempo. Sin embargo, mientras el perro se acercaba, la grieta se fue ensanchando, se hizo más profunda y avanzó, desgarrando la piedra, hasta los extremos de la laja, y después de allá para acá, cabría dentro la mano entera, el brazo también en grosor y largura, si hubiese aquí hombre con valor para medir tal fenómeno. El perro Ardent rondaba inquieto, pero no podía huir, atraído por aquella serpiente de la que ya no se veía ni cabeza ni cola y súbitamente perdido, sin saber de qué lado quedarse, si en Francia, donde estaba, si en España, distante ya tres cuartas. Pero este perro, a Dios gracias, no es de los que se acomodan a las situaciones, la prueba es que, de un brinco, saltó sobre el abismo, con perdón de la evidente exageración expresiva, y se encontró del lado de acá, prefirió las regiones infernales, nunca sabremos qué nostalgias mueven el alma de un perro, qué sueños, qué tentaciones.

La segunda grieta, pero primera para el mundo, se inició a muchos kilómetros de distancia, en las cercanías del golfo de Vizcaya, no lejos de un lugar dolorosamente célebre en la historia de Carlomagno y sus Doce Pares, Roncesvalles llamado, donde murió Roldán soplando su olifante, sin Angélica ni Durandal que le acudieran. Allí, bajando a lo largo de la falda de la sierra de Abodi, por la banda del noroeste, corre un río, el Irati, que, nacido en Francia, va a desembocar en el Erro, español, afluente a su vez del Aragón, el cual es tributario del Ebro, que al fin llevará y lanzará al Mediterráneo las aguas de todos. En el fondo del valle, en la margen del Irati, hay una ciudad, Orbaiceta de nombre, y en la montaña existe un pantano, un embalse como allí dicen.

Es hora de explicar que cuanto aquí se diga o se venga a decir es verdad pura y puede comprobarse en cualquier mapa, a condición de que el tal mapa sea lo bastante minucioso como para mostrar informaciones de tan insignificante apariencia, pues la virtud de los mapas es ésa, exhiben la reductible disponibilidad del espacio, previenen que todo puede acontecer en él. Y acontece. Hemos hablado ya de la vara del destino, probamos ya que una piedra, aunque esté apartada de la línea de la marea más alta, puede acabar cayendo en el mar o regresar de él, ahora le toca el turno a Orbaiceta, donde, tras la agitación saludable causada por la construcción del embalse, hace ya años, volvió a instalarse la calma, ciudad de provincia navarra, adormecida entre montañas, ahora agitada de nuevo. Durante algunos días Orbaiceta fue el centro neurálgico de Europa, si no del mundo, allí se juntaron miembros de gobiernos, políticos, autoridades civiles y militares, geólogos y geógrafos, periodistas y mineralogistas, fotógrafos, operadores de televisión y cine, ingenieros de todas las disciplinas, observadores y curiosos. Pero la celebridad de Orbaiceta no durará mucho, sólo unos breves días, poco más que las rosas de Malherbe, y cómo podrían durar éstas siendo como son de mala hierba, pero de Orbaiceta hablamos, que no de otra cosa, y sólo hasta declararse en otra parte una celebridad mayor, siempre es así con las celebridades.

En la historia de los ríos nunca aconteció un caso tal, estar pasando el agua en su eterno pasar y de repente deja de pasar, como grifo súbitamente cerrado, por ejemplo, alguien está lavándose las manos en una bacía, quita el tapón del fondo, cierra el grifo, el agua se va sumiendo, baja, desaparece, lo que queda en la concha esmaltada pronto se evaporará. Explicándolo con palabras más propias, el agua del Irati se retiró como ola que de la playa re fluye y se aleja, el lecho del río quedó a la vista, piedras, lodo, limo, peces que saltando boquean y mueren, el súbito silencio.

