MARTES

95

– ¡Buenos días, Laura! -saludó Jaime, jovial, al llegar a su nuevo despacho.

– Buenos días -contestó ella sin sonreír, continuando con su tarea de ordenar el correo; parecía haber madrugado.

– ¿Qué tal anoche? ¿Lo pasaste bien?

– Sí. Gracias -respondió, cortante, sin detener su actividad.

Jaime se extrañó de su falta de entusiasmo. Debe de ser el cansancio o quizá un problema con Ricardo, se dijo.

– ¿Alguna llamada?

– Sólo la de un tal John Beck, del FBI.

– ¡Ah! Sí. El viejo dijo ayer que debo atenderle.

– Pidió cita para hoy a las cuatro y media.

– De acuerdo.

Jaime entró para tomar posesión de su despacho y empezó a abrir cajones y armarios. Había que limpiar papeles, pero antes debería identificar cuáles podían ser valiosos para su misión. Encontró una agenda de White; haría fotocopias antes de devolvérsela.

Al final de la mañana llamó Ricardo.

– ¡Chin, Jaime! Jamás me dijiste que tenías tal preciosidad de secretaria. ¡Qué bribón! ¿Así tratas a los amigos?

– ¡Qué honor, Ricardo! Tú nunca llamas a la oficina. ¿Quieres saber cómo me encuentro, o quizá te interesa la salud de otra persona?

– No te quieras hacer el gracioso, Jaime. Tú sabes por qué llamo.

– ¿Será por Laura? Vaya, eso no acostumbra funcionar así; habitualmente son ellas las que te llaman a ti. ¿Qué pasó?

– Mano, es una chica estupenda y muy especial; lo pasé muy bien ayer noche. Y esta mañana me he levantado pensando en ella. Quiero verla cuanto antes.

– Pues no creo que Laura piense hoy en ti. Habrá dormido pocas horas y parece de mal humor. ¿Hiciste o dijiste algo que la molestara?

– Bueno, nada que deba molestar. La invité a que pasara la noche conmigo. Pero eso es un halago y a ellas les gusta.

– ¡Ah! ¿Crees que le gustó? ¡Serás vanidoso! -dijo Jaime riendo y sintiéndose satisfecho al intuir que Laura había resistido a los legendarios encantos de Ricardo-. Y ella debió de aceptar entusiasmada, ¿verdad?

– Pues dijo que no. Además, no dejó que la besara. Y hasta parece que se molestó. ¿No creerás que se ofendió?

– No lo sé, Ricardo. Yo sólo la conozco profesionalmente y no sé cómo reacciona cuando la invitan a sexo. Ése es tu problema.

– Bueno. Gracias por tu ayuda, amigo. -Sonaba irónico pero de buen humor-. Al menos haz algo por mí. Pásame con ella.

– Que tengas suerte. -Jaime pulsó el botón de transferencia de llamada y marcó el teléfono de Laura.

– Sí. Dime. -Laura había dejado sonar el teléfono varias veces antes de cogerlo.

– Tengo a Ricardo en la línea. Dice que le encantó conocerte ayer y que quiere hablar contigo.

Laura guardó silencio unos segundos; parecía pensar. Luego repuso cortante:

– Dile que tengo mucho trabajo y que ahora no puedo hablar con él.

Jaime recuperó la línea con Ricardo.

– Dice que tiene mucho trabajo y que no puede hablar contigo.

– ¡Maldita sea! -exclamó Ricardo-. ¿Tú crees que estará enojada conmigo?

– Será eso. O que no le gustas.

– ¡Eres un chingado mal amigo! Podrías ayudar en lugar de joder. ¡Pregúntale qué le pasa!

– Será mejor que llames mañana. Laura no parece de buen humor hoy. Mañana veré qué puedo hacer por ti. ¿OK?

– Bueno; pero si averiguas algo hoy, me llamas. ¿De acuerdo?

– De acuerdo, Ricardo. Hasta luego.

Jaime sonrió; no podía evitarlo. Parecía que Ricardo tomaba hoy un poco de su propia medicina. Lo tenía merecido. Y no le daba pena alguna.

96

– El señor Beck -anunció Laura a través del teléfono.

Al consultar su reloj Jaime vio que eran ya las cuatro y media de la tarde; el agente del FBI llegaba puntual.

– Gracias, Laura; dile que pase.

Beck entraba al cabo de unos momentos dejando junto a la puerta una gran bolsa de deporte. Tendió la mano y una sonrisa hacia Jaime, saludándole:

– Hola, Berenguer, ¿qué tal está?

– Bien, gracias, Beck. -Se estrecharon la mano-. Siéntese, por favor -invitó señalando una pequeña mesa de conferencias situada en un extremo del despacho-. Usted dirá.

– Gracias por recibirme tan rápido. -El tono de Beck se había tornado oficial, y sacando una pequeña libreta y un lápiz se dispuso a tomar notas-. La situación ha cambiado mucho desde la última vez que nos vimos. Ahora Ramsey está con Davis interrogando a White en la planta de arriba, y acordamos que, mientras tanto, yo avanzaría con usted. Para empezar, ¿me puede explicar de dónde obtuvo la información sobre el fraude que White orquestó?

Un tipo incisivo, rápido, pensó Jaime antes de responder:

– No digo que White fuera el cerebro del fraude, sino que era parte de él. Hay un extenso grupo organizado detrás de ese asunto y del asesinato de Kurth.

– Interesante. Dígame, ¿de qué grupo se trata?

– Es una secta radical, denominada los Guardianes del Templo, que pretende controlar la David Communications; el fraude y el asesinato son simples pasos hacia dicho control.

– Bien, pero no ha respondido a mi pregunta. -La sonrisa en la cara del agente mitigaba la presión-. ¿De dónde obtuvo la información?

– Una amiga mía la recopiló, pasándomela antes de morir.

– ¿Se refiere usted a Linda Americo?

– Sí. ¿Cómo lo sabe?

– Sé mucho sobre el caso, Berenguer, llevo tiempo estudiándolo. Y también sé que usted, Linda y otros más pertenecen a otra secta; se autodenominan «buenos cristianos», aunque histórica y popularmente se les conoce como cátaros. Está claro que en nuestra anterior entrevista no nos dijo usted toda la verdad. -Ahora su semblante era serio y lo miraba escudriñándolo con sus ojos azules.

– No es una secta -protestó Jaime-. Es sólo un movimiento filosófico y religioso.

– ¿Ah, sí? -Los ojos de Beck brillaban-. Entonces ¿cómo es que se han tomado el trabajo de probar que existe un fraude dentro de la Corporación y que hay otra secta implicada en ello? Parece que su movimiento filosófico no se contenta sólo con lo espiritual, también se mezcla en las intrigas de este mundo.

– ¿Qué hay de malo en denunciar el delito?

– Denunciar delitos no es la misión de un grupo solamente religioso. Mi especialidad en el FBI es el seguimiento de las actividades de las sectas. Como puede imaginar, es un trabajo muy confidencial; mientras no cometan delitos, nuestra Constitución no sólo protege a cualquier grupo de lunáticos, sino también la identidad de sus integrantes. -Beck, apoyado en el respaldo de su silla, observaba a Jaime y sonreía con suficiencia-. Usted no se da cuenta, pero ha sido captado por una secta que lo utiliza y cuyos fines no son sólo espirituales; también persiguen el poder terrenal.

Jaime empezaba a inquietarse. Aquel hombre resucitaba sus peores temores.

– Usted ha dicho que, de no cometer delito, cualquier creencia religiosa está protegida por nuestra Constitución. Los cátaros no han cometido delito alguno.

– Pero lo utilizan a usted. ¿Cómo lo captaron? ¿Alguna bella mujer lo sedujo? ¿Qué tal esa Karen Jansen? A su compañero Daniel Douglas le ocurrió lo mismo con Linda Americo. ¿Lo recuerda?

Jaime sintió la boca seca y una punzada en las tripas. Esas dudas ya las había sufrido con anterioridad, logrando acallarlas; pero ahora que ese hombre abría la herida de nuevo, el maldito dolor regresaba.

– ¿O quizá usaron su sistema de hipnosis para hacerle creer que usted fue un cátaro antiguo? -continuó Beck después de una pausa durante la cual estudió las reacciones de Jaime-. ¿No es asombroso cómo logran hacerle creer que se ha reencarnado? Tienen un sofisticado sistema de implantación de vivencias inventadas. ¡Qué bonito artilugio de control sobre los demás! Y lo usaron con usted, ¿no es cierto, Berenguer?

Jaime no contestó, sentía la sangre subiéndole a la cabeza. ¿Le habrían engañado en todo como sugería ese hombre?

Al cabo de unos momentos de silencio, viendo que Jaime no hablaba, Beck continuó:

– Lo están usando para sus fines y luego intentarán engañar a muchos más. Pero la justicia los detendrá. Nosotros los detendremos. Necesito su colaboración.

– ¿Qué quiere de mí?

– Quiero que me dé las llaves, las claves secretas y la ubicación de la entrada escondida del lugar que llaman Montsegur. El FBI precisa de su ayuda para encontrar pruebas que demuestren que los cátaros son una secta peligrosa; que actúan ilegalmente y que le engañaron a usted y a muchos más.

