MARTES

54

Me he equivocado, pensó Karen al quedarse sola en el ascensor con uno de los guardas de seguridad del edificio. Debía haber bajado en la planta anterior con los demás.

Mordiéndose el labio, sentía cómo su corazón se aceleraba. Miró al hombre, él la miró e hizo un gesto con la cabeza. Karen respondió con una tensa sonrisa. Tendría unos veintiocho años, pelo cortado a lo marine y un enorme cuerpo.

Al abrirse la puerta, el hombre esperó a que ella saliera; ella lo hizo, empezando a andar hacia su coche con paso vivo. Oía sus tacones sonar en el pavimento del párking sintiendo, en su espalda, la mirada del hombre.

Karen no vio a nadie en la planta, supo que él salía del ascensor y sintió el impulso de correr; pero su orgullo se lo impidió. Siempre había sido orgullosa y esperaba no tener que arrepentirse. Oyó los pasos del hombre detrás de ella. Se apuró. El coche estaba a unos treinta metros y, si ambos corrían, no llegaría antes que él. Sentía los pasos del guarda más cercanos, acelerando a su espalda. Oía los latidos de su corazón más fuertes que el ruido de sus propios tacones contra el suelo. ¡El hombre estaba muy cerca!

A pesar de que el guarda era mucho más fuerte y estaría mejor preparado, ella había aprendido algo de defensa personal y, o lo usaba ahora, o nunca. Karen giró en redondo poniendo el maletín como escudo y el hombretón, a un metro de distancia, frenó en seco mirándola con sonrisa bobalicona.

– Perdone, señorita, no pretendía asustarla -dijo el guarda con un hablar lento-. Sólo quería avisarle de que uno de los cierres de su maletín está abierto y se le pueden caer las cosas.

Karen miró su portafolios y, en efecto, uno de los cierres estaba abierto.

– Bueno. -Parte de su tensión se relajó-. Muchas gracias. Muy amable.

– De nada, señorita -dijo el otro ampliando la sonrisa.

– Buenas tardes -repuso Karen dando por concluida la conversación pero manteniendo el maletín como escudo. El otro la miraba con extrañeza.

– Buenas tardes -dijo el hombre y, dando media vuelta, empezó a andar en dirección contraria.

Karen mantuvo su extraña posición mientras sentía que, otra vez, la sangre empezaba a circular por su cuerpo. Al cabo de unos pasos el guarda volvió la cabeza, sin dejar de andar, para mirarla de nuevo. Ella se apresuró para llegar al coche y, luego de buscar con manos temblorosas unas llaves que se escondían dentro del bolso, logró finalmente abrirlo. Lanzando sus cosas al asiento del acompañante entró, y puso de inmediato el seguro.

Iba recobrando la calma poco a poco. Estúpido hombretón. ¿Por qué ha tenido que acercarse tanto? Debía calmarse. Linda jamás la hubiera delatado. Ni siquiera bajo tortura.

El juego había cambiado. Y mucho. Espiar a los Guardianes del Templo y preparar la estrategia para desterrarlos de la Corporación era apasionante, hasta divertido; convertirse en presa y objeto de su brutalidad era muy distinto. Ahora sentía la tensión. Pero no había marcha atrás; terminaría lo que empezó. Lo haría por los tiempos antiguos, por los tiempos y gentes futuras, por su querida amiga Linda y también por su propio orgullo.

55

Karen aparcó su coche a unos veinte metros de una de las entradas del Mall; no parecía que la siguieran pero invirtió un par de minutos en observar los coches que llegaban.

Todo estaba bien. Entró en el centro comercial a través de Bloomingdale's, mezclándose con la gente que, en abundancia, concurría en los pasillos y, dirigiéndose al paseo central del Mall, anduvo entre tiendas y público. El escaparate de una boutique de modas ofrecía un reflejo que permitía ver a su espalda. No vio nada anormal. Luego entró en una librería y, a la vez que revisaba las últimas novedades, estudió a la gente a través del escaparate. Todo bien. Salió con paso rápido y llegando a Macy's, en el extremo opuesto del centro comercial, cruzó la tienda hasta la salida al aparcamiento.