Los ingenieros no estaban en el lugar cuando ocurrió el increíble hecho, pero se apercibieron de que algo anormal había ocurrido, los paneles, en los bancos de observación, indicaron que el río dejó de alimentar la gran bacía acuática. En un jeep fueron tres técnicos a averiguar el asombroso suceso, y, de camino, por la margen del embalse, examinaron las más diversas hipótesis posibles, no les faltó tiempo para eso en casi cinco kilómetros, y una de esas hipótesis era que un desprendimiento o corrimiento de tierras en la montaña hubiese desviado el curso del río, otra que fuese obra de los franceses, perfidia gala, pese al acuerdo bilateral sobre aguas fluviales y sus aprovechamientos hidroeléctricos, otra, y ésta la más radical de todas, que se hubiese agotado el manantial, la fuente, el hontanar, la eternidad que parecía ser y finalmente no era. En este punto se dividían las opiniones. Uno de los ingenieros, hombre sosegado, de la especie contemplativa, y que apreciaba la vida en Orbaiceta, temía que lo mandasen lejos, los otros se frotaban las manos de contento, a ver si los llevaban a uno de los embalses del Tajo, más cerca de Madrid, y de la Gran Vía. Debatiendo estas ansiedades personales llegaron al punto extremo del embalse, donde era el desaguadero, y el río no estaba allí, sólo un menguado hilillo de agua que aún rezumaba de las tierras blandas, un borboteo de agua cenagosa que no tendría fuerza ni para mover una aceña. Dónde rayos se habrá metido el río, eso dijo el conductor del jeep, y no se podría ser más expresivo y riguroso. Perplejos, atónitos, desconcertados, inquietos también, los ingenieros volvieron a discutir entre sí las ya explicadas hipótesis, y hecho esto, comprobada la inutilidad práctica de la prosecución del debate, regresaron a los despachos del pantano, siguieron luego hacia Orbaiceta, donde los esperaba la jerarquía, informada ya de la mágica desaparición del río. Hubo discusiones acerbas, incredulidades, llamadas telefónicas a Pamplona y Madrid, y el resultado del fatigoso trabajo y trato acabó expresándose en una orden muy sencilla, dispuesta en tres partes sucesivas y complementarias, Suban río arriba, descubran lo que ocurre y no les digan nada a los franceses.

La expedición partió al día siguiente, antes de salir el sol, camino de la frontera, siempre aliado o a la vista del río seco, y cuando los fatigados inspectores llegaron, comprendieron que nunca más volvería a haber Irati. Por una grieta que no tendría más de tres metros de ancho se precipitaban las aguas hacia el interior de la tierra, rugiendo como un pequeño Niágara. Del otro lado había ya ayuntamiento de franceses, sería sublime ingenuidad pensar que los vecinos, astutos y cartesianos, no iban a enterarse del fenómeno, pero al menos se mostraban tan estupefactos y desorientados como los españoles de este lado, y todos hermanados en la ignorancia. Llegaron a hablar ambas partes, pero la conversación no fue extensa ni provechosa, poco más que las interjecciones de un justificado asombro, un vacilante aventurar hipótesis nuevas por el lado de los españoles, en fin, una irritación general que no hallaba contra quién volverse, los franceses poco después sonreían, en definitiva seguían dueños del río hasta la frontera, no tendrían que reformar los mapas.

Aquella tarde, helicópteros de los dos países sobrevolaron el lugar, hicieron fotografías, bajaron por cuerdas observadores que, suspensos sobre la catarata, miraban y nada veían, sólo aquella enorme boca negra y el dorso curvo y reluciente del agua. Para ir adelantando algo de provecho, las autoridades municipales de Orbaiceta, por el lado español, y las de Larrau por el lado francés, se reunieron junto al río, bajo un toldo armado para el caso y dominado por tres banderas, las bicolor y tricolor nacionales, más la de Navarra, con el propósito de estudiar las virtualidades turísticas de un fenómeno natural sin duda único en el mundo y las condiciones de su explotación en interés mutuo. Considerando la insuficiencia y el carácter provisional de los elementos de análisis disponibles, no surgió de la reunión ningún documento definidor de las obligaciones y derechos de las partes, pero fue nombrada una comisión mixta que, en brevísimo plazo, elaboraría la agenda del próximo encuentro, ya formal. No obstante, a última hora, un factor de perturbación vino a enturbiar el relativo consenso a que se había llegado, y fue la intervención, casi simultánea en Madrid y París, de los representantes de los dos Estados en la comisión permanente de límites fronterizos. Planteaban esos señores una grave duda, Primero hay que saber hacia qué lado se abre el agujero, si hacia el francés o hacia el español. Parecía detalle intrascendente, pero, una vez explicado el fundamento, la delicadeza del caso saltó a la vista. Era indiscutible, claro está, que el Irati, a partir de ahora, pertenecía enteramente a Francia, departamento de los Bajos Pirineos, pero si la grieta se abría enteramente hacia el lado de España, provincia de Navarra, la cosa tendría que ser estudiada muy a fondo, dado que cada uno de los dos países, en cierta manera, habría contribuido por parte igual. Si, por el contrario, también la grieta era francesa, el negocio les pertenecería a ellos por entero como les pertenecían las respectivas materias primas, el río y el vacío. Ante la nueva situación, las dos autoridades, ocultando reservas mentales, acordaron mantenerse en contacto mientras no se aclarara aquella acuciante cuestión. Por su parte, en una declaración conjunta laboriosamente redactada, los ministerios de Asuntos Exteriores de ambos países anunciaron la intención de proseguir conversaciones urgentes en el ámbito de la referida comisión permanente de límites, asesorada, lógicamente, por los respectivos equipos de técnicos geodésicos.

