SÁBADO

83

Jaime sentía las cálidas manos de Dubois en su cabeza y lanzó una última mirada al tapiz antes de cerrar los ojos. Las figuras habían cobrado vida y su mirada se fue al Dios malo. Los trazos seguros, impresionistas, del viejo maestro de Taüll le daban fuerza, vitalidad, poder. ¡Le estaba mirando a él! Enarbolaba su espada amenazante y en su mano izquierda sostenía a la pequeña pareja desnuda, vulnerable. Adán y Eva -quizá Pedro y Corba- parecían atemorizados, intentando protegerse el uno al otro. La divinidad hierática, impasible, distante, pareció curvar sus labios, y Jaime vio en ellos una sonrisa cruel. Entornó los ojos temiendo un presagio, pero ideas e imágenes se difuminaron y se vio lanzado al pasado.


La batalla estaba a punto de empezar. Los caballeros cruzados de Simón de Montfort habían salido de Muret cuando el sol aparecía tímidamente en la mañana dominada por las nubes. Tan pronto como cruzaron el puente sobre el río Loja, el ejército cruzado se dividió en dos ordenadas columnas, y la más reducida, de unos trescientos caballeros, se dirigió hacia el oeste, donde se encontraban las milicias tolosanas que sitiaban la ciudad, con seis máquinas de guerra. Los tolosanos empezaron a retroceder frente al avance de la caballería, mucho más poderosa que ellos. La segunda columna, compuesta de setecientos jinetes, se encaminó hacia el norte, como queriendo atacar el campamento aragonés por su flanco izquierdo. Pero pronto se dividieron a su vez en dos, dirigiéndose un grupo hacia las tropas del rey Pedro, mientras que el otro continuó el movimiento envolvente hacia el flanco izquierdo del campamento.

La base catalano-aragonesa se encontraba en una posición más elevada, desde donde el terreno hacía pendiente hasta la ciudad de Muret, situada en la horquilla de los ríos Garona y Loja. A su derecha se encontraba el campamento del conde de Tolosa. Un campo despejado, ligeramente sinuoso y cruzado de riachuelos formados por la reciente lluvia se extendía entre ellos y el enemigo. Hierba rala y algunas matas se esparcían por el suelo, cubierto en algunas zonas por pequeños bancos de niebla baja que no impedían la visibilidad general. Al fondo las murallas de Muret. Y en medio, amenazantes, las tres columnas de caballeros cruzados, con sus estandartes, blancos con una larga cruz roja, al viento, avanzando en orden preciso. Nubes blancas y grises se mezclaban en el cielo.

Por entonces el grupo de Ramón Roger I, el impetuoso conde de Foix, ya estaba en camino contra los enemigos que amenazaban a los tolosanos y a sus máquinas de asalto. El conde estaba ansioso por combatir y auxiliar a sus aliados y no esperó a reunir a todos los efectivos bajo su mando. Sus caballeros de vanguardia iban al trote, pero los jinetes rezagados galopaban para poder alcanzar al grupo principal, mientras que los infantes, a pie, tenían que correr atrás con las lanzas y se distanciaban del grupo a caballo.

– Adelante -dijo Pedro mientras hacía andar su caballo en dirección al enemigo.

Miguel de Luisián, portando el estandarte real de cuatro barras de sangre sobre fondo gualda, se colocó a su lado, y Hug de Mataplana y los demás caballeros del rey se situaron detrás de ambos.


Pedro vio que los franceses avanzaban despacio y cautelosos, esperando a los movimientos de los aliados; de haber espoleado sus monturas, los cruzados ya estarían encima del campamento.

El rey detuvo un momento a su grupo y se incorporó sobre su caballo para observar si estaban listos para salir, pero la columna estaba aún formándose y caballeros rezagados continuaban llegando. El campamento había adquirido la frenética actividad de un hormiguero atacado por un peligro, convirtiéndose en un confuso tumulto donde caballos relinchaban, hombres corrían para reunirse con los suyos, y el ruido de hierros se fundía con preguntas, maldiciones y gritos en varias lenguas. Un par de sacerdotes católicos, con sendos monaguillos sosteniendo recipientes de plata, bendecían a los guerreros que salían del campamento, lanzando agua bendita con un hisopo.

Pedro evaluó la situación. El desdoblamiento del cuerpo principal de los cruzados podría obligar a su columna a luchar en dos flancos, envolviéndolos. Si tal cosa ocurría, Pedro estaría en un serio peligro, ya que quedaría a merced de la ayuda que recibiera del tercer cuerpo aliado, el tolosano mandado por el conde Ramón VI, con el que acababa de discutir airadamente y que se había retirado a su campamento. Esa perspectiva le inquietaba. No podía dejar a ningún jinete rezagado; los necesitaba a todos.