A unos cuarenta metros, en el lugar acordado, distinguió el coche de Jaime, que al verla puso el motor en marcha y arrancó justo cuando Karen entraba.

– Hola -saludó él-. De agente secreto estás aún más guapa.

Salieron por la calle opuesta a la de llegada, y mirando hacia atrás Karen comprobó que ningún coche los seguía. A unos veinte metros Jaime se detuvo en un semáforo rojo, y ella, pasándole los brazos alrededor del cuello, le besó en la boca.

– Ser agente secreto es muy excitante -le dijo.


Tomaron la Ventura Freeway y luego la San Diego, mientras ella le contaba el susto del parking; al salir por Sepulveda Boulevard cruzaron el puente por encima de la autovía para subir por la serpenteante Rimerton, que les condujo a Mulholland Drive.

– Hoy conocerás la entrada secreta de Montsegur -anunció Karen con tono de misterio.

– ¿Cómo? ¿Tenéis pasadizos secretos?

– Sí señor -proclamó con tono triunfal-, como en los castillos de verdad.

Continuaron por la carretera bordeada de árboles a través de la lluviosa oscuridad.

– Cuando regreses aquí, asegúrate siempre de que no te sigan.

– Nadie me sigue -confirmó Jaime escrutando las tinieblas a través de los retrovisores-. Si hay alguien ahí atrás, será un murciélago. ¿Crees que la secta tiene murciélagos en nómina?

– Si los tuviera serían vampiros -repuso Karen arrastrando las palabras-. Reduce la marcha. Ve más despacio -dijo al cabo de unos minutos.

– ¿No es esta casa? -advirtió Jaime.

El hermoso edificio se adivinaba a la izquierda, casi escondido entre la valla y la vegetación; el jardín parecía discretamente iluminado y había luz en un par de ventanas.

– Sí; reduce pero no te detengas. Fíjate ahora en si hay algún coche aparcado cerca de la casa; indicaría peligro, ya que nosotros siempre aparcamos dentro. Vigila también si ves a alguien en el arcén o entre los árboles.

No vieron coche alguno, y el arcén era demasiado estrecho para que un vehículo pudiera ocultarse fácilmente entre la vegetación. Continuaron por la carretera unos cientos de metros, y llegando a donde no podían ser vistos desde la casa ni desde sus cercanías Karen le hizo entrar en una estrecha vía asfaltada que se abría a su izquierda. Oscuridad delante, oscuridad detrás; nadie les seguía y avanzaron durante unos minutos en una pronunciada pendiente de bajada.

Llegaron a una bifurcación y, girando de nuevo a la izquierda en un camino de tierra, los faros iluminaron una impresionante pared rocosa y una densa vegetación de árboles y matas a la derecha.

– Aparca aquí, entre los árboles.

Jaime detuvo el coche quedando en una posición en la que no era visible desde unos metros antes del camino; un buen escondite. Al apagar las luces se hizo una oscuridad casi total en la noche lluviosa; Jaime puso su mano en la rodilla de Karen y le dijo con voz íntima:

– Me siento romántico, ¿has hecho alguna vez el amor en un BMW?

– ¡Cubano lujurioso! -le censuró divertida-. Más respeto. Estás al pie de Montsegur, el monte sagrado cátaro; aquí se reúnen los Buenos Hombres y Mujeres. Y ellos hacen voto de castidad.

– Pero tú no lo has hecho aún, ¿verdad?

– No hagas preguntas tontas. Salgamos, nos están esperando.

– Bueno -aceptó Jaime con tono resignado-. Al menos lo del monte sagrado es más creativo que alegar dolor de cabeza.

– Sígueme -ordenó Karen abriendo su maletín y sacando una linterna.

Anduvo hasta la pared rocosa y luego siguió unos metros por un pasillo entre un muro de piedra y otro de vegetación. Al poco Karen apartó unas matas a su izquierda, y entre la fronda su linterna descubrió un arco de piedra con aspecto de entrada de una cueva; se trataba de un camuflaje perfecto.

