SÁBADO

30

Jaime vestía una túnica blanca, y la salita le recordaba a las usadas para desnudarse antes de una sesión de rayos X. Pocos eran capaces de rememorar vidas anteriores la primera vez, le dijeron, y se sentía expectante, aunque aprensivo por el extraño ritual y por la forma en que había llegado hasta allí.

– Luego te lo explico todo -le había dicho Karen.

Se despertó en la mañana con el contacto cálido del cuerpo de ella en el lecho, y desayunaron entre risas en la cocina, bañada ya por los rayos del sol. Luego Karen condujo su coche hasta la zona de aparcamientos de un centro comercial y justo al entrar le dijo:

– Debes ponerte estas gafas. No te extrañes si no ves nada; es su propósito.

Eran unas gafas de sol que cubrían los laterales. Cuando Jaime se las puso comprobó que, en efecto, no veía nada.

– ¿A qué viene este teatro, Karen?

– Confía en mí. Más adelante lo entenderás, ahora sólo confía en mí.

A Jaime no le quedaba otra alternativa. Notó cómo Karen maniobraba el coche en el interior del aparcamiento, cómo finalmente aparcaba y cómo abría la portezuela de su lado.

– No te muevas ni toques las gafas, por favor -le advirtió antes de bajar.

Lo condujo a otro coche cercano sentándolo en la parte trasera.

– Buenos días, Berenguer. -Reconoció la voz de Kepler-. ¿Está disfrutando de nuestra pequeña sesión de misterio?

– Lo intento, Kepler, lo intento.

Karen se sentó a su lado tomando sus manos entre las suyas, y el coche se puso en movimiento. Al final del trayecto, que, duró casi una hora, Jaime notaba curvas y pendientes. Debían de estar en una zona montañosa. Al detenerse supo que la puerta automática de un garaje se abría. Recorrieron pasillos, bajaron por una estrecha escalera y cuando pudo quitarse las gafas, se encontraba en la salita.

– Te estás portando muy bien -le dijo Karen con el tono que se usa para hablar con los niños pequeños-. Ahora quítate toda la ropa y los zapatos y ponte esta túnica. No te muevas hasta que te venga a buscar.

A los cinco minutos, Karen apareció descalza y también en túnica blanca. Al cogerlo de la mano, Jaime aprovechó la ocasión para palpar a su amiga a través de la prenda, comprobando, para su regocijo, que también ella estaba desnuda bajo la fina tela. Hizo un gesto para levantar la túnica y ella se zafó.

– Ya basta, éste no es el momento -le advirtió apuntándole con el dedo índice en el pecho y frunciendo el ceño-. Compórtate con respeto. Esto es muy serio e importante para nosotros y también lo será, espero, para ti. No me hagas quedar en ridículo.

Jaime no podía evitar ver el lado cómico de la situación, pero pensó que sería mejor seguir la corriente a Karen, si no quería exponerse a males mayores.

– De acuerdo, seré un buen chico.

Ella lo condujo por un breve pasillo, apenas iluminado, y abriendo una puerta apartó unas pesadas colgaduras. Era una habitación de regulares dimensiones, donde grandes cortinajes de color granate oscuro cubrían los lados y la parte trasera ocultando puertas y posibles ventanas.

La pared del fondo estaba excavada en la roca, y Jaime sintió que se hallaban en algún lugar bajo tierra.

Un tapiz de unos tres por dos metros, protegido por un cristal, destacaba en el muro de roca y la única luz eléctrica de la estancia se proyectaba con suavidad sobre la tela.

Sobre una sólida mesa de madera descansaban un cáliz dorado, con piedras verdes y rojas incrustadas, y cuatro bujías cuyas llamas desprendían fumarolas de un extraño perfume.

La mirada de Jaime se vio atraída de inmediato por el tapiz.

Parecía antiguo, muy antiguo. Los colores estaban desvaídos, y un mundo de personajes de distintos tamaños y una expresividad primitiva, pero impactante, parecía moverse y vivir dentro del lienzo.

Una gran herradura, en profusión de hilos de oro y plata, brillaba a la luz y ocupaba la parte central del tapiz.

Sobre la herradura un Pantocrátor -el Cristo-Dios, en posición de rey y señor, del arte románico-, representado por una figura con ropajes reales, ojos muy abiertos y expresión seria, dominaba el conjunto. Tenía barba y las cejas arqueadas. Su gesto era estático, miraba de frente, estaba sentado en una silla-trono y toda su imagen se contenía dentro de una forma ovalada. La mano derecha, elevada en bendición y la izquierda sosteniendo un libro.

Transmitía sensación de serena majestad. Sobre la corona, que rodeaba la cabeza con haces en forma de cruz, la letra griega omega, la última del alfabeto. En la simbología medieval indicaba el final de los tiempos y el juicio a los hombres. Fuera del óvalo dos ángeles adorando a la divinidad.

Bajo la herradura otra figura de disposición y tamaño semejantes, también sentada en una silla-trono, pero completamente inédita para los conocimientos que Jaime tenía del románico. En lugar de bendecir la mano derecha sujetaba una espada enarbolada. La mano izquierda reposaba en su regazo con la palma hacia arriba, y sobre ella había dos pequeñas figuras humanas desnudas. ¿Adán y Eva?

La cabeza estaba rodeaba por una corona con haces de llamas y el rostro era severo, de color encendido. Esa figura era un poco más pequeña, pero simétrica a la anterior, y el óvalo era más oscuro y con pequeñas llamas rodeándolo. Encima de la corona, la letra griega alfa daba idea del principio. La creación.

Un personaje, más pequeño que los anteriores, destacaba en la parte derecha. Era un Cristo cubierto con larga bata, con los brazos en cruz, aunque sin la cruz. En el mismo lado estaban representados animales salvajes, labradores trabajando, comerciantes y, en la parte superior, monjes. Todo en aquel sorprendente arte, primitivo pero de gran expresividad.

En el lado izquierdo de la herradura aparecía un animal semejante a un dragón, con cuernos y siete ojos, que estrangulaba con su larga cola a un hombre. ¿Sería el Anticristo? Encima del monstruo la figura de un diablo con cuernos y orejas de cabra, y largas unas en manos y pies. Era de color casi negro y sostenía en su mano a un hombre mucho más pequeño. Una lengua puntiaguda y roja parecía lamer la figura humana.

Monstruos marinos, ejércitos en lucha, ciudades en llamas y hombres y mujeres quemando en hogueras completaban la zona izquierda. Jaime estaba fascinado por la belleza y el movimiento que aquellas figuras primitivas contenían.

Entonces Peter Dubois apareció de entre los cortinajes, situándose al otro lado de la mesa. Karen y Kepler se colocaron a los lados de Jaime. Todos vestían túnicas blancas e iban descalzos.

Sin más preámbulos Dubois empezó a declamar en tono ceremonial y voz alta:

– ¿Quién desea ser iniciado en el segundo grado de nuestra fe?

– Jaime Berenguer -contestó con tono más bajo Karen.

– ¿Quiénes le apadrinan en su bautismo espiritual?

– Karen Jansen -dijo ella.

– Kevin Kepler -replicó Kepler.

– Karen y Kevin, ¿os hacéis responsables de que el iniciando esté en condiciones de recibir su bautismo espiritual?

– Sí, Buen Hombre -respondieron ambos.

– ¿Os hacéis responsables de guiarlo en sus futuras dudas y necesidades espirituales?

– Sí – repitieron a la vez.

– Jaime Berenguer, ¿deseas ser iniciado en nuestro grupo?

– Sí, lo deseo.

– ¿Prometes guardar en secreto todo lo que oigas y veas, así como no revelar a nadie las identidades de las personas que aquí conozcas?

– Sí, lo prometo.

– ¿Prometes apoyar al grupo en su causa común, así como ayudar a tus hermanos y obedecer en lo razonable a quien se designe como tu líder?

– Siempre que sea razonable, lo prometo.

– ¿Sabes que los peores males van ligados a la ruptura de esta promesa? ¿Los asumes y aceptas?

– Sí, los acepto.

– ¿Aceptas someterte a la prueba del bautismo cátaro, sabiendo que puedes ser rechazado o sentir un gran dolor espiritual?

Jaime vaciló ante esos detalles inesperados pero, considerando que era tarde para preguntar, respondió:

– Sí, lo acepto.

– Entonces bebe el contenido del cáliz y no lo deposites en la mesa hasta que esté vacío.

Jaime levantó la dorada copa y la sintió extrañamente pesada.

El líquido tenía aspecto de vino tinto ligero y de poca graduación, pero con un fuerte sabor a especias; dulce y picante. Apuró la bebida.

– Ahora recemos un padrenuestro, para que el Dios bueno nos ayude, a ti, a pasar tu prueba de iniciación, y a mí, a conducirla correctamente -dijo Dubois con voz suave.

– Padre nuestro, que estás… -Dubois empezó a rezar y los demás lo siguieron a coro.

La vista de Jaime se fue, atraída como por un imán, al singular tapiz. Mecánicamente seguía el rezo y percibió que ellos variaban algo la antigua oración, aprendida de sus padres y en la iglesia, pero no le dio importancia. Sentía el cuerpo y la mente que se relajaban y que una sensibilidad distinta le invadía.

¡Aquel tapiz…! ¿Realmente se había movido el dragón? El tapiz contenía algo más, estaba seguro. ¡Tenía vida propia!

La oración había terminado, y notó la mano de Karen en la suya.

– Ven -le dijo conduciéndolo detrás de la mesa.

Allí había un pequeño diván y unas sillas. Karen lo hizo tenderse, y se sentaron, ella a su derecha, Kevin a la izquierda y detrás, Dubois.

Jaime continuaba viendo el tapiz desde su posición; los personajes tomaban movimiento, los ojos de las divinidades resplandecían. Notó las manos de Dubois en su cabeza y pronto un calor muy especial que venía de ellas. Pero él miraba al tapiz; no podía apartar la vista. ¡El fuego era real! Se dijo que la tela ardería en unos segundos.