El audaz conde de Foix tenía prisa por entrar en combate y no moderaba su avance, con lo que su retaguardia estaba dispersa y desordenada. Mientras, los infantes tolosanos, abandonando las máquinas de asalto, empezaron a correr hacia el de Foix en busca de protección contra los cruzados.

Pedro maldijo en voz baja, tanto a los cobardes escondidos en las tiendas del campamento como a los que tomaban demasiados riesgos. Ambos eran igualmente peligrosos para los suyos. Ése era uno de los inconvenientes de formar un ejército deprisa y corriendo, con gentes de distintas procedencias y viéndose obligados a combatir sin tiempo para acostumbrarse a una disciplina.

– Daos prisa en la formación -gritó Pedro, e hizo un gesto para que los suyos avanzaran de nuevo. Pero antes se dirigió al conde de Cominges-: Cominges, comandad vos la retaguardia de mi columna y a los caballeros retrasados. Y si el de Tolosa no acude rápido, defended mi flanco izquierdo de los cruzados.

– El de Foix está dejando atrás a sus infantes y a varios caballeros -advirtió Miguel de Luisián, que cabalgaba junto al rey-. Es imprudente entrar en batalla sin apoyo de los lanceros a pie cuando los cruzados llevan los suyos pegados a los caballos.

– Aun así, no podemos abandonarlo -repuso Pedro-. Si dejamos mucha distancia, la columna central francesa le atacará por su flanco izquierdo y lo destrozará.

– Pero eso significa dejar atrás a nuestros propios lanceros y a los caballeros del grupo de Cominges -dijo Hug de Mataplana-. Nos arriesgamos a que Cominges no pueda contener al tercer grupo cruzado y que nuestra propia columna sea atacada por centro e izquierda a la vez.

– Bien lo sé, Hug -contestó Pedro-, pero no va a quedar más remedio que proteger al de Foix de un ataque envolvente de la columna central. Si perdemos el flanco derecho de nuestro ataque, el que comanda Ramón Roger de Foix, la batalla se pondrá muy difícil. Nos acercaremos, a distancia suficiente de la columna central francesa, para que ésta no se atreva a atacarle.

– Entonces cargarán contra nosotros sin dar tiempo a que el grupo que manda el de Cominges nos alcance -dijo Hug.

– Además, la columna izquierda caerá sobre nuestra retaguardia. La situación no es bonita -añadió Miguel-. Que Dios nos ayude.

– Que se haga lo que Dios quiera -replicó Pedro II.

Miguel se santiguó, y Hug, que conservaba su humor a pesar de lo difícil de la situación, no perdió la ocasión de lanzarle una pulla.

– Después de la misa os he estado vigilando todo el tiempo, Miguel, y no os ha dado tiempo a pecar. No hace falta que os santifiquéis más.

– Lo hago pensando en vuestra negra alma -respondió rápido Miguel. Hug soltó una carcajada. Pedro murmuró de nuevo, como autoconvenciéndose:

– No es un suicidio. Es el juicio de Dios. -Y rezó-: Señor buen Dios, me someto a vuestro juicio. Tened piedad.


El conde de Foix, que se encontraba a unos seiscientos metros del grupo enemigo que llegaba por la derecha, se irguió en su caballo, espada en alto, y gritó:

– ¡Por Foix, Occitania y el rey Pedro!

Sus caballeros gritaron a todo pulmón mientras levantaban las espadas, lanzándose a la carga contra la columna cruzada, y con ello obligaron a Pedro y su grupo a aumentar de nuevo el ritmo de trote. En perfecta formación, los cruzados reaccionaron cargando, en lugar de contra los caballeros de Foix, contra los infantes tolosanos, de forma que éstos quedaron en medio. En pocos momentos los tolosanos que huían y el grupo del conde que cargaba se mezclaron, mientras sus enemigos les atacaban.

Gritos, estruendo de armas chocando y relinchos de pánico de los caballos; se decidía el primer lance de la batalla.

La columna central de Simón de Montfort continuaba avanzando al paso y no parecía que fuera a intervenir contra los de Foix. Los caballeros del rey Pedro continuaban al trote; ya sólo les separaban quinientos metros. Pedro ordenó reducir la velocidad y pusieron los caballos al paso, esperando que el conde de Cominges, que llegaba por detrás, pudiera alcanzarlo pronto.

Mientras, los de Ramón Roger I parecían llevar la peor parte del combate; la confusión y el desorden del bando aliado eran enormes. Los jinetes tropezaban con los infantes y eran incapaces de organizarse para contraatacar. Los franceses, en sólida formación, manejaban las espadas con habilidad, y sus infantes con sus picas lograban derribar un buen número de jinetes aliados. Unos caballeros heridos empezaron a retirarse, mientras que el resto cedía terreno frente al empuje de los cruzados. Una tercera parte de los caballeros de Foix había caído ya, mientras que los cruzados parecían tener pocas bajas. Éstos se abrieron paso a golpe de espada en medio de un sangriento desorden de infantes que huían y caballeros que resistían. Entretanto al grupo del rey sólo le faltaban unos cuatrocientos metros para chocar contra los cruzados.

