MIÉRCOLES

56

– ¡Adelante! -la respuesta de Jaime a los golpecitos en la puerta era innecesaria; el visitante ya entraba.

– Buenos días, Jaime. -White apareció saludando con la seguridad propia del jefe.

– Buenos días, Charly -contestó amablemente; pero en su interior Jaime lanzó una maldición: las cosas iban más aprisa de lo que había esperado.

La noche anterior se demoraron en Montsegur hasta pasadas las doce, y él anotó varios asuntos sobre los que recoger información adicional para así completar el trabajo de Linda. No era tan fácil. Aunque los datos se encontraban en la oficina, se trataba de asuntos de los que ni Jaime ni ninguno de su equipo eran responsables. Y a pesar de que tras el despido de Douglas nadie tenía la autoridad en primera instancia de negarle la información, los de Auditoría de Producción no abrirían sus archivos de buena gana.

Y era arriesgado; seguro que había miembros de la secta infiltrados allí, y White se enteraría al momento de que él husmeaba en asuntos que no le concernían. No pensaba que lo relacionaran de inmediato con los cátaros, pero entraría en la lista de sospechosos.

Pese al peligro, Jaime decidió que la única opción posible era asumir los riesgos que la búsqueda de información implicaba; no podía perder tiempo diseñando formas más sutiles de conseguir los datos.

Había clasificado los documentos a obtener en dos tipos: esenciales y de menor importancia. En cuanto a los esenciales, nada más llegar a la oficina recorrió personalmente los archivos, fotocopiando papeles. Pero tuvo que preguntar varias veces sobre la documentación que buscaba.

Para documentos menos sensibles, le pidió a Laura, que tenía muy buena relación con la ex secretaria de Douglas, que obtuviera copias a través de ella.

¡Mierda! Y ahora White venía a pedirle explicaciones. ¿Cómo había podido enterarse tan rápido? ¡Y no tenía pensada ninguna excusa razonable!

– ¿Cómo va la mañana? -preguntó White sentando su corpachón en una silla frente a la mesa de Jaime e invitando a éste con un gesto a hacer lo mismo.

– Va avanzando -contestó Jaime mientras se acomodaba, dejando su taza de café en la mesa. Luego señaló varios montones de papeles-. Empujando temas pendientes. -Esperó a que el otro hablara. No sería fácil improvisar una explicación convincente.

– Jaime, he leído los informes de los auditores externos en Europa y detectan un par de irregularidades preocupantes en las divisiones de distribución cinematográfica y televisiva -explicó el hombretón.

– Sí, también he leído los informes y hay algunas cosillas. -Jaime se preguntó por qué daba White tales rodeos cuando su táctica favorita era el ataque frontal-. Pero no es nada grave.

– Pues tenemos opiniones distintas. Creo que alguno de los asuntos que mencionan requiere nuestra intervención directa.

– Charly, los auditores externos han emitido informes semejantes con suma frecuencia, y nos limitamos a aceptar que se implementaran las recomendaciones de los externos siempre que los ejecutivos responsables no tuvieran objeciones razonadas. ¿Por qué debiéramos intervenir ahora?

– Opino que esta vez es distinto y que hay que revisar los puntos conflictivos uno tras otro con los auditores europeos -respondió White con energía-. Y es urgente. Quiero que cojas un avión a Londres esta misma tarde o mañana por la mañana.

– Charly, no es razonable. -A Jaime le pareció aquello una mala excusa. Empezaba a entender lo que White pretendía: quería alejarle de la oficina. Quería ganar tiempo para poder manipular algo-. Tengo aquí multitud de temas urgentes que resolver. Y ese asunto es irrelevante, no precisa nuestra intervención.

– Jaime, yo soy el responsable de auditoría. -White pronunciaba las palabras con cuidado y furia contenida. Sus ojos azules, hundidos, brillaban siniestros-. Recibo órdenes directamente de Davis y tú recibes órdenes de mí. He escuchado ya tu opinión; estás equivocado y, una vez investigado el asunto en su origen, te darás cuenta. ¡Toma ese maldito avión y haz lo que te digo!

– Bien, creo que haces una montaña de un grano de arena. -Jaime decidió que sería absurdo y peligroso negarse-. Pero si tú lo quieres, saldré hacia Londres. Deja que cierre los asuntos más urgentes. Tan pronto como Laura me dé los horarios de aviones, te diré cuándo salgo.

– De acuerdo. Pero lo antes posible. Y quiero establecer contigo el programa de trabajo de estos días.

– Lo razonable, dado el cambio de horario, será que viaje el fin de semana, así estaré con nuestro equipo el lunes a primera hora.

– Te digo que debes salir mañana.

– Bien, veo el horario de vuelos y los temas pendientes, y luego te llamo.

– Sube a verme a las cuatro para confirmar la agenda y los tiempos.

– Bien. Quedamos a las cuatro.

– Hasta luego -dijo White cerrando la puerta, con más fuerza de la necesaria, al salir.

Jaime se quedó pensativo. ¿Habrían informado ya a White de su búsqueda de documentos? No; le habría mencionado el asunto. Lo más probable sería que quisiera quitarle de en medio por unos días mientras eliminaba pruebas. Y no tendría más remedio que obedecer. ¡Era un maldito contratiempo! ¡Con lo urgente que era preparar el caso y presentarlo a Davis! Se retrasarían al menos una semana. Y tal como se desarrollaban los acontecimientos, una semana era toda una vida.

Pero no viajaría antes del sábado. ¡Al diablo con White!


Al llegar a Montsegur, estaban ya todos trabajando, y Karen le presentó a Tim; era un creyente de toda confianza, que les ayudaba a preparar el informe. Jaime lo recordaba, lo había conocido en los secuoyas y el hombre le caía simpático.

A continuación les notificó su viaje a Europa. Los demás coincidieron en que no era una buena señal, y aunque el grupo se afanaba trabajando a contrarreloj, con la ausencia de Jaime, el informe para la presentación a Davis se retrasaría al menos cinco días.

Cuando la conversación terminaba, Dubois le preguntó:

– ¿Está aún interesado en recordar hoy?

57

¿Con quién estaba el verdadero Dios? ¿Con el Papa o con los cátaros?

Hacía unos momentos que Miguel y Hug terminaron su discusión sobre cómo actuar frente a la cruzada contra los cátaros, y ambos habían salido de la tienda. Hug fue a la búsqueda del juglar Huggonet, que traía un mensaje para el rey.

Jaime quedó pensativo mientras Fátima le servía otra infusión. Veía los argumentos y la lógica tanto de Hug como de Miguel. Sus sentimientos iban con Hug.

Las noticias que le llegaban de las tierras occitanas le indignaban, no podía consentir la masacre de sus vasallos, no podía consentir que le despojaran de sus derechos feudales.

Ahora su antiguo enemigo Ramón VI, conde de Tolosa, le ofrecía juramento de fidelidad, tal como antes hicieran el resto de nobles occitanos. Y si Jaime lo aceptaba, estaría obligado a ayudar al conde. De todos modos Ramón estaba casado con su hermana, y esto también le obligaba.

Pero la lógica estaba con la opción de Miguel; como vasallo del Papa -tal como su título de El Católico acreditaba-, debía seguir sus órdenes. Con el poder de la excomunión en manos de Inocencio III, enfrentarse a él era peligrosísimo.

Pero ¿eran los cátaros merecedores de la cruel persecución a la cual la Iglesia católica y las gentes del norte les sometían?

Jaime no lo creía. Cierto que los Buenos Hombres cátaros criticaban muchos de los preceptos católicos. Cierto que acusaban a la Iglesia romana de poseer poder y bienes terrenales en exceso. Pero ¿acaso no era verdad? ¿Por qué debían ser perseguidos y exterminados? ¿Por pensar distinto? Dios creó la mente para pensar y le dio al hombre libertad para hacerlo. Quizá demasiada. ¿O era el diablo el creador del pensamiento?

Pero ¿de qué parte estaba el diablo? Según los cátaros, el diablo estaba con el Dios malo, el del odio y la corrupción. El Dios del Antiguo Testamento y del «ojo por ojo».

Ellos se consideraban del lado del Dios bueno, el del espíritu y del alma incorruptibles. El Dios del Evangelio de san Juan. El Dios del AMOR.

Y la ROMA del Papa representaba lo contrario del AMOR (como ocurría cuando AMOR se leía al revés y aparecía ROMA). Inocencio III adoraba pues, según los cátaros, al mal Dios.

¿En qué bando estaría el verdadero Dios?

Fátima le servía otra infusión con graciosos movimientos; sus labios carnosos sonreían prometedores, y su pelo negro azabache desprendía un intenso olor a jazmín. Desde la batalla de las Navas de Tolosa, donde junto a sus compañeras fue tomada como parte del botín, Jaime había pasado todas las noches con ella.

Sin duda las mujeres educadas en un harén eran muy superiores en sus habilidades amatorias a las mujeres cristianas. Sabían dar cariño cuando era preciso, y pasión cuando era pasión lo que se necesitaba. Y él se estaba encariñando con Fátima.

Una vez servida la infusión, ella se sentó a su lado, besándole ligeramente el cuello; estremeciéndose, él la cogió por la cintura. Ella se apretó contra él y, sintiendo el calor de su cuerpo, notó cómo se iniciaba una erección.

Pero era difícil disfrutar del momento. Los pensamientos, aquella terrible duda sobre cómo actuar, continuaban castigándole.

– ¡Hug de Mataplana desea veros, señor! -gritó desde el exterior de la tienda el capitán de la guardia nocturna-. Viene con Huggonet.

– ¡Franqueadle la entrada! -ordenó sin moverse de los almohadones y manteniendo la cintura de la chica abrazada.

Los dos hombres entraron. La talla de Hug destacaba frente al juglar, que tenía un aspecto amuchachado. Hug inclinó la cabeza, y Huggonet, que lucía en su cuello un vendaje manchado de sangre, hizo una amplia reverencia.

– Creía que os habían degollado, Huggonet -le dijo Jaime con sorna.

– El Dios bueno y vuestra intervención lo evitaron. Gracias, mi señor -dijo el juglar con voz tenue y una nueva reverencia.

– ¿Y sólo para darme las gracias me querías ver? -repuso Jaime disimulando su ansiedad.

– No, mi señor. No hubiera osado turbar vuestro descanso, de no tener un mensaje de alguien que os tiene un gran respeto y mayor cariño.

– ¿A quién te refieres, juglar? -Jaime sentía que su corazón se aceleraba.

– A la dama Corba, mi señor.

– Dame su nota.

– No es una nota, mi señor. La dama Corba no quería que un mensaje tan personal cayera en manos extrañas y me lo ha dictado para que os lo recite y lo olvide.

– ¡Recítalo por tu vida, Huggonet!

– Con vuestro permiso, mi señor, me retiro -dijo Hug.

– Tenéis mi permiso, Hug -concedió Jaime-. Habla, Huggonet.

Hug salió de la tienda dando grandes zancadas.

– Espero que mi herida me permita terminar…

– ¡Maldito seas, recita! -le gritó Jaime perdiendo la paciencia.

Huggonet hizo sonar su laúd. Fátima, al oír la suave música, se apretó un poco más a Jaime.


Veo volar la blanca paloma y espero vuestro mensaje.

Pero vos estáis lejos- y no llegan las noticias.

Oigo vuestra voz cuando el viento mueve los sauces.

Pero vos estáis lejos- y sólo es mi deseo.

Huelo mi carne que se quema cuando huelo el humo.

Pero vos estáis lejos- y es sólo mi destino.

Siento la pena de vuestra ausencia cuando mi laúd llora.

Pero vos estáis lejos- y mi habitación es fría.

Oigo vuestro caballo cuando las herraduras golpean el empedrado.

Pero vos estáis lejos- y es el caballo de otro.

Ruego al Dios bueno su ayuda para que ganéis vuestras batallas.

Pero vos estáis lejos- y tardo en conocer vuestro destino.

Escucho el llanto y el temor de los niños occitanos.

Pero vos estáis lejos- y ellos pierden padres y vidas.

Siento miedo cuando los guerreros salen a luchar contra el francés.

Pero vos estáis lejos- y no sé quién vencerá.

Escucho el laúd de los juglares y su canto en nuestra habla.

Pero vos estáis lejos- y oïl matará la lengua de oc.

Mi señor, venid a Tolosa y enderezad los entuertos.

Mi señor, venid a Occitania e imponed vuestro derecho.

Haced saltar y reír de felicidad a mi corazón.

Haced cantar a las madres y que los niños jueguen en paz.

Haced callar a los que os llaman cobarde.

Haced de mi cuerpo el lugar de vuestro cuerpo.

Haced de la tierra de Oc la patria del trovador.

Venid a Tolosa, mi señor, y:

Haced valer vuestro derecho sobre Occitania.

Haced valer vuestro y único derecho sobre mí.


El eco de las últimas suaves notas se apagó. Jaime sentía un nudo en su garganta y los ojos llenos de lágrimas.

Un torrente de sentimientos e imágenes arrastraba sus pensamientos. ¡Corba! ¡Querida Corba! La dulce, la seductora. El podría buscar sucedáneos, pero no podría encontrar sustituta. Sus ojos verdes… de bruja, algunos decían. Su pelo negro brillante… como ala de cuervo que su nombre insinuaba.

Corba, el trovador.

Corba, la dama.

Corba, la mujer.

Corba, la bruja.


– Mi señor -dijo Huggonet al cabo de unos momentos-, ¿me dais recado para la dama?

Jaime no respondió hasta pasado un rato. Y luego recitó:


Pedro vendrá a Tolosa

y deshará los entuertos

y hará suyo para siempre

lo que suyo es.


