SÁBADO

62

El tapiz cobraba vida, Jaime sentía el calor de las manos de Dubois en su cabeza y, respirando hondo, se dispuso a zambullirse en aquel tiempo lejano.

Volvió a la tienda de campaña del rey Pedro en la misma noche cálida de julio de casi ochocientos años atrás. El instante encajaba perfectamente con su último recuerdo, donde respondía al mensaje de la dama Corba, comprometiendo su palabra con la mujer que amaba y su destino con la historia.

Tan pronto como Huggonet hubo salido, Jaime se sumió en sus tormentosos pensamientos. Dios, ¿habría tomado la decisión correcta?

Fátima, que continuaba sentada a su lado, se separó ligeramente de él, y mirándole con ojos brillantes, le besó en el cuello. Luego le mordisqueó los labios con ternura, mientras le acariciaba la barba. Pero la excitación que sentía antes del mensaje de Tolosa había desaparecido y se resistía a volver.

¿Por qué Corba se aferraba a Tolosa? ¿Por qué se obstinaba en compartir el destino del desdichado condado? Era evidente que Corba era cátara, quizá ocupaba una posición destacada como creyente, o quizá incluso tenía un rango en la Iglesia. ¿Sería una Buena Mujer?

Fátima volvió a mirarle, desde sus largas pestañas, y le susurró tímidamente en lengua sarracena con gracioso acento levantino:

– Os amo, mi señor.

Pero Jaime apenas la escuchó, su pensamiento obsesivo volvía a Corba. No creo que Corba sea una Buena Mujer, mis espías me habrían informado. Además, los Perfectos tienen prohibido tocar las armas y disfrutar del sexo y de las riquezas. Quizá Corba no use armas, pero disfruta del sexo, ama las joyas y tiene poco de humilde. Quizá actúe como algunas de las grandes damas occitanas que esperan a su vejez para hacer sus votos de buena cristiana. Y lo hacen después de haber disfrutado de la música, el baile, los trovadores, los caballeros enamorados y el amor. Y luego de ser madres y abuelas. Sensualidad en la juventud y espiritualidad a la vejez. Debe de ser más fácil la abstinencia luego del empacho.

La muchacha le besó en la boca y, despojándose de la parte superior del vestido de dos piezas, descubrió, con un voluptuoso balanceo, sus redondos y bien formados senos.

– ¡Qué hermosa! -se dijo a media voz.

Fátima se fue juguetona a los pies de él y empezó a tirar poco a poco de la túnica de Jaime hacia arriba hasta que se la quitó por la cabeza. Él quedó desnudo. Ella se reía y volvió a besarle en la boca, mientras él le acariciaba los pechos.

Después la muchacha empezó a bajar, besándole la barba y luego el cuello. Jaime le había soltado los senos y los pezones le rozaban el cuerpo produciéndole un sensual cosquilleo.

Pero otra vez sus pensamientos le hicieron volar lejos de allí. Había conocido a Corba en Barcelona unos años antes. Su padre era el noble cónsul del conde de Tolosa, su embajador. La belleza casi adolescente de Corba brillaba tanto como su aplomo y gracia al hablar. Era capaz de competir sin dificultades con los trovadores componiendo canciones y romanzas, y con los juglares al interpretarlas. Era belleza, era talento, era gracia.

La muchacha más pretendida de Barcelona también impresionó al rey, y el cónsul de Tolosa y su familia eran invitados habituales de palacio. El rey Pedro devolvía las visitas, y en una de las ocasiones en que Corba y Pedro se quedaron solos él le declaro su amor.

– ¿Deseáis descansar, mi señor? ¿Os dejo solo? -Fátima había comprobado que el entusiasmo de Jaime no era el habitual.

– No. Quédate conmigo -respondió también en sarraceno. No quería, no podía quedarse solo con sus pensamientos aquella noche-. Continúa, hermosa Fátima.