Y entonces ocurrió. De nada sirvió la bravura del conde de Foix. Sus caballeros empezaron a retirarse.

En aquel momento se oyó un gran griterío en la columna central francesa. ¿Estarían celebrando la victoria? No, no celebraban, atacaban, estaban cargando contra ellos.

84

El rápido derrumbe de Foix había dejado a Pedro en una posición muy apurada: no sólo tendría que luchar contra la formación central, que ya le atacaba de frente, sino que la primera columna cruzada, cuando terminara de dispersar al grupo de Foix, cargaría contra él por su flanco derecho, mientras que la tercera columna lo atacaría por la izquierda o por detrás. Si Ramón VI de Tolosa no se lanzaba a la lucha con sus caballeros de inmediato, estaba perdido. El corazón de Pedro batía acelerado, y sentía un nudo en la garganta. Estaban en mala situación para cargar, se encontraba lejos de los infantes y del grupo de Cominges, que se acercaba al galope. ¿Qué hacer? ¿Retirarse a la línea de arqueros?

Demasiado tarde. Si giraban, en unos momentos tendrían a la caballería enemiga a sus espaldas; el tiempo era demasiado justo para cambiar de dirección y no ser alcanzados. Y aun en el caso de que la mayoría de los caballeros pudiera escapar, los franceses destrozarían a los lanceros de a pie que estaban a medio campo. Además, lo más probable era que su propia caballería en retirada tropezara con los de atrás y que la confusión resultante fuera aún peor. Dios quería así su juicio. Si Él lo deseaba así, así sería. Como mandaba la tradición del juicio de Dios, Pedro se enfrentaría cuerpo a cuerpo en combate a muerte con sus enemigos.

– ¡Caballeros! -gritó alzando su espada-. ¡Por Occitania Cataluña y Aragón! ¡Y por Dios!

– ¡Por Dios y el rey Pedro! -gritó Miguel, cuya tronante voz se destacaba sobre el fragor del ejército al trote.

Y se lanzaron al galope en medio de un gran griterío.

Miguel, Hug y otros de los caballeros del rey se adelantaron a Pedro para protegerlo del primer choque, que se produjo pocos instantes después. El estruendo de hachas y espadas sobre metal se mezclaba con gritos y maldiciones formando un ruido ensordecedor.

Un caballero enemigo cruzó la primera línea a la izquierda de Pedro; habría recibido algún golpe, parecía confuso y su guardia estaba demasiado abierta.

Pedro le lanzó un mandoble de arriba abajo que el otro no pudo parar y el hierro penetró entre el casco y la frente, cortando violentamente por la nariz y la boca. Los ojos azules del hombre se abrieron con sorpresa, la espada cayó de su mano y su cuerpo se echó hacia atrás desplomándose de espaldas.

Pedro espoleó su caballo, que saltó hacia adelante, al tiempo que soltaba otro tajo a la espalda del cruzado que se batía con Hug y que en el intercambio de golpes había quedado en mala posición. El hombre se dobló hacia adelante, y Hug le asestó un golpe lateral en el cuello que rompió la malla. Sin emitir un quejido, el caballero cayó de lado, con el cuello doblado en posición extraña y borbotones de sangre brotando de la herida.

Más al frente y a la derecha, Guillem de Montgrony, el joven caballero que vestía las insignias reales, retrocedía ante el empuje de varios enemigos. A su lado, Gomes de Luna acababa de derribar a un francés. En un movimiento envolvente tres de los cruzados se colocaron a la espalda de ambos; estaban buscando matar rey. Pedro espoleó su caballo hacia adelante y gritó:

– ¡Ayuda para Guillem!

Miguel, Hug y otros caballeros más, que nunca se separaban de Pedro, lo siguieron.

Demasiado tarde; Guillem y Gomes cayeron bajo una lluvia de golpes.

– ¡Ése no era el rey Pedro! -gritó el caballero cruzado que parecía al mando del grupo-. El rey es más viejo y corpulento.

– ¿Queréis al rey? ¡Aquí lo tenéis! -gritó Pedro al tiempo que descargaba un tajo sobre uno de los caballeros que habían atacado la espalda de Guillem y que justo había tenido tiempo de girarse y protegerse con el escudo.

– ¡Dios! ¡Qué loco! -exclamó Miguel mientras cargaba contra otro de los cruzados a la izquierda de Pedro.

Llegando por la derecha, Hug atacó a un jinete que se dirigía contra el rey. Los franceses buscaban al rey Pedro y lo habían encontrado.