Karen se introdujo con decisión y, topándose en el interior, unos tres metros, con una puerta metálica, buscó en la pared un pequeño cuadro de números levemente iluminados. Tecleó un código y un suave pitido indicó que el sistema de protección había sido desactivado; introdujo una llave en la cerradura de seguridad y la puerta metálica se abrió suavemente. Penetraron en un estrecho pasillo al fondo del cual se hallaba una escalera metálica de caracol.

– Este pasadizo es a la vez entrada secreta y vía de escape -le explicó en voz baja-. Dado el papel que vas a desempeñar en el grupo, hoy Dubois te dará un juego de llaves; debes aprenderte los códigos de entrada. El primer código es sólo de acceso, el siguiente es una alarma para avisar a los de la casa si se presenta una visita imprevista.

Sin esperar respuesta, empezó a subir por la escalera de caracol. Aquello era como una amplia boca de pozo, y ella subía tan rápido que si Jaime se retrasaba en unos segundos se quedaría en la oscuridad. Subieron lo que serían unos diez metros, encontrándose en una repisa excavada en la roca de donde partían dos túneles.

– El de la derecha conduce a las celdas de los Buenos Hombres y a la capilla que tú conoces. Nosotros seguiremos hacia el cuerpo principal de la casa.

Sería la mención de la capilla, pero Jaime sintió la presencia de aquel tapiz donde las figuras cobraban vida. Deseaba volver allí. Quería volver a la cueva del rito.

Pero Karen ya se había alejado dentro del túnel, y al final de éste encontraron otra puerta metálica y otro panel de códigos. Karen repitió la operación anterior y la puerta se abrió en silencio.

Se encontraban en el salón principal de la casa, al que accedían a través de un panel de madera que ajustaba tan bien con la pared norte que era imposible distinguir la entrada desde el interior.

Accedían desde el nivel más alto a una amplia estancia de dos niveles, con una gran chimenea frente a ellos y de decoración moderna y confortable. Amplios ventanales con vistas al jardín ocupaban las paredes este y oeste.

Vieron a Kevin Kepler y Peter Dubois en la parte del comedor, frente a una mesa abarrotada de papeles, discutiendo sobre un documento. Había un ordenador portátil conectado en la mesa, y otro en una amplia mesita centro, también cubierta de papeles, que se encontraba entre los sofás, frente a la chimenea. Karen cerró la puerta y dijo alegremente:

– Buenas tardes, señores.

Los dos hombres miraron en su dirección y saludaron. Jaime bajó por los escalones que separaban su nivel y les estrechó la mano.

– Están ustedes muy ocupados. Esto, más que un centro religioso, parece una oficina de auditores.

– Es más que un centro religioso -repuso Kepler-, y lo que estamos haciendo es, por desgracia, una auditoría secreta; debe serlo, porque si los Guardianes supieran dónde estamos y qué hacemos, nos eliminarían muy pronto.

– El asesinato de Linda, aparte de una terrible desgracia -continuó Dubois-, representa un gran retraso para nuestros planes; ella conocía cada documento a la perfección y era una experta auditor. Si antes le necesitábamos a usted, ahora mucho más. Con el desorden que hoy tenemos en parte de los documentos, es imposible presentar las pruebas definitivas.

– Bien, de acuerdo, les ayudaré. Pero quiero algo a cambio.

– ¿Qué es?

– No dejo de pensar en el rey Pedro y su dilema; estoy impaciente por saber qué ocurrió. Quiero volver a la capilla y revivir aquel tiempo. Y no puedo esperar al sábado.

– De acuerdo -respondió Dubois-. Me parece lógico. Pero hay dos condiciones.

– ¿Cuáles son?

– Primera, tendrá que ser mañana; hoy hay mucho trabajo que terminar. -Jaime asintió con la cabeza-. Y segunda, tendrá que trabajar muchas horas aquí ayudándonos; no podemos dejar pasar más tiempo. Los Guardianes saben que está ocurriendo algo y se esforzarán en destruir y esconder pruebas.

– ¡Trato hecho! -dijo Jaime cerrando el acuerdo con un fuerte apretón de manos.

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