Fue entonces cuando, en profusión y diversidad internacional, aparecieron los geólogos. Entre Orbaiceta y Larrau ya había de todo un poco, si no mucho, como antes se enumeró. Ahora llegaban en multitud los sabios de la tierra y de las tierras, los averiguadores de movimientos y accidentes, estratos y bloques erráticos, martillo en mano, batiendo cuanto fuese piedra o piedra pareciese. Un periodista francés, Michel y cínico, le decía a un colega español, serio y Miguel, quien ya había anunciado a Madrid que la grieta era ab-so-lu-ta-men-te española, o, para hablar con precisión geográfica y nacionalista, navarra, Pues quédense ustedes con ella, fue lo que dijo el francés insolente, si les da tanto gusto y tan necesitados están, sólo en el Cirque de Gavarnie tenemos los franceses una cascada de cuatrocientos veinte metros de altura, no necesitamos agujeros artesianos vueltos al revés. No se le ocurrió a Miguel la respuesta de que también en este lado español de los Pirineos abundan las caídas de agua, muy bellas y altas, pero la cuestión era otra, una cascada a cielo abierto no es ningún misterio, siempre igual, a la vista de la gente, mientras que a la grieta del Irati se le ve el principio pero no se le conoce el final, es como la vida. Sin embargo, fue otro periodista, gallego y de paso, como suelen andar siempre los gallegos, quien lanzó la pregunta que aún faltaba por hacer, Hacia dónde va el agua. Estaban discutiendo entonces, con ciencia brusca y seca, los geólogos de ambas partes, y la pregunta, como de niño tímido, sólo fue oída por quien ahora la registra. Siendo la voz gallega, y por tal discreta y comedida, la sofocaron de inmediato la elocuencia gala y la arrogancia castellana, pero luego otros repitieron lo dicho arrogándose vanidades de primer descubridor, a los pueblos pequeños nadie les da oídos, no es manía persecutoria, sino histórica evidencia. La discusión de los sabios se había vuelto casi impenetrable para entendimientos legos, pero, aun así, se veía que eran dos las tesis centrales en discusión, la de los monoglacialistas y la de los poliglacialistas, ambas irreductibles y a no tardar enemigas, como dos religiones antitéticas, monoteísta una, politeísta la otra. Algunas declaraciones llegaban aparecer interesantes, como la de las deformaciones, ciertas deformaciones, que podrían ser debidas, bien a una elevación tectónica, bien a una compensación isostática de la erosión. Tanto más, añadían, cuanto que el examen de las formas actuales de la cordillera permite afirmar que no es antigua, geológicamente hablando, claro. Todo esto, probablemente tendría que ver con la hendidura. En definitiva, una montaña sujeta a tales juegos de tracción y palanca no es extraño que un día se vea obligada a ceder, a partirse, a desmoronarse, o, como en este caso, a rajarse. No fue ése el caso de la laja grande, inerte sobre los montes Alberes, pero ésa no la vieron nunca los geólogos, estaba lejos, en un yermo desolado, nadie se acercó a ella, el perro Ardent se fue tras el conejo y no volvió.

