SÁBADO

16

Llegaron tarde a la conferencia, esta vez Karen le hizo esperar casi una hora. Jaime estuvo a punto de quejarse pero finalmente decidió no hacerlo.

Unas trescientas personas, en su mayoría de aspecto universitario, escuchaban con atención. Vestían de forma informal y algunas estaban sentadas en el suelo cerca del orador. Ellos se acomodaron en unos asientos vacíos al fondo de la sala.

– El gran logro moderno es que la inmensa mayoría de los dominados y expoliados no se dan cuenta de ello. Y se creen libres. -El hombre que hablaba habría superado ya los treinta y cinco, lucía perilla y usaba sus manos para dar mayor énfasis a las palabras-. ¿Estamos caminando hacia ese famoso mundo feliz?

»En la evolución humana existen momentos en que se forma una masa social crítica. Definimos «masa social crítica» como el número suficiente de individuos que, pensando y actuando en una misma dirección, hacen cambiar las cosas. Antes los cambios sociales sucedían mediante revoluciones o conquistas, ahora ocurren gracias a los votos de los ciudadanos.

»¿Y cómo se crea esa masa crítica? -El conferenciante hablaba sin elevar la voz, con cierta lentitud, pero ponía fuerza en sus Palabras-. La religión, la cultura definida como sentimiento de lo justo e injusto y la práctica económica son los ingredientes para la formación del pensamiento del individuo y de las masas.

»Mezclas de estos tres elementos producen el concepto de lo que es lo correcto y justo y definen la posición política de los ciudadanos.

Los ojos oscuros del orador buscaban los de la gente que le escuchaba y se detenían clavando la mirada en alguno. Parecía leer en ellos, tomar energía, y así aumentaba la fuerza de su mensaje, que poco a poco iba creciendo en tono y volumen.

– Así pues, en una sociedad como la nuestra, en la que cada ciudadano tiene un voto, la persuasión y la convicción son las armas fundamentales para obtener el poder, ya sea político, económico o incluso religioso.

»Pero para que se produzca la masa social crítica es necesario que el concepto de "lo que es correcto y justo" sea transmitido. Que llegue convincentemente a un gran número de ciudadanos.

»En la antigüedad, eran los predicadores desde la religión y, desde el entretenimiento, los trovadores y los comediantes los encargados de transmitir y convencer a los ciudadanos de lo que era correcto y justo. En nuestros días, son los medios de comunicación, los que se han apropiado de ese gran poder y lanzan continuos mensajes, ya sea en películas, programas de televisión o artículos de prensa.

»Hemos dado a la radio, a la televisión y a los periódicos la llave de nuestra casa y el acceso a nuestro voto. Y en democracia, al votar, cedemos nuestra pequeña gota de poder político a alguien que finalmente lo usará según su propio criterio y conveniencia.

Jaime pensó que la forma en que el hombre se expresaba le recordaba más a la de un predicador televisivo que a la de un profesor universitario. Definitivamente parecía un misionero, y eso le hizo sentir recelo hacia aquel personaje.

– Las películas de cine y los programas de televisión son la segunda exportación, en valor monetario, de Estados Unidos. Pero su importancia supera la económica; es un arma muy efectiva. La venta del estilo de vida americano en los cinco continentes ha propiciado la caída del telón de acero y el derrumbe y transformación de los sistemas comunistas.

»Sus ciudadanos, consumidores ávidos de imágenes y entretenimiento, fueron persuadidos, a pesar de las máquinas locales de propaganda, de que el alto estándar de vida americano era el objetivo de sus vidas y empujaron los cambios en sus países, ayudados por la ineficiencia de aquellos sistemas que proponían filosofías de vida alternativas. Y así es como Estados Unidos ha ganado la tercera guerra mundial. Sin tener que disparar un solo tiro.

Jaime observó a Karen y, viendo la avidez con la que escuchaba al orador su prevención hacia el hombre aumentó.

– Éste es sólo un ejemplo del poder de los medios de comunicación; convencen y seducen al ciudadano. Consiguen las ventas, los votos, los creyentes de nuevas religiones. Elevan al poder a los presidentes que rigen el destino de las naciones. Persuaden al individuo de que el sistema en que vive es justo y que él, el individuo, es libre.

»Pero ¿es libre nuestro ciudadano medio? ¿Tiene libertad para decidir cuántas horas duerme? ¿A qué hora se levanta y si va a trabajar o no? ¿Tiene realmente esa libertad? Yo les reto a que lo piensen. Podemos decidir qué hacemos el domingo o al lugar adonde vamos de vacaciones; siempre que tengamos el dinero, claro. Pero ¿cuántas de las cosas fundamentales de nuestra vida podemos cambiar? Analícenlo y verán que realmente pocas. ¿Somos libres? ¿O nos han convencido de que lo somos? -Aquí el hombre hizo una larga pausa-. Termino con un dato final: el 75 por ciento de los medios de comunicación está controlado hoy por las grandes multinacionales. Y esas grandes corporaciones tienen el poder de comentar, manipular y censurar las noticias.

»Jeff Cohen, ex columnista de USA Today y Los Angeles Times, dice que "estamos asistiendo a la creación de un sistema de propaganda, en este país, mucho más sofisticado que el de la antigua Unión Soviética".

»Piensen sobre esas palabras. Muchas gracias.

La sala se llenó de aplausos y, terminados éstos, un muchacho de la cuarta fila inició el turno de preguntas. Karen se inclinó hacia Jaime y le habló al oído.

– Interesante, ¿verdad? Sí. Ese hombre es un revolucionario. -Pero calló su pensamiento: ¿no sería un manipulador a la búsqueda de aquel poder, que tanto criticaba, para sí mismo?


Terminadas las preguntas, muchos de los asistentes se agruparon en corros de animada conversación.

– El conferenciante es amigo mío. Se llama Kevin Kepler. Te lo presentaré luego; ahora tiene demasiada gente alrededor. -Cogiéndole de la mano, tiró de él hacia un lado de la sala-. Quiero que conozcas a otro amigo, ven.

Se acercaron a un grupo, del que un hombre se apartó al verlos.

– Peter, éste es Jaime Berenguer -presentó Karen-. Jaime, mi amigo Peter Dubois.

Se estrecharon las manos. El hombre, de pelo y barba blancos, tendría unos sesenta años. Vestía un amplio chaquetón de lana con dibujos indios y pantalones y botas vaqueros.

– Encantado de conocerlo, señor Berenguer. -Le miró con sus ojos claros, de extraña fijeza.

– Un placer -contestó dudando de que llegara a serlo.

– Jaime es un compañero de la Corporación -informó Karen.

– Tiene usted un apellido interesante, señor Berenguer. ¿De dónde es originaria su familia?

– De Cuba.

– ¿Y antes? ¿De dónde proceden?

– De España.

– Y me atrevería a afirmar que del antiguo reino de Aragón.

– Sí, está usted en lo cierto. -Jaime sonreía asombrado-. ¿Cómo lo ha adivinado?

– Peter enseña historia -intervino Karen-. Y su especialidad es la historia medieval.

– Usted es un descendiente de los Ramón Berenguer, condes de Barcelona, y con posterioridad reyes de Aragón -continuó Dubois con solemnidad pero sonriendo-. He dedicado mucho tiempo de estudio a ese período histórico y a los hechos que esos personajes y sus descendientes protagonizaron. Unas gentes fascinantes.

– No tenía noticia de tales ancestros. -A Jaime le divertía la sorpresa-. Me gustaría saber más de ellos.

– Estoy seguro de que sabe más, pero ahora no se acuerda. -El hombre mantenía una mirada fija, de ojos demasiado abiertos, que recordaban a los de una serpiente.

– ¿A qué se refiere? -quiso saber, sorprendido.

– La persona, señor Berenguer, tiene en su interior registros insospechados. Unos les denominan memoria genética y otros les dan distintos nombres. Está allí, y sólo hay que llamarla; le sorprendería lo que almacena su memoria.

– ¿Está usted bromeando? -inquirió Jaime-. ¿Así, sin más? ¿Como si se tratara de un disquete de ordenador?

– No. No está bromeando -intervino Karen-. Tengo conocidos que han sido capaces de recuperar parte de su memoria. Es una experiencia única.

– Sí, señor Berenguer. -Dubois hizo un gesto con su mano izquierda, y Jaime distinguió un anillo con la extraña forma de una herradura-. Precisamente yo colaboro con un grupo de trabajo que desarrolla técnicas para conseguir esas experiencias. Y hasta el momento el éxito nos ha sonreído en un considerable número de casos. Y créame, cuando ocurre, compensa con creces el trabajo invertido.

– Estoy asombrado. Recuerdo haber leído algo semejante, pero jamás he creído esas historias.

– Pues le aseguro que algunas son ciertas.

– ¿Quiere usted decir que yo podría llegar a «recordar» algo que jamás me ha ocurrido a mí, pero sí a un antepasado mío?

– Es muy posible que usted recuerde. Depende de la actitud positiva y la fe que tenga al enfrentarse a ese tipo de experiencia no cartesiana. Los hay que su incredulidad les bloquea por completo y jamás llegan a conseguirlo.

– ¿Podría yo recordar los hechos de mi antepasado el rey? ¿De Ramón Berenguer, como usted le llama?

– Sí, pero es improbable. Lo lógico es que se topara antes con experiencias de otros. Su historia genética está formada por el aporte de miles de individuos.