Ella se levantó y dio unos graciosos pasos de danza mientras se despojaba de la parte inferior de su vestido hasta quedarse desnuda. Luego hizo bailar expresiva y elegantemente sus manos por encima de la cabeza.

Empujó a Jaime, que se había incorporado para verla, colocándose encima de él en posición invertida mientras le besaba y acariciaba el pene.

La luz de los candelabros proporcionaba a Pedro una vista directa de las hermosas nalgas y las bien torneadas piernas de la bailarina. El parpadeo de la luz hacía más insinuante el sexo femenino, tan cercano ahora a su cara. El olor a jazmín e incienso de Fátima era más embriagador que nunca, y Jaime sintió cómo su excitación regresaba.

Pero la mente seguía un camino distinto del cuerpo. El rey Pedro propuso a Corba que vivieran juntos, a pesar de estar él casado con María de Montpellier. María no era más que un compromiso político, un mal negocio. María le había hecho cesión de Montpellier un año después de su boda, según lo acordado, pero la ciudad y sus dominios territoriales no le habían traído al conde de Barcelona más que problemas.

Había querido divorciarse de ella pocos años después y devolverle Montpellier, pero ni ella quiso ni el Papa consintió el divorcio. Pedro intentó entonces casarse con María de Montferrat, que ostentaba el vacío título de reina de Jerusalén. Y como estipulación de matrimonio, él, Pedro II de Aragón, conde de Barcelona, organizaría una Cruzada para liberar Jerusalén. Pero ni siquiera este argumento convenció al Papa para que le concediera el divorcio.

Fue más tarde cuando se enamoró de Corba. Le había prometido hacerla condesa, darle extensos dominios territoriales y hacer de su primer hijo el segundo heredero de la corona.

María de Montpellier había logrado, gracias a un engaño, que Pedro le engendrara un hijo a pesar de que él no se acostaba con ella. En una de sus estancias en Montpellier Pedro se sintió seducido por una dama y logró que ésta aceptara pasar la noche con él. Pero era una trampa preparada por María, y en la oscuridad fue ella la que ocupó el lugar de la otra mujer. Fuera de la habitación esperaban los grandes clérigos y nobles de la ciudad para atestiguar la noche matrimonial. Pedro tiró de su espada, a punto estuvo de matar a varios de aquellos miserables cuando entraron por la mañana en la cámara suplicando su perdón y comprensión. Querían un heredero.

No sentía mucho cariño por Jaime I, el hijo fruto de aquel engaño, y cuando nació tardó más de un año en ir a conocerlo. Si el hijo de María llegaba a adulto y heredaba la corona de Aragón y el título de conde de Barcelona, él daría al hijo de Corba el condado de Provenza o los nuevos reinos que conquistaría a los sarracenos. Pero si el hijo de María no sobrevivía, el hijo de Corba sería el futuro rey.

Pedro le propuso hacer su relación pública y legal a través de un pacto escriturado poniendo por prenda su palabra de caballero y de rey. Por testigos estarían los más grandes nobles del reino, incluidos el obispo de Tarragona y el abad de Ripoll.

Pero Corba se negó. Podría tenerla a ella a cambio de nada material. Ella sólo quería su amor. Y él se lo dio. Y ella le dio a Pedro el suyo.

Fátima se incorporó y, sin girarse y apoyándose en sus rodillas, introdujo en su sexo el pene, y Pedro se estremeció con el contacto húmedo, suave y caliente del interior de la muchacha. Ella empezó a moverse rítmicamente, y Jaime podía ver su espalda cubierta con una larga cabellera y la parte inferior de su cuerpo como una gran y perfecta pera.

Intentó imaginarse que Fátima era Corba. No; no podía. Volvió a intentarlo. Pero sus pensamientos vencieron de nuevo a la voluntad y abandonaron su cuerpo, que se estremecía con el de Fátima, y volaron a Tolosa con Corba.

Desde su regreso a Tolosa, ella no había querido abandonar las tierras de Occitania. Y ahora Corba le pedía que fuera con ella.