Pasados dos días, estaban los miembros de la comisión de límites fronterizos en trabajo de campo, con los teodolitos midiendo, con las tablas confiriendo, con las calculadoras calculando, y todo confrontado con las fotografías aéreas, los franceses poco satisfechos porque ya eran mínimas las dudas de que la grieta era española, como el periodista Miguel pioneramente defendió, cuando hubo súbita noticia de una nueva hendidura. De la tranquila Orbaiceta no se volvió a hablar, ni del cortado río Irati, sic transit gloria mundi y de Navarra. A toda prisa, los hombres de la información, algunos de los cuales eran mujeres, plantaron su enjambre en los Pirineos Orientales, que era la región crítica, felizmente dotada de mejores medios de acceso, tantos y tan excelentes que en pocas horas allí se reunió el poder del mundo, con gente llegada hasta de Toulouse y Barcelona. Las autopistas pronto se atascaron, cuando las policías de uno y otro lado intentaron desviar los flujos de tráfico era tarde, kilómetros y kilómetros de automóviles retenidos, el caos mecánico, luego fue preciso aplicar providencias drásticas, hacer regresar a toda aquella gente por la otra banda de rodaje, burlando para ello las prohibiciones, ocupando los arcenes, un infierno, razón tenían los griegos cuando en esta región lo colocaron. Valieron para la emergencia especialmente los helicópteros, esos artefactos voladores o pajarracos capaces de posarse casi en cualquier lugar, y, cuando la cosa es del todo imposible, hacen como el colibrí, se acercan hasta casi tocar la flor, los pasajeros ni escalera necesitaban, un saltito y basta, entran luego en la corola, entre estambres y pistilos, aspirando los aromas, cuántas veces de napalm y de carne quemada. Salen corriendo, bajando la cabeza, y van a ver lo que sucede, algunos llegan directamente del Irati, ya con experiencia tectónica, pero no ésta.

La hendidura corta la autopista, toda una gran área de estacionamiento, y se prolonga, estrechándose hacia los lados, en dirección al valle, donde se pierde, serpenteando ladera arriba hasta desaparecer entre los matojos. Estamos en el justo, y exacto lugar de la frontera, la auténtica, la línea de separación, en este limbo sin patria entre los puestos de las dos policías, la aduana y la douane, la bandera y le drapeau. A una distancia prudente, porque se admite la probabilidad de desmoronamientos de los bordes de la terrestre herida, autoridades y técnicos cambian frases de nulo sentido y eficacia nula, no se puede llamar diálogo a tal ruido de voces, y usan altavoces para mejor oírse, mientras otros personajes más cualificados, dentro de las instalaciones, hablan por teléfono, ora entre ellos, ora con Madrid y París. Apenas desembarcaron, los periodistas corren a indagar cómo ocurrió esto, y recogen todos la misma historia, con algunas elaboradas variantes que su propia imaginación enriquecerá aún más, pero, poniendo las cosas sencillamente, quien dio fe del acontecimiento fue un automovilista, que pasando cuando la noche ya se cerraba, notó que el coche daba un salto brusco, como si las ruedas hubiesen entrado y salido de un surco transversal y bajó a ver lo que era, por si estaban trabajando en el pavimento y, de manera imprudente, se habían olvidado de poner señales. La grieta tenía entonces media cuarta de ancho, unos cuatro metros de largo, si llegaba. El hombre, portugués, llamado Sousa, que viajaba con mujer y suegros, volvió al coche y dijo, Parece como si estuviéramos ya en Portugal, fíjate, una zanja enorme, podía haberme deformado las llantas, partir un eje. No era ni zanja ni enorme, pero las palabras, así las hemos hecho, tienen mucho de bueno, ayudan, sólo porque las decimos exageradas alivian de inmediato los sustos y las emociones, por qué, porque los dramatizan. La mujer, sin prestar demasiada atención a lo que el hombre decía, respondió, Pues mira, y él pensó que era un consejo a seguir, aunque no hubiera sido aquélla la intención, la frase de la mujer, más interjección que recomendación abreviada, era de esas que sólo hacen las veces de respuesta, volvió él a salir y comprobó las llantas, daños visibles no había, a Dios gracias. Días después, ya en su patria portuguesa, será héroe, le harán entrevistas por la tele, la radio y la prensa. Fue el primero en verlo, señor Sousa, cuéntenos sus impresiones de aquel momento terrible. Lo repetirá incontables veces, y siempre hay que rematar el ornamento histórico con una pregunta ansiosa y retórica, que causaría estremecimiento y que a sí mismo le estremece deliciosamente, como un éxtasis, Si la brecha fuese se mayor, se da cuenta, como dicen que es ahora, nos habríamos caído dentro, sabe Dios hasta qué profundidades, y más o menos era lo que había preguntado el gallego, si se acuerdan, Hacia dónde va el agua.