– No se ofenda si soy escéptico, pero me suena a prácticas espiritistas. No creo en estas cosas.

– No me ofendo. Usted es libre de creer en lo que quiera, pero conozco a multitud de personas cultas, inteligentes y de gran nivel intelectual que lo han vivido. Si usted decide prejuzgar, se aferra a las creencias oficiales y no tiene interés por ello, está en su derecho y no seré yo quien lo censure. -Sin perder su sonrisa, el misterioso personaje cambió de conversación-. ¿Qué opina de la conferencia?

– Interesante. Pero volviendo a lo de la memoria, comprenda mi asombro -se apresuró a añadir Jaime- y, desde luego, me encantaría vivir una de esas experiencias.

– Bien, en tal caso, acuda a una de las reuniones. Precisamente mañana salimos de excursión. Quizá Karen, si no tiene otro compromiso, le quiera invitar.

– Claro que tengo otro compromiso -dijo Karen-. Además, ¿Para qué querría invitar yo a este cubano descreído?

Jaime notó la divertida provocación de Karen y se quedó mirándola, ladeando la cabeza con mirada suplicante.

– Bueno. Si me lo pide bien y se lo gana, quizá cambie mis planes y lo invite.

– Por favor, Karen.

– Veré qué puedo hacer. Pero primero he de consultar mi agenda.

– Disculpen, tengo que dejarles -dijo Dubois con amabilidad, tendiéndole la mano-. Encantado de conocerle, señor Berenguer. Ya sabré mañana si consigue convencer a Karen.

– Encantado y hasta pronto -respondió Jaime estrechando la mano.

17

– ¿Cómo se encuentra Sara? -Davis usaba su habitual estilo enérgico.

– Se recupera bien del shock -respondió Andersen, el presidente de Asuntos Legales-. Insiste en volver al trabajo, pero el médico quiere que continúe en reposo. Llevaba más de treinta años trabajando con Steve y no se puede quitar de la cabeza que ella le pasó la bomba. Se siente culpable.

– ¡Qué tontería! Que vuelva a trabajar si quiere. La actividad es la mejor medicina y estar con los demás le ayudará a quitarse bobadas de la mente. -Davis se dirigió ahora a un hombre de unos cincuenta años, sentado a la mesa de conferencias-. Inspector Ramsey, imagino que ya ha interrogado a Sara. ¿Qué recuerda ella?

Habían tenido que esperar al sábado para que Davis pudiera encontrarse por primera vez con el inspector encargado de la investigación. Ramsey vestía un traje vulgar, corbata barata y estaba jugueteando con un cigarrillo en sus manos. Su aspecto contrastaba con el traje caro y la corbata italiana de Gutierres. Parecía un funcionario cualquiera de la administración de la ciudad, y su aspecto era poco brillante, pero el propio alcalde lo había recomendado a Davis, y éste había vivido lo suficiente para que no le impresionara el precio de trajes y corbatas.

– No recuerda nada que pueda aportar pistas -contestó con lentitud-. Dice que pasó al señor Kurth un par de sobres grandes con indicaciones de «abrir sólo por el interesado» que parecían guiones de película. Habitual. Le hemos mostrado pedazos de envoltorios recuperados de los escombros del despacho, pero Sara no ha podido identificar ninguno como perteneciente a los paquetes llegados aquella mañana.

– ¿Algo en la carta de reivindicación del atentado? -intervino Gutierres.

– El FBI no tiene constancia de ninguna organización llamada los Defensores de América, aunque puede ser un segundo o tercer nombre que use algún grupo paramilitar extremista. Están investigando. Otras compañías de comunicaciones han recibido cartas de ese grupo. Amenazan por lo que ellos consideran contenidos liberales y antiamericanos de programas televisivos o películas. Pero jamás habían reivindicado un atentado.

– Son viejos conocidos nuestros -informó Gutierres-. Desde hace más de un año, no dejan de enviar cartas con insultos y amenazas para todos, pero en particular para los señores Kurth y Davis.

– Necesito esas cartas -dijo Ramsey-. ¿Las conservan ustedes?

Gutierres miró a Davis, que asintió levemente con la cabeza.

– Sí, las tendrá hoy mismo.

– ¿Encontraron algo en la carta? -inquirió Davis.

– No había huellas y se imprimió en papel corriente, con la impresora más vendida en América y con un programa de escritura de lo más vulgar. Sin huellas digitales. Ninguna información relevante.

– ¿Qué han averiguado sobre la llamada telefónica de Los Hermanos por la Defensa de la Dignidad?

– Nada. El FBI tampoco tiene constancia de tal grupo. El individuo que llamó tenía acento de Nueva York y ésa es la única pista.

– ¿Y de los análisis de los restos de la oficina?