– Cierra los ojos, Jaime.

Oyó la voz de Dubois. Él lo hizo, pero las figuras en movimiento continuaban allí, ahora en su mente.

Jaime siguió las instrucciones de Dubois, que en un principio se le antojaron técnicas de relajación. Sentía el cuerpo laxo y la respiración pausada y lenta.

Pronto su mente estuvo vacía; sólo quedaban en ella los movimientos de las sombras de los extraños personajes, y lo único que notaba en su cuerpo era el calor, creciente, que provenía de las manos de Dubois.

Oía distantes las instrucciones del Buen Hombre, que empezaron a tomar variantes extrañas. Jaime obedecía instintivamente, sin Gestionarlas. ¿Estaría bajo hipnosis?

Pero el pensamiento se desvaneció.

Entonces se dio cuenta de que nada le importaba. Nada en este mundo y tiempo tenía importancia.

31

Finales de julio del año de nuestro Señor de 1212.

Cinco muchachas, cubriendo su boca con un tenue velo, danzaban contoneando la cintura y lanzando sus manos serpenteantes por encima de sus cabezas. Bajo los tules que ocultaban los senos, descubrían el vientre y cubrían de caderas a tobillos, se adivinaban unas redondeadas formas agitándose al compás de una música árabe lejana. Las imágenes, primero borrosas, fueron aclarándose mientras el volumen subía. Oyó los gritos, las exclamaciones, las risas. Una muchedumbre de hombres de armas con algunas mujeres, quizá las esposas de los soldados, quizá prostitutas o ambas, rodeaba a las bailarinas, haciendo corro al otro lado de la mesa y dando palmas. Caía la tarde y el fuerte calor de julio era mitigado por la sombra de unos grandes pinos.

La tropa estaba feliz, y los nobles, contentos; era un ejército victorioso que regresaba de una cruzada donde los reinos cristianos de Hispania habían derrotado a las terribles huestes de los almohades. Sí, cierto que lucharon en tierras extranjeras contra un enemigo que no amenazaba directamente los reinos del rey don Pedro II de Aragón, su señor, pero ayudando a los castellanos hoy, libraban a su propia patria de una gran amenaza futura.

Además, el Papa les había perdonado todos sus pecados con la bula de los cruzados. Todos. Sin importar cuántos eran ni cuán mortales pudieran ser. Para muchos de los allí reunidos, el perdón de los pecados era ganancia nada desdeñable, habida cuenta de la pesada carga que acarreaban antes de empezar la campaña.

Y finalmente el botín capturado a los almohades era bueno, tanto en la batalla como en la toma de varios pueblos y ciudades; caballos árabes, joyas, armas, telas e incluso las cinco bailarinas y los músicos que tocaban. Todos estaban contentos y querían disfrutar de la fiesta.

Presidiendo la celebración, en una larga mesa de toscos tablones de madera, se encontraban los nobles principales y Jaime entre ellos. El festín estaba en sus postrimerías y la mesa, cubierta de restos de carnes, pan y frutas, parecía un campo de batalla. Todos golpeaban sus copas de plata al ritmo de la música.

Pero Jaime no compartía risas y bromas como de costumbre. Algo le preocupaba.

– ¡Oh, mujer! -levantándose a su lado, con la copa iluminada por el sol poniente y brindando hacia las bailarinas, su amigo Hug de Mataplana recitaba acallando la música con su voz tronante-. -¡Obras de gran maestría son el ritmo de vuestros pies, la sonrisa de vuestros labios, la luz de vuestros ojos, la curva de vuestras mejillas…! -Aquí hizo una pausa quedándose inmóvil con su copa alzada al cielo. Un expectante silencio se impuso-. ¡Las mejillas de vuestro trasero!

Risotadas y aplausos siguieron el improvisado brindis de Hug, que saludó a unos y a otros con su copa, para luego beber el vino de un solo trago antes de sentarse.

Hug de Mataplana, noble caballero, destacado por su valor en el campo de batalla, también era un notable trovador, que no limitaba sus trovas al amor galante, [5] practicando sin limitación poesía mucho más sensual.

Hug se sentó mirando a Jaime con una amplia sonrisa, donde sus dientes blancos resaltaban entre la barba y su negro cabello ensortijado.

– ¿Cuál de ellas queréis esta noche, don Pedro? -preguntó a Jaime bajando la voz y con tono cómplice-. ¿Qué os parece la de ojos azules? ¿Veis cómo mueve las caderas? Y si os habéis cansado ya de Fátima, dejádmela a mí.

Hug le hizo sonreír y Jaime lo agradecía, pero decidió no contestar y poner su atención en la danza y en las provocadoras sonrisas que adivinaba bajo los velos.

La música subía en rapidez e intensidad mientras las bailarinas giraban y saltaban haciendo sonar cascabeles. La música paró de súbito y los asistentes prorrumpieron en gritos y aplausos.

Las chicas salieron corriendo del círculo, protegidas por los guardias del rey, que no se esforzaron demasiado en ahorrarles el inevitable manoseo de los soldados más cercanos a aquellos cuerpos apetecibles.

No había terminado el pequeño tumulto cuando un muchacho de unos veinte años, con poca barba y vestido de juglar, ocupó el centro del círculo con su laúd.

– ¡Es el juglar Huggonet, que viene de Carcasona y Tolosa! -exclamó Hug mientras la noticia corría entre la soldadesca al otro lado de la mesa.

El recién llegado hizo sonar algunas notas de su laúd, y un sorprendente silencio se hizo entre la multitud cargada de vino.

Huggonet hizo una reverencia quitándose su gorro y proclamó en voz tanto más sorprendente por lo fuerte y poderosa como por lo delgado e inmaduro de su aspecto:

– Al señor don Pedro, conde de Barcelona, rey de Aragón, señor de Occitania, de Provenza, de Rosellón, de Montpellier, del Bearn y vencedor del moro en las Navas de Tolosa -clamó-, os pido, señor, licencia para cantar unos serventesios que un trovador occitano y mi propio corazón me dictaron.

Se hizo de nuevo el silencio y todo el mundo miró a Jaime, que, después de unos instantes de inmovilidad, con un gesto de su mano concedió:

– Tenéis mi permiso.

Huggonet tañó su laúd y en voz baja empezó a medio recitar, medio cantar la invasión que desde el sur lanzaron los ejércitos almohades. La intolerancia y fanatismo de sus tribus contra los dialogantes moros del Al-Andalus. Cómo el rey don Pedro acogió en sus estados a los refugiados cristianos, judíos y también algunos musulmanes que huían de las zonas ocupadas y temían perder su religión, su vida o ambas cosas.

¡Oh, generoso, compasivo y tolerante don Pedro!

Huggonet cantaba en su lengua de Oc, pero con suficientes palabras en aragonés y catalán llano para ser entendido por la soldadesca catalano-aragonesa.

Cantó cómo las madres cristianas acunaban a sus bebés, temiendo por su vida frente a la marea cruel que venía del sur, y cómo los reinos cristianos de la antigua Hispania unieron sus fuerzas y destinos para combatir la amenaza.

La voz de Huggonet subía en volumen, urgencia e intensidad conforme la previsible batalla se acercaba; la multitud guardaba un silencio total sintiendo la emoción atenazar sus gargantas.

Y el 16 de julio del año del Señor del 1212, cristianos y almohades chocaron en las altas llanuras de las Navas de Tolosa.

Duros y aguerridos eran los almohades, pero valientes los castellanos, temerarios los navarros, y audaces los aragoneses y catalanes- Los de Castilla aguantaron con bravura la tremenda embestida de la antes nunca vencida vanguardia almohade.

Mientras, catalanes, aragoneses y navarros rompían el centro del ejército almohade, como un galgo rompe el espinazo a una liebre mientras la sujeta con los dientes.

¡Qué día de gloria y qué día de dolor! Gloria cuando los caballeros aragoneses y catalanes, con su rey don Pedro luchando al frente, destrozaron el centro del ejército enemigo y llegaron hasta la propia tienda del caudillo almohade Miramamolín.

Gloria cuando don Pedro demostró que era el mejor y primer caballero de la Cristiandad, y sus caballeros que eran segundos sólo detrás del primero. ¡Y cómo se batieron los caballeros! ¡Y cómo lucharon los infantes!

¡Qué gloria y qué dolor cuando tantos fueron heridos o muertos luchando como héroes en la batalla!

Y recitó los nombres de los muertos más destacados para luego, con un gesto abatido, dejar caer la mano derecha, con la cual tañía su laúd, como muerta. Parecía desolado. Los hipos y los llantos más o menos contenidos de la multitud se oían ahora perfectamente en el silencio. Huggonet recorrió con su vista media circunferencia de los que le rodeaban, y continuó:

Tan bravos infantes, tan gentiles caballeros que no vacilaron en ser mutilados o muertos para salvar a la Cristiandad. ¡Qué gloria para ellos y para los valientes que sobrevivieron!

Huggonet empezó a descender el tono de su voz.

¡Qué gloria cuando hicimos que Miramamolín, el antes bravo e invicto, aún corra hoy, desde el día de la batalla! ¡Y no parará de correr hasta cruzar Gibraltar y llegar a África!

¡Qué gloria para los cristianos que murieron como héroes y ahora están junto a los ángeles a la derecha del señor don Jesucristo!

¡Qué gloria y honor para vosotros, mis oyentes, que luchasteis en las Navas! ¡Pues seréis para siempre ejemplo de héroes y viviréis en Las canciones que dictan los trovadores y cantamos los juglares!

Casi con un susurro y con una nota tañida con gran fuerza Huggonet calló.

Hubo unos instantes de silencio cuando la multitud esperó por si empezaba de nuevo. Luego estallaron en aplausos y vítores a Huggonet. Querían más.