Adónde, he ahí la cuestión. La primera providencia objetiva sería sondear la herida, averiguar la profundidad, y estudiar luego, definir y poner en práctica los procesos adecuados para colmatar la brecha, nunca expresión alguna puede ser tan rigurosa, por eso es francesa, que hasta piensa uno si a alguien se le ocurrió un día, o la inventó, para que se usara, con plena propiedad, cuando se rajase la tierra. El sondeo, que realizaron de inmediato, registró poco más de veinte metros, una insignificancia para los medios de la moderna ingeniería de obras públicas. De España y de Francia, de lejos y de cerca, llegaron hormigoneras, mezcladoras, esas interesantes máquinas que, con sus movimientos simultáneos, recuerdan a la tierra en el espacio, rotación, traslación y, llegando al punto, vuelcan el hormigón, torrencial, dosificado para el efecto buscado con grandes cantidades de piedra gruesa y cemento rápido. Estaban en plena operación de relleno cuando un ingenioso perito propuso que colocasen, como se hacía antes en heridas de persona, unas grapas, grandes, de acero, que aseguraran los bordes, ayudando, por así decirlo, y acelerando, la cicatrización. La idea fue aprobada por la comisión bilateral de emergencia, las siderurgias españolas y francesas empezaron inmediatamente los estudios necesarios, mezcla, espesor y perfil de material, relación entre el tamaño de la uña que quedaría clavada en el suelo y el vano abarcado, pormenores técnicos sólo para entendidos, enunciados aquí muy por encima. La brecha engullía el torrente de piedras y barro ceniciento como si fuese el río Irati cayendo en el interior de la tierra, se oían los ecos profundos, se llegó a admitir la probabilidad de que hubiera abajo un hueco gigantesco, una caverna, una especie de fauces insaciables, Si es así, no vale la pena seguir, se levanta un puente por encima de la zanja, y hasta es posible que esta solución sea más fácil y económica, llamemos a los italianos, que tienen gran experiencia en viaductos. Pero al cabo de no se sabe cuántas toneladas y metros cúbicos, la sonda señaló fondo a diecisiete metros, luego a quince, a doce, el nivel del hormigón iba subiendo, subiendo, la batalla estaba ganada. Se abrazaban los técnicos, los ingenieros, los obreros, los policías, se agitaban las banderas, los locutores de televisión, nerviosos, leían el último comunicado y daban sus propias opiniones, enalteciendo la lucha titánica, la gesta colectiva, la solidaridad internacional en acción, hasta de Portugal, ese pequeño país, salió un convoy de diez hormigoneras, carretera adelante, tiene ante él un largo viaje, más de mil quinientos kilómetros, esfuerzo extraordinario, no se va a necesitar el hormigón que traen pero la historia registrará el simbólico gesto.

Cuando el relleno alcanzó el nivel de la carretera, explotó la alegría en un delirio colectivo, como en un año viejo, fuegos de artificio y corrida de San Silvestre. Conmovieron los aires los cláxones de los automovilistas que habían logrado llegar justo hasta allí una vez desatascada la calzada, los camiones liberaban los mugidos roncos de los avertisseurs y de las bocinas, y los helicópteros aleteaban gloriosamente sobre las cabezas, como serafines posesos de potencias quizá nada celestiales. Crepitaron incesantes las máquinas fotográficas, los operadores de televisión se acercaron, dominando los nervios, y allí al borde mismo de la brecha que ya no era tal, registraron grandes planos de la superficie irregular del cemento, prueba de la victoria del hombre sobre un capricho de la naturaleza. y fue así como los espectadores, lejos de aquel lugar, en el bienestar y seguridad de sus hogares, recibiendo en directo las imágenes tomadas en la frontera francoespañola del Collado de Perthus, pudieron ver cuando ya reían y batían palmas, y cuando festejaban el suceso como proeza propia, pudieron ver, digo, sin querer ahora creer en sus propios ojos, vieron moverse la superficie aún blanda del hormigón y comenzar a descender, como si la masa enorme fuera succionada desde abajo, lenta pero irresistiblemente, hasta que de nuevo quedó a la vista la brecha abierta de par en par. La hendidura no se había ensanchado, y eso sólo podía significar que la junción de las paredes ya no se hacía como antes a veinte metros de profundidad, sino a muchos más, sólo Dios sabe cuántos. Los operadores retrocedieron, asustados, pero el deber profesional, convertido en instinto adquirido, mantuvo funcionando las cámaras, trémulas sí, y el mundo pudo ver los rostros alterados, el pánico irrefrenable, se oían las exclamaciones, los gritos, fue general la fuga, en menos de un minuto apareció desierta el área de estacionamiento, se quedaron las hormigoneras abandonadas, aquí y allá aún alguna funcionando, con las mezcladoras girando todavía, llena de un cemento que minutos antes había dejado de ser preciso y ahora resultaba inútil.