– Fue una explosión tremenda. Los cristales exteriores del edificio son a prueba de golpes fuertes y logró romper un buen número. El señor Kurth estaba entre la bomba y los cristales. -Ramsey se expresaba con lentitud, arrastrando las palabras-. Murió al instante, literalmente reventado por la fortísima onda expansiva. Cuando voló por la ventana, ya estaba muerto.

– Puede ahorrarse usted los detalles -cortó Davis-. Le he preguntado por lo que encontraron en la oficina. Supongo que toda esa gente que usted envió habrá servido para algo.

– Señor Davis -dijo Ramsey dejando de jugar con el cigarrillo, apoyándolo por el filtro en la mesa y manteniendo el otro extremo vertical con la punta de su dedo índice-, usted dirige esta compañía y yo dirijo la investigación. -Se inclinó ligeramente hacia adelante-. Aclaremos desde un principio qué hace cada cual. Nosotros investigamos y ustedes colaboran. Es su obligación y usted no quiere aparecer como una persona que obstruye la ley. Las preguntas las hago yo, y si respondo a las suyas será por pura cortesía y hasta donde yo crea que es adecuado. Tienen ustedes suficientes problemas, y será mejor que no los aumenten.

No se oyó más que el silencio. El pretoriano que escribía la minuta de la reunión se quedó con una mano levantada sobre el teclado del PC y miraba a Ramsey con la boca entreabierta de asombro. Gutierres lanzó al policía la misma mirada que un gato lanzaría a un ratón, y Andersen trataba de evitar la sonrisa. Ése no era el tono con el que la gente se dirigía al viejo.

– Señor Ramsey -repuso Davis después de unos segundos-, creo que usted no se ha hecho cargo de la situación tal como es y se la voy a explicar. -Volvió a hacer una pausa-. Gran parte del dinero con que se paga su sueldo procede de los impuestos que paga la Corporación que yo dirijo. Y lo mismo ocurre con el sueldo de su jefe y el del jefe de su jefe. Con ese teléfono puedo llamar a alguien que va interrumpir cualquier reunión que tenga para contestar de inmediato mi llamada. Ese alguien puede patear su culo de tal forma que le quede plano para el resto de su vida. Y lo hará si yo quiero que lo haga, porque logró su puto trabajo gracias al apoyo que esta Corporación le dio. Y está cagado de miedo de perder su poltrona.

Apoyándose en el respaldo de la silla, Ramsey se tomó unos momentos antes de hablar.

– ¿Le ayudo a decir lo que no ha podido decir? ¿Quería usted decir «Patear su puto negro culo», quizá? -Hizo una pausa-. ¿Está usted amenazando en público al oficial que conduce la investigación de un asesinato ocurrido en sus oficinas? Es usted muy poderoso, señor Davis, pero no ha podido evitar que asesinaran a su mejor amigo. Y no sabe quién lo ha hecho y si lo va a intentar de nuevo. Y si lo intenta no sabe si va a tener éxito también con usted.

»El poder tiene sus límites, señor Davis, y a veces una avispa puede herir a un elefante y el elefante no puede hacer nada contra ella. Y si el elefante tiene la suerte de poder alcanzar a la avispa, ello tampoco cura el dolor de la herida. Piénselo.

– Inspector -intervino Andersen-, no malinterprete la expresión del señor Davis; es lenguaje común en nuestro negocio. La Corporación colabora totalmente en la investigación.

– Gracias por tu ayuda, Andrew -cortó Davis-, pero no la necesito. Espero que trabaje usted tan bien como habla, Ramsey. Y respeto lo que ha dicho. Vamos a colaborar con usted, pero atrape a esos cabrones de Los Defensores de América pronto. Entonces tendrá más que mi respeto: mi agradecimiento personal. Y esto vale mucho en esta ciudad y en este país. Espero que maneje en todo momento el asunto con la mayor confidencialidad, en especial ante la prensa. Y no me falle, porque, si lo hace, entonces yo personalmente patearé su puto negro culo y haré que cincuenta más hagan lo mismo.

– Va usted muy aprisa -continuó Ramsey ignorando la amenaza de Davis-. Es muy posible que Los Defensores de América o Los Hermanos por la Defensa de la Dignidad sean una simple cobertura de algún otro grupo o interés. Dígame, ¿quién se beneficia con la muerte de Kurth? ¿Competidores? ¿Alguien que quería su puesto en la Corporación? ¿Enemigos personales? Estoy seguro de que manejar un estudio cinematográfico no es trabajo de hermanitas de la caridad. ¿Enemigos políticos? El señor Kurth tenía gran poder político. ¿A quién molestaba?

– ¿Así que cree que Los Defensores de América son una tapadera? -murmuró Davis, pensativo.