– ¿Que le dé las claves secretas? -Jaime estaba asombrado por lo mucho que el FBI sabía sobre los cátaros-. ¿Quién le ha dicho que yo conozco tal lugar? Y si existe, ¿por qué no le pide a un juez una orden de registro?

– Sabemos que usted ha estado allí. Y usted sabe que ha sido utilizado por los cátaros para que les ayudara a lograr sus propósitos. -El tono del hombre era amistoso-. Ayúdenos. Se trata de una operación encubierta; no podemos ir aún a un juez. Necesitamos pruebas y las obtendremos en Montsegur. Usted no debe ninguna fidelidad a esa gente. Le han engañado. Esa Karen es la amante de un tal Kevin Kepler; a usted lo ha seducido para utilizarlo y luego lo abandonará. Ayúdenos a probar que usan métodos ilegales y los meteremos en la cárcel.

Jaime sintió que su triunfo del día anterior se desvanecía de repente; Beck había hecho al fin diana y lo hería en sus dudas más profundas. Sentía un sufrimiento hondo e insoportable. ¿Lo utilizaba Karen?

Un odio rencoroso hacia aquel individuo, que destrozaba sus ilusiones, creció en él. No podía ser; él no renunciaría a su felicidad tan fácilmente. Intentó pensar. No todo encajaba aún en la historia.

– ¿Cómo sabe eso, Beck? ¿De dónde ha sacado la información?

– No importa ahora. En el FBI tenemos muchas fuentes. Ya le he dicho que soy especialista en el estudio de sectas y llevo tiempo detrás de los cátaros. Es muy probable que fueran ellos los de la bomba contra Kurth. Déme lo que le pido, Jaime. Karen se está acostando con Kevin a sus espaldas. Le hará bien saber toda la verdad y ver que los que se han burlado de usted, utilizándolo como a un muñeco, se llevan su merecido.

– No sé de qué me habla, Beck. -Jaime sentía la punzada en el estómago convertirse en dolor-. Vaya usted al juez y que le dé una orden de registro. Lo que usted propone es ilegal.

– No es ilegal si usted nos acompaña. Ayúdeme y se alegrará de hacerlo.

– Le he dicho que no sé de qué me está hablando.

– Miente usted, Berenguer, es un estúpido al que engañan. -Beck hablaba ahora con tono autoritario. Luego consultó su reloj de pulsera-. Mire, no tengo tiempo que perder. Déme las llaves y los códigos. Si no, usted será acusado junto con los otros.

– ¡Váyase al diablo! -estalló Jaime, que sentía su dolor transformarse en cólera contra aquel hombre-. Y salga de aquí de inmediato. No tengo por qué aguantarle esa mierda.

– Se pone usted difícil, Berenguer. -Beck sonreía-. Si no me cree, le voy a ofrecer una prueba definitiva.

– ¿Qué prueba?

– Llame a su secretaria, que venga un momento.

– ¿Laura? ¿Por qué razón debiera llamarla? ¿Por qué razón debiera hacerle caso alguno a usted?

– ¿Teme la verdad? ¿Prefiere vivir engañado? Por favor, llámela. -Beck le hablaba ahora con suavidad y acentuaba su sonrisa.

Jaime decidió aceptar el reto y levantándose de la mesa de conferencias pulsó el teléfono para llamar a su secretaria. Laura apareció en la puerta casi de inmediato.

– ¿Ha llegado la señorita Jansen? -preguntó Beck a Laura.

– Está esperando fuera.

– ¿Karen? -Jaime se asombró-. ¿Qué hace Karen aquí?

– Me he tomado la libertad de llamarla en su nombre -dijo Beck-. Estaba seguro de que usted querría saber la verdad. -Luego Beck se dirigió a Laura-. Por favor, dile a la señorita Jansen que pase.

97

Gutierres observaba a White con atención. Había algo que no le gustaba, algo iba mal; radicalmente mal. White había llegado puntual a la cita de las cuatro y media. Cómo no. Tres pretorianos lo habían recogido en su casa para conducirlo a la Corporación. De hecho, habían establecido turnos de guardia noche y día para evitar que White escapara. Tres hombres vigilando todas las salidas posibles. Tuvieron algún problema inicial con el servicio de vigilancia privado de la lujosa urbanización donde White tenía su casa. Nada que el nombre de Davis, un poco de intimidación y una buena propina no pudieran solucionar.

Se alegraba de que White hubiera obedecido a Davis no saliendo de casa. De lo contrario, sus hombres se lo habrían impedido. Lo cual era ilegal y, aunque Gutierres no tenía un excesivo respeto a las leyes, sabía que debía ser cuidadoso para evitar problemas.

Pero su preocupación no procedía de aquella pequeña ilegalidad. White había cambiado, no era el del ayer. Al hablar, el hombretón movía sus grandes manos en gestos amplios. Sus ojos desvaídos no rehuían la mirada como en el día anterior. Y se mostraba seguro.

– Insisto en que todos los documentos que Berenguer trajo ayer son falsos -decía-. Si alguien ha estado robando a la Corporación, han sido los cátaros.

– ¿Cómo me sueltas eso? -replicó Davis airado-. Las pruebas son irrefutables, la documentación es auténtica.

– Debe de haber un error.

– Bob. -Davis se dirigía al presidente de Finanzas-. Tu revisaste los documentos. ¿Qué dices?

– No hay la menor duda. La documentación es de primera mano.

– Insisto en que yo no tengo nada que ver con esto y se me está difamando.

– ¡Ya basta, Charles! -intervino Andersen-. Habla de una vez, confiesa la trama. David te permitirá salir de ésta sin cargos. Es una oferta generosa. De lo contrario, tenemos al inspector Ramsey esperando en la sala contigua para que te detenga. Luego te machacaremos en los tribunales y nadie te librará de una larga estancia en la cárcel.

– Sucio cátaro -repuso White con desprecio, y miró a otro lado.

Algo no funcionaba, volvió a pensar Gutierres. Esa arrogancia; White estaba demasiado seguro de sí mismo. Repetía una y otra vez que era inocente, que los Guardianes no existían, y no lograban sacarle nada. El miedo del día anterior se había disipado. ¿Por qué?

98

– Gracias Mike, puedes retirarte -le dijo Beck al guarda de seguridad que acompañaba a Karen-. Por favor, Laura, quédate con nosotros. Señorita Jansen, mi nombre es John Beck y soy del FBI. Me gustaría que participara en nuestra conversación. Señoritas, Jaime, ¿quieren sentarse, por favor?

– Jaime, ¿qué ocurre? -preguntó Karen mientras se sentaban-. Me ha llamado un guarda diciéndome que necesitabas verme con urgencia. ¿Va todo bien?

– No estoy seguro; yo no te he llamado. -Jaime se dirigió a Beck, airado-. ¿Cómo se atreve usted a llamar a la señorita Jansen usando mi nombre y sin mi consentimiento? ¿Cómo se atreve a tutear a mi secretaria y a darle órdenes? ¿Quién se ha creído que es?

– Tranquilo, Berenguer. ¿No quería saber la verdad? Pues está a punto de saberla. Para empezar, sepa que Laura, su secretaria, pertenece también a la secta cátara. -Beck hizo una pausa para estudiar la expresión de Jaime-. Sorpresa, ¿verdad? Los cátaros lo han estado espiando durante mucho tiempo, desde antes de que conociera a la señorita Jansen; lo espiaron a través de su secretaria. Así sabían todo lo referente a su carrera profesional, sus datos personales, sus puntos débiles y cómo podían captarle para su secta. Y ésa fue la misión de la señorita Jansen, ¿no es cierto, Karen?

– Jaime, este individuo es un Guardián del Templo -dijo Karen, alarmada-. Estoy segura.

Jaime se sentía confuso; Laura, su secretaria, lo espiaba para los cátaros. Buscó sus ojos, pero ella mantenía la vista en Beck y sus miradas no se cruzaron. Luego sería cierto.

Karen tampoco negaba haberle captado para los cátaros y, a su vez, acusaba al agente del FBI de ser uno de los Guardianes.

Demasiada información, demasiadas sorpresas al mismo tiempo. Y demasiadas preguntas por hacer.

– Karen, ¿por qué no me contasteis que Laura era de los vuestros?

– Ya sabes que nos protegemos ocultando la identidad de nuestros fieles; ella tampoco supo que estabas con nosotros hasta ayer.

– Y así evitaron que conociéramos el papel que usted, Berenguer, jugaba en la intriga -intervino Beck-. El secretismo cátaro es ciertamente incómodo.

– ¿Y cómo supo usted que Laura es cátara? -inquirió Jaime a Beck, que lo miraba sonriente.

– Sólo hay una forma por la que Beck puede saber que Laura es creyente cátara; que la propia Laura se lo haya dicho -interrumpió Karen-. Sólo Dubois, Kevin y yo misma lo sabíamos. Y sólo hay un motivo por el que Laura revelaría su pertenencia: que sea también de los Guardianes del Templo. ¡Es una doble agente!

– Es usted muy lista, Karen. Más que el señor Berenguer. No me extraña que lo pudiera usar a su antojo.

– ¡Basta de esta mierda! -dijo Jaime poniéndose de pie de un salto-. ¡Beck! ¡Salga de inmediato de mi despacho!