Por primera vez, un estremecimiento de horror cruzó la península entera y toda la cercana Europa. En Cerbère, muy cerca de allí, las personas corriendo por la calle premonitoriamente como antes lo habían hecho sus perros, se decían unas a otras, Estaba escrito, cuando ladraran se acababa el mundo, y no era precisamente así, nunca escrito estuvo, pero en los grandes momentos precisamos siempre grandes frases, y ésta, Estaba escrito, no sabemos qué prestigio tiene que ocupa el primer lugar en los prontuarios de estilo fatal. Temiendo, con más razones que nadie, lo que estaba a punto de ocurrir, los habitantes de Cerbère empezaron a abandonar la ciudad en compacta emigración hacia tierras más sólidas, tal vez el fin del mundo no llegase tan lejos. En Banyuls-sur-Mer, Port Vendres y Collioure, por hablar sólo de las poblaciones de la línea ribereña, no quedó alma viva. Las muertas, como habían muerto, se quedaron allí, con aquella inquebrantable indiferencia que las distingue del resto de la humanidad, si alguna vez alguien dijo lo contrario, que Fernando visitó a Ricardo, estando muerto el uno y vivo el otro, fue imaginación insensata y nada más. Pero uno de estos muertos, en Collioure, se movió un poco, como si estuviese dudando, voy o no voy, hacia dentro de Francia nunca, sólo él sabría hacia dónde, tal vez también nosotros acabemos sabiéndolo aquí.

Entre las mil noticias, opiniones, comentarios y mesas redondas que ocuparon al día siguiente periódicos, televisión y radio, pasó casi inadvertido el breve comentario de un sismólogo ortodoxo, Me gustaría saber por qué pasa todo esto sin que tiemble la tierra, a lo que otro sismólogo, de la escuela moderna, pragmático y flexible, respondió, A su tiempo lo explicaremos. Ahora bien, en una población al sur de España, un hombre, oyendo estas diferencias, salió de su casa rumbo a Granada, para decirles a los señores de la televisión que llevaba ya ocho días notando que la tierra temblaba, que si hasta ahora ha guardado silencio es porque pensaba que nadie iba a creerle, y que allí estaba, en persona, para que se viese cómo un simple hombre puede ser más sensible que todos los sismógrafos del mundo juntos. Quiso su destino que un periodista le prestara oído, o por simpatía benevolente, o seducido por lo insólito del caso, en cuatro líneas fue resumida la novedad, y la noticia, aunque sin imagen, fue dada en el telediario de la noche, con risueña reserva. Al día siguiente, la televisión portuguesa, por falta de materia local propia, aprovechó y desarrolló el tema, oyendo en el estudio a un especialista en fenÓmenos paranormales que en nada contribuyó a la comprensión del caso, según se puede concluir de su más importante declaración, Como siempre, depende de la sensibilidad.

Mucho se lleva hablado aquí de causas y de efectos, siempre con extremada ponderación, observando la lógica, respetando el buen sentido, reservando el juicio, pues a todos es patente que del callejón nadie va a sacar una plaza como la de Rossio. Se aceptará no obstante, como natural y legítima, la duda de que fuera aquella raya en el suelo, hecha por Joana Carda con la vara de negrillo, causa directa de que se estén desgarrando los Pirineos, que es lo que venimos insinuando desde el principio. Pero no se rechace este otro hecho y entera verdad, que fue el que saliera Joaquim Sassa en busca de Pedro Orce por haber oído hablar de él en las noticias de la noche, y lo que dijo.

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