– Mire, Ramsey -terció Gutierres-, llevamos años recibiendo amenazas de individuos y de grupos. Predicadores de iglesia nos han llamado el Anticristo y han promovido el boicot a nuestras producciones televisivas. Esa gente es real. Existe de verdad y muchos son capaces de matar.

– Sí, existen. Claro que hay muchos extremistas y locos. Sin embargo ¡qué bonita excusa! -repuso Ramsey.

– Ramsey -dijo Davis-, será una tarea muy difícil buscar enemigos y resentidos. Steve Kurth tuvo que pisar muchos pies y decir muchos noes en su trabajo. También yo. Esa búsqueda hará la investigación eterna.

– El análisis de los motivos puede dar algunas pistas -replicó Ramsey-, pero también los medios con que se valieron los asesinos. El señor Kurth era judío, como usted, ¿no es cierto?

– Sí, es cierto. ¿Y qué importa eso en la investigación?

– No lo sé aún. Puede importar tanto para la investigación como el hecho de que yo sea negro -repuso Ramsey con tranquilidad- o, al contrario, puede tener una importancia fundamental. ¿No es cierto que el señor Kurth no escondía su postura en el conflicto judío-palestino? ¿Y que era favorable a encontrar la paz a cambio de ceder territorios a los palestinos? ¿Y que usted también lo es? ¿Y que eso contraría a grupos muy poderosos que influyen directamente en el gobierno del estado de Israel? ¿No es cierto que han recibido cartas y llamadas amenazantes a causa de reportajes televisivos que proponían abiertamente la paz a cambio de concesiones? ¿Y que dichos grupos les consideran a ustedes traidores? ¿Y que algún rabino extremista les lanzó su maldición y condena? Ustedes tienen un gran poder para influir en el ciudadano americano y convencerle de quiénes son los buenos o los malos en el conflicto, y la opinión del ciudadano de la calle influye mucho más en la política del gobierno que la presión de los grupos financieros. Y la política del gobierno de Estados Unidos es fundamental para Israel. Luego eliminarles a ustedes puede tener un alto interés político.

– Creo que es usted el que tiene prejuicios racistas -le reprochó Davis-, y me temo que ve demasiadas películas de espías.

– Señor Davis, ha costado bastante poder identificar el explosivo usado pero, con la ayuda de algún amigo que trabaja en laboratorios especializados del FBI, lo logré. Es un explosivo raro. ¿Adivina cuál?

– Naturalmente que no. ¿Cómo diablos voy a saberlo?

– Se llama RDX. Un solo gramo es tan potente como un kilogramo de dinamita; pudo entrar en cualquier cosa sin ser detectado. El mecanismo detonador debía de ser también muy pequeño y, por lo tanto, de alta tecnología. ¿Sabe usted quién usa ese explosivo?

– ¡Maldita sea, Ramsey! ¡Déjese ya de adivinanzas!

– El RDX es el explosivo favorito de los servicios secretos de algunos países -dijo Ramsey con una sonrisa-, en especial del servicio secreto israelí. Con ese explosivo y con un teléfono celular lograron matar al jefe de la milicia de choque de los integristas islámicos de Hezbolá, Isadín Ayash.

– ¿Insinúa que están implicados?

– Podría ser -contestó Ramsey estudiando con detalle la expresión de la cara de Davis.

18

– Tendrás que ganarte tu invitación a la excursión de mañana. Yo no voy al bosque con cualquiera -le dijo Karen al despedirse después de la conferencia.

Ahora se encontraban cenando en un excesivo restaurante francés donde ella trabajaba con elegancia unos escargots y él tomaba un foie fresco. Traje y corbata eran obligados, y Karen vestía un elegante conjunto de noche oscuro con falda ceñida y escote generoso; el contraste con su cabello rubio y su piel muy blanca era espléndido. Estaba bellísima.

Karen decidió que parte del precio que él debía pagar para ser invitado a la excursión era una magnífica cena. Y que era ella la que escogía el restaurante.

Jaime, como comenzaba a ser costumbre en él, tuvo que cambiar los planes para la noche y el día siguiente. No se perdería por nada del mundo una oportunidad para estar con ella.

Era obvio que el restaurante era caro hasta la indecencia y que Karen no se ofrecería a pagar la mitad de la cuenta.

Aun así, él pensaba que era una buena inversión y que disfrutaría hasta el último de la larga hilera de dólares que costaría la cena.

– Háblame de la excursión de mañana. ¿Tengo que sacar el polvo a mi uniforme de scout?

– Iremos hasta la zona sur del Parque Nacional de los Secuoyas en coche y luego habrá que andar algunos kilómetros por el bosque. Almorzaremos con un grupo de amigos.

– ¿Y qué vais a hacer allí? ¿Os dedicáis a invocar a los dioses del bosque? ¿Alguna ceremonia mística? ¿Brujería?