– La verdad duele a veces; ¿no es así, Berenguer? Usted quería saber. Aquí tengo la última prueba y estoy seguro de que le interesará verla. -Beck se inclinó hacia la bolsa de deporte abriendo lentamente la cremallera. Luego sacó una pistola con el silenciador montado. Sonreía y apuntaba a Jaime-. Ésta es la última prueba. ¡Ahora siéntese estúpido! Laura, coge la otra pistola.

Jaime obedeció y Laura sacó un arma, también con el silenciador montado, de la bolsa y se colocó al lado de Beck.

– Laura está con nosotros desde siempre. Su padre era un buen Guardián del Templo. Laura se infiltró en los cátaros siguiendo nuestras instrucciones y ha sido nuestra baza secreta en este juego. Su posición en el Departamento de Auditoría era muy útil; permitía que apreciáramos desde fuera cómo funcionaba el sistema montado por White y Douglas. Sus informaciones tanto sobre la secta cátara como sobre lo que ocurría en la Corporación han sido claves. ¡Gracias, Laura! -Ella le sonrió-. ¡Ah! Y si yo me distraigo, no hay problema. El dossier que hoy he leído sobre Laura dice que es una tiradora de primera. ¿No es así?

– Aprendí con papá -informó ella con una nueva sonrisa.

– Está usted loco, Beck. ¿Qué piensa hacer? ¿Matarnos? No va a conseguir nada. Todos saben ya lo de su secta y tienen las pruebas del fraude; ahora White debe de estar confesando y dándole nombres a Davis. Están ustedes perdidos. ¿Cómo puede ser tan estúpido como para venir aquí con esas armas? ¿Por dónde cree que va a salir? Deje sus juguetes encima de la mesa, no haga tonterías.

– Es usted un patético ingenuo, Berenguer. Ya sé que matándolos sólo a usted y a la señorita Jansen no nos libraríamos del lío en que nos han metido. Hay que reconocer que nos pillaron por sorpresa. Pero ¿se cree que vamos a permitir que nos derroten? ¿Así, sin más? Nos han obligado a trabajar aprisa y hemos tenido que ensayar, esta misma mañana, nuestro plan de emergencia Pero ahora todo está listo y le contaré lo que ocurrirá: acosados por la investigación del inspector Ramsey, esta tarde, los componentes de la secta de los cátaros, en un movimiento desesperado asaltarán las plantas trigésimo primera y segunda del edificio central de la Davis Communications.

– Pero ¿qué dice, Beck? ¡Está loco! -exclamó Jaime.

– Bueno, le estoy contando la versión que se hará oficial, y no me interrumpa; no tengo tiempo para contarle los detalles. Tenemos la suficiente fuerza política para que me nombren investigador oficial de los hechos. Por lo tanto, la versión oficial que se publicará y mi versión coincidirán al ciento por ciento. Por cierto, en este momento yo no estoy aquí, pero ustedes sí, y se disponen al asalto. Dentro de unos minutos harán ustedes sonar la alarma general del edificio y se correrá la voz de que hay amenaza de bomba. Los guardas de seguridad dirán a los empleados que cojan sus vehículos, que vayan a casa y que debido a la hora, no regresen hasta mañana. Cuando Davis salga de su reducto, ustedes, los cátaros, lo asesinarán junto a Ramsey, a todos los Pretorianos y a los demás que conozcan la historia que usted contó ayer. Como el viejo ha mantenido el asunto confidencial, todos los que saben del asunto están ahora en esas dos plantas.

– No engañará a Davis, no saldrá sin asegurarse de que la alarma no es una treta. Es demasiado listo.

– Es una posibilidad; molesta, pero una posibilidad. No hay problema. Si eso ocurre, los haremos salir.

– ¿Cómo? Aquello es una fortaleza.

– Gases lacrimógenos. Todo está planeado al detalle. -Beck sacó un par de chalecos antibalas de la bolsa y dos máscaras antigás-. Laura, ponte un chaleco -le dijo a la chica para luego dirigirse a Jaime-. Como pueden comprobar ustedes, los cátaros han venido muy bien preparados. Van a provocar mediante explosiones varios agujeros en el techo y a través de ellos lanzarán bombas de gases lacrimógenos a la planta superior. Los de arriba tendrán que salir. Si lo intentan por el techo del edificio, un par de helicópteros se encargarán de ellos. En todo caso, los gases lacrimógenos nos permitirán subir por la escalera de emergencia, volar las puertas de seguridad y asaltar la planta.

»Bueno, se supone que todo esto será obra de ustedes, los cátaros, claro. ¡Y qué pena! Los investigadores sólo encontraremos cadáveres en esta planta y en la superior. Luego se retirarán ustedes a Montsegur, donde por alguna razón desconocida el resto de los supervivientes cátaros se suicidarán. Ya se sabe. Una secta de lunáticos. Allí no se encontrará ningún documento sobre la historia que usted contó ayer. Y si algo aparece, me encargaré de ello en la investigación.

En aquel momento se oyó un golpe en la puerta y un hombre rubio, de unos veinticinco años, apareció en el umbral. Vestía un chaleco antibalas, con una máscara antigás colgada del cuello, y llevaba un rifle en su mano.

– Todo listo, Joe -le dijo a Beck con un marcado acento neoyorquino-. En dos minutos haremos sonar las alarmas y bloquearemos los ascensores.

– ¿Habéis tomado posiciones en las escaleras de emergencia?

– Sí. Esperaremos a que bajen. No podrán escapar.

– ¿Quién queda en esta planta?

– Un par de secretarias en el ala sur. Están bajo control y los guardas de seguridad las evacuarán cuando la alarma empiece a sonar.

– Muy bien, Paul. No me esperéis, empezad según el plan acordado. Yo aún tengo trabajo aquí.

– Si quieres te ayudo, jefe; ya sabes que soy bueno obteniendo información. Y me encantan las chicas. -Sonriendo, el hombre lanzó una significativa mirada a Karen.

– No, gracias. Hoy no. Ya me las arreglaré.

Haciendo un gesto de decepción, salió cerrando la puerta tras de sí.

– ¿Cómo ha conseguido pasar todo ese arsenal a través del sistema de seguridad? Los guardas son de su secta, ¿verdad? -preguntó Karen.

– En efecto, tenemos muchos amigos entre los guardas de seguridad del edificio. Los mismos que, cuando empiece a sonar la alarma, van a desconectar la telefonía interna. Nadie podrá llamar afuera. Nadie se podrá comunicar dentro.

– No les servirá de nada. Davis y los suyos utilizarán los teléfonos móviles -afirmó Jaime.

Beck lo miró como a un alumno retrasado.

– ¡Naturalmente que está previsto! Somos profesionales, señor Berenguer; hemos traído un equipo que produce interferencias en las comunicaciones telefónicas sin hilos, sean analógicas o digitales. Ni una sola palabra, ni un solo lamento saldrán del edificio.

Las miradas de Jaime y Karen se cruzaron. Todo estaba perdido. Beck y Laura, sentados frente a ambos, descansaban sus pistolas encima de la mesa, aunque las mantenían bien sujetas. Jaime observó que el dedo índice de la mano derecha de Beck, el apoyado en el gatillo, tenía una extraña cicatriz que, dividiendo la uña en dos, recordaba la pezuña de un ungulado.

– Laura. -Jaime la miró a los ojos-. ¿Cómo puedes hacerme esto, luego de tantos años trabajando juntos?

– También tú has trabajado muchos años con White y no te preocupa lo que le has hecho.

– Pero él estaba robando. ¡Maldita sea, Laura! ¡Si viniste a celebrarlo ayer noche con nosotros! ¡Ayer eras nuestra mejor amiga y hoy nos apuntas con un arma!

– Yo no quería venir; esto no es de mi agrado. Pero mis superiores dijeron que debía hacerlo y lo he hecho.

Fue entonces cuando la alarma empezó a sonar con un gemido angustioso.

99

Gutierres sentía que algo fallaba. White se mostraba arrogante, no parecía un hombre que temiera ir a la cárcel o recibir un disparo en la espalda al entrar en casa. Pero ayer sí tenía miedo. ¿Qué ocurrió durante la noche? Habló con los suyos. ¿Qué le dijeron para tranquilizarle? Nada legal. A White no lo salvaban de la cárcel, a estas alturas, ni el mejor abogado ni la mayor fianza. David podía hacer eso y más.

Instintivamente empezó a contar sus efectivos. Los seis hombres que habían hecho las guardias de noche y mañana en la casa de White descansaban. Ocho más tenían el día libre, y treinta se encargaban de la vigilancia del rancho. Había creído que todo estaba bajo control y sólo tenía ocho hombres en el edificio. Más los guardas de seguridad. Quizá treinta más.

No le cabía en la cabeza que los amigos de White intentaran algo en el edificio de la Corporación. ¿Y por qué no? Si Berenguer estaba en lo cierto, alguno de ellos debió de ayudar a los que pusieron la bomba. ¿Cuán fiables sería el resto de los guardas? El testarudo de Davis siempre quiso tener dos cuerpos de seguridad independientes y no le hizo caso cuando tantas veces él le propuso unificarlos bajo su mando. Los guardas habían mostrado con frecuencia rivalidad con respecto a los Pretorianos. Pero ¿cuán fiables serían ahora?

De pronto Gutierres sintió cómo se le erizaba el pelo del cogote al cruzar por su mente una duda, un oscuro presentimiento. Levantándose de la silla salió presuroso de la habitación ante la sorpresa de los que intentaban que White confesara.

Cogió el teléfono y llamó al pretoriano que vigilaba la limusina en el garaje.

– Rob, ¿todo bien?

– Aburridamente bien.

– ¿Has visto a alguien en la última media hora?

– Bueno, sí, de hecho… -La comunicación se cortó.

Gutierres llamó varias veces sin poder contactar. ¡El rancho! ¡Haría venir a todos los disponibles!

Intentó una y otra vez hablar con el rancho a través del teléfono fijo. Luego con el móvil. No había línea. ¡Estaba incomunicado! Entonces la alarma del edificio empezó a sonar.

– ¡Mierda! -dijo lanzando el teléfono al suelo-. ¿Cómo he podido ser tan estúpido? ¡Es una trampa!

100

Al oír el ulular de la alarma Jaime sintió que era el principio del fin. Su mano buscó la de Karen, sujetándola con fuerza. ¿Qué importaba ahora que lo hubiera utilizado? Jaime sabía que entre los «cadáveres» que Beck mencionaba aparecerían los suyos. No le guardaba rencor a Karen por haberle metido en aquella aventura; al contrario, la amaba más ahora, sabiendo que todo terminaría en unos momentos. Hubiera podido terminar bien. Y aun con un final triste, también habría valido la pena; Karen le había llevado, de una existencia monótona, a amar, sufrir y gozar de la vida con una intensidad nunca sentida antes. Ocho siglos en dos semanas.

– No nos queda ya tiempo y quiero la información que le he pedido, Berenguer -presionó Beck-. Déme los códigos de acceso a Montsegur.

– Necesita entrar de forma no violenta en Montsegur para escenificar su acto final de suicidio de la secta, y Laura no sabe los códigos ¿cierto? -Beck hizo una pequeña inclinación afirmativa con la cabeza-. Y luego, ¿qué? No puede dejarnos con vida; nos asesinará. ¿Qué gano dándole los códigos? Nada. No tiene con qué negociar.

Beck esperó unos momentos antes de responder y lo hizo de forma lenta, recalcando las palabras:

– Sí tengo. Y se llama dolor. Voy a pedir que venga Paul y que pase un buen rato con la señorita Jansen. Delante de usted. O ella o usted me darán lo que quiero. En poco tiempo, se lo aseguro. Dénmelo ahora y así se ahorran el sufrimiento.

– No tiene tiempo de que ese cafre de Paul haga a Karen lo que debió de hacer con Linda Americo en Miami. No sirve su amenaza.

En aquel momento, se oyeron varios estampidos en el exterior. Continuaron por un minuto y luego se hizo el silencio.

101

Gutierres dio instrucciones a sus hombres para que nadie abandonara la planta trigésimo segunda y, luego de comprobar que los ascensores estaban bloqueados, se dirigió a la sala de conferencias con rapidez. A pesar de la alarma nadie se había movido, y Davis continuaba su infructuoso interrogatorio a White. Sin pronunciar palabra, Gutierres agarró a White por las solapas de su chaqueta. White era corpulento, pero Gutierres lo era tanto o más y, de un tirón, lo hizo incorporar.

– ¿Qué está pasando? -le interrogó casi escupiéndole en la cara.

– Está sonando la alarma -respondió White con un asomo de sonrisa.

Gutierres le soltó las solapas y rápido, casi antes de que White terminara de hablar, le propinó un bofetón con el revés de su mano haciéndole caer en la silla.

– ¿Qué está pasando? -repitió.

– No lo sé. ¿Cómo lo voy a saber si estoy aquí? -White hablaba ahora alterado y cubriéndose con la mano la mejilla-. Sólo sé que está sonando la alarma.

– ¿Qué está pasando? ¿Qué traman tus amigos? -La marca de sus mandíbulas apretadas era el único signo de tensión en el rostro de Gutierres-. Cuéntame todo lo que sabes; y como mientas, te voy a cortar los huevos. ¡Habla!

– No sé nada. Te lo juro.

En aquel momento el teléfono de la sala de juntas sonó. Gutierres lo miró con extrañeza mientras el pretoriano que tomaba las minutas de la reunión descolgaba el auricular.

– Es para usted -dijo ofreciéndoselo a Gutierres.

– Gutierres. -Éste reconoció la voz de Moore, el jefe de seguridad del edificio-. Tenemos un incendio causado por una pequeña explosión en el piso dieciséis en el ala sur. No se ha podido controlar aún. Debemos desalojar de inmediato el edificio por la escalera de emergencia norte. Siguiendo normas de seguridad, el ascensor ha sido bloqueado. Hay amenazas de más bombas; salgan de ahí lo antes posible.

– ¿Por qué no funcionan los otros teléfonos?

– No lo sé. Quizá el incendio ha afectado algunas líneas. ¡Salgan ya!

– De acuerdo. Gracias.

Gutierres colgó el teléfono, para descolgar de nuevo e intentar una llamada al exterior. No consiguió tono. Intentó una llamada al propio Moore. Tampoco. Las líneas interiores tampoco funcionaban.

– ¡Que nadie se mueva de la sala! -ordenó mientras salía por la puerta.

Fuera, estableció posiciones de guardia para sus hombres y escogió a dos para que inspeccionaran la salida por la escalera de seguridad norte.

– Extremad la precaución -les dijo-; puede ser una trampa.

102

– Laura, ve a ver qué ocurre -dijo Beck al oír los estampidos.

Laura hizo el gesto de levantarse, pero antes de que saliera se abrió la puerta y apareció otro hombre equipado de forma semejante al anterior. ¡Era Daniel Douglas, el ex compañero de Jaime!

– ¿Ha empezado ya la fiesta, Daniel? -preguntó Beck.

– Un par de guardaespaldas salieron por la escalera de seguridad norte. Los esperábamos, intentamos asaltar el piso veintidós pero estaban preparados y nos recibieron a tiros. Cazamos a uno el tipo ha caído muerto en la escalera, pero los de arriba nos rechazaron, encerrándose a cal y canto. Vamos a colocar las cargas explosivas en el techo. -Luego lanzó una mirada de triunfo a Jaime y le dijo-: Te creías muy listo, Berenguer. Lograste incluso que el viejo te ascendiera a presidente, ¿verdad? Pensabas que nos habías derrotado a mí y a los Guardianes. ¡Qué estúpido!

Jaime estaba sorprendido, sabía que Douglas era uno de los principales implicados en el fraude; pero no se lo imaginó así, con las armas en la mano en el asalto del edificio de la Corporación. Mantuvo su mirada, pero no respondió. Ante su silencio, Douglas dijo a Beck:

– Termina pronto con ellos.

– De acuerdo. Pero tú a lo tuyo; no debes mezclar en esto tus sentimientos personales. Seguid sin mí, según lo planeado; aún tengo asuntos que resolver aquí.

– De acuerdo, Arkángel. -Y dedicándoles a Karen y Jaime una sonrisa satisfecha, Douglas salió dando un portazo.

– Bien, por una vez tiene razón, Berenguer. No me da tiempo de llamar a Paul para que haga hablar a su amiguita, pero le contaré el programa. El primer disparo será al estómago de su chica; el segundo a los intestinos. Producen una muerte muy lenta y dolorosa. Ella suplicará morir y haré que usted lo vea; usted lo pasará aún peor que ella. -Beck apuntó al estómago de Karen-. Laura, vigila a Berenguer; que no haga ninguna tontería. Jaime, su última oportunidad de hablar.

– No digas nada. -Karen hablaba calmada-. Moriremos igualmente, y el dolor no durará siempre. Prefiero sufrir físicamente a darles una victoria.

– La cátara quiere ser mártir, ¿verdad? Bien, Berenguer. Su última oportunidad; cuento hasta tres y disparo. Uno. -Beck se levantó de la silla apuntando el vientre de Karen.

Jaime vio en la expresión fría y determinada del hombre que éste era un asesino y que disfrutaba con aquello. Miró luego a Laura, que, también de pie, pálida pero firme, le encañonaba a él. Veía el siniestro agujero del cañón apuntándole al estómago. No podía creer que ésa fuera la Laura que conocía; parecía una pesadilla y sintió un sudor frío.

Evaluó las posibilidades de saltar a un lado para intentar despistarles. Eran nulas; lo acribillarían de inmediato. Era imposible escapar de la habitación y, aun consiguiéndolo, lo cazarían en el pasillo como a un conejo. No le daría ese placer a Beck. Apretó la mano de Karen, y ella le devolvió el apretón.

– Dos. -Beck pronunció el número en voz más alta.

Jaime notaba cómo los pensamientos e imágenes se agolpaban en su mente. ¡Maldita sea! ¿Por qué tiene que terminar así? ¡Otra vez no! El recuerdo de su muerte en la batalla de Muret llegaba nítido. Al menos entonces sabía en qué se había equivocado. ¿Qué había hecho mal ahora? ¡Otra vez perdía! Con rapidez de vértigo vinieron a su mente escenas de su niñez, el nacimiento de su hija, Jenny, su primer encuentro con Karen; y la intensidad con la que la había amado y la amaba.

– Te quiero, Karen -dijo quedamente.

– Te quiero, Jaime -contestó ella.

