XXIII

Laura había entrado muy tranquilamente en el hotel y había dicho que Richard Valence estaba prevenido de su visita y que la esperaba. El conserje de noche se sorprendió porque ya era la una y media de la madrugada y Valence no había dejado ninguna consigna de ese tipo. Sin embargo, la había dejado pasar dándole el número de la habitación.

– Pero creo que duerme -había precisado de todas formas-. Ya no hay luz en su ventana.

Después de su conversación con Tiberio, hacía un rato en el Garibaldi, Laura había previsto exactamente cómo haría para visitar a Richard Valence. Conocía las puertas de aquel hotel porque había vivido allí mucho tiempo antes de mudarse al Garibaldi. Era un tipo de puerta bastante fácil, que se abría a punta de navaja. Las lecciones del Doríforo resultarían útiles. El Doríforo sabía tanto de cerraduras como de fontanería.

Se encontró a Valence acostado sobre la cama en ropa de calle. Sólo había tenido tiempo de quitarse la chaqueta y aflojarse la corbata antes de quedarse dormido. Era más o menos como se había imaginado que lo encontraría. Pero no había reflexionado sobre lo que pasaría después, sobre cómo iba a proceder. Ahora estaba de pie en una habitación en penumbra sin saber demasiado bien qué hacer. Se acercó a la ventana y se quedó un cuarto de hora contemplando la noche sobre Roma. Lo que le había contado Tiberio había significado para ella un verdadero golpe. Valence había conseguido saberlo casi todo y ella estaba acorralada. ¿Por qué coño había llegado hasta ahí? Era tan triste.

Laura suspiró, dejó la ventana y lo miró. Uno de sus brazos caía a lo largo de la cama y su mano tocaba el suelo. Antes, ella había amado sus manos. Ahora, tal y como hubiese dicho Tiberio, aquellas manos se habían convertido en manos para destruir, y ella no veía qué hacer contra eso. Se sentó en el borde de la cama con los brazos apretados sobre el vientre. Incluso dormido parecía peligroso. Le hubiese gustado beber algo. Con seguridad, aquello le hubiese armado del valor necesario para esperar el momento en que se despertase, momento para el cual debía estar preparada. No podía dejar que él presintiese, de ninguna manera, que ella no pendía ya de nada más que de un hilo. Antes, ella no lo había temido. Podía tocarlo sin preocuparse. Acercó su mano y la puso abierta sobre su camisa, sin despertarlo. Recordaba aquel contacto. Podría tratar de quedarse así hasta ya no tener más miedo, hasta recuperar la calma que había disfrutado entonces, cuando lo amaba.

Ya no tenía ganas de luchar. La muerte de Henri, su rostro reposando sobre la camilla de la morgue, las presiones de Édouard Valhubert, el cerco estrechándose en torno a Gabriella, su tráfico de mercancías y el escándalo que traería consigo y Richard Valence que se enfrentaba con todo su poderío contra ella. Era demasiado todo de una vez. Con la frente apoyada sobre su puño y la otra mano apoyada sobre Valence, Laura sintió que se dormía a sacudidas. Lorenzo, Henri y Richard no le habían hecho la vida fácil. No lamentaba la muerte de Henri, ahora estaba segura. Si hubