VIERNES

60

Aquél fue un día interminable. Jaime esperaba que White llamara o apareciera en cualquier momento para reprocharle no haber tomado aún el avión. La discusión mantenida el día anterior fue muy desagradable: White le acusaba de desobediencia y Jaime argumentaba que su partida inmediata no tenía sentido y perjudicaba la marcha del trabajo; que obedecería, pero dentro de la lógica y protegiendo los intereses de la Corporación. Cuanto más miraba Jaime aquellos ojos hundidos, su certeza de que eran de un criminal crecía.

Jamás se había enfrentado antes a su jefe en términos tan violentos y sabía que su relación quedaría dañada para siempre, pero estaba seguro de que tan pronto como presentara las pruebas a Davis, White sería despedido. Pero aún debía guardar las apariencias en lo posible y no tenía otra opción que hacer aquel viaje.

White no apareció ni dio señal de vida; debía de entender que hoy era ya inútil insistir, puesto que en ningún caso llegaría a la oficina de Londres hasta el lunes por la mañana. Jaime tampoco tenía el más mínimo deseo de hablar con él.

Empleó el día en resolver un par de temas urgentes, preparar lo necesario para el viaje y conseguir documentos e información adicional sobre el dossier que preparaban en Montsegur.

Había llegado el momento de utilizar la rapidez y olvidar la cautela.

61

– Sabes que mañana viajo a Londres -le dijo Jaime a media voz-, y desde el fin de semana pasado no hemos tenido intimidad. Te invito a pasar la noche juntos.

Cuando se acercó sigiloso a Karen, ésta se encontraba trabajando sola en su mesa. Ella se lo quedó mirando con una leve sonrisa en sus labios, sin contestar; sus ojos brillaban azules con picardía y Jaime pensó que estaba guapísima. Y que él la deseaba con locura.

– Pensaba que no me lo ibas a pedir nunca -contestó después de disfrutar unos momentos de la expectación de él-. Acepto, pero ¿dónde? Luego de tu pelea con White, tanto mi casa como la tuya pueden estar vigiladas y si nos ven juntos adivinarán el juego.

– ¿Y aquí?

– Vamos, Jim, aquí, en Montsegur, la gente trabajará hasta tarde, y alguno igual se queda a dormir. Bueno, no sé qué intenciones tienes. -Karen amplió su sonrisa pícara-. Igual pretendes hacerlo de pie detrás de la puerta de la cocina o en el baño.

Jaime rió con ganas.

– Es una buena idea, Karen, encantado. Pero una de las posiciones que quisiera practicar esta noche contigo es la horizontal. Te propongo uno de los hoteles del aeropuerto.

– De acuerdo.


Para dar tiempo a Jaime a recoger su equipaje, Karen salió una hora más tarde de Montsegur y condujo hasta el párking de estancias cortas del aeropuerto. Estacionando el coche, esperó unos minutos con los seguros puestos. Al final sonó su teléfono móvil.

– Quinientos dieciséis.

– Quinientos dieciséis -repitió Karen.

– Exacto -confirmó Jaime, y colgó.

Karen salió del coche y cruzó el primer tramo de la ancha calle en dirección a la terminal de llegadas del aeropuerto. Se quedó en el tramo central donde paran los courtesy vans de las compañías de alquiler de coches y hoteles.

Luego de unos largos minutos apareció la furgoneta del hotel acordado con Jaime.

Jaime estaba impaciente. A través de la puerta de su habitación podía oír el sonido de la discreta campanilla del ascensor.

Karen descendió de éste y avanzó por el pasillo enmoquetado. No pudo evitar sentir un escalofrío al recordar por un momento a Linda.

No le dio tiempo de golpear la puerta de la habitación, Jaime la abrió tirando de ella hacia dentro y ambos se fundieron en un abrazo y un largo beso.

– Siento que te vayas -le dijo ella cuando apartó los labios de los de él.

– Te extrañaré, cariño.

– No más llamadas telefónicas por el momento, y menos a la oficina; estamos entrando en una fase más peligrosa. Nos comunicaremos por Internet. Usaremos mi dirección secreta y nombres clave que sólo tú y yo conozcamos. El mío será Corba.

– El mío Pedro.

Jaime ayudó a Karen a quitarse la gabardina y luego ella le quitó la corbata. Los zapatos cayeron y les siguieron las ropas. Se desnudaron el uno al otro y cada uno a sí mismo, con prisa, con ansiedad.

Luego, desnudos en medio de la habitación y con sus ropas esparcidas en desorden, se unieron en un nuevo abrazo. Desesperado. Un abrazo donde los miedos de ambos se fundieron para darse seguridad mutua.

Un abrazo repetido cientos de veces antes. Pero siempre nuevo, intenso y necesario.

– Aún no te has ido y siento tu ausencia, Jim. Ya quiero volver a verte -murmuró ella.

– Cuídate. No te arriesgues, por favor -le dijo él, bajito, al oído. Y quiso confirmar lo que ya sabía-. Tú eres Corba, ¿verdad?

– Sí. Lo fui. Y tú fuiste Pedro.


Pedro y Corba volvieron a amarse después de los siglos. A través de la noche. Lanzados a velocidad de vértigo, cortando el tiempo desde aquel pasado oscuro hacia un futuro que flotaba frente a ellos como una masa viscosa, amorfa y amenazante, que se formaba allí fuera, entre las tinieblas de la noche. Pero en aquel instante ellos vivían un momento de eternidad, protegidos entre las cuatro paredes de una anónima habitación de hotel.

Sus cuerpos se fundieron. Y él la penetró deseando poder entrar todo él. Era la materia luchando, retorciéndose, vibrando y explotando con la pasión. Sus miembros de carne, hueso, nervio y sangre actuaban como furiosos autómatas, por sí mismos y guiados por un impulso interno tan irresistible que parecía que sus corazones fueran a estallar.

Era el diablo, sin duda, el que movía los hilos haciendo danzar a sus cuerpos como marionetas en un baile sensual y lujurioso.

Pero había mucho más. También estaba lo verdadero, lo eterno Lo que el Dios bueno creó. Eran sus almas atrayéndose, persiguiéndose la una a la otra en una carrera loca a través del espacio y del tiempo. Eran sus espíritus, que el mundo y el diablo no podían corromper; los eternos Corba y Pedro. Y Jaime supo entonces que Karen era la mujer que él siempre había esperado.

En esta vida. Y mucho antes.

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