Pedro continuaba golpeando a su contrincante, que ya había logrado parar con el escudo tres golpes. El cruzado recuperó una buena posición y le envió un tajo de derecha a izquierda haciendo girar la espada por encima de la cabeza. Pedro se echó hacia atrás para esquivarlo y de inmediato hacia adelante con la espada horizontal, al hueco que el otro había dejado al final de la amplia curva en su mandoble alto. Le hirió en el costado, pero no lo suficiente para derribarlo. Su enemigo se dobló hacia adelante mientras con la espada, golpeaba con fuerza a Pedro. Éste se protegió con el escudo, pero la formidable fuerza del impacto hizo que la espada de su contrincante, aunque débil, le golpeara en el casco.

Su cabeza retumbó y sintió un dolor lacerante. Eso hizo que su siguiente golpe, ya en camino, diera sin la suficiente fuerza en la parte alta del brazo que sostenía el escudo de su enemigo.

Pedro se preparaba para recibir el siguiente golpe cuando el caballero cayó hacia adelante con un gran tajo en el costado propinado por Miguel. Éste se había librado de su contrincante y se colocó entre Pedro y los caballeros franceses que venían hacia ellos en multitudes.

– ¡Es una trampa para mataros, mi señor! Poneos a salvo en la retaguardia. ¡Los cruzados os han descubierto y vienen a por vos!

Pedro se sentía cansado, como nunca se había sentido en una batalla, y la sangre en la cara le privaba de la visión del ojo izquierdo.

– No, mi buen Miguel, ahora es el momento del juicio -.le dijo.

– ¡Ayuda para el rey! -gritó Miguel con su formidable vozarrón.

Hug, que también había terminado con su enemigo, se puso al lado de Miguel al tiempo que otro cruzado llegaba y le golpeaba con un tajo largo en el casco. La sangre empezó a brotar de su frente. Pero Hug hizo saltar a su caballo hacia adelante y con un movimiento horizontal de su espada, la colocó entre el escudo y el brazo derecho de su atacante, justo en pleno pecho. El hombre abrió los brazos y se desplomó hacia atrás. Un segundo adversario le envió un mandoble que Hug pudo parar a duras penas con su escudo; desequilibrado, golpeó a su vez al cruzado, que paró fácilmente el golpe. Hug se descubrió demasiado y, al contraatacar, el francés le alcanzó con un buen tajo en el hombro; la espada de Hug cayó al suelo, pero pudo mover su escudo a tiempo y parar el siguiente golpe. Intentó coger sus mazas de combate, que colgaban de su silla, sin conseguirlo. Pedro espoleó su caballo y llegando por detrás de Hug hundió su espada en la faz del cruzado. La sangre cubría buena parte de la cara de Hug, que tenía el brazo derecho colgando y sus mejillas pálidas como la cera.

– Es un honor tener como guardaespaldas a un rey. -Tuvo aún el humor de bromear-. Gracias, mi señor.

– Hug, retiraos -dijo Pedro.

– No, mi señor. No os abandonaré en el campo de batalla -repuso Hug mientras intentaba coger de nuevo las mazas de guerra, que colgaban de su montura. Su herida sangraba en abundancia, y las mazas cayeron al suelo.

– Idos, Hug, aquí molestáis y yo os quiero para otras batallas. ¡Os lo ordeno por vuestro honor y la fidelidad que me habéis jurado!

– ¡Que el Dios bueno os proteja, mi señor! -Sosteniéndose a duras penas sobre el caballo, Hug se dirigió al campamento.

La situación en el grupo de Pedro era crítica. Cerca de una veintena de jinetes cruzados se habían lanzado sobre la cuadrilla de rey, de la que sólo cinco caballeros quedaban. Un grupo de unos veinticinco caballeros, con Dalmau de Creixeill al frente, se esforzaban por llegar en su ayuda, pero la caballería y los infantes enemigos, que a pie les atacaban con sus largas picas, se lo impedían.

– ¡Id a la retaguardia, mi señor! -le gritó de nuevo Miguel-. ¡Rápido, don Pedro! ¡Antes de que nos rodeen!

Fueron sus últimas palabras. Un cruzado le estrelló un hacha en el casco, mientras otro le hundía la espada por debajo del escudo. Miguel se desplomó hacia adelante. Pedro espoleó su caballo enviando un tajo al primero de los verdugos de Miguel. El golpe dio en el cuello del caballo que se hundió de rodillas. Rápidamente levantó la espada hacia arriba hiriendo sin profundidad el pecho del caballero. Tuvo el tiempo justo de cubrirse con el escudo del golpe que el segundo jinete le lanzaba. Soltó un nuevo mandoble al caballero herido, que recibió un profundo tajo, rompiéndole la malla entre omoplato y esternón. Hombre y caballo empezaron a caer.

Pedro sintió entonces un golpe y un profundo dolor en su hombro izquierdo; el brazo que sostenía el escudo se desplomó y la defensa cayó al suelo. Casi de inmediato un terrible dolor en el costado; un soldado de a pie le había clavado su lanza.

– ¡Dios mío! -musitó mientras perdía el equilibrio y caía del caballo.