– Y tres.

El ruido sordo del disparo a través del silenciador se mezcló con el sonido indecente de hueso y carne reventando. En algún lugar del despacho la bala rebotó luego de cumplir con su nefasto cometido.

103

El segundo pretoriano tuvo que abandonar a su compañero en la escalera y a duras penas logró refugiarse de los disparos detrás de la puerta blindada.

– ¡Era una trampa! -exclamó Gutierres, y pidió a un pretoriano que se asegurara de que el inspector Ramsey, que había salido de la salita de espera al oír los disparos, no entrara en la reunión. Luego se dirigió a grandes zancadas a la sala.

El puñetazo partió los labios de White, que cayó de su silla al suelo. Gutierres había recorrido la distancia de la puerta hasta él tan rápido que el hombretón no tuvo ni tiempo de incorporarse. Los demás se levantaron de las sillas para ver con una mezcla de horror y morbosidad, cómo Gutierres lo machacaba a patadas. Nadie dijo nada. La siniestra alarma amortiguaba el sonido de los golpes y los lamentos de White. Cuando Gutierres se sintió satisfecho, tirando del cabello gris de White lo hizo sentarse en el suelo, para de inmediato colocar su pistola frente a los ensangrentados labios. Golpeó la boca hasta que White la abrió e introdujo el cañón del arma hasta el fondo.

– Por última vez, ¿qué está pasando? -Y dejó transcurrir unos instantes clavando su mirada en los ojos desorbitados del hombre. Luego apartó el revólver.

– Quieren matarles a todos. -Las palabras salían con dificultad de los labios hinchados-. Asaltarán esta planta.

– ¿Cuántos son?

– Quizá unos veinticinco o treinta.

– ¿Cómo podemos salir de aquí?

– No pueden. Toda posibilidad ha sido considerada.

– Debemos comunicarnos a toda costa con el exterior. -Gutierres se dirigía por primera vez al resto de los presentes-. Los Guardianes nos tienen sitiados y han bloqueado los teléfonos. A falta de un plan de acción para escapar, debemos esforzarnos en pedir ayuda. Intenten una y otra vez la comunicación tanto con sus teléfonos móviles como con los fijos.

104

Ocurrió con mucha rapidez; no había terminado Beck de pronunciar el número «tres» cuando Laura, veloz, le encañonaba a la sien, disparando de inmediato.

Jaime vio cómo una masa de despojos sangrientos salía por el lado derecho de la cabeza. Por unos segundos, Beck se mantuvo de pie, con la sonrisa aún en la cara y una expresión de sorpresa. El brazo de la pistola cayó, mientras el cuerpo se desplomaba golpeando la mesa antes de hacerlo en su asiento. Y allí quedó, en una extraña posición, de rodillas en el suelo, cabeza apoyada en la silla y una mirada vacía perdida en el techo.

– ¿Hablamos ahora de mi aumento de sueldo? -Laura, brazos en jarras, sujetando aún la pistola, sonreía mostrando los dientes en una expresión felina que Jaime no recordaba haber visto en ella, pero que le era familiar. La miró con asombro sintiendo un alivio infinito. Ahora percibía el olor a pólvora. La situación era surrealista-. Bueno, ¿qué hay de mi aumento? -insistió Laura.

Jaime necesitó tiempo para reaccionar.

– ¡Concedido! -exclamó al fin, admirando su extraño sentido del humor-. Pero antes tienes mucho que contarme.

– No hay tiempo ahora -intervino Karen, teléfono en mano-. Beck tenía razón. Están cortadas todas las líneas.

– Debemos ayudar a los de arriba -dijo Laura-. Jaime, tú tienes experiencia con armas. ¿Verdad?

– Alguna.

– ¿Y tú, Karen?

– No.

– Entonces, Jaime, coge la pistola de Beck, ponte su chaleco y cuélgate al cuello la máscara antigás. ¿Sabes cómo funciona?

Jaime manipuló la mascarilla, afirmando luego con la cabeza.

– Ahora, mientras están entretenidos con los explosivos, podemos limpiar la escalera de emergencia norte para que Davis y los suyos escapen.

– Un momento, Laura -le detuvo Jaime-. ¿Cómo sabrán que nosotros somos los buenos? Los pretorianos dispararán al primero que vean.

– Hay que correr el riesgo -repuso Laura-. Si el asalto triunfa moriremos igualmente, incluso si lográramos escapar del edificio. Los conozco. Te seguirían toda la vida hasta terminar contigo.

– Hay otra alternativa -advirtió Karen.

– ¿Cuál?

– El cableado de ordenadores interior del edificio es independiente de las líneas telefónicas, ¿cierto?

– Sí.

– Veamos si el correo electrónico interno funciona.

– Dudo que en esta situación Davis se entretenga leyendo sus mensajes -dijo Laura.

– Quizá sí lo haga -afirmó Jaime-. Los de arriba deben de estar intentando comunicarse con el exterior de cualquier forma posible.

Avanzó a zancadas hasta su mesa y tecleando en el ordenador accedió al correo interno de la Corporación sin mayores problemas.

Escribió un mensaje dirigido a Davis con copia a Gus Gutierres. Llevaba la indicación de «muy urgente», titulándolo «Vida o muerte».

«Aquí Jaime Berenguer. Están a punto de romper el suelo de su planta y lanzar gases lacrimógenos para hacerles salir. Protéjanse. No salgan al techo, les esperan helicópteros. Tenemos dos armas. Podemos limpiar la escalera norte para que bajen y tomen posiciones aquí.» Jaime envió el mensaje rezando para que lo recibieran.

Laura y Karen, a sus espaldas, contenían el aliento mirando la pantalla del ordenador con ansiedad mientras Jaime repetía envíos. Lo intentó dos veces más, sin resultados; el tiempo corría en su contra. Decidieron un último intento antes de salir al pasillo.

105

Los sitiados del piso treinta y dos se aplicaron con desesperación para comunicarse con el exterior.

Gutierres se maldecía a sí mismo por no haber anticipado aquello. Pero ¿quién lo iba a suponer? Jamás hubiera imaginado que los Guardianes pudieran organizar un asalto dentro del edificio de la Corporación. Aunque sí debiera haber sospechado de Moore, el jefe de seguridad. Pero, aun sospechando de él, ¿cómo podía ocurrir aquello? Los Guardianes debían de estar muy preparados, muy seguros de su victoria para atreverse a tanto.

Trenzaba alternativas de escapatoria posibles. Nadie percibiría desde fuera el sonido de los disparos, la insonorización interna haría que el ruido casi no saliera al exterior. Los ascensores estaban bloqueados y les esperaban en las escaleras. Podían salir al tejado del edificio e intentar descolgarse por las pequeñas barcas que utilizaban los operarios de limpieza de cristales. Seguro que el enemigo había tenido ya en cuenta esa alternativa y los estaría esperando. Sólo usaría esa vía cuando agotara todas las posibilidades de escapatoria. Mientras, lo mejor era resistir allí e intentar comunicarse.

El correo electrónico interior estaría seguramente cortado junto con las líneas de teléfono. Probaría si había salida al exterior. En el peor de los casos, si el cableado funcionaba, al menos podría dejar en el sistema un mensaje de acusación, un testamento. Quizá los asaltantes no lo pudieran borrar. Entró en el correo, y con sorpresa leyó un mensaje en entradas: «Vida o muerte».

106

¡Al fin un mensaje de Gutierres! El pretoriano, desesperado, debía de haber estado tratando de enviar mensajes de socorro al exterior cuando recibió el suyo.

A Jaime le sorprendía que los Guardianes tuvieran aquel fallo. Quizá no pudieron desconectar el cableado en las dos últimas plantas o quizá planeaban borrar en la central de correo interno los mensajes una vez que nos mataran a todos, meditaba.

«Aquí Gutierres. ¿Cómo sé que es usted y no una trampa?»

– ¡Maldita sea, ahora ese hijo de puta no se fía! -exclamó Jaime, forzándose a pensar. ¿Qué le podía decir a Gutierres para que supiera que realmente era él? Escribió la respuesta. En español. Sabía que Gutierres lo entendía. «Ayer le pedí a Davis que quería conservar a mi secretaria. Me dijo que no le importunara con tonterías y hablara con Andersen. Usted no estaba allí, y tampoco White; compruébelo con Davis y Andersen. Y va a tener que confiar o están muertos. Nos reconocerán porque llevaremos una servilleta roja encima del chaleco antibalas. En un minuto estaremos limpiando la escalera.»

Entonces una explosión sonó en el pasillo. Al cabo de un minuto otra más lejana. De nuevo otra cercana; estaban volando trozos del techo para lanzar los gases.

Jaime envió el mensaje y sacando de un cajón unas servilletas de papel rojas le dio un par a Laura.

– Ponte una servilleta cuando bajen los de arriba. Ahora vamos fuera; con la máscara puesta los Guardianes no nos reconocerán.

– ¡Gutierres dice que está de acuerdo! -gritó Karen, que manipulaba ahora el ordenador.

– Lo siento, Karen -dijo Laura, tomando la iniciativa-. Tenemos que salir, pero sólo hay dos juegos de chalecos, máscaras y armas. No puedes venir con nosotros. Es demasiado peligroso, pero también lo es quedarse aquí. Vendrán a ver qué le ha pasado a Beck.