Pero en el poema de Huggonet no le pedía sólo que acudiera a su lado; le pedía que tomara parte en la guerra a favor del conde de Tolosa. A favor de los suyos, a favor de los cátaros. En contra del Papa y de la Iglesia de Roma. En contra de su Dios católico.

Ella había renunciado a los condados, a los honores, al poder y a la posible maternidad de un rey. Y sólo por amor. Y él lo creyó.

Pero ahora se lo pedía todo; todo lo que él tenía. Que arriesgara sus reinos, que arriesgara su alma.

Porque el Papa lo excomulgaría, y la excomunión era la condena de su alma al infierno por la eternidad. Y él le había dado su palabra a Corba de que iría a Tolosa y salvaría a los suyos de los cruzados del Papa.

– ¿Os gusta? ¿Estáis bien, mi señor? -dijo la chica girando torso para verle la cara; intuía algo extraño.

– Sí, Fátima, ¡sigue! -¿Qué no daría porque fuera Corba la que estuviera aquí, ahora, haciendo el amor con él?

Ella se volvió dedicándole a Pedro una gran sonrisa y le dio un beso en los labios. Se colocó de nuevo encima de él mirándole a los ojos y empezó a moverse rítmicamente. Pedro admiraba de nuevo los bellos senos que se movían al ritmo. Imposible en esta posición imaginar que Fátima era Corba.

Su alma. Perdería su alma si era excomulgado por ayudar a los herejes. Pero ¿y si los herejes cátaros estuvieran en lo cierto y no el Papa? ¿Y si Dios estaba con los cátaros?

Acarició los pechos de la chica, que se puso tensa y echó su cabeza, y con ella su abundante cabellera, hacia atrás. Jadeaba y a duras penas contenía sus gritos. ¡Cómo le gustaría tener a Corba así, ahora, aquí!

Si Dios estuviera con los cátaros, sólo tendría que preocuparse de los aspectos políticos de la excomunión y, aunque éstos eran complicados, podría manejarlos. Pero su alma y su vida eterna estarían a salvo.

¿Cómo saber si Dios estaba con el juramento que él hizo a Corba a través de Huggonet o estaba con el Papa? La duda lo mataba.

¡El juicio de Dios! ¡Ésa era la solución! Se sometería al juicio de Dios. Si había tomado el camino correcto, Dios le daría su bendición haciendo que ganara. Si no, moriría y con ello pagaría su error. Prefería mil veces morir en el juicio a perder su alma por contrariar a Dios.

¡Por fin iba a librarse de la duda horrible que le destrozaba!

Quería llegar al orgasmo como había hecho Fátima y relajarse un poco, pero no podía. ¿De verdad Corba era bruja y lo había embrujado a través de su poema? ¿Era por eso que no podía? Quiso concentrarse.

El juicio de Dios. En la próxima batalla, la primera contra los cruzados del Papa, él lucharía al frente de sus caballeros. El primero en derribar al primer enemigo, y así hasta el final de la contienda. Si Dios lo salvaba, señal de que la justicia estaba con él y con su causa, y si moría, lo haría antes de desagradar a Dios nuestro Señor.

Fátima empezaba a cansarse y su ritmo bajaba. ¡Corba, mi amor! ¿Por qué no estás aquí? ¡El juicio de Dios!

Pedro cerró los ojos e hizo un nuevo esfuerzo para imaginarse a Corba mientras la invocaba: «Tus miembros son un poco más largos, tus senos un poco menores, tu pelo más oscuro. Pero es contigo, Corba, con quien hago el amor ahora. Contigo, mi dama de ojos verdes y cabello de ala de cuervo.» Y sintió que su éxtasis se acercaba al fin.

– ¿Queréis otra postura? ¿Os place ésta?

¡En qué mal momento preguntó Fátima! El encanto se rompió desapareciendo la visión de Corba.

– No. ¡Vete! -contestó Pedro con brusquedad.

La chica le miraba con asombro.