Justo entonces un grupo de sus caballeros alcanzaba el lugar, haciendo retroceder a los cruzados.


Pedro no había perdido la consciencia. Allí frente a él, tendido en el suelo, estaba Miguel, su amigo, con su densa barba rubia y sus ojos azules abiertos. Miraba a un cielo que ya no veía; tenía la frente ensangrentada y abierta por un gran corte. Entre ambos, un pequeño riachuelo. Riachuelo de agua clara hacía unos momentos, llegó a pensar Pedro, ahora de sangre.

Pedro sabía que sus heridas eran mortales. Dios le había juzgado y le condenó.

Arriba sus caballeros luchaban aún, creando un espacio libre que lo protegía, y veía cómo jinetes de uno y otro bando iban cayendo. Él quería gritarles que todo estaba perdido, que se fueran. Que el juicio de Dios ya se había celebrado. Pero no pudo ni siquiera hablar. Quería que se retiraran, sabía que sus caballeros morirían antes que abandonarle a él allí, a pesar de que la batalla estaba ya perdida. La angustia que aquella certidumbre le causaba dolía más que sus heridas.

Se equivocó al no seguir los consejos de Ramón VI. Erró al conducir a su gente a un combate en campo abierto. Obró contra la prudencia y ahora respondía por ello.

Pero quería ser juzgado por Dios y acabar con aquella duda terrible, aun a costa de su vida. Y había sido condenado. Pero ahora comprendía que no sólo él pagaba por su pecado, sino que sus caballeros y las gentes que le eran fieles sufrirían la misma condena.

Las lágrimas brotaron de sus ojos. Había sido un loco obsesionado por el amor de una mujer y por ella se había enfrentado a la voluntad de Dios. Y por ella había buscado su destino en aquel campo de batalla. Y ya lo había encontrado. Su destino era la muerte.

Sentía dos dolores en el pecho: el de la herida física y el de la pena. No sabía cuál dolía más, pero ambos le estaban matando. El dolor era tal que iba a perder la consciencia. La muerte le libraría del dolor físico. Pero ¿cómo se libraría de su angustia, del dolor de su espíritu?

– Señor mi Dios, perdonadme por lo que he hecho a mis gentes.

Con un último esfuerzo Pedro se tumbó hacia el cielo. Casi no oía el estruendo del combate.

Miles de imágenes cruzaron su mente. Su infancia, sus guerras, sus amores. Corba.

– Señor buen Dios, cuidad de mi amada Corba, cuidad de mis súbditos y de mi hijo.

El cielo continuaba con sus nubes grises y blancas. Su vista empezó a nublarse y veía las siluetas de los combatientes como a cámara lenta, bailando un macabro baile de muerte alrededor.

– Señor buen Dios, perdonadme.

De pronto, atravesando un claro de nubes, surgió un pequeño rayo de sol.

Pedro vio una luz blanca salir del cielo, la luz se hizo mayor y se le acercó. Y sintió que había alguien dentro de aquella luz. Ese alguien misericordioso le hablaba, diciéndole que el buen Dios le había perdonado.

Pedro sintió la paz.

85

– El ciclo se ha cerrado -dijo Dubois apartando sus manos.

Jaime recuperaba lentamente la consciencia de dónde estaba. Dubois volvió a hablar.

– Ahora debe encontrarse a sí mismo. Estaré en mi celda, rezando, venga cuando me necesite. -Y dirigiéndose a la puerta lo dejó solo en la capilla subterránea.

Tumbado en el pequeño diván, podía ver de nuevo el tapiz de la herradura cátara con sus personajes y divinidades extrañamente primitivos y ahora inmóviles. El Dios bueno, el mal Dios estaban allí, quietos, pero llenos de un poder oculto y de un significado que Jaime no terminaba de comprender.

Notaba sus ojos y mejillas húmedos y se dio cuenta de que había estado llorando cuando el rey Pedro lloró. Había vivido su propia muerte y, antes de morir, experimentó cómo la pena y sus propios reproches le destrozaban el corazón.

Sentía una gran compasión por Pedro. Por él mismo. Por el caballero, por el rey, que creía en un Dios que juzgaba a sus criaturas, premiando a las justas con la vida terrena y castigando a las equivocadas con la muerte. Lamentaba el destino de aquel hombre, que lo había dado todo por el amor de una mujer: su vida, la de sus caballeros y amigos, su reino y también su alma.

Estaba seguro de que aquella historia antigua se repetiría en el presente y experimentaba lo que Pedro sintió cuando velaba sus armas y rezaba a Dios la noche antes de entrar en batalla.

El lunes, si todo estaba listo, debería ver a Davis, convencerlo y demostrarle que existía un complot dentro de la Corporación y que en los asesinatos estaban involucrados varios de sus más altos ejecutivos. Si fracasaba, los Guardianes sabrían entonces que él era su enemigo y su vida no valdría nada. Lo buscarían para asesinarle. Y también a Karen.