– En realidad ofrecemos sacrificios humanos, y tú eres el elegido -puntualizó Karen con amplia sonrisa.

La abogado sabía cómo mantener un buen combate dialéctico, disfrutaba con ello, y le encantaba devolver golpe por golpe. Maldita Karen, pensó. ¿Cómo logra controlar siempre la situación? Eso le retaba. ¡La veía tan hermosa! Se imaginó besándola en el bosque y fundiéndose con ella en un abrazo sobre un suelo cubierto de helechos.

– No pongas esa cara, hombre -azuzó ella ante su falta de respuesta-. Se trata de un gran honor.

– Bien, será un gran honor, pero te advierto que si la fiesta de mañana corre a mi cargo, entonces no pienso pagar también la cena de hoy.

Ella soltó una pequeña carcajada mientras atacaba al siguiente caracol. Parecía pasarlo muy bien, y eso llenó a Jaime de placer. Se animó a lanzar otra estocada.

– Al menos espero que, como es costumbre con los condenados, me concedas mi último deseo.

Karen detuvo su escargot a medio camino de la boca, mirándole con el cejo ligeramente fruncido y con un inicio de sonrisa en los labios. Había electricidad en sus ojos, y él sintió un estremecimiento en su interior. Al cabo de unos largos segundos Karen introdujo con lentitud el escargot en su boca sacando ligeramente la lengua y moviéndola levemente entre sus húmedos labios rojos. Luego apartó su mirada de la de Jaime para concentrarla en el plato mientras empezaba a manipular el siguiente animalito. No contestó nada, pero sus labios contenían aún aquella sonrisa. Él no recordaba haber visto nada tan sensual en toda su vida.

– Y aparte de las brujerías y de los sacrificios, ¿que más hacéis? -inquirió para romper el silencio en el que Karen se había encerrado para no responder.

– Pues vivir y disfrutar de la naturaleza, estar con los amigos y charlar. También ampliamos nuestro grupo. Somos gentes que compartimos ideas semejantes sobre la vida e invitamos a otros amigos para que conozcan nuestro pensamiento.

– ¿Y qué relación tiene eso con la memoria genética que mencionó esta mañana Dubois?

– A veces mucho y a veces nada. -Había misterio en la ambigüedad-. Todo depende de hacia dónde vaya la conversación.

– ¿Vendrá Kevin Kepler?

– Es posible; viene con frecuencia. -La sonrisa de Karen había desaparecido y se mostraba evasiva.

– ¿Desde cuándo conoces a ese grupo?

– Ya hace algunos años -dijo luego de tomarse algún tiempo antes de responder-. Conocí a algunos cuando iba a la universidad. Después el círculo se amplió. Es gente que me gusta. Hablando de gustos, ¿qué tal tu foie?

– Excelente. ¿Y tus caracoles?

– Saben mejor si les llamas escargots. Me encantan, pero prefiero no pensar que son esas cosas que se arrastran por el jardín. -Era evidente que Karen quería desviar la conversación. Jaime pensó que era mejor no presionarla; ya iría conociendo las cosas a su tiempo.

– Hablando de gustos, estás muy hermosa.

– ¡Hablábamos de comida!

– Cuando los cubanos estamos frente a una mujer tan hermosa como tú, decimos que está para comerla. Y tú estás para comerte.

– ¿Ves cómo estamos hechos el uno para el otro? -le recordó mirándole con sus brillantes ojos azules y manteniendo una sonrisa irónica-. Yo sacrifico a las personas y tú te las comes.

– Pero mi forma de comer no duele, sino que gusta, y luego continuas más viva y feliz.

– ¿Es una amenaza o una invitación?

– Una invitación.

– Muchas gracias, sabía que invitabas tú a la cena. -Cambió a una expresión severa frunciendo ligeramente las cejas-. ¿Sabes que con ese tipo de expresiones cubanas puedes tener problemas en este país?

– Hay ocasiones en que hay que aceptar problemas -repuso Jaime alargando la mano y tocando con la punta de sus dedos la mano de Karen. Ella no se movió y le continuó mirando como si no pasara nada. Se sentía tenso y con un pequeño nudo en el estómago. Pero no se podía librar de la fascinación que Karen ejercía sobre él-. Y por ti yo podría aceptar muchos problemas -concluyó.

– ¿Es un cumplido o hablas en serio?

– Completamente en serio -dijo Jaime con la convicción interior de que era cierto.

Ella lo miró de una forma extraña.


Salieron a la fresca noche, y al arrancar su coche Jaime anunció:

– Te invito a una copa en un lugar muy peculiar.

– He espiado indiscretamente la factura y creo que debiera ser yo la que invitara ahora.

– Muy delicado de tu parte el sentir remordimientos cuando he pagado la cuenta, pero no te preocupes, se te pasarán con una copia. Disfrutemos de la noche.