El juglar esperó a que la ovación cesara, dio dos notas y el silencio total se impuso de nuevo. Hizo otra reverencia a Jaime para pedir su permiso, y éste hizo un gesto afirmativo can la mano.

Sonó el laúd y empezó a cantar:

Mientras el rey don Pedro, con su sangre y la de sus súbditos, defiende tierras y almas para la Cristiandad, le están robando a traición.

El silencio se hizo, incluso más profundo. La muchedumbre ni se movía. Jaime sintió que una vieja angustia le atenazaba los intestinos.

Con la excusa de combatir a los cátaros, los franceses han entrado por la puerta de atrás de la casa del rey don Pedro para robarle. Y el Papa fue quien abrió la puerta cuando el señor de la casa, su propio vasallo, Pedro el Católico, luchaba en la Cruzada contra el moro.

¡Qué infamia cuando los que se dicen católicos roban al rey católico que les defiende!

¡Qué traición cuando el señor rompe la promesa feudal de defender al vasallo!

¡Qué crueldad la de los franceses matando a mujeres y niños!

¡Preguntad a la iglesia de la Magdalena en Béziers, donde el infame legado de Inocencio III, Arnaut Amalric, abad del Císter, manchó el crucifijo del altar mayor, las sagradas paredes e inundó su suelo con sangre inocente! ¡Ni la paz de Dios respetan esos que dicen representarle!

¡Dios bueno! Ese día mataron en la iglesia a ocho mil buenos cristianos, sin preguntar si eran católicos o cátaros, hombres, mujeres, niños o viejos.

¡Tú, Roma, y tu orden militar del Císter estaréis cubiertas de infamia y de indignidad por todos los siglos!

Y al noble y apuesto vizconde de Béziers y de Carcasona, Raimon Roger de Trancavall, el más gentil de los vasallos del rey Pedro, que se reunió para parlamentar con los franceses y salvar a las buenas gentes de Carcasona, también le asesinaron vilmente. ¡Valiente vizconde, tu señor el rey don Pedro te ha de vengar!

Roban al rey, matan a sus súbditos. ¡Oh, mi tierra D'Oc! ¿Qué será de ti?

Huggonet dejó caer otra vez su brazo derecho e hizo una pausa con gesto de abatimiento, bajando la cabeza sobre el pecho.

El silencio se rompió.

– ¡Muerte a los franceses! -La multitud empezó a rugir indignada-. ¡Acabemos con esos cobardes!

Jaime sentía su angustia en aumento, y un sentimiento de indignación y odio rebrotó en su interior. A su lado Hug se levantó de la mesa y elevando el puño gritó hacia la muchedumbre:

– ¡Pagarán cara su infamia!

La multitud aulló. A la izquierda de Jaime, Miguel de Luisián, el alférez de batalla del rey, no parecía compartir la indignación general y, golpeando con el puño la mesa, gruñó:

– Maldito Huggonet. -Sus profundos ojos azules brillaban hundidos entre cejas elevadas y una nariz que caía en vertical, destacándose del resto de la cara y dándole el aspecto de joven león.

El juglar levantó su mirada e hizo sonar de nuevo el laúd.

¡Qué crueldad la de Simón de Montfort cuando tomó Lavaur el año pasado! ¡Doña Guiraude de Montreal, la hermosa dama de los bellos ojos oscuros, fue violada, arrojada a un pozo y, aún con vida, la apedrearon hasta enterrarla por completo! ¡ Y el malvado Simón ahorcó a su valiente hermano Aimeric y, en aquel triste día de primavera, quemaron en la hoguera a cuatrocientas personas indefensas!

Un murmullo de indignación, casi un clamor, se levantó cuando el juglar hizo una pequeña pausa. Jaime sentía su turbación crecer.

¡Mientras el rey don Pedro lucha contra el infiel, el traidor Simón, a pesar del juramento de fidelidad que le hizo, asesina a sus buenos súbditos cristianos! ¡Y ríen los franceses cuando llaman cobarde a nuestro buen rey don Pedro!

– ¡Maldito hereje! -se oyó gritar al tiempo que con gran estropicio de copas y platos Miguel de Luisián saltaba por encima de los tablones de la mesa.

Miguel se precipitó hacia Huggonet, que había parado de cantar y le miraba con ojos desorbitados. En el corto camino que le separaba del juglar, Miguel había sacado su daga, cuyo filo brillaba amenazante al sol del atardecer.

El juglar reaccionó tarde y sólo tuvo tiempo de dar un paso atrás mientras su laúd caía al suelo.

Miguel le agarró con una mano el cuello mientras le pinchaba el pecho a la altura del corazón.

– ¡Te voy a enseñar, traidor, lo que le ocurre a quien insulta a nuestro señor!

El juglar parecía un muñeco en manos del hombretón rubio, que lo colocó delante de sí agarrándole del pelo, apoyando la daga en el cuello y haciéndole mirar hacia Jaime. Detrás de Miguel se había colocado otro hombre rubio que todo el mundo identificó como Abdón, el escudero, también con la daga desenvainada cubriendo las espaldas de su señor.

– ¡Piedad, señor! -acertó a gritar Huggonet-. ¡Lo dicen los franceses no yo!

Con más ruido de copas y platos, Hug saltó a su vez por encima de la mesa, mientras sacaba su daga gritando:

– ¡Soltadlo, Miguel!

La multitud se sacudió en un rugido, y grupos de caballeros y tropa intentaban llegar al centro del círculo, algunos ya con cuchillos en mano. Los guardias del rey no conseguían contener a la soldadesca exaltada.

– Soltadlo vos si os atrevéis -contestó Miguel mostrando en una amenazante sonrisa unos dientes que le conferían aspecto aún más leonino. Mientras, presionaba con su daga el cuello del juglar, que intentaba echar la cabeza hacia atrás.

Huggonet gritó con una voz que no recuperaba su potencia:

– ¡Oh, rey Pedro! ¡Salvadme! ¡Traigo recado para vos!

Jaime recuperó la iniciativa. Era obvio que, en unos instantes, otra batalla ocurriría en aquel lugar, y levantándose gritó con una voz tan potente que logró dominar el tumulto y que a él mismo sorprendió:

– ¡Deteneos todos! ¡Quien dé un paso más será ahorcado en la madrugada! Y vos, Miguel, soltad de inmediato a Huggonet.

– Sí, mi señor -dijo Miguel al tiempo que con su daga hacía un rápido corte en el cuello del juglar.

Y Huggonet cayó a los pies del aragonés con el cuello ensangrentado.

32

Como en el despertar de una pesadilla, Jaime continuaba viendo el cuello bañado en sangre de Huggonet y la sonrisa de Miguel de Luisián. Más que sonrisa, era la exhibición de los afilados colmillos de un león rubio, que, disfrutando de la agonía de su presa, retaba a quien se atreviera a disputarla.

Poco a poco recuperó conciencia de dónde se encontraba, y ante sus ojos la imagen borrosa del singular tapiz se fue aclarando. Ahora los personajes estaban inmóviles.

Oía al Buen Hombre rezar una monótona e incomprensible cantinela en voz baja y notaba el calor de sus manos. El extraño olor de las candelas era más fuerte, más penetrante, y debajo de la túnica su cuerpo estaba empapado en sudor. ¡Dios, qué sensación! ¡Era como si todo hubiera ocurrido sólo segundos antes!

Hizo un gesto para incorporarse pero sintió que le fallaban las fuerzas y, dejándose caer de nuevo, cerró los ojos. Aún veía la sangre y los dientes de Miguel. Cesando en su rezo, Dubois apartó las manos de su cabeza, y Jaime experimentó una sensación de frío en el lugar donde éstas habían descansado.

– Jaime, ¿te encuentras bien? -Era Karen, que le acariciaba la mano con ternura.

Tardó en responder:

– Sí. -Abrió los ojos y al fin consiguió incorporarse.

– Lo ha vivido, ¿verdad? -le interrogaba Kepler, y Jaime se sorprendió de que aún continuara a su lado-. Ha viajado realmente a su pasado del siglo XIII, ¿cierto?

– ¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede saber lo que he vivido?

– Fácil, amigo -Respondió Kepler con lentitud-. Porque es lo que estábamos esperando. ¿O he de llamarle don Pedro? Además, usted ha gritado, dándonos órdenes. No le he entendido mucho, pero con toda seguridad era en la vieja lengua de oc, o en catalán antiguo.

Jaime estaba atónito. Había deseado aquello, pero jamás hubiera esperado que le ocurriera de verdad. Se sentía confuso. Necesitaba pensar.

– Jaime -le dijo suavemente Dubois-, ¿se encuentra en condiciones de hablar ahora? Es una experiencia dura y traumática; voy a intentar ayudarle.

– Sí, pero quisiera vestirme antes. Tengo frío. -Su propio sudor le daba escalofríos.

– Cámbiese; cuando termine continuaremos la conversación aquí.


Luego de secarse con la túnica, se vistió y, al regresar, encontró a Dubois solo en la habitación, relatándole su experiencia con todo detalle.

– Es usted afortunado -afirmó éste-. Los casos en que tal vivencia acontece justo en el bautismo espiritual son poquísimos, y eso tiene un significado.

– ¿Qué significado?

– Que usted no sólo es quien creíamos que era, sino que está predestinado a tener un papel clave. Tiene una misión que cumplir.

– ¿Cómo puedo ser quien ustedes creían que era? -Jaime se extrañó-. ¿Quiere decir que me estaban buscando? Y si es así ¿cómo han podido encontrarme?

– Porque algunos de nosotros ya estuvimos antes donde usted ha estado hace unos momentos. Y logramos reconocerle.

– ¿Que lograron reconocer en mí al personaje que acabo de vivir? -Jaime no podía salir de su asombro-. ¿Quién me reconoció? ¿Cómo es posible? ¿Y de qué misión me habla?