– Deberás esconderte en algún sitio para que no te vean -terció Jaime-. ¡Ya sé! Estábamos limpiando los armarios de detrás de mi mesa. Si quitamos las estanterías, cabrás dentro.

Sin más comentarios Jaime fue al armario, lo abrió y quitando los estantes los puso en otro armario, también en proceso de limpieza. Karen entró y comprobaron que cabía, aunque en posición medio inclinada.

– Algún día me vengaré de esta ofensa, Jaime -intentó bromear-. ¡Por favor, no cierres con llave! Sujetaré la puerta desde dentro. ¡Buena suerte! Te quiero. Que el buen Dios nos ayude.

Besando sus labios, Jaime revivió la angustia de Pedro al despedirse de Corba. Luego ajustó con cuidado la puerta mientras musitaba un «Dios mío, ayúdanos».

– ¡Vamos allá! -dijo a Laura colocándose la máscara antigás.


Al salir al pasillo encontraron la puerta de la escalera de emergencia, situada a pocos metros a su derecha, abierta. Más al fondo en un área entre despachos, vieron cascotes en el suelo y un boquete en el techo, bajo el cual había cinco hombres con chalecos antibalas y máscaras ya puestas. Uno se disponía a lanzar, a través del agujero en el techo, una granada de gases al piso de arriba, y los demás lo cubrían.

Daniel Douglas y otro hombre, aún sin máscara y armados con escopetas, a mitad de camino entre la puerta y el grupo, contemplaban la operación. A su espalda, en el pasillo, casi frente los ascensores, pudieron ver a más asaltantes bajo otro agujero en el techo.

Jaime sentía la adrenalina correr por su sangre y sus sienes palpitando. No tenía miedo, sólo inquietud por Karen y una intensa agitación; con paso rápido, siguió a Laura, que entraba en la escalera de emergencia. Algunos de los Guardianes los miraron sin reaccionar; la máscara y el chaleco eran un excelente disfraz.

En un descansillo de la escalera, a mitad de camino del piso superior, habían colocado una mesa a modo de barricada, y dos hombres se parapetaban apuntando hacia arriba, en espera de la salida del grupo de Davis. Con su elegante traje arrugado, uno de los Pretorianos estaba tendido en el tramo de escalera que continuaba hacia abajo. Tenía los ojos abiertos y su blanca camisa manchada de sangre. Jaime reconoció al que escribía las actas en la reunión del día anterior. Un tercer hombre con chaqueta antibalas y rifle les salió al encuentro.

– ¿Habéis lanzado los gases ya? -preguntó con acento neoyorquino al verles la máscara puesta.

Era aquel tipo joven de aspecto sádico llamado Paul. Por toda respuesta, Laura le colocó la pistola con silenciador en la cara, disparando. El individuo cayó hacia atrás, mientras ella se lanzaba escaleras arriba seguida por Jaime. Los dos hombres tras la mesa notaron que algo pasaba y uno volvió la cabeza. Laura, a dos metros, hizo blanco en él. El otro intentó girarse y Jaime disparó. La bala dio en la mesa. Cuando el hombre ya le encañonaba, Laura le colocó una precisa bala en el centro de la frente. Jaime estaba impresionado; Laura era una tiradora de élite y mantenía una admirable sangre fría.

Levantando su máscara, Jaime le advirtió:

– ¡Cuidado, ahora vendrán desde la puerta!

Laura cogió una de las escopetas y las municiones de los bolsillos del muerto, luego bajaron hacia la puerta. En el umbral aparecieron los dos hombres del pasillo. Laura disparó al primero certeramente y la detonación produjo un gran estruendo; el segundo era Daniel y disparó su escopeta, pero su primer tiro se perdió en el techo. Las dos balas que Jaime le envió dieron en el chaleco antibalas y en una pierna. El tipo volvió a disparar mientras caía, pero tampoco acertó. Laura y Jaime respondieron al mismo tiempo y la cara de Daniel se llenó de sangre. Jaime no sintió lástima, sólo alivio.

– Coge ahora la escopeta; es una Remington 870; excelente a media distancia. ¡Y no te olvides de los cartuchos! -le dijo Laura quitándose la máscara y dejándola colgada del cuello-. Tenemos que cubrir la puerta.

– ¡La servilleta! -avisó Jaime al oír ruido arriba. Ambos la colgaron a la espalda del chaleco.

107

¡Tumbad las mesas que podáis y cubrios atrás! -gritó Gutierres-. ¡Van a volar el suelo! -Pero él continuó tecleando su ordenador impasible a las explosiones. Por suerte las alfombras amortiguaron parte de los cascotes y nadie resultó herido. Tenían poco tiempo.

Gutierres ordenó que se agruparan junto a la puerta de emergencia norte y que Bob, el pretoriano más corpulento, ayudara a White, que casi no podía andar. En precaución de otro intento de asalto, colocaron varias mesas como barricadas frente a la puerta. Sólo había dos máscaras de gas para caso de incendio, y el jefe de los Pretorianos las reservó para Davis y él mismo. El resto debería proveerse de toallas mojadas en los aseos.

Así esperaron unos minutos. Sonaron disparos en la escalera, y al terminar éstos Gutierres dijo:

– Salgamos. Mike y Richy, los primeros. Yo os sigo y, si todo está bien, luego los demás. Al final Charly y Dan protegiendo al señor Davis.

108

Laura y Jaime pudieron oír una nueva explosión en otro lado del edificio, los Guardianes estarían ya volando la puerta sur de la escalera de seguridad y asaltando la planta superior.

Jaime notó que Gutierres y uno de los Pretorianos bajaban moviendo la mesa para dejar paso a los demás; otro pretoriano, Mike vistiéndose el chaleco de uno de los muertos, cogió una escopeta y se colocó al lado de Jaime.

Mientras, Gutierres daba instrucciones en la escalera:

– Inspector Ramsey, coja una escopeta y colóquese detrás de la chica.

Ramsey obedeció, colocándose junto a Laura, de forma que la puerta tenía dos defensores a cada lado. Mientras, arriba, a Davis le vestían el chaleco de uno de los cadáveres. El humo ya les afectaba y empezaban a toser.

– Dan, coloca a White frente a la puerta; que proteja el paso.

El hombretón quiso resistirse, pero Dan lo golpeó un par de veces con la empuñadura de su revólver. Al final quedó tambaleante frente al hueco de la puerta, con el pretoriano, revólver desenfundado, vigilando. White parecía a punto de derrumbarse y ya no ofreció más resistencia. Jaime casi no podía reconocer la cara hinchada y ensangrentada de su ex jefe y se sorprendió a sí mismo sintiendo lástima por él. Los guardaespaldas hicieron cruzar a Davis casi en volandas, con Gutierres cubriéndolo con su propio cuerpo, por delante de la peligrosa puerta pero por detrás de White. El viejo parecía más pequeño que nunca.

– Estoy en deuda con usted, Berenguer -le dijo a Jaime al cruzar a su altura.

Detrás de Davis bajaban Cooper y Andersen. Les seguía Ruth, la gobernanta de la planta, con dos pretorianos cerrando la comitiva, perseguidos por el humo que ya inundaba el piso superior. Justo habían logrado cerrar la puerta de arriba cuando los Guardianes intentaban un nuevo asalto, con una descarga cerrada.

Disparos, maldiciones y ayes se mezclaron con el siniestro ulular de la alarma del edificio, y al responder al fuego desde la escalera se estableció un intenso tiroteo. Varios de los asaltantes cayeron frente a la puerta, y los demás se retiraron sin dejar de disparar. Los lamentos continuaban dentro y fuera de la escalera. Jaime miró a Laura; no estaba herida y ella le hizo el signo de «esto va bien» con el pulgar hacia arriba; la extraña impresión que sentía con respecto a su secretaria continuaba.

Ramsey, sin chaleco antibalas, se había protegido detrás de Laura y se encontraba bien, pero Mike, el pretoriano, estaba tumbado en el suelo. Tenía una herida en la pierna izquierda que sangraba en abundancia. Pero no era él el que se quejaba. La andanada había dado de lleno a White, que se había derrumbado, y a Cooper, que tuvo la mala suerte de cruzar en aquel momento. Cooper, herido en el vientre, se retorcía aullando de dolor, y Ruth gritaba horrorizada mirando a los heridos. Con el pecho ensangrentado y tumbado de lado, White babeaba sangre; estaba moribundo. Jaime pensó que su muerte había sido una ejecución y al cruzar su mirada con la de Gutierres tuvo la seguridad. De no haber hablado ya, nunca lo haría.

– ¡Bajad la mesa! -gritó Gutierres a los dos pretorianos de arriba.

Ramsey empujó a Ruth y a Andersen, haciéndoles pasar por encima de los cuerpos que yacían en el suelo, colocándolos escaleras abajo, lejos del peligro.

Los dos pretorianos colocaron la pequeña mesa de forma que les protegiera de los disparos desde la puerta y desde escaleras arriba. Ahora cubrían la puerta con sus armas, Laura cogió los fusiles de los muertos y se los lanzó. Uno de los caídos en el umbral movió un brazo, tratando de incorporarse con un débil lamento; desde atrás de la mesa un pretoriano le voló la cabeza de un disparo.