Sentía que la vivencia que acababa de experimentar no era un buen presagio, era un aviso de algo malo. Pero él, como antes Pedro, no tenía otra alternativa. Miró a la imagen del Dios bueno.

– Señor buen Dios -empezó a rezar-, dadme valor. Dadme la victoria.

86

Encontró a Peter Dubois en su celda, rezando de pie frente a un libro apoyado en un atril. La habitación era un simple cuarto de unos veinte metros cuadrados pintado de blanco y amueblado con una austeridad que contrastaba con el resto de la casa. Una cama de madera, una mesa, dos sillas, un pequeño armario, varios estantes de libros. No tenía ventanas, y la luz natural entraba por una claraboya que iluminaba el fondo de la habitación donde estaba el viejo libro. Jaime intuyó que aquella obra sería una copia del nuevo testamento de san Juan Evangelista; el libro del Dios del amor para los cátaros, la voluntad del Dios bueno expresada por Jesucristo.

– Hoy he vivido mi muerte -le dijo Jaime a Dubois una vez que se sentaron en las dos únicas sillas.

– La carne que creó el diablo murió -repuso éste con una sonrisa-. Su verdadero yo espiritual es el que está aquí ahora conmigo. Jamás murió.

– Vi sufrir y perecer a muchos a causa de mis errores; ese recuerdo me desgarra.

– Tomar conciencia del daño que causamos a los demás es parte de nuestro progreso. -La voz de Dubois sonaba suave y le producía a Jaime una sensación de paz-. No puede usted cambiar el pasado, Jaime, simplemente debe aprender para ser mejor en el futuro.

– Tenía una duda terrible sobre si el camino que había tomado era contrario a la voluntad de Dios. Me sometí a una especie de juicio de Dios luchando en primera fila en una batalla, y Éste castigó mi equivocación condenándome.

– Claro que estaba usted equivocado. Pero lo estaba al someterse a tal juicio. ¿Cómo pudo creer que un Dios bueno aceptaría que se matara con otros para juzgarle? Las armas, las guerras, las batallas y las muertes violentas son obra de un espíritu perverso al cual puede llamar diablo y que proviene del Dios malo. O si le es más fácil, llámele Naturaleza, con su gran fuerza de creación y su gran fuerza de destrucción y crueldad. Pedro II jamás se sometió al juicio del Dios bueno. Luego Él jamás le condenó.

– Peter, dice que las armas y las batallas son obra del diablo. Ahora me veo en situación de enfrentarme a otros hombres. Y si venzo, les voy a causar mal y quizá alguno muera pero, si pierdo, ellos me quitarán la vida. Y todo a causa de la guerra que ustedes han iniciado contra los Guardianes del Templo. ¿No representa una gran contradicción de su fe?

– Los Guardianes utilizan la violencia física y el asesinato en nombre de su Dios. Están equivocados. El hombre nació de un animal primitivo y cruel que creó el demonio, el mal Dios, la Naturaleza, pero en su interior tiene un alma pura creada por el Dios bueno. Y evoluciona de forma imparable vida tras vida hacia la bondad, perdiendo en su largo camino su crueldad animal. Dios sólo hay uno, y este Dios es el Dios bueno, que al final de los tiempos recuperará el alma de los hombres para su reino. -Los ademanes de Dubois eran suaves y sus ojos habían perdido la dureza, la amenaza hipnótica que Jaime siempre había visto en ellos. Ahora se sentía bien con aquel hombre de barba blanca-. Pero cada individuo inventa su propia versión de Dios según su estado de evolución. Su Dios se parece psicológicamente a ellos. Antiguamente los dioses pedían sacrificios humanos. Sacrificios de animales. Pero no era el Dios bueno quien lo pedía, sino la Naturaleza brutal y cruel de aquellos hombres; el mal Dios.

»El Dios bueno no ha pedido nunca el asesinato, el robo, la venganza, el engaño y la violación, aunque haya hombres y religiones que los justifiquen en nombre del Altísimo. Pero las creencias también evolucionan y se adaptan a las necesidades de un hombre más cercano al Dios bueno. Lo que la Iglesia católica practicaba hace ocho siglos hoy horrorizaría a los católicos; han evolucionado a formas más caritativas, más puras. Nosotros, los cátaros, también hemos evolucionado, porque nuestra religión, aunque buscara al Dios bueno, tampoco nació perfecta. En el siglo xiii creíamos que el Señor nos pedía que nos dejáramos perseguir, despellejar, quemar. Pero estábamos equivocados. Es lícito que nuestros creyentes se opongan a las gentes que quieran implantar la intolerancia y las creencias retrógradas propias del Dios malo. Sólo que debemos evitar, en lo posible, la violencia contra los demás.

