MARTES

40

Los jardines que limitan la playa de Santa Mónica se encontraban desiertos al amanecer. Una brisa fría agitaba las palmeras, y el océano Pacífico, oscuro y lejano, se distinguía al fondo, más allá de las zonas destinadas a deporte y de la ancha playa.

John Beck, pantalón corto, chaqueta de chándal y cabeza cubierta con la capucha, corría cumpliendo su rutina de deporte matinal. Le encantaban la soledad de aquellas primeras horas y el frío, que hacía humear el vapor que expulsaba por la boca.

Pero aquella mañana percibió que no estaba solo. Su ritmo era rápido, pero oía el sonido de otras zapatillas de deporte acercándose detrás de él. Inusual.

Aunque ahora su trabajo en el FBI era más de despacho, no había perdido los reflejos y desconfiaba de lo insólito. En aquel momento y lugar, lo extraño jamás traería buenas noticias. El otro se acercaba. Sin dejar de correr, abrió su chándal aferrando el revólver. Notaba que el desconocido estaba ya casi encima de él. Entonces, saltando a un lado, se encaró con él.

– Buenos días, Beck -le saludó el hombre al tiempo que de una mirada percibía la mano del agente que, dentro del chándal, se aterraba a las cachas del revólver-. Puede dejar su arma tranquila. Hoy no tengo intención de hacerle daño. -Gus Gutierres, también en atuendo de deporte insinuaba una sonrisa divertida y le hizo un gesto para que continuara corriendo.

– Buenos días, Gutierres. -Beck continuó su carrera, ahora con Gutierres al lado-. No esperaba visitas. Porque imagino que nuestro encuentro no es casual, ¿verdad?

– Claro que no. Ese tipo de asuntos prefiero tratarlos en el bar, pero no parece que usted visite tales lugares.

– Me ha estado vigilando.

– ¿No se ha dado cuenta? ¡Bien!

– ¿Qué quiere? -Beck empezó a acelerar el ritmo de su carrera; era una forma de relajar la tensión que la inesperada visita le provocaba.

– Desde la cena en el rancho no hemos vuelto a hablar, pero usted ha estado entrando y saliendo a su antojo de la Torre Blanca haciendo muchas preguntas. -Gutierres le seguía sin dificultad.

– Cierto. ¿Y?

– No le he impedido hablar con quien usted ha querido y preguntar lo que se le antojara. Sin embargo, usted no me ha dado ninguna información sobre las sectas que dijo estaban tomando posiciones de control en la Corporación. Y ha llegado el momento de que me dé los detalles.

– ¿Y si me niego? -Beck se sentía molesto. El tono de Gutierres era demasiado perentorio, sin duda se le había pegado la arrogancia de su jefe. Y el hecho de sorprenderlo como lo había hecho corriendo en la madrugada, alarmándolo, escondía una amenaza intencionada. Gutierres le decía con aquello que podía apuntarle en la nuca cuando quisiera y se lo advertía sin verbalizarlo.

– Washington tendrá que buscarse a otro hombre. Será declarado persona non grata en la Corporación. Le prohibiré la entrada en nuestras instalaciones y el inspector Ramsey tampoco se esforzará en mantenerlo al día.

– No puede hacer eso. -Aceleró de nuevo el ritmo, ya muy veloz, de su carrera.

– Claro que puedo. Davis puede, luego podemos. -Gutierres se puso a su altura sin dificultades; no parecía que el esfuerzo afectara su capacidad de hablar.

– ¿Qué quiere saber?

– Todo lo que usted sepa.

– Jamás le contaré todo lo que sé. La información es poder. -Beck se notaba jadeante.

– Bien. Déme algo que me satisfaga. ¿De qué secta hablaba la semana pasada en el rancho?

– Hablaba de los cátaros, pero también dije que no teníamos la certeza de que estuvieran implicados en el asesinato de Kurth. Sabemos que también hay creyentes de otras sectas infiltrados en su Corporación.

Beck redujo el ritmo de su carrera, no podía mantenerlo a la vez que la conversación; en cambio el pretoriano parecía poder hacer ambas cosas sin problemas. El maldito Gutierres se anotaba otro punto; tenía que aceptarlo, pero se dijo que ya encontraría una ocasión futura para ajustarle las cuentas.

– Los cátaros son una secta, que dice viene del siglo XII europeo, pero están surgiendo con fuerza en los últimos años aquí, en Estados Unidos. Ya tienen sedes en más de cuarenta estados. Creen en Cristo y en la reencarnación. Una mezcla muy comercial, que coincide con las tendencias de la New age, que está triunfando últimamente en el país y en California en especial. Se expanden rápido y continuarán haciéndolo.

– Déme nombres.

– Su jefe espiritual en California es un tal Peter Dubois y, aunque oficialmente es profesor de historia, es posible que sea su máximo líder religioso. Pero tienen una segunda faceta, más ideológica, más política; ésta la lidera un tal Kevin Kepler, un carismático profesor de sociología moderna en la UCLA. Gracias a él, el grupo se expande rápidamente en medios universitarios. El contenido ideológico que proponen parece inocuo, pero existe una parte hermética en la secta que es impenetrable y creemos que contiene planes concretos para la obtención de poder terrenal. Esos planes incluyen a su Corporación.

– Déme nombres de empleados nuestros.

– Tenemos sospechas, pero nada concreto. No le daré nombres sin tener la seguridad.

– No me ha dado suficiente información, Beck.

– Creo que tiene usted bastante material para trabajar, Gutierres. Averigüe usted y luego comparamos notas. Su sede oficial esta en Whilshire Boulevard, como Club Cristiano Cátaro. De acuerdo, ya nos veremos.

Sin añadir más, Gutierres giró acelerando su carrera hacia un coche de cristales oscuros que les seguía a distancia. Beck se detuvo y contempló, brazos en jarras y jadeante, la partida de Gutierres con la vista empañada por el vapor de su propio aliento. Las luces de la mañana crecían.

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