– ¡Vete! ¡Déjame! -repitió Pedro empujándola con fuerza y quitándosela de encima de un manotazo. La chica perdió el equilibrio cayendo a un lado sobre los almohadones.

Fátima lo miró con lágrimas en los ojos y soltando un sollozo corrió a recoger sus ropas.

Se había roto la ilusión. Ella se vestía en un silencio que su llanto rompía por momentos.

– Quédate a pasar la noche conmigo, Fátima. Eres una mujer encantadora -dijo finalmente Pedro cuando ella se dirigía ya a la entrada de la tienda-. Ven aquí conmigo y apaga los candelabros.

Ella se giró sin mirarle, buscó un pequeño apagador de candelas y las fue extinguiendo una por una. Luego, acercándose al lecho y sin desvestirse, se acurrucó junto a él en posición fetal. Continuaba sollozando quedamente.

– Perdóname, pequeña, no es tu culpa. -Y luego añadió en voz baja, mientras le acariciaba el pelo-: Qué daría yo por poder llorar como tú.


– El juicio de Dios -murmuró al cabo de unos momentos hablando para sí mismo-. Acudiré ante Él. Por ti, Corba, Dios me salvará o me matará.

63

Roncaban los motores, la estructura vibró, y al levantarse las ruedas del suelo la enorme masa hubo de depender de las alas y del aire para su sustentación. Como un gran pájaro nocturno, el aparato emprendía su vuelo hacia la oscuridad elevándose por encima de un negro océano.

Había sido un día muy intenso; la despedida de Karen en el hotel la visita a Montsegur, la vivencia frente al tapiz y luego otro adiós a Karen, esta vez más formal. Ahora Jaime se relajaba pensativo, con una copa de champaña en su mano, contemplando la nada de la noche opaca, que le devolvía en la ventanilla el reflejo de alguno de sus rasgos. Cabello oscuro, aún abundante, nariz fuerte, cejas rectas y espesas.

Unas luces, abajo, indicaban la presencia de un buque o de una plataforma petrolífera cuando una sonriente azafata, luciendo sobre su uniforme un pulcro delantal azul marino, se acercó manejando los paños calientes con unas pinzas. Empezaba la secuencia del servicio de cena. Jaime limpió el sudor de su cara con el paño, mientras disfrutaba de la relajante sensación de calor en la piel.

Volvió su atención hacia la oscuridad detrás de la ventanilla. Aguardaba el momento en que, luego de describir un amplio arco sobre el océano Pacífico, volverían a volar sobre el cielo del continente. Cruzarían la línea de la costa por el sur de Newport Beach, donde él tenía atracado su velero, y por encima de las poblaciones de Laguna Beach y de San Juan Capistrano.

A través de la noche aún sin luna las luces de la costa se acercaban, y pronto competirían con las de las estrellas. Su juego habitual era buscar la casa de sus padres, en Laguna, desde el avión. Allí vivían sus viejos los últimos años de sus vidas; en la casita de cuidado jardín que él sentía como su verdadero hogar.

El avión alcanzaba en aquel punto una altura de cinco a seis mil metros, y la identificación, que no era fácil de día, de noche era imposible.

A pesar de la dificultad Jaime jugaba su juego. Era su pequeño ritual. Grupos de luces. Líneas luminosas que se curvaban indicando los caminos de alguna urbanización. Zonas oscuras.

Aunque sin las referencias de relieves de terreno o carreteras sólo podía adivinar, envió su adiós a sus padres y a su hogar.

En unos instantes cruzaron lo que sería la San Diego Freeway para entrar en la oscuridad del Cleveland National Forest, en las montañas de Santa Ana, y luego hundirse en el desierto de Mojave hacia Las Vegas y así hasta cruzar el continente. Seco en el sur y nevado en el norte.

Se sirvió un poco más de vino tinto mientras terminaba su filete Mignón y sus pensamientos volvían. Lejos de Karen se sentía desterrado; merecía la pena amarla y sentir que ella lo amaba, aun con la sospecha de un amor interesado.