– ¿Qué me dice de la seducción y el sexo? -Jaime sabía que Dubois adivinaría el porqué de su pregunta-. ¿Son armas lícitas para esa lucha?

– Yo hice voto de castidad. Pero los creyentes no lo hacen. El sexo es bueno porque permite el nacimiento de los cuerpos físicos y la encarnación de las almas. También es un vehículo para el amor, que es la mejor virtud del ser humano. Sin embargo debe ser usado con cuidado, no porque sea pecado, sino porque puede hacer sufrir. Si no se hace daño a los demás o a uno mismo, el sexo es como cualquier otra cosa en nuestro mundo: fruto de la Naturaleza. O del demonio, como dirían los antiguos. No debería ser usado como arma; pero tampoco debiera usarse ninguna otra arma.

87

Cuando Jaime entró en el salón, Karen y Kevin se encontraban de pie, con papeles en las manos y en acalorada discusión, mientras Tim les escuchaba sentado en una silla. Encima de la mesa había numerosos documentos amontonados y un ordenador portátil en funcionamiento. Pilas de dossiers en el suelo.

Jaime no se había encontrado con Kevin desde el incidente de la noche del miércoles en aquel mismo salón y sobre aquellos malditos sofás. Al verlo con Karen sintió como una punzada en su vientre y mil pasiones se reavivaron en su interior. Odiaba a aquel individuo y en un acto reflejo apretó los puños y la mandíbula. Debía de ser su diablo interior. O la Naturaleza, como diría Dubois. Fuera lo que fuese, allí estaba de nuevo y hacía que odiara a aquel individuo a muerte. Hizo un esfuerzo por contenerse y saludó al grupo.

– Buenas tardes.

– Buenas tardes -repitieron Karen y Tim.

Kevin se lo quedó mirando desafiante, con los labios apretados, sin responder al saludo; él también debía de sufrir un demonio interior.

Los ojos de Karen se iluminaron al verlo, le dedicó una deliciosa sonrisa y, abandonando la conversación y los papales encima de la mesa, fue a su encuentro. Le besó en los labios y, al cogerle de la mano, Jaime sintió un gran alivio, notando cómo sus músculos se relajaban. Karen estaba con él. Kevin perdía.

– ¿Cómo te ha ido? -preguntó ella.

– He cerrado mi ciclo.

– ¿Has hablado con Dubois?

– Sí.

– Preparemos unos sándwiches y salgamos al jardín. Me lo tienes que contar todo. -Sin despedirse de los demás Karen tiró de Jaime en dirección a la cocina.


Era una hermosa tarde soleada. Anduvieron sobre el césped rodeado de arbustos y azaleas. Depositaron los bocadillos y unas bebidas sobre una mesa de jardín cercana a la piscina y Karen lo condujo al mirador, desde donde se contemplaba el valle de San Fernando y las montañas. A pesar de una ligera bruma en el valle, la vista era magnífica.

– Cuéntame -pidió ella al sentarse a la mesa.

Él le contó lo vivido hacía unos minutos, terminando el relato con su propia muerte y con la angustia de ver morir a su gente por su culpa.

– ¿Puedo conocer ya la historia oficial? -preguntó al final del relato.

– Sí, pero la verdadera historia es la que tú ya sabes. Las versiones de los que ganaron no te deben importar.

– Aun así, tengo muchas preguntas sobre lo ocurrido.

– Lo que está escrito en los libros se parece mucho a tus recuerdos, pero Dubois te podrá responder mejor. Precisamente ha salido al jardín.

Karen llamó al viejo, que acudió a la mesa.

– Ha revivido usted la batalla de Muret casi exactamente como la cuenta la historia. -Dubois continuaba sonriente-. Es asombrosa la exactitud de sus recuerdos.

– Miguel murió conmigo, pero ¿qué le ocurrió a mi amigo Hug?

– Hug, siguiendo las órdenes del rey, abandonó el campo de batalla. Su escudero y sus hombres lograron ponerle a salvo, lo llevaron a Tolosa, pero estaba muy malherido y murió dos días después.

Salvo un pequeño pesar, Jaime no sintió ninguna otra emoción; Ricardo estaba vivito y lleno de salud. Al revivir la batalla experimentó las emociones con una intensidad cruel, pero ahora aquello se le antojaba una historia antigua.

– ¿Qué pasó con el resto de mis caballeros?

– Murieron prácticamente todos. Rodeados de enemigos, se dejaron matar uno tras otro haciendo círculo para defender el cuerpo del rey. Luego los cruzados desnudaron los cadáveres para quedarse con joyas, ropas y armas. Cuando Simón de Montfort llegó para ver al rey, éste yacía desnudo con varias heridas, pero una, en el costado, era mortal de necesidad. Lo pudieron reconocer por su gran estatura. Dicen que el jefe cruzado lloró al ver al rey en tal estado.