– Ya han entrado arriba -dijo Jaime a Gutierres-. Pronto descubrirán que han escapado por aquí y estaremos entre dos fuegos. Tienen que bajar.

– El peligro está en la salida al hall y a la calle -comentó Gutierres pensativo-. Moore, el jefe de seguridad del edificio, es enemigo, luego la mayoría de los guardas de seguridad lo serán. El corte de comunicaciones también les debe de afectar a ellos; debemos aprovecharlo y bajar antes de que se den cuenta. Intentaremos escapar en la limusina blindada.

– Esta escalera de emergencia termina en el hall, y las puertas de bajada al garaje están siempre cerradas -advirtió Jaime.

– Nosotros sabemos cómo abrirlas -repuso Gutierres-. ¡Vayámonos de aquí antes de que nos ataquen también desde arriba!

– ¡Un momento, Gutierres! -Jaime le detuvo-. Tenemos dos heridos y no podemos dejarlos aquí para que los asesinen.

– Mi misión es proteger a Davis; lo siento, pero no voy a arriesgar su seguridad por los heridos. ¡Vamos!

– No; yo no voy -anunció Jaime-. Karen está también aquí arriba. No la dejo.

– No discutiré. ¡Quédese si quiere! Gracias por cubrirnos las espaldas. ¡Los demás, abajo! -dijo medio susurrando para no ser oído por el enemigo-. Bob y Charly, abrís la marcha; detrás el inspector Ramsey, luego Richy con Davis y el resto siguiéndoles.

El grupo empezó a bajar por las escaleras.

– Yo me quedo con Jaime -afirmó Laura.

– Yo también me quedo -dijo Ramsey.

– Usted no puede -objetó el guardaespaldas jefe-. Lo necesitamos abajo para coordinar con la policía tan pronto como podamos salir; tiene que acompañarnos.

– No dejaré a este par solos, defendiendo a los heridos -insistió Ramsey-. Usted sabrá arreglarse bien con la policía.

– No. Sin usted, la policía tardará en coordinar el asalto y esos individuos podrán escapar. Su lugar está fuera. No necesita usted probar aquí su valor; hay tanto peligro abajo como arriba.

– Lo siento, no los abandono.

– No podemos perder tiempo discutiendo; le propongo un cambio -negoció Gutierres-. Dejo aquí a uno de los míos y usted nos acompaña. Un hombre por otro. ¿Hace?

– De acuerdo -aceptó Ramsey.

– Dan, tú te quedas. ¡Buena suerte, chicos! -Y Gutierres siguió a Ramsey escaleras abajo.

109

Bajaron por las escaleras con rapidez pero sin correr. Bob y Charly, encabezando la marcha, portaban rifles y los chalecos antibalas de los cadáveres; les seguía Ramsey.

– Después de Davis, usted es el más importante para el éxito de la operación -insistió Gutierres cuando Ramsey se negó a vestir el chaleco-. Sin usted coordinando a la policía, esos individuos huirán.

Ramsey se lo puso a regañadientes y lanzó una maldición al mancharse con la sangre del anterior propietario.

El personal había desalojado el edificio por las escaleras de emergencia, así que encontraban las puertas de acceso a las plantas entreabiertas conforme bajaban. Bob y Charly se turnaban. El primero cerraba la puerta y mantenía su cuerpo contra ella para evitar que pudiera ser abierta de nuevo y que les sorprendieran cuando Davis pasara. Mientras, Charly ejecutaba la misma operación con la siguiente. Cuando Davis había pasado y la puerta quedaba bajo el control de Gutierres, Bob corría hacia abajo adelantando la comitiva y bloqueaba la siguiente puerta libre. Andersen marchaba delante de Davis, y justo al lado de éste se movía Richy, el tercer pretoriano, siempre intentando cubrir con su cuerpo al viejo, en caso de un posible ataque. Ruth y Gutierres cerraban la comitiva.

Así llegaron hasta el primer piso, donde Gutierres pasó a la vanguardia para organizar el siguiente paso. En el nivel cero había dos puertas, una hacia el interior del hall y otra que daba al jardín exterior que rodeaba el edificio, y entre ambas un amplio descansillo; luego, la escalera continuaba hasta los aparcamientos subterráneos.

Gutierres envió a Richy a cerrar la puerta del hall, que estaba entornada, mientras Bob y Charly corrían a controlar la puerta exterior del jardín, que no podían ver desde su posición en la escalera. Los temores de Gutierres se confirmaron cuando vieron a Nick Moore con cuatro guardas armados con escopetas vigilando la parte exterior. Por suerte no esperaban que el grupo apareciera por allí y sólo un par estaba en posición de ver la puerta.

– ¡Adelante! -susurró Charly, y Gutierres se lanzó a la carrera hacia las escaleras de bajada, cargando literalmente con Davis; los demás los siguieron, mientras Bob intentaba cerrar la puerta del jardín sin conseguirlo, al estar sujeta al suelo de alguna forma. Los guardas dieron la voz de alarma a sus compañeros, que hicieron ademán de girarse con las armas.

– ¡Quietos o disparamos! -gritó Charly.

Por unos segundos pareció que los guardas dudaban pero, cuando Moore se giró empuñando su pistola, Charly y Bob empezaron a disparar.

Ramsey y Andersen habían ya cruzado cuando sonaron los disparos, pero Ruth retrocedió hacia la escalera superior. Richy, que protegía la puerta del hall, no llevaba chaleco antibalas y fue alcanzado de lleno.

Moore, herido en una pierna, cayó junto con dos de los guardas, y los otros se echaron al suelo disparando por encima de los cuerpos de sus compañeros. Charly y Bob consiguieron salir del umbral de la puerta sin ser heridos y quedaron cubriendo la retaguardia del grupo.

Mientras, Gutierres había logrado abrir la entrada que daba acceso al nivel primero de los aparcamientos. Hizo pasar a los cinco supervivientes y cerró la puerta mientras se preguntaba angustiado si podrían alcanzar la limusina.

110

El grupo de arriba organizó su defensa. White parecía muerto, y lo dejaron en el rellano de la escalera junto a varios cadáveres de asaltantes. Jaime y Dan trasladaron a Bob Cooper, a pesar de su fea herida en el vientre, al descansillo inferior de la escalera; sangraba en abundancia y aulló de dolor. No dejaba de gemir ni un momento.

Laura ayudó a Mike, el pretoriano herido, también hasta el descansillo; le habían hecho un torniquete en la pierna y aguantó estoicamente el dolor, manteniendo sujeto con fuerza su revólver en la mano derecha. Aun perdiendo su posición de ventaja con respecto a la planta treinta y uno, decidieron instalar la destrozada mesita que les servía de barricada, un escalón por debajo del rellano del piso; la escalera casi no tenía hueco, y la nueva posición permitía una buena defensa tanto si el ataque llegaba del piso superior como desde la puerta que continuaba abierta.

Parapetados, hombro con hombro, y con Laura en el centro, se dispusieron a esperar el ataque.

– Yo también reviví mi vida del siglo XIII -oyó Jaime en un murmullo.

– ¿Qué?

– Era una fiel convencida de los Guardianes, como lo fue mi padre. -Laura hablaba con suavidad, casi confesándose-. White influyó en ti para que me tomaras como tu secretaria y me convencieron de que me infiltrara en los cátaros. Fui a su centro de reuniones en Whilshire Boulevard, dije que había oído hablar de ellos y que quería conocerlos a fondo. Poco a poco me gané la confianza de Kepler; le interesaba la información que le ofrecía sobre la Corporación, Jaime Berenguer incluido. Y los Guardianes estaban también encantados con lo que les contaba tanto de los cátaros como de la Corporación.

– Coincide con lo que Beck dijo.

– En parte. Porque al principio los rechazaba, pero al final los sermones de Dubois me hicieron pensar. Un buen día me condujeron con los ojos vendados a Montsegur, estuve en la cueva frente al tapiz de la herradura y me encontré viviendo en el siglo XIII. Sufrí una tremenda impresión.

»Aquello ya no se lo conté a los Guardianes, y tampoco el resto de las experiencias que viví. Cuando cerré mi ciclo, y luego de un tiempo de introvertirme, decidí que creía en la certeza de las enseñanzas de los cátaros. Confesé a Dubois el trabajo que hacía para la secta y, desde entonces, pasé a informar a Kevin sobre los Guardianes.

– Entonces, Karen sabía que tú eras de los nuestros y que el agente del FBI era enemigo.

– Sí. Sabía de mí, pero no de Beck. Todo ha ido muy rápido; ayer por la noche, después de la fiesta, los Guardianes me advirtieron de que hoy ocurriría algo y que debía obedecer en todo a Beck. Antes no sabía que ese hombre era un guardián.

– Podrías haberme avisado.

– ¿De qué? No sabía que se fueran a atrever a tanto. Y gracias a que actuasteis con naturalidad estáis ahora vivos.

– Es verdad. -Jaime se quedó rumiando lo oído con la mirada pegada al descansillo, por donde esperaba el nuevo asalto. De pronto, recordando lo primero que Laura había dicho, quiso saber más-. Pero, dime, ¿me reconociste en el siglo XIII?

– Sí.

– ¿Y te conocía yo a ti?

– También.

Entonces la puerta del piso superior chirrió al abrirse. Dan le dio un codazo a Laura.

– Parad de cuchichear y estad atentos.