– Ya ha sufrido por hoy suficientes emociones; si hubiéramos querido adelantarle lo que acaba de vivir, jamás nos habría creído. Ahora no tiene más remedio que creer. Algunas de las respuestas a sus preguntas le vendrán solas, cuando avance en su experiencia; otras se las daremos más adelante, cuando asimile lo de hoy. También hay preguntas que aún no se han formulado, y respuestas demasiado peligrosas por ahora. Confíe en nosotros, déjese llevar, y en su momento lo sabrá todo.

– ¿Qué puedo saber hoy?

– Sepa que se ha colocado en un nivel muy avanzado de nuestro grupo. Sepa que está unido a nosotros de forma indisoluble, porque una parte de usted, lo que algunos llamarían el verdadero yo, ha vivido antes. En una de sus vidas anteriores compartió tiempo y designios con muchos de los que formamos este grupo. El rey Pedro II el Católico, que vivió en la Edad Media a caballo de los siglos XII y XIII, es uno de sus antecesores espirituales. Teníamos la sospecha y ahora tenemos la certeza.

– ¿Qué debo hacer ahora?

– Asimilar lo de hoy. Pensar sobre ello. Ahora ya es un iniciado y quizá experimente por sí mismo, sin la ayuda de nuestro rito, nuevas vivencias. Pero no las fuerce, deje que lleguen a usted con naturalidad. Ha revivido un instante concreto de la vida de un personaje histórico del que posiblemente jamás había oído hablar antes. ¿No es así?

– Cierto. No estoy familiarizado con la historia antigua.

– Mejor. Deje que la historia brote de usted. Pedro II de Aragón aparece en los libros de historia. No consulte ninguno. No pregunte a expertos. No deje que lo que ha quedado escrito del personaje le condicione; debe terminar su ciclo de recuerdos y entonces podrá compararlo vivido con lo que ha quedado escrito.

Jaime dedicó unos minutos a considerar las palabras de Dubois.

– Tiene sentido lo que dice -respondió finalmente.

– Ahora Karen y Kevin le conducirán de nuevo al lugar donde se encontraron. Lamento las precauciones de seguridad, que quizá le puedan parecer ridículas, pero pronto podrá conocer la ubicación de este lugar y entenderá la necesidad de tenerlo en secreto. Por ahora sepa que ha estado en nuestro Monte Seguro y que sólo tienen acceso a él las personas comprometidas con nuestra organización. Disfrute del fin de semana y no se aleje mucho de Karen. Estoy seguro de que ella permanecerá muy cerca de usted.

– ¿Por qué cree eso? -Jaime se preguntaba qué sabría Dubois de su romance con Karen. ¿Estaría su amor en los planes de los cátaros?

– Ella le ha apadrinado en su bautizo espiritual, lo que comporta una responsabilidad. Karen debería cancelar cualquier compromiso que tuviera este fin de semana para estar cerca de usted. Es un momento difícil y ella debe ayudarle. Kevin es igualmente responsable, pero me da la impresión de que usted va a preferir a Karen. -Luego de una pausa añadió con una sonrisa que no mitigaba su intensa mirada-: ¿Me equivoco.

33

Se sentía extraño; las gafas opacas no sólo le impedían ver el camino de regreso, sino que simbolizaban su situación en aquella desconcertante aventura, en la que andaba ciego. Lo que en la mañana parecía un juego ahora era demasiado real y escapaba del todo a su control. Pero alguien sí estaría controlando el juego mientras él, como una marioneta, tenía que danzar según se tensaban los hilos que otro movía. Ese pensamiento lo irritaba.

Sin embargo, la experiencia vivida había sido extraordinaria, inesperada y real. Tenía mil preguntas, se sentía excitado; pero también confuso. Necesitaba pensar, entender lo que pasaba, asimilarlo y quizá al final del proceso pudiera llegar a creer en lo increíble.

Karen intentó entablar conversación con él un par de veces durante el trayecto de vuelta, pero Jaime se mostraba cortante y ella decidió respetar su silencio e intercambiar algún comentario intrascendente con Kepler. Finalmente llegaron al centro comercial y subieron al coche de Karen.

– ¿Puedo quitarme las gafas? -preguntó él justo cuando el coche arrancó.

– Sí. Lamento el misterio, pero hay que proteger aquel lugar.

– ¿Para qué necesitáis un lugar seguro? -inquirió Jaime-. En este país cualquier religión que respete una mínima legalidad está permitida.

– Pronto lo entenderás. Quizá algún día necesitemos ese refugio secreto, al que llamamos Montsegur. Por favor, no preguntes más ahora sobre él, sólo confía en mí -le dijo con gracioso gesto de súplica-. ¿De acuerdo?

– Karen, entiende que, conforme avanzo, este asunto es cada vez más misterioso. En lugar de respuestas sólo encuentro nuevas preguntas y me pides que confíe. Y lo hago, pero me encuentro bailando en un baile en el que otro pone la música. La sensación no me gusta.

– Bueno, pero al menos bailamos juntos. ¿No te consuela? -Ella compuso una de sus encantadoras sonrisas-. Dame tiempo y date tiempo. Poco a poco vendrán las respuestas. No es un viaje de turismo a la playa de Waikiki en Hawai, sino un viaje espiritual; no hay agencia de viajes y apenas mapas. Yo también tengo muchas preguntas y ando mi camino en ocasiones a tientas.

– ¿Te apetece pasta con una buena ensalada? -exclamó de pronto excitada-. Conozco un restaurante italiano con un gran ambiente, y está cerca de aquí. Invito yo. Me contarás tu experiencia, ¿verdad?


El restaurante era un lugar con encanto; la comida y el vino estaban francamente bien, y a Jaime el humor le mejoraba conforme comían. Karen escuchaba muy atenta su relato y de cuando en cuando le interrumpía con una pregunta.

– Estos recuerdos inician un ciclo; tenemos el privilegio de revivir las enseñanzas de nuestras experiencias pasadas -le explicó cuando él terminó su relato-. Hay algunas lecciones ya aprendidas, que están incorporadas en nuestro subconsciente. Por desgracia hay experiencias no superadas o vicios que arrastramos a otras vidas, y así vamos de equivocación en equivocación hasta que aprendemos. Éste es el proceso que nos acerca cada vez más a píos. ¿Te fijaste en el tapiz?

– ¿Cómo no me iba a fijar? Es fascinante.

– Es una pieza auténtica del siglo XIII, bordada por la propia Corba de Landa y Perelha y sus damas cátaras, aunque el dibujo, quizá el modelo, es del siglo XII. Expertos en arte románico lo atribuyen a un misterioso artista desconocido, un verdadero Picasso del siglo XII. Le llaman El Maestro de Taüll. A pesar de lo poco que ha llegado a nosotros de lo que él pintó, es evidente que fue un genio.

»Los cátaros rechazaban el culto a las imágenes, y por eso, y porque la Inquisición quemó todo lo que encontró de ellos, ese tapiz es único. Lo usaban para enseñar conceptos elementales a los niños y a los no iniciados; traza algunos elementos básicos de la fe de los cátaros de aquel tiempo. Es parte del legendario tesoro que se salvó de Montsegur, el original Montsegur; un pequeño pueblo fortificado, refugio de los últimos cátaros, que resistió la Inquisición. -A Karen le brillaban los ojos y sus palabras denotaban pasión-. Con el tapiz y varios libros que contenían la verdadera fe cátara, unos pocos creyentes escaparon por los caminos secretos de la montaña antes de que el pueblo cayera en manos de nuestros enemigos. Durante varios siglos estas enseñanzas y creencias se han mantenido en secreto para evitar persecuciones, transmitiéndose la fe en grupos muy reducidos.

– ¿Cómo llegó el auténtico tapiz a América? -La buena comida había mitigado el espíritu crítico de Jaime, pero no del todo-. ¿No será una imitación o un engaño moderno?

– Al tapiz se le ha hecho la prueba del carbono y, en efecto, data de los siglos XII o XIII. Ancestros de Peter Dubois lo trajeron de Francia con la esperanza de poder extender la fe con más libertad en el Nuevo Mundo. Hace pocos años que el catarismo salió de sus círculos secretos, aunque las cuestiones más complejas se reservan sólo para los iniciados, los que tienen el privilegio de haber revivido vidas pasadas.

– ¿Qué significa la gran herradura en el centro del tapiz?

– Es el símbolo de la reencarnación para los cátaros. Ahora, con la moda de la espiritualidad oriental, la idea empieza a ser aceptada, pero en Europa, hace ocho siglos, ellos ya creían en ella.

– Sería por eso por lo que los quemaban -repuso Jaime con una sonrisa cínica.

– Por eso y porque con sus creencias atacaban a la Iglesia católica, que vivía en la opulencia y acaparaba todo tipo de bienes materiales, dando ejemplo de todo menos de pobreza y castidad. Se expandían muy rápido, y el Papa temía perder su poder temporal y las ricas donaciones que los nobles le ofrecían a cambio de salvar sus almas. Por ello, con la ayuda de la nobleza del norte, en especial la francesa, el Papa organizó una Cruzada contra los cátaros e inventó la Inquisición para acabar con su fe. Pero no debo contarte más; eres tú el que debe recordarlo.

– Me dijiste que tú también habías recordado, ¿verdad?

– Sí. Yo también he recordado.

– Pues es tu turno de contar -la emplazó Jaime expectante-. ¿Viviste en el mismo tiempo que Pedro II el Católico? ¿Lo conociste?

– Te contaré mi experiencia -concedió Karen-, pero te aviso que voy a omitir algo por el momento; es parte de mi obligación.

– De acuerdo, adelante -aceptó él, impaciente.

– Yo he experimentado varias veces a una dama cátara que vivió el asedio de Montsegur. ¿Te acuerdas de la noche que me desperté con una pesadilla y tú me consolaste?

– Claro, fue la primera noche que dormimos juntos. ¿Cómo no iba a acordarme?

– Bien, pues no fue exactamente una pesadilla lo que me despertó.

– ¿Qué era?