La duda se clavaba en su pecho como un estilete. ¿Le estarían engañando? ¿Serían aquellas vivencias el resultado del hipnotismo o de una sugestión provocada en él por los cátaros? De ser así todo cambiaría. Menos su amor por Karen. Mejor no pensarlo.

Terminados postre y coñac, extendió la parte central del sillón que conectando con un pequeño asiento frente al suyo se convertía en cama. Apagando sus luces contempló la densa oscuridad exterior. Hizo sus cálculos. Una copa de champaña, unos vasos de buen vino y el coñac. ¿Era sueño lo que sentía o simple sopor etílico?

64

Madrugada del 12 de septiembre del año del Señor de 1213. En el exterior de la tienda de campaña llovía.

Pedro II de Aragón y I de Barcelona, señor del Bearn, del Rosellón, de la Provenza y de Occitania, estaba arrodillado en el suelo velando sus armas. Aquél era el día del juicio de Dios.

Iluminado por un solo candelabro de siete bujías, rezaba a la cruz que formaba su espada clavada en el suelo.

– Señor, buen Dios, hacedme digno de la victoria o matadme en el combate. Si os he ofendido haced que mi castigo sea la muerte en batalla, pero salvad mi alma; y si os soy grato dadme la victoria sobre mis enemigos.

»Señor, Dios verdadero, no sé si sois cátaro o católico. Quizá sois ambos. Dadme valor para salir el primero al combate, para no escudarme ni siquiera en mis caballeros. Hoy lucharé en primera línea.

Pedro se sentía cansado, había sido un largo día lleno de discusiones y diplomacia.

Al fin, en la noche había amado a Corba, la mujer de su vida, su amor, la bruja cátara que lo tenía hechizado. Hicieron el amor como si fuera la última vez que se amaban. Luego, horas antes de la madrugada ella se quedó dormida, rendida por el cansancio. Él no quería dormir, ni podía.

A unos metros de la cruz de su espada descansaban sobre un taburete plegable de campaña su cota de malla, el casco de combate la túnica de guerra. Y, apoyado, el escudo con su insignia de barras en oro y sangre.

Más allá, entre los almohadones, veía la melena, negrísima como ala de cuervo, y parte del bello cuerpo de su amada. La línea perfecta de su brazo desnudo y uno de sus pechos de piel blanca quedaban al descubierto de la fina manta de lana, necesaria en la noche destemplada de septiembre. Parecía relajada.

De día, desde el campamento se distinguían las murallas de Muret, semiocultas entre la vegetación del río Loja y la alameda que marcaba el paso del río Garona.

– Señor, ayudadme en la batalla; pero, si no me dais la victoria, al menos proteged a Corba y haced que se salve.

Aun cansado, Pedro velaba sus armas como las reglas de caballería dictaban a un caballero que se sometía al juicio de Dios.

A principios del año el conde de Tolosa, Ramón VI, envió otro mensaje desesperado pidiéndole su auxilio frente al avance imparable de la Cruzada. Pedro ya había tomado su decisión. Aceptó el juramento de fidelidad que su antiguo enemigo le ofrecía, y todos los cónsules de Tolosa -el padre de Corba estaba entre ellos- en nombre del condado y en el suyo propio ratificaron el juramento de su conde.

Ahora Pedro debía cumplir su obligación como señor feudal y defender Tolosa.

Pero quería evitar, en lo posible, el enfrentamiento con el Papa, y emisarios y embajadores cruzaban el Mediterráneo de Barcelona a Roma en busca de una solución pacífica.

La diplomacia fracasó y, a finales de junio, llegaron a la corte de Pedro dos abades enviados por Simón de Montfort y el propio legado del Papa. Su misión era persuadirle de que no ayudara a los herejes y, al no aceptar Pedro sus razones, el legado papal utilizó su mas poderoso argumento: la amenaza de excomunión. Era la ruptura definitiva.