– Lo siento. Mañana hay que madrugar. Otro día será, Jaime. Llévame a casa.

¡No le podía hacer eso!, pensó. ¡Estaba jugando con él!

– Karen, no me puedes hacer esto. Estoy fabulosamente bien contigo. Quédate un rato.

– No. Yo también lo estoy pasando bien, pero tú querías ir a esa excursión. Mañana estaremos todo el día juntos. Ahora llévame a casa, por favor.

– Pero, Karen -suplicó él con tono cómicamente lastimero-. Sólo una hora.

– Jaime, no estropees una velada tan deliciosa -le advirtió con tono serio-. Sé razonable. Dentro de unas horas nos veremos de nuevo. Ahora llévame a mi casa.

Él se sintió como si le hubieran abofeteado. No dijo más. Giró con un súbito golpe de volante en la siguiente esquina y condujo hacia la casa de Karen.

El silencio permitió oír la emisora de música country, que permanecía en un volumen bajo. Un vaquero de corazón destrozado reprochaba la ingratitud de su vaquera.

Luego de un largo silencio Karen preguntó:

– ¿Vendrás a recogerme mañana o voy sola?

– Naturalmente que vendré.

– Gracias por su amabilidad, señor. A las ocho, por favor -dijo ella con tono dulce.

Was estaba de guardia y su cara se iluminó con una amplia sonrisa cuando se detuvieron en la barrera de entrada. Karen le saludó con la mano cuando abrió la barrera, y el hombre mantuvo su sonrisa moviendo la cabeza de arriba abajo afirmativamente.

Jaime arrancó, pero sentía grandes deseos de bajar del coche y darle un buen puñetazo al hombre en los dientes.

19

Jaime condujo el coche hasta la zona de aparcamientos de visitantes. Al salir dio un portazo más fuerte de lo necesario y, abriendo la puerta a Karen, le deseó buenas noches.

Ella le cogió la mano despidiéndose. El destello fugaz de una sonrisa brillaba en sus labios; Jaime hizo ademán de irse, pero ella continuaba sujetándole la mano. La miró de nuevo a los ojos; había una curiosa chispa de luz en ellos.

– ¿Aceptaría el señor una copa en mi casa?

Jaime tardó unos momentos en superar la sorpresa. Luego mirando su reloj, intentó fingir indiferencia:

– Sí, acepto, pero tiene que ser rápido. Es tarde.

Ella no dijo nada, pero su sonrisa se amplió un poco más y, tirándole de la mano, lo condujo en silencio al interior del edificio.

El corazón de Jaime iba saltando en su pecho. ¿Estaba Karen jugando otra vez con él?


El apartamento era de estilo moderno, con paredes blancas y muebles negros. Grandes jarrones con flores de tela rompían el bicromismo. Por contra, los cuadros eran manchas de color. A Jaime le llamó la atención un tapiz, iluminado por un foco, que representaba una herradura con profusión de hilos plateados y dorados. Recordó el extraño anillo, también con una herradura, que lucía Dubois. ¿Casualidad?

– El bar está al fondo. -Karen interrumpió su pensamiento-. Un whisky con un hielo y Perrier para mí, por favor. Ponte cómodo.

Jaime se quitó la chaqueta y, tras encender la luz, empezó a servir dos whiskys.

Desde algún lugar Sheryl Crow cantaba Leaving Las Vegas cuando Karen se acercó. Los labios de ella, rojos y tentadores, se posaron en el vaso después de brindar con él.

– ¿Quieres bailar?

– Encantada, señor.

Con su mano izquierda tomó la de ella, sujetándole el talle con la derecha. Era una cintura fina. Ella puso su mano en la espalda de él y empezaron a bailar con lentitud, ligeramente separados. Jaime se sentía embriagado por su perfume y por tenerla en sus brazos.

– Karen, eres deliciosa -dijo acercando su boca al oído de ella.

– Y yo me siento bien contigo.

Siguieron bailando unos momentos en silencio, y Jaime empezó a notar una erección.

Por un instante se sintió turbado. Luego pensó: «¡Qué diablos, somos un par de adultos y no se va a escandalizar porque yo la desee!» Al tirar suavemente de ella notó que se acercaba sin resistencia. Ahora sus senos y vientre le rozaban. Ella ya habría notado el mensaje del deseo. Jaime la besó con suavidad en el cuello mientras ella le acariciaba ligeramente, casi sin tocarlo, la nuca.

Él se sentía como si su libido estuviera a punto de hacerle estallar en mil pedazos. Rodaba cuesta abajo y sin frenos. Pero Karen disfrutaba practicando juegos y en cualquier momento podría sorprenderlo desagradablemente.