– Un recuerdo. Y muy angustioso.

– ¿Cómo que un recuerdo? -se extrañó Jaime-. No estabas en la ceremonia del tapiz.

– El tapiz, la bebida del cáliz, las oraciones del Buen Hombre y el resto del ceremonial son sólo instrumentos para ayudarte a evocar y a veces no sirven para nada. La experiencia es tuya y sale de tu interior. Una vez que tu conciencia está activada, puede ocurrir que rememores por ti mismo, continuando un recuerdo anterior inacabado.

– ¿Y qué recordabas aquella noche?

– Como te he dicho, era una situación angustiosa. Yo era una dama cátara encerrada en el pueblo de Montsegur, sitiado por los franceses y la Inquisición.

– ¿Y qué pasaba?

– No lo sé, Jaime. Eso es lo que yo necesito saber -repuso Karen con gesto triste-. En realidad esa evocación se ha convertido en una pesadilla para mí. Me despierto muchas noches con el mismo recuerdo y siempre se interrumpe en el mismo instante. Estoy bloqueada, no consigo avanzar. Es como si necesitara algo más para terminar con la experiencia y así poder cerrar el ciclo.

– Pero ¿qué ves?

– Estoy en una plazoleta del pequeño pueblo sitiado, en una noche helada. Voy andando en silencio sola, y de repente aparece una figura blanca, un espectro, un fantasma, que me aterroriza. Me sobresalto y me angustio. Y aquí se corta la experiencia, que se repite una y otra vez sin que pueda avanzar.

– ¿Y no te ayuda Dubois? -inquirió Jaime, preocupado.

– Sí, hemos seguido varias veces el mismo ceremonial de hoy con el propósito de continuar mi remembranza. Sin ningún resultado. Dicen que no debo de estar aún preparada. Que terminará viniendo a mí.

– No has respondido a mi pregunta. ¿Me conociste en tu vida anterior?

– No he respondido porque no te puedo contestar, Jaime. -Karen le miraba fijamente a los ojos con los suyos intensamente azules-. Debes explorar en tus recuerdos. Tú eres quien debe decir si me encuentras allí y quién soy. -Karen le dirigió una de sus luminosas sonrisas-. Si me reconoces y resulta que nuestras experiencias coinciden, y que yo era importante para ti, y tú para mí, sería fabuloso, ¿no crees?

– Sí, creo -repuso Jaime pensativo.

34

La magia que les arropaba en el restaurante se desvaneció a la salida, y al subir al Mazda convertible de Karen Jaime se sentía crítico y enojado de nuevo. ¿Por qué le habían concedido, precisamente a él, el privilegio de rememorar su vida pasada siendo sólo un recién llegado al grupo? ¿Qué deseaban obtener los cátaros reclutándole? ¿Cuál era el papel de Karen en la trama? Demasiadas preguntas, demasiados misterios. Los cátaros lo envolvían en una sutil tela de araña, y Karen le ocultaba información. ¿Por qué tenía que soportar aquella ridiculez de las gafas ciegas?

– Karen, llévame a mi casa, por favor.

– ¿A tu casa?

– Sí, a mi casa. Deseo estar solo.

– Pero, Jaime, yo había hecho planes para salir a cenar y pasar la noche juntos.

– No, Karen. Lo siento. Otro día será. Hoy necesito estar solo y pensar.

– Creo que lo que necesitas es hablar conmigo -repuso ella con una sonrisa y un guiño-. Venga, hombre, te voy a tratar muy bien.

– Lo siento, no insistas. -Jaime intentaba controlar su irritación, pero no podía evitar un tono cortante-. Déjame en casa.

– Como quieras, pero te recuerdo que tu coche está en la mía.

– Lo había olvidado. ¿Serás tan amable de acercarme?

– Por supuesto.

El trayecto transcurrió en silencio, mientras desde la radio del coche Mark Collie cantaba Trouble's coming like a train («Los problemas llegan como un tren»). En la brillante y soleada tarde de invierno, tal como en la canción, él olía la tormenta y presentía negros nubarrones cubriendo el cielo.


Al detener su coche frente al de Jaime, Karen le dijo:

– Jimy, no voy a salir hoy de casa. Mi obligación es pasar el día contigo, pero no puedo impedir que no quieras estar conmigo. Si me necesitas, llámame; te esperaré. Hasta pronto.

Y le ofreció sus labios para un beso. Jaime acercó los suyos y los puso en los de ella brevemente, casi como en un picotazo. Los labios de Karen siguieron a los de Jaime en su retirada, pero no los alcanzaron.

– Gracias. Hasta la vista -le dijo él al despedirse, y salió acelerando todo lo que le permitía el corto trayecto desde el aparcamiento hasta la garita del guarda.


Tomó la Ventura Freeway este. Iba a demasiada velocidad. Lo sabía. ¿Había sido real lo vivido? ¿O era algún tipo de hipnosis, por la cual los cátaros habían introducido en su mente una vivencia enlatada? ¿Realidad virtual a base de sugestión? ¿Cómo podía ser un sueño tan real? ¿Cuántos antes que él habrían pasado por la misma experiencia creyéndose el rey Pedro II de Aragón? ¿Dominaban Dubois y sus amigos una técnica de sugestión tan sofisticada? Y si era así, ¡qué poderosa arma para ganar el control de voluntades ajenas!

Además, sentía que dependía de Karen, y no sólo por un ardiente deseo sexual. Mucho peor. Quizá estaba enamorado. Y muy enamorado. Se sabía indefenso. Muy indefenso. Y ella. ¿Le querría realmente o sólo lo usaba en su beneficio personal y en el de la secta? Ahora ella podría utilizar la relación de ambos como arma contra él dentro de la Corporación. Tendría todas las pruebas que quisiera de que se habían acostado juntos. Como hizo Linda con el infeliz de Douglas. Linda. Estaba seguro de que Linda también era cátara. Karen no había querido confesárselo. ¿Por qué Linda había acabado profesionalmente con Douglas denunciándolo por acoso sexual en lugar de limitarse a cortar la relación? Estaba seguro de que los cátaros tenían que ver con ello. ¿Pretendían controlar la Corporación? Karen le había preguntado si ahora, sin Douglas haciéndole competencia, sería él el sucesor de su jefe. Él contestó que muy probablemente sí. Entonces, de desaparecer White de la escena, como lo hizo el pobre Steve Kurth en su vuelo desde la planta 31 al suelo, él, Jaime Berenguer, sería presidente de Auditoría.

Sometiéndole a él, cuya misión era auditar lo que ocurría dentro de la Corporación, los cátaros infiltrados en ésta podrían hacer muchas cosas con impunidad. Sería un paso importante para tomar el control, y dicho control representaba mucho poder. Podrían influir a millones de mentes en Estados Unidos y en el resto del mundo. Quizá miles de millones. Expandirían poco a poco sus ideas con los poderosísimos medios que aquella colosal máquina de propaganda, la Corporación, poseía. Y luego, con el campo abonado, sería fácil hacer florecer su credo. Era una razón suficiente para matar.

¿Podía él consentir tal cosa? La tradición familiar de búsqueda de libertad, su propia estima. ¡Dios! Qué indigno e inseguro se sentía ahora. ¿Cambiaría su dignidad por el amor de Karen? Temía la respuesta.

Unas luces detrás de él le alertaron. Sí, era a él. Redujo la velocidad y se detuvo en el arcén de la autovía. Un coche de la policía paró detrás del suyo. ¡Mierda! ¡Sabía que iba demasiado aprisa! Los documentos. La prueba de alcoholemia. Suerte que había bebido poco y había transcurrido ya algún tiempo. Dio cercano al límite pero sin sobrepasarlo.


Jaime pasó la tarde cantando a las aguas azules del océano Pacífico, que podía ver más allá de las palmeras del jardín. Entre sorbo y sorbo de brandy, acariciando las curvas femeninas de su amiga guitarra, rumiando y analizando lo ocurrido, le vino el sueño.

Despertó cuando el sol se ocultaba en el océano. Fue una buena siesta, se sentía fresco y despierto. Había soñado, pero no recordaba qué, y se dijo que no le importaba. Su ánimo había cambiado, tenía aún muchas preguntas pendientes, pero ya no le agobiaban. ¿Qué haría por la noche? Sabía que Karen le esperaba, que podría ayudarle en sus inquietudes, y deseaba estar con ella.

Pero ahora sentía que era tiempo de sacar sus raíces del suelo y vestir sus alas. Karen se estaba apoderando de él, lo dominaba, lo controlaba, lo absorbía; acudir a ella era como plantar para siempre sus raíces en una maceta. Y aquella noche quería volar, quería sentir su libertad.

Tomó una ducha, se vistió y se lanzó a la noche. Sentía su antiguo espíritu de la aventura, y la noche le atraía, brillante con sus luces y fascinante por lo que éstas podían esconder. Sin embargo, su corazón guardaba un pequeño pesar. Y él sabía que ese dolorcillo tenía un nombre. Se llamaba Karen. Quería vencer esa pequeña pena. Quería romper la dependencia. Quería recuperar la libertad que había perdido casi sin darse cuenta. Quería a otra mujer para probar que Karen podía ser sustituida.

Recordó un restaurante japonés con gran personalidad y una excelente barra de sushi. La cena estaba resuelta. Luego iría a Ricardo's y quizá la noche se mostrara propicia.

35

Karen sintió aquella ansiedad antigua, que le apretaba los intestinos como una mano de hierro. Allí estaba de nuevo, en su mente, en el centro de la plazoleta del pueblo asediado y encaramado en la cumbre de un monte de los Pirineos. Allí estaba la aparición, de pie, fantasmal, inmóvil en medio de su camino.

Como tantas veces antes, su angustia iba a crecer cuando la presencia viniera hacia ella y su corazón se aceleraría para sentir como un golpe en él. Aquél era el momento en que despertaba de su sueño, de su recuerdo, y todo se desvanecía.