111

Gutierres comprobó que, en contra de las normas de evacuación por bomba o incendio, se había permitido a los empleados retirar sus vehículos. El grupo cruzó el desierto aparcamiento sin incidentes, y sacando un manojo de llaves Gutierres logró abrir la puerta metálica que daba acceso al área reservada para los coches de los presidentes. Vieron varios coches de gran cilindrada.

Sorprendieron a los dos guardas que custodiaban la limusina y que al verse encañonados se limitaron a levantar las manos. Allí, en el suelo, boca abajo, vieron el cuerpo del pretoriano que guardaba el garaje; Bob comprobó que estaba muerto.

Ramsey esposó a los guardas mientras Gutierres abría la puerta de la limusina. Davis y Andersen se instalaron en el asiento trasero, y Gutierres revisó cerraduras, bajos del coche, motor, maletero y exteriores en busca de algo extraño. Al sentirse satisfecho, se puso al volante, y Ramsey se sentó a su lado. Luego quiso abrir la puerta del garaje con el mando a distancia, sin éxito; la puerta parecía bloqueada. Dio instrucciones a Charly y Bob de que se apresuraran hacia el mecanismo de apertura manual.

Cuando la puerta llegaba a mitad de su camino de apertura, comprobaron que dos coches colocados horizontalmente bloqueaban la salida al final de la rampa. Gutierres dio marcha atrás hasta casi tocar la pared del garaje. Esperó a que la puerta estuviera abierta del todo y dijo:

– Aseguren sus cinturones y agárrense bien, la salida será violenta.

Aceleró el coche y, en el corto espacio de unos cincuenta metros y a pesar de la pendiente de la rampa, logró colocar la tercera marcha. La imponente masa de la limusina blindada golpeó contra el lugar donde los dos coches se tocaban y éstos se desplazaron un par de metros debido al impacto. Mostraban grandes abolladuras pero aún bloqueaban la salida. La limusina perdió el parachoques, aunque su estructura parecía no haberse visto afectada.

Gutierres dejo caer el vehículo hacia atrás por la rampa hasta llegar a la pared del fondo. Fuera se oían disparos; Bob y Charly se estarían enfrentando a los guardas. De nuevo aceleró la limusina, impactando la tremenda masa otra vez contra los coches. Estos saltaron unos metros más allá dejando el paso libre, pero el vehículo se caló. Ahora las balas rebotaban en los cristales y en los bajos en busca de los neumáticos.

Cuando Gutierres puso en marcha el coche, lo lanzó a toda velocidad hacia la avenida de las palmeras. Hacía sonar la bocina y al saltarse el primer semáforo le dijo a Ramsey:

– Inspector, ¿quiere comprobar si su móvil funciona bien aquí?

Ramsey estableció contacto telefónico con facilidad y empezó a dar instrucciones.

Gutierres observaba preocupado a su jefe a través del retrovisor; éste no había pronunciado una sola palabra desde hacía mucho tiempo. Ni siquiera respondía al excitado parloteo de Andersen; tenía la mirada perdida, como si estuviera abatido ¿Habría sufrido un shock? Como a todo humano, la edad le afectaba, y aquélla no era una aventura para sus setenta años. El viejo estaba sumergido en sus propios pensamientos. Ensimismado.

– Gus -dijo al cabo de un rato.

– Sí, señor Davis.

– Quiero que localices a nuestro mejor guionista. A Sheeham o a Weiss. Mejor a Sheeham. Lo quiero ver mañana sin falta.

– Sí, señor -contestó Gutierres extrañado.

– Aquí hay material para una buena película de acción, y los decorados costarán poco dinero.

Gutierres sonrió al ver el brillo de los ojos de Davis a través del retrovisor. El viejo diablo continuaba en forma.

112

– No disparéis hasta verles la cara -dijo con voz queda Laura-. Dan, tú dispara a las piernas, Jaime y yo, a la cabeza. Cuando caigan hay que asegurarse de que estén muertos.

Todos callaron. La alarma continuaba sonando y desde abajo se oían los lamentos de Cooper.

Los de arriba se movían con cuidado. Un hombre fue bajando con lentitud y giró en el recodo de la escalera; estaba armado y llevaba puesta la máscara antigás. Le seguía otro. Los de abajo dispararon, y el hombre cayó hacia adelante por la escalera hasta el rellano de la planta, frente a la mesa. El otro escapó.

– No le hemos dado al segundo -dijo Jaime.

– Han caído al menos diez de los suyos -comentó Laura-. Contando a los llegados de fuera y los guardas de seguridad del edificio, no serán más de treinta y cinco. Y Beck está muerto. Deberían darse cuenta de que han fracasado.

– Tendrán aún la esperanza de coger a Davis -razonó Dan.

En aquel momento oyeron varios disparos justo detrás de ellos. Los primeros eran de pistola, pero un par de escopeta les siguieron.

– Dan, Jaime, ¡abajo! -gritó Laura.

Al llegar, vieron que la puerta del piso inferior estaba entornada. Mike, medio incorporado en el descansillo, pistola en mano les dijo con voz débil:

– Han intentado atacar desde el piso treinta, pero los he rechazado. Estoy seguro de que le he dado a uno.

– Tenemos suerte de que no se puedan comunicar y lanzar ataques coordinados -dijo Jaime-. Dan, quédese con Mike. Yo vuelvo con Laura.

Justo cuando Jaime daba media vuelta para subir, intentaban un nuevo asalto desde la planta treinta y una. Laura devolvía el fuego, y Jaime notó un fuerte golpe en el hombro derecho, cayendo hacia atrás pero dando, por fortuna, con la espalda en la pared; el chaleco le había salvado. Laura, bien parapetada, continuaba disparando con acierto, y los otros se retiraron. Jaime, adolorido, logró llegar detrás de la mesa.

– Son unos fanáticos testarudos -se quejó Laura-. Como sigan así, al final van a lograr su propósito de eliminarnos; espero que no lo intenten con explosivos.

– Ha pasado ya tiempo suficiente para que Davis y los suyos escapen. -A continuación Jaime se puso a gritar-: ¡Hey! ¡Estáis perdidos, mamones! ¡Hace mucho que Davis escapó! ¡La policía ya viene hacia acá! ¡Tenéis poco tiempo para salvar el culo!

No recibió otra respuesta que la de la alarma y los ayes de los heridos.

– ¿Tú crees que funcionará? -preguntó Laura.

– Es lo único que podemos hacer. -Y se puso a gritar de nuevo-: ¡Salid corriendo ahora que podéis! ¡Davis ha escapado del edificio! ¡Estáis perdidos!

Algo cayó rebotando por los escalones. Jaime se escondió instintivamente detrás de la mesa.

– ¡Las máscaras! -gritó Laura, que no se había movido-. ¡Una granada lacrimógena!

Jaime se puso la máscara e hizo signo a Laura de que le cubriera. Luego, con la culata de su escopeta, empujó con cuidado la humeante granada hasta el hueco de la escalera, por donde cayó. Al regresar junto a Laura, los hombros de ambos se tocaban y así esperaron en silencio obligado. Los pensamientos de Jaime regresaron a su amada. ¡Karen! ¡Dios mío! ¡Que esté bien Karen! Ella conocía el papel de Laura, lo había utilizado como dijo Beck, pero ya no importaba; con tal de que lo amara sólo un poco de lo que él la amaba a ella, la perdonaba.

Laura. Años trabajando juntos. Monotonía, aburrimiento y, de pronto, esto. ¿Quién sería?

Pasaron unos diez minutos de tensa espera y no ocurrió nada. La maldita alarma continuaba sonando angustiosa, y los lamentos de Cooper ya no se oían; Jaime no podía más. Tocó el hombro de su compañera y le hizo una seña indicando que él salía al piso trigésimo primero, ella negó con la cabeza y le hizo gesto de que esperara. Jaime esperó. El humo era ya poco denso. Cinco. Seis minutos más. No aguantaba su inquietud por Karen, no aguantaba la maldita máscara en la cara. Finalmente se incorporó. Laura le tocó el hombro para avisarle que ella también iba. Pasaron por encima de la mesa, apuntando hacia el pasillo de la planta trigésimo primera. No había nadie al frente de la puerta. Laura cubrió la escalera hacia arriba, pero también estaba desierta. Jaime sentía el corazón acelerado. ¡Que esté bien Karen! Saltaron el montón de cadáveres y entraron en el pasillo. También desierto. Aparentemente los Guardianes se habían marchado de la zona con prisa, abandonando los cadáveres. Jaime se lanzó a grandes zancadas hacia su nuevo despacho.


La puerta del despacho estaba cerrada, y cuando entraron vieron que los gases no habían llegado allí. El cadáver de Beck se encontraba tendido en el suelo, alguien había estado allí manipulándolo. Jaime se quitó la mascarilla y llamó con los nudillos al armario donde Karen se refugiaba. No hubo respuesta.

– Karen, el peligro ha pasado. ¿Estás bien?

Volvió a llamar y la puerta se abrió ligeramente, luego más. Allí estaba Karen, con gesto de dolor y encogida.

– No.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Jaime alarmado.

Al salir, Karen le dedicó una gran sonrisa.

– Me he roto dos uñas aguantando la puerta del maldito armario desde dentro -dijo antes de abrazarlo.

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