Pedro llamó a sus caballeros más fieles y se dirigió a Barcelona. La guerra del año anterior contra los invasores almohades le había proporcionado tantas deudas como gloria y, al tener las arcas vacías tuvo que hipotecar las propiedades que le quedaban. Gracias al dinero reunió a toda prisa un nuevo ejército y, avanzando hacia los Pirineos, aprovechó el buen tiempo de agosto para cruzar los montes hasta Gascuña. Allí tomó los castillos ocupados por cruzados que estaban en su camino y, sin detenerse, y ni siquiera llegar a la ciudad de Tolosa, se dirigió a marchas forzadas a Muret donde esperaba chocar con el grueso del ejército enemigo.

La muchedumbre lo recibía por el camino como el salvador de Occitania, y los condes de Foix, Cominges y Tolosa se unieron a él en las afueras de Muret poniéndose bajo sus órdenes como vasallos suyos que eran. Y Pedro tomó el mando como señor de todos ellos.

Corba cabalgó junto a las tropas de Tolosa a la búsqueda de su amado. «Mi caballero, mi amor, mi rey», le dijo cuando se encontraron, con lágrimas de alegría en sus ojos verdes, mientras hincando una rodilla en el suelo le besaba la mano. Delante de los nobles, él aceptó su saludo como rey, pero en la intimidad de su tienda unió sus lágrimas de felicidad a las de ella y le dio mil besos de amante a cambio del aceptado como rey.

Poco tiempo pudo disfrutar del amor de Corba. El ejército estaba formado por gentes venidas de lugares distintos, hablando distintas lenguas, rezando a distintos dioses y opinando distinto en cada ocasión.

Pronto Pedro discutía agriamente con el conde de Tolosa: «¡El cobarde es más cortesano y político que guerrero! ¡Dios quiera que la estirpe de ese tipo de gente jamás gobierne el mundo! ¡Ya lo demostró en el sitio de Castelnaudary! Tenía encerrado a Simón de Montfort, vencido y casi rendido, para al final retirarse sin acabar el trabajo, como si él, Ramón, fuera el verdadero derrotado.»

Ahora el conde de Tolosa, Ramón VI, le pedía que esperara a los ejércitos que acudían a reforzarles desde Provenza, con Sancho, conde del Rosellón, al frente, y desde Bearn al mando del vizconde Guillem de Montcada.

Pedro dijo que no esperaba.

Además, Ramón VI quería fortificar el campamento. Simón de Montfort y su temible caballería cruzada se encontraban tras los muros de Muret, donde habían llegado con sus refuerzos el día anterior. En Muret no había suficientes víveres para que tantos pudieran aguantar un sitio ni por un par de días y por lo tanto, saldrían a la carga el día siguiente. Según el conde, era mejor recibirlos bajo una nube de flechas y piedras lanzadas desde el campamento fortificado. La táctica de Ramón era prudente, pero él no seguiría.

¿Por qué no escuchar el consejo de Ramón, mejor conocedor de los cruzados? ¿Por qué no esperar los refuerzos? ¿Por qué no fortificarse?

Pedro conocía bien la respuesta. Había llegado a marchas forzadas de días enteros de camino hasta esta húmeda llanura en busca de su destino. Y se enfrentaría a él con la gallardía de un rey, en el campo de batalla, al frente de sus tropas y con sus armas de caballero.

Su destino, opaco y misterioso, le esperaba en la oscuridad de la noche lluviosa, en algún lugar entre su tienda de combate y las murallas de Muret. Cumpliría su pacto con Dios.

No podía seguir con su duda; debía saber, y con urgencia, si Dios censuraba su apoyo a los cátaros y su desobediencia al Papa o si estaba con él, el rey de Aragón.

Hoy y aquí, Dios juzgaría al rey Pedro.


Jaime despertó sobresaltado de su ensueño. Lo recordaba todo, tal y como si hubiera ocurrido sólo un momento antes. El pasado y el presente volvían a cruzarse. Y sentía el peligro. Un peligro sólido y palpable más allá del pasado.

Jaime olía el peligro del futuro. De un futuro muy, muy cercano.

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