Pero hoy era distinto; estaba dispuesta a continuar hasta el final. La aparición empezó a acercarse saliendo de la tenue luz que provenía del caserón y penetrando en la zona de oscuridad que los separaba. Su corazón, acelerado, le golpeaba el pecho, y tragando saliva aguantó. Con las estrellas por única luz, notaba, más que veía, la cercanía de la silueta a pocos metros.

El contorno blanco se difuminaba en la oscuridad hasta casi desaparecer. ¡Y avanzaba, ahora oculto, hacia ella! Deseó dar un paso atrás, huir. Sentía que aquello ocultaba algo terrible. Era el preludio de la muerte. El ángel que la anunciaba. Un terror incontrolable la estaba abrumando, pero debía aguantar. Debía llegar al fin. Y el fin era la muerte de aquella vida. Si no resistía, se rompería la vivencia otra vez y la pesadilla se repetiría mil veces más. Su cuerpo temblaba mientras aquello, con lentitud, en un tiempo inacabable, se deslizaba hacia ella.

Sentía que ya llegaba, y su cuerpo, en tensión límite, se preparó para recibir el último golpe, o para que su corazón, simplemente, reventara de miedo. Pero aguantó. El contorno se perfilaba, la silueta cobraba sentido. ¡Ya estaba allí! Entonces lo reconoció.

– Dios esté contigo hermana -saludó el fantasma.

– Dios esté contigo, Buen Hombre -dijo ella, sintiendo de repente un alivio infinito y cómo sus músculos se relajaban. Necesito tiempo para que su corazón se recuperara. ¿Por qué aquel pánico frente a su mejor amigo?

Era Bertrand Martí, obispo de Montsegur, un hombre alto y delgado, que mantenía la cabeza descubierta a pesar del frío. Su abundante cabello cano se agitaba con las ráfagas de aire. ¿Por qué aquel terror frente al único que podía ayudarla? ¿Era que, por primera vez, ella pretendía hoy mentirle, ocultarle algo? ¿Era su culpabilidad?

Karen se acercó e, inclinando la cabeza, le cogió las manos para besarle los guantes; él depositó con ternura un beso en la capucha de ella.

– ¿Qué hacéis levantada a estas horas, dama Corba? -preguntó con su voz profunda.

– No podía dormir, Bertrand -dijo ella sin soltarle las manos-, y me he levantado para ver despuntar el alba.

Bertrand no dijo nada, persistiendo en el apretón de manos. Ella notaba a través de la oscuridad la penetrante mirada del viejo. Bertrand transmitía una paz que calentaba el corazón y hacía olvidar el frío.

– ¿Qué hacéis vos aquí? -El no contestó-. ¿Habéis consolado a los moribundos? No me digáis quién ha muerto esta noche, no quiero saberlo, Bertrand.

– Os esperaba a vos, señora.

– ¿A mí? ¿Por qué? -preguntó ella apartando las manos con un sobresalto.

Bertrand callaba, y ella sentía su mirada y su paz a través de la oscuridad.

– ¿Cuánto más podremos resistir? -continuó ella al rato, sin esperar respuesta.

– Lo sabéis mejor que yo, señora. Nada. Hemos terminado la leña y también los alimentos, nuestra gente está agotada. Y las catapultas de nuestros enemigos lo destruyen todo.

– ¿Alguna esperanza de que nos llegue ayuda?

– Ninguna. Ni del emperador Federico II, ni del rey aragonés, ni del conde de Tolosa. Nadie nos ayudará.

– ¡Oh, mi Dios bueno! Somos los últimos y con nosotros morirá la civilización occitana. Matarán nuestra lengua de oc y nuestra religión cátara. La cultura de la tolerancia, de la poesía y del trovador desaparecerá para siempre. ¿Por qué nos persiguen, asesinan y queman en las hogueras? ¿No les enseñó Cristo como a nosotros a amar y respetar a su prójimo? ¿Por qué el Dios bueno permite esta victoria al diablo y que las obras del Creador maligno, del mal Dios, se impongan en la tierra?

– No desesperéis, mi señora, no todo termina aquí. Sabéis que hace unas semanas Pere Bonet consiguió, junto con otros hermanos, burlar el cerco y puso nuestro tesoro a salvo. Con él se salvaron los escritos de nuestra fe y el tapiz de la herradura que vos y vuestras damas bordasteis. Nuestra verdad, nuestro mensaje no desaparecerán con nosotros para siempre en las hogueras de los inquisidores. Pere triunfará en su misión y las generaciones futuras recibirán nuestro pensamiento. -Bertrand hizo una pausa, como cansado, y luego reemprendió su discurso-. Hoy, en nuestros oscuros tiempos dominados por el diablo, hay dos Iglesias. Una que huye y perdona; la nuestra. Otra que roba, persigue y despelleja; la suya. Pero los que nos persiguen también verán en el futuro la luz del Dios bueno y se unirán a su causa, y el Dios del odio será derrotado para siempre. -Bertrand le volvió a coger las manos- Ahora, mi señora, serenad vuestro ánimo. No temáis por la vida de los que amáis ni temáis vuestra muerte. La muerte es sólo un paso necesario.

– No temo a la muerte, Buen Hombre, pero sí a la rendición. Montsegur debe resistir hasta el fin. Los católicos sólo podrán pisar esta tierra sagrada cuando haya muerto el último defensor.

– No es posible, señora. Los soldados que nos defienden son en su mayoría católicos y sobreviven aún niños inocentes que sólo han empezado a vivir el ciclo de esta vida y deben terminarlo.

– Pero harán renegar a los niños del catarismo y perderán el mensaje del Dios bueno. No, Bertrand, más vale que mueran aquí, con nosotros, a que caigan en sus manos.

– No, señora; no podemos decidir por ellos y terminar contra natura este ciclo de su vida. ¿No veis que, de hacer eso, os pondríais al nivel de nuestros perseguidores? ¿También creéis tener la única verdad y el derecho de decidir la vida de inocentes? Deben vivir, no os preocupéis por sus almas; ellas seguirán el camino hasta llegar al Dios bueno.

– Tenéis razón, padre. Por ello vos sois un elegido y yo no. Pero no puedo soportar ver a mis orgullosos occitanos vencidos, humillados, torturados y quemados. Tampoco veré los colores de nuestros enemigos ondear en Montsegur. Yo no me rindo, pero sé que mi marido pretende negociar mañana la rendición. -Karen le cogió de nuevo las manos al viejo-. ¿Es eso cierto, Bertrand? Vos no podéis mentir y él no quiere decírmelo. ¡Responded por el Dios bueno! ¡Hablad!

El hombre la miró a los ojos sin contestar.

– Luego es cierto -concluyó ella al ver que el silencio continuaba-. Yo moriré libre. No me someteré a los príncipes del odio. Ni me juzgarán ni me quemarán.

– Dama Corba, querida mía, no os dejéis cegar por vuestro orgullo ni hagáis nada que retrase la evolución de vuestra alma. Mostrad vuestra humildad como lo hizo Cristo, que, siendo Dios, se dejó juzgar por los hombres.

– El Dios bueno sabe que voy a morir, y no creo que Él tenga preferencia porque mi muerte sea en la hoguera. Perdonadme, padre, pero en esta vida no dejaré que el enemigo ponga sus manos en mí y me humille. Dadme el consolamentum.

– ¡No, hija mía! -exclamó el anciano soltándole las manos y abrazándola-. Quitaos esos pensamientos de vuestra mente.

Al cabo de unos instantes Corba notó cómo el abrazo se aflojaba, y distanciándose un poco de ella el anciano le dijo:

– No. No os lo puedo dar. El dolor ha ofuscado vuestra razón. Pensadlo de nuevo. Dominad vuestro orgullo.

– Lo tengo decidido desde que empezó el sitio, Bertrand. A Corba de Landa y Perelha, señora de Montsegur, sus enemigos no la cogerán ni viva ni muerta. No darme el consolamentum no cambiará mi decisión. Lo sabéis tan bien como yo y por eso me estabais esperando aquí esta noche. Sabíais y sabéis lo que va a pasar. Me esperabais, viejo amigo, para despedirme. Y también para darme el último sacramento.

Notaba de nuevo la mirada profunda de él a través de la oscuridad y sintió otra vez cómo la angustia volvía a crecer dentro de ella, atenazándole las vísceras.

Al cabo de un rato oyó una voz débil pero decidida:

– Arrodillaos, señora.

Los cantos duros y fríos de las piedras la hirieron cuando sus rodillas tocaron el suelo y su cuerpo se estremeció durante unos largos instantes. ¿El frío? ¿El miedo?

El viejo se había quitado los guantes e introdujo sus manos huesudas en la capucha de piel de Karen y las aplicó justo en la parte superior de su cabeza.

Ella cerró los ojos y no sintió nada. Sólo su corazón latiendo locamente, su respiración agitada y el frío.

Bertrand murmuraba algo, pero ella no podía distinguir si era en latín o en la lengua de oc. Poco a poco empezó a sentir una sensación cálida en el pelo. Se iba extendiendo. Ya no sentía frío en las orejas y en la nariz. Su respiración se calmaba y el calor iba bajando al resto del cuerpo al tiempo que empezaba a experimentar una paz que hacía mucho no sentía. Estaba despierta, pero no allí. Estaba por encima de su miseria presente, ya no sentía angustia, y tampoco sentía su cuerpo. Retrocedía en el tiempo viendo imágenes de su juventud, de su niñez, y se sintió en el útero de su madre, protegida, feliz. ¿Era su madre de esta vida o la madre futura? No deseaba salir nunca más de aquel lugar, de aquella sensación. Aquello era lo real, la existencia que quería y su verdadero destino. El resto, su vida actual, era sólo una pesadilla. Perdió la noción del tiempo, pero pasarían sólo unos instantes.

Bertrand había apartado sus manos y estaba tirando suavemente de ella para que se levantara.