Intentó un beso en la boca. Sólo con los labios para tantear. Y como ella no apartaba los suyos, Jaime se lanzó a mayor profundidad. Fue un largo y delicioso beso que les hizo parar el baile y apretarse el uno contra el otro. Jaime la cogió de la mano y la condujo a un sofá blanco que guardaba mil promesas. Ella le decía bajito:

– ¿Es ahora cuando me vas a comer?

Él no pudo menos que apreciar, aun en tal situación, el sentido del humor de la chica y le contestó en español, fingiendo, sin demasiado esfuerzo, una gran pasión:

– Sí, mi amor, enterita. Toda tú.

Karen quizá no entendió la respuesta, pero sí el tono, y rió suavemente.

Ya en el sofá, Jaime la volvió a besar mientras con una mano buscaba uno de los senos dentro del amplio escote y, acariciándolo, lo hizo salir. Estaba cálido como la boca de ella.

Pensó que tocaba el cielo. Al contrario de lo anticipado con Karen, ella le cedía la iniciativa, entregándose sin reservas y olvidando los juegos que él tanto temía.

Momentos después Jaime empezó a besarle el cuello, donde se entretuvo, para bajar lentamente hasta los pechos. Al empezar a mordisquear el pezón, oyó cómo ella suspiraba. Puso la mano desocupada sobre la rodilla, deslizándola lentamente por la media hacia arriba. Las medias se terminaron, y Jaime acarició la cálida y suave carne. Luego, levantando la costura de las braguitas, pasó su mano por debajo para acariciarle el sexo. Karen volvió a suspirar y, cuando apoyó su mano en la entrepierna de Jaime, él supo que no podía esperar más.

Buscó con su mano izquierda la cremallera de la espalda del vestido.

– Espera -dijo la chica girándose.

Jaime tiró de la cremallera suavemente hacia abajo. Al abrirse la tela oscura fue descubriendo una bella espalda de piel muy blanca y, al levantarse ella, el vestido cayó ayudado por un ligero tirón. ¡Qué bellas curvas de nalgas y caderas!

Él se dio prisa con su corbata, camisa y pantalones. Karen tenía una expresión seria cuando se giró, pero estaba intensamente provocativa. Se abrazaron y sus bocas se unieron de nuevo. Enloquecía con el contacto tibio de su carne.

Cuando Karen lo condujo al dormitorio, Jaime sólo se fijó en la cama, que tenía espacio suficiente para dos. Entre caricias y besos cayeron en el lecho y, desprendiéndose de su ropa interior, se colocó para penetrarla.

Pero empujándole el pecho con ambas manos Karen lo rechazaba.

Él sintió que su corazón se detenía. No. Ahora juegos, no. ¡No podía hacerle eso!

En la penumbra la miró a los ojos. Ella sonreía con timidez y un mirar dulce.

– Espera un momento -dijo.

Y moviéndose a un lado de la cama le entregó algo. Era un preservativo.

Jaime suspiró con alivio aunque contrariado. No deseaba otra cosa que sentir en su pene el interior de ella, pero resistirse era absurdo y estropearía aquel momento maravilloso.

Después de todo, ¿cómo podía esperar lo contrario de ella? Sí; parecía como si Karen hubiera perdido el control por primera vez. Pero, sin duda, era un descontrol muy controlado.

Ella dejó ahora que la penetrara sin ningún impedimento y lo abrazó con brazos y piernas mientras se fundían en un nuevo beso. Empezaron a moverse con urgencia salvaje; Jaime sentía que alcanzaba el cielo.

Al poco ella tiró su cabeza hacia atrás, sacudiendo el cuerpo mientras llegaba al orgasmo. Él no resistió más y los gemidos de ambos se unieron a la suave canción que venía del salón. Jaime se sintió estallar en el interior de ella. Era algo mucho más que físico. Eran sus nervios y su mente los que explotaban en una placentera sensación. Y se sintió lejos. Muy lejos.

Lejos de todas las cosas del mundo, de su vida y de su historia personal. Muy lejos de todo menos de la suave y tibia carne de ella.

– Te quiero -dijo cuando regresó a la conciencia.

Al cabo de un rato de silencio ella susurró:

– Quédate esta noche conmigo.

– ¿Y la excursión de mañana?

– Pasaremos antes por tu casa para que recojas tus cosas.

– Luego de unos momentos de silencio añadió-: Yo te conozco, Jaime. Te conozco.

– Yo también te conozco, cariño, y ahora mucho más.

– Pero yo te conozco de antes.

– ¿De antes?

– Sí -dijo ella abrazándole de nuevo y besándole en la boca.

Él correspondió con todo entusiasmo, sintiendo de nuevo la pasión que crecía en su vientre.

Y perdió todo interés por investigar la enigmática afirmación. Deseaba amarla otra vez, y no era momento para la charla.

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