»El resto del ejército se derrumbó al morir Pedro y huyó abandonando a los caballeros de la mesnada real que defendían el cadáver de su señor. El conde de Tolosa, Ramón VI, yo (lo siento), no llegó siquiera a salir con sus caballeros al combate. Su hijo Ramón VII, que lo presenció a distancia, recordaba: "El ruido era como el de un bosque de árboles abatidos a golpes de hacha." El conde de Tolosa se retiró con su hijo a su ciudad, de donde huyó rumbo al exilio poco después ante el avance de los cruzados. Perdió y ganó varias veces el condado, demostrando ser un maestro de la intriga y la política, aunque no un gran guerrero. Finalmente, muchos años después, su hijo Ramón VII recuperó definitivamente Tolosa, pero ya como vasallo del rey francés.

– ¿Qué pasó con el hijo del rey Pedro? ¿Continuó la guerra de su padre?

– No. Jaime I tenía cinco años cuando Pedro murió. Pocos meses antes se había quedado también huérfano de madre al morir María de Montpellier en Roma y fue puesto bajo la tutela del maestre de los templarios del reino de Aragón. Con un reino lleno de deudas, menor de edad y agradecido al Papa que ayudó a liberarlo de Simón de Montfort, Jaime renunció a sus derechos sobre Occitania obedeciendo al Papa y dejó el campo libre a la corona francesa.

»Jaime I dijo de Pedro II, su padre: "Si perdió su vida en Muret, fue a causa de su propia locura. Sin embargo fue fiel a su estirpe venciendo o muriendo en la batalla." A pesar de renunciar a Occitania, el nuevo rey de Aragón se distinguió militarmente conquistando los reinos de Valencia y Mallorca a los moros y estableciendo las bases para un imperio mediterráneo que posteriormente, con sus sucesores, se consolidó en Cerdeña, Sicilia y Nápoles, llegando incluso a establecer dominios en Grecia.

– ¿Y qué ocurrió con el jefe cruzado?

– Simón de Montfort murió en uno de sus intentos de capturar Tolosa cuando unas muchachas tolosanas, defendiéndose con una pequeña catapulta, le aplastaron el cráneo con una piedra. Su hijo Amauric no supo consolidar lo conseguido por el padre y finalmente tuvo que retirarse a Francia.

– ¿Y Corba? ¿Qué pasó con Corba?

– Yo respondo a eso -dijo Karen-. Corba se refugió en Tolosa, donde tenía a su familia, que estando vinculada al conde lo siguió en su destierro. Profesaban la fe cátara.

»No le faltaron pretendientes a la dama Corba; no sólo era apreciada por su físico y su inteligencia, sino que el haber sido la dama del rey Pedro la colocaba por encima del resto de damas. Al cabo de unos años se casó con un noble, Ramón Perelha, y tuvieron varios hijos. Ramón era el señor del pueblo de Montsegur y rendía vasallaje a Esclaramonda de Foix, hermana del conde de Foix que participó en la batalla de Muret. Esclaramonda era una Buena Mujer y mandó fortificar Montsegur para proteger a los cátaros que huían de la Inquisición. Ramón Perelha cuidó de Corba hasta la muerte de ésta, que aconteció a principios de 1244 en la toma de Montsegur. La historia oficial cuenta que al no querer renunciar a su fe, la Inquisición la quemó en la hoguera junto con doscientos catorce creyentes más. Pero no es cierto; mis recuerdos son distintos. Corba se arrojó desde lo alto de las murallas a una hoguera para morir libre.

– Lo sé -dijo Jaime-. Es lo que me contaste.

– Sí. Pero aún no lo sabes todo.

El tono usado por Karen lo alarmó.

– ¿Hay algo más? -Jaime se sentía ahora inquieto.

– Sí. Pude reconocer a mi esposo de aquel tiempo. -Karen hizo una pausa-. Y él me reconoció a mí. Tú sabes quién es.

Como si de un relámpago se tratara, una certeza fatal iluminó la mente de Jaime.

– ¡Kevin!

– Sí.


Trabajar el resto del sábado en Montsegur, luego de la revelación sobre Kevin, se convirtió en una tortura para Jaime. Era insoportable ver la cara y ademanes, de hombre querido por las mujeres, de su rival. Aquella permanente visión del guapo y el conocimiento de su papel en la historia pasada le hacían dudar, aún más, de poder retener a Karen; en consecuencia, su amor por ella tomaba la intensidad desesperada que sólo el sentimiento anticipado de pérdida puede producir.

Advirtió, para su consuelo, que Kevin no ofrecía un aspecto más feliz que el suyo; trabajaba silencioso, taciturno, y parecía soportar peor que él la forzada convivencia en el gran salón de Montsegur.

Karen se mostraba discreta en presencia de los demás, pero a solas en la cocina o en el jardín le expresaba a Jaime que su cariño era sólo para él, para nadie más. Jaime sentía entonces un placer infinito; placer que duraba justo hasta que volvía a ver la cara de Kevin.

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