– ¡Oh, Bertrand! Siento ahora lo que deben de sentir los niños cuando nacen; por eso lloran. ¡Qué desconsuelo volver a este mundo! ¡Qué dura la realidad de la vida física! -dijo arrastrando las palabras-. Pero ahora sé que existe la paz en algún lugar.

– Que el Dios bueno os acoja.

– Y a vos también, querido amigo, cuidad de mis hijos y de los demás.

– Sí, señora.

Ella le abrazó y él correspondió al abrazo, pero Corba no pudo recuperar la maravillosa sensación sentida hacía unos instantes.

El viejo se alejó con lentitud hacia el edificio, del que salía una débil luz.

36

Jaime contempló a la hermosa mujer oriental que, sentada a una mesa, sonreía conversando, a pesar del volumen de la música, con una amiga. Las minifaldas mostraban generosas unas bonitas piernas. Parecían solas. Pero él no intentaría nada sin antes tomar su trago.

La música era en vivo. Un grupo de calidad tocaba una rumba mientras la concurrencia seguía el ritmo de una forma u otra. La gente danzaba en una pista repleta mientras la música caribeña sonaba más alta que de costumbre.

Una variopinta selección de gentes concurría en el lugar, y los latinos no parecían ser mayoría; sin duda la salsa estaba de moda.

Los ojos de Jaime se movían en acto reflejo hacia la concurrencia femenina. Era su instinto cazador. Hermosas latinas, orientales, alguna muy atractiva morenita y bastantes rubias y castañas. ¡Aquella rubia de espaldas! ¡Era Karen! ¿Que haría allí? Estaba hablando con un hombre. Jaime se abrió paso entre la gente acercándose a Karen mientras su corazón se aceleraba; se sentía traicionado. ¿No dijo que se quedaba en casa? Le tocó suavemente el hombro cuando llegó a su altura. Ella se giró. Ojos azules, el mismo tono rubio de pelo, casi el mismo peinado, pero no era ella.

– Lo siento mucho -le dijo experimentando, al contrario, un gran alivio-. Creía que era otra persona.

Algo debió de ver la rubia en su cara, puesto que soltó una carcajada.

– Espero que la otra sea guapa.

– Desde luego, tanto como tú -contestó Jaime, cortés.

– Muchas gracias; eres muy amable -repuso ella.

La rubia quería seguir la conversación y había dejado con toda tranquilidad a su acompañante con la palabra en la boca dándole la espalda como si no lo conociera. ¡Buena ocasión!, pensó Jaime. Está más dispuesta al juego de la caza de lo que lo estoy yo. Pero su corazón aún latía acelerado con el pensamiento de Karen. ¡Lo que ahora necesitaba era una maldita copa!

– ¿Has venido con ella? -continuó la chica.

– Sí -dijo Jaime mintiendo-. La estoy buscando.

– Buena suerte -dijo la rubia encogiéndose de hombros con un gesto ambiguo, y se giró hacia el otro hombre.

– Gracias. -Se despidió, abriéndose paso hacia la barra-. Maldita Karen -murmuró-, se me aparece como un fantasma.

Cuando el camarero le sirvió el cubalibre, oyó:

– Estás invitado, hermanito.

Allí estaba Ricardo, tras la barra, con su sonrisa de hermosos dientes y su negro bigote. Jaime se quedó helado; aquella sonrisa, aquella entonación al hablar. De pronto Ricardo le recordaba a alguien, a alguien que había visto aquella misma mañana. No aquí, sino en un lugar muy lejano y en un tiempo remoto. No podía ser, pensó, pero era. Hug de Mataplana. ¡Tonterías! Jaime rechazó de inmediato tan absurda idea. La experiencia de la mañana le había afectado más de lo que imaginaba. Empezaba a sufrir alucinaciones.

– Qué honor tenerte aquí. -Le saludó estrechándole ambas manos. Luego repentinamente interesado y con sonrisa maliciosa añadió-: ¿Trajiste a la rubia?

– Qué placer verte -respondió Jaime con rapidez-. ¿Qué ocurre contigo? ¿Te alegras de verme a mí o querías ver a la rubia?

Ricardo rió.

– Pues sí, era una mujer espléndida y me encantaría volverla a ver. Pero tal como la mirabas parecías muy interesado. ¿Qué pasa? ¿Ya la cambiaste por otra?

– No. He venido solo -respondió escueto. Aun con la confianza que lo unía a Ricardo, Jaime no deseaba iniciar una conversación sobre Karen. No era el momento. No quería.

– Llegaste al lugar indicado. -Ricardo sabía intuir y respetar la intimidad de sus amigos-. Tengo lo que necesitas. -La sonrisa le iluminaba la cara de nuevo.

– ¿Y cuántos grados tiene el tequila?

– Vamos, Jaime. Tú no necesitas tequila. Tú necesitas una buena vieja.

– Creo que tienes razón, pero ¿es que te dedicas ahora a la trata de blancas?

– Amarillas, morenitas y la que se me ponga enfrente. Pero lo mío no es por dinero. Me gusta ver felices a mis amigos. ¡Espérame ahí!

Ricardo salió de detrás de la barra; tenía el negocio bajo control y podía dedicar su tiempo al placer. Y para Ricardo el primer placer eran las mujeres; la música y los amigos competían en segundo lugar. Jaime se decía que Ricardo había encontrado finalmente un negocio donde el trabajo le traía el placer a casa.

Cogió a Jaime por el hombro y le dijo con tono de gran confidencialidad:

– Hay una mejicanita nacida aquí pero con todo el sabor de Guadalajara para ti. Es muy cachonda. La amiga con la que va siempre está con un gringo. Quiero que la conozcas. Si te aplicas y le gustas, vas a ver lo que es bueno. Tiene un cuerpo y un ritmo para que te baile. Espero que no me hagas quedar mal. Un amigo mío no puede fallar en eso. ¿Entendido?

Jaime se encogió de hombros; era obvio que Ricardo tenía conocimiento de primera mano de lo que hablaba. No le importaba que lo tuviera. En su época bohemia habían intercambiado amigas mas de una vez, e incluso comparaban notas.

– O sea, que me vas a usar para promocionar el negocio, ¿eh? Aquí viene Jaime a explotar la dinamita que los demás no pudieron encender porque tenían la mecha corta. -Jaime sonreía con malicia mientras miraba a Ricardo con sorna-. No te preocupes. Estoy seguro de que, después de conocerme, no perderás a la cliente.

– Pinche cabrón -repuso Ricardo con una carcajada.

37

Karen sintió frío, pero no temor, y avanzó decidida hacia el otro extremo de la plazuela. Luego, tanteando las paredes, las estrechas callejuelas la llevaron a las defensas exteriores de la aldea. Llegando al muro del noroeste palpó la pared y miró a las estrellas encima de ella. Aún era de noche, pero lo sería por poco tiempo.

Empezó a escalar el muro lentamente y con cuidado. Oyó desde arriba que gritaban:

– ¡Alto! ¿Quién es? -Era un guardián.

Sonrió y bendijo a los que resistían hasta el final.

– Soy yo, Corba -le dijo con voz firme.

– Buenas noches, señora.

– ¿Frío?

– Mucho, señora.

– Que el Dios bueno os bendiga, soldado.

Continuó subiendo por la escalera, que ahora giraba, apoyada contra el muro orientado al este; la hoguera que los sitiadores mantenían pegada a la muralla se encontraba al otro lado.

– ¡Señora, vigilad no exponeros a la luz! ¡Los arqueros están al acecho!

– Gracias.

Al llegar a la parte alta de la fortificación Karen avanzó cubriéndose tras los parapetos para no ser vista desde el exterior. Llegando a un tramo descubierto lo cruzó con rapidez; las llamas no llegaban a aquella altura, pero sí se notaba el calor al cruzar el hueco.

Se quedó en aquel lugar, cubierta por el parapeto de la muralla pero cerca de la abertura.

Pronto despuntaría el día. Las estrellas brillaban rutilantes en el cielo helado de la primera noche de marzo.

Sentándose en una piedra tallada miró desde allí su casa fortificada; a duras penas adivinaba su silueta al otro lado del recinto. Sus hijos, su esposo, su madre estaban allí. El Dios bueno los cuidaría.

Continuaba sintiendo la paz en su interior y recordó tiempos pasados mejores, cuando el rey de Aragón se rindió a su amor. Ella había sido la bella entre las bellas, la noble entre las nobles, la dama de un mayor encanto. Cantada por todos los trovadores, pretendida por los más nobles de Occitania, Borgoña, Gascuña, Provenza, Aragón y Cataluña. Sus ojos verdes embrujaban, su voz seducía. Corba la Hechicera la llamaban las envidiosas.

No había nacido para ser humillada y no les daría ese placer a los inquisidores.

El negro cielo empezaba a mostrar líneas azul oscuro que permitían distinguir las montañas del este y del sur. El alba llegaba, y ella sentía la tranquilidad del que no sufre con las dudas.

Lentamente se desprendió de sus botas de cuero y sacando sus zapatos de baile de los anchos bolsillos de su abrigo se los calzó. Se despojó de su abrigo quedándose sólo con su vestido de gala; con el que danzaba en las fiestas. El vestido del rey, se dijo; el vestido con el que yo esperaba a Pedro y con el que lo despedí.

Un viento helado inclemente le hizo tiritar el cuerpo, pero ella no lo sentía como suyo, porque en su interior conservaba aún el calor que le había dado Bertrand.

Miró de nuevo a las estrellas y empezó a recitar:

– Padre nuestro, que estás en los cielos. Venga a nosotros tu reino. -Dio tres pasos lentamente y se colocó en la abertura de las protecciones de la muralla. Notaba el calor de la corriente de aire ascendente, y al frente, por encima de las montañas, la franja azul se había ampliado dejando ver otra más clara-. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. -Fue consciente de que algo se rompía en el parapeto de piedra a su derecha. Una flecha-. El pan nuestro, supersustancia, dánoslo hoy.