Huggonet inició una sonrisa, movió sus labios memorizando las palabras e hizo una reverencia despidiéndose:

– Con vuestra venia, señor, corro a Tolosa a dar vuestro mensaje a la dama.

Al salir Huggonet, Jaime supo que jamás podría volverse atrás de lo dicho. La suerte de Occitania estaba echada.

Y también la suya.

58

La San Diego Freeway estaba poco transitada a aquellas horas de la madrugada, y Jaime conducía lentamente, tratando de establecer orden entre pensamientos y sentimientos.

Luego de su visita a la capilla subterránea, se había unido a la febril actividad de los demás con los documentos. El ambiente no era el adecuado para compartir experiencias espirituales y esta vez no hubo comentarios ni siquiera con Dubois.

A pesar de sus esfuerzos, no pudo concentrarse en los papeles. En las ocasiones anteriores, las escenas del pasado que revivía le maravillaban y asombraban, dedicando su atención a cómo se producía la increíble experiencia. El misterio estaba por resolver, pero algo le preocupaba mucho más ahora: ¿por qué le ocurría aquello a él? Debía de haber una razón, una finalidad; estaba llegando a la convicción de que existía un mensaje, una advertencia escondidos en aquello, pero que él no era capaz de descifrarlos y la certeza de que allí había un aviso martilleaba en su mente.

Algo en sus recuerdos de aquel pasado se correspondía con exactitud con la situación de hoy; había reconocido, sin lugar a dudas y con toda certeza, a la dama Corba:

Corba era Karen.

Ella había sabido todo el tiempo quién era él y quién era ella, pero no se lo dijo; esperaba que él lo descubriera. Su relación no era nueva, sino que venía de siglos y quizá hubiera ocurrido también en otras vidas. Esa nueva conciencia le daba a lo suyo otro sentido. ¿Más profundo? ¿Más místico? Jaime no lo sabía aún, pero era distinto y deseaba con urgencia poderlo hablar con ella.

Pero había bastante más. Corba estaba arrastrando al rey Pedro a una guerra en apoyo de los cátaros; sin duda la opción más peligrosa incluso para un poderoso rey.

Pero ¿no estaba ocurriendo hoy, en su vida presente, exactamente lo mismo? Karen le empujaba ahora a tomar riesgos aún desconocidos al apoyar la causa de los cátaros y, aunque éstos le eran simpáticos y los recuerdos del siglo XIII lo tenían fascinado, mantenía su espíritu crítico con respecto a su doctrina y no compartía aún muchas de sus creencias.

Lo cierto es que estaba con ellos, y Karen era la razón. La historia se repetía.

¿Tenía Corba un interés verdadero por Pedro el hombre? ¿O sólo por Pedro el rey, por su poder político y militar, y por la ayuda que podía ofrecer a los cátaros?

¿Tenía Karen un interés real por él, por Jaime como persona? ¿O su interés era por la posición clave que él ocupaba para ayudarles a derrotar a los Guardianes en la Corporación? ¿Utilizó Corba al rey Pedro? ¿Lo estaría utilizando Karen a él? Y en el caso de que lo hiciera, ¿lo amaba también?

Jaime tenía demasiadas preguntas. Pocas respuestas, pero sí una certeza: habría violencia, y la sangre iba a correr, tanto en el siglo XIII como ahora. No conocía la situación a la que el rey Pedro se enfrentaba, pero sí conocía algo del presente; su Montsegur seguro no protegería a los cátaros de hoy de sus enemigos. Sus sistemas de seguridad y sus pasadizos secretos no les ayudarían cuando el juego se jugara en serio. Todo lo más a escapar y, si no podían hacerlo, serían exterminados sin más. Afirmaban que las armas eran cosa del diablo y ¡ni siquiera había un miserable revólver en Montsegur!

Bien, él les podía haber prometido una cierta fidelidad, pero a Jaime Berenguer no lo cazarían como a una rata. No tenía ninguna intención de llegar a la perfección en esta vida y tampoco en la siguiente, si la había. En realidad no sentía ninguna prisa. Él jugaría para ganar y para que Karen ganara con él.

Y de perder la partida, con su fracaso seguramente dejaría la piel. Lo de ser mártir tendría para los cátaros múltiples compensaciones espirituales pero, por si acaso se equivocaban, él iba a concederse una pequeña satisfacción material.

Antes de dejar su pellejo de mártir en la trifulca, se llevaría por delante a varios de aquellos bastardos llamados Guardianes.

Jaime pisó a fondo el acelerador del coche, que saltó hacia adelante como intentando cortar la negra noche que se abría frente a él. Mientras, en la radio sonaba a todo volumen el rap de moda To live and die in L.A. (Vivir y morir en Los Ángeles).

Mañana, sin falta, visitaría a Ricardo.

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