Se acercó al borde sintiendo de pleno un fortísimo calor ascendente. Miró hacia abajo. El fuego, fascinante, se retorcía allí, en el fondo, como un enorme dragón impaciente por su presa.

Notó el silbido de otra flecha. Los hombres gritaban fuera de la muralla, también oía gritos dentro.

– Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos…

Otra flecha.

Corba emprendía su vuelo. Y como un negro cuervo hembra en la oscuridad, voló para propagar la herejía por el mundo. O así lo contaron los católicos, que bruja la llamaban.

Lo cierto es que se zambulló como había aprendido a hacer de niña desde las barcas en el Mediterráneo cuando su padre era cónsul de Tolosa en Barcelona. Sintió que entraba en un mar caliente y que los tules de su querido vestido y su antes brillante cabellera negra se convertían en luz y en calor, mucho calor.

– Y no nos dejes caer…

Continuaba sintiendo la paz.

Del impacto en el centro de las brasas del fuego se levantaron innumerables pavesas que, brillantes, se elevaron con el aire caliente hacia el alba.

Pero que no llegaron a las distantes y frías estrellas que contemplaban, indiferentes, su fin.


Karen despertó de su visión. Estaba allí, en su cama, en su apartamento de Los Ángeles. Sentía el calor agradable de las sábanas. La pesadilla había llegado a su fin.

Lo que tanto había anhelado y tanto había pretendido forzar en las ceremonias frente al tapiz cátaro acababa de ocurrir ahora espontáneamente en pleno sueño. Intentó fijar las imágenes y las emociones en su memoria. Pero ¿cómo olvidarlo? Había logrado desbloquear su memoria y avanzar hasta el final de su ciclo. Y ahora, superados el dolor y la angustia, el sentimiento era profundo y hermoso. ¡Qué terrible historia! Pero ¡qué bella! Jamás olvidaría aquellos momentos vividos. ¿Vividos cuándo? ¿Hacía segundos o siglos?

Tendió sus brazos, aún con las imágenes de su ensoñación en los párpados. Buscaba a alguien pero no encontró a nadie. Sólo el vacío. Le faltaba el calor de otro cuerpo, el calor de Jaime.


¿Dónde estaba? Había huido. Llamó a su apartamento a las diez, a las once y a las doce sólo para oír la voz rancia y enlatada de Jaime desde su contestador. Miró el reloj de la mesilla de noche. Las tres de la madrugada. Y Jaime se encontraba allí fuera, perdido en la oscura noche de infinitas posibilidades de aquel gigante conglomerado de ciudades llamado Los Angeles.

Jaime tenía miedo. Sí, tenía miedo de ella y del juramento de fidelidad y obediencia hecho a la congregación cátara. A perder su libertad. Esa libertad herencia de familia. Una herencia que, como toda utopía, jamás se convertiría en moneda.

Estaba huyendo. ¿Cuán lejos? ¿Por cuánto tiempo? Karen no lo sabía, pero deseaba que volviera pronto. ¡Ahora mismo! Ella sí necesitaba compartir con alguien la maravillosa experiencia de aquella noche, pero especialmente con Jaime.

Sabía que volvería. Nadie había resistido jamás la necesidad de cerrar el ciclo de memoria espiritual una vez abierto. Jaime querría volver a retomar las imágenes y sentimientos del rey Pedro y no se detendría hasta conocer el final. Aunque con ello sufriera. Aunque se convirtiera en esclavo del pasado y renunciara a parte de su libertad.

Karen se levantó de la cama, fue a la cocina y abriendo el refrigerador sacó un botellín de Perrier. Puso una generosa ración de whisky añejo de malta en un vaso y lo rebajó con el agua. Acercándose al gran ventanal del salón cerró las luces y descorrió la cortina. La noche estaba silenciosa y la luna en un brillante cuarto creciente. Se sentó sobre la mullida alfombra blanca agradeciendo lo bien que la arropaba su viejo y poco sexy camisón de algodón. Y miró las luces de la ciudad. Allí, en algún lugar, estaba Jaime. Quizá él no lo supiera aún, pero volvería a ella.

Karen lo deseaba y sabía que ocurriría. Sólo tenía que esperar. Como había hecho antes, tanto tiempo atrás. Tantas veces. Sólo había que aguardar a que él viniera. Y vendría.

Clavó sus ojos azules en la oscuridad.

– Ven -le dijo.

38

Ricardo localizó a Marta bailando un merengue suelto en la pista con un hombre. De hermoso pelo negro y ojos expresivos, Marta tendría unos treinta y algo. Llevaba un vestido oscuro de falda corta que marcaba las bonitas curvas de sus caderas y luego se acampanaba ligeramente para dejar descubiertas unas largas, consistentes y bien torneadas piernas. Tenía gracia y estilo al moverse. Sin ningún miramiento hacia su pareja de baile, Ricardo la llamó pidiendo a otra chica que bailaba en la pista que la avisara, ya que la música impedía que le oyera. Cuando Marta miró a Ricardo, éste le indicó con grandes gestos que se acercara.

– Marta, te presento a mi mejor amigo, Jaime -le dijo cuando Marta llegó hasta ellos-. Le he hablado mucho de ti y está loco por conocerte -mintió Ricardo con descaro.

– Encantada.

– Un placer.

Se dieron la mano.

– Los dejo. Tengo un negocio que atender. Pero antes necesito hablar algo en privado con Marta -dijo Ricardo tirando de ella y empezando a cuchichear al oído de la chica mientras lanzaba miradas picaras a Jaime.

Marta parecía divertirse y miraba a Jaime con una sonrisa que se hacía más ancha o se cerraba según la historia que Ricardo contaba.

– A ver cómo te portas -retó éste a Jaime al irse.

Quedaron frente a frente, ambos sonriendo, Jaime con su cubalibre en la mano, y Marta mirándolo con atención, con las suyas cogidas a la espalda.

– ¿Qué te ha contado ese sinvergüenza de mí? -preguntó Jaime.

– Cosas buenas. Pero lo que yo quisiera saber es lo que te ha contado de mí.

– Maravillas; vamos, que eres la candidata ideal para mi próximo matrimonio. -Jaime conocía bien el estilo de su amigo.

Marta soltó una carcajada.

– A mí me ha dicho que eres un alto ejecutivo divorciado, que tienes mucho dinero y el corazón destrozado. Mi misión de esta noche es curártelo.

Jaime rió con ganas; típico de Ricardo.

– Ricardo es un buen amigo. ¿Piensas aceptar la misión?

– Bueno, acabo de conocer a un muchacho que no está nada mal y lo he dejado en la pista plantado -contestó ella fingiendo que tomaba una decisión importante-. Por otra parte tú vienes muy bien recomendado, y Ricardo me ha amenazado con no dejarme entrar más en el club si no te trato bien. Dime, ¿cuán interesado estás tú en que yo acepte la misión?

– Interesadísimo. Mi corazón está empezando ya a curarse un poquito sólo de verte.

– Bien, pues ven conmigo a la pista. Me voy a dar el placer de tener dos galanes por un ratito -le dijo con un gracioso guiño-. Pero tú llevas un poco de ventaja.

Jaime la siguió hasta la pista pensando que Marta sabía jugar bien sus cartas. Ella le presentó a su acompañante y sin dar más explicaciones se puso a bailar. Con ritmo y provocativa, Marta evolucionaba entre los dos hombres, y sentir que tenía que competir por ella hizo que el deseo creciera en Jaime.

Luego de varias piezas empezó a sonar un bolero, y justo al identificar la música el rival de Jaime pidió el baile a Marta. Ésta se excusó diciéndole que Jaime le había solicitado el primer lento justo al entrar en la pista y cogió a Jaime para bailar.

– Espero que después de lo que le he contado a ese muchacho, sabrás bailar el bolero.

– Por favor, ¿no has notado mi acento cubano al hablar? ¡Mi abuelo inventó el bolero!

Marta rió alegremente, y ambos se concentraron en bailar.

Al cabo de un rato Jaime invitó a la chica a tomar una bebida en la barra. Hablaron. Ella era americana de primera generación y había prosperado; máster en ciencias económicas, trabajaba para un importante banco del sur de California. Hacía tiempo que se había independizado de su familia y del barrio, y vivía sola en su propio apartamento. Eso no les gustaba a sus viejos, aunque se sentían orgullosos de su hija. Pero la vida la había puesto en una situación en la que no tenía que depender de sus padres ni de ningún hombre, y ella disfrutaba de su libertad. Ricardo tenía razón hasta el momento. Era una mujer estupenda, y la emoción de la caza le estaba haciendo olvidar a Jaime la experiencia de aquella mañana.

Sobre las tres Marta miró el reloj, y Jaime le preguntó si deseaba irse. Ella dijo que sí, y Jaime la miró a los ojos con una leve sonrisa y preguntó:

– ¿Tu casa o la mía?

– La tuya -dijo Marta, y un pequeño escalofrío de placer anticipado recorrió el cuerpo de él.

Salieron a la transparente noche. Él la cogió por la cintura; ella hizo lo mismo y anduvieron hasta el coche en silencio, viendo el brillo de las luces.

De pronto a Jaime le pareció ver algo extraño, pero familiar en la oscuridad. Era como un destello azul, ¿quizá verde?, de unos ojos femeninos que le reclamaban desde la noche profunda. Veía los ojos y oía unas palabras que no entendía, pero que le llamaban. Algo fuera de su control ocurría en su interior.

Tenía a su lado una hembra como pocas tuvo antes. Y la deseaba. Pero algo lo atraía hacia otra mujer. Era una obsesión.

«Como mariposa a la llama», le avisó su voz interna.

– Tonterías -murmuró.

– ¿Dices algo? -preguntó Marta.

– ¡Oh! Nada, mi amor. Que estoy feliz de estar a tu lado -contestó Jaime abriéndole la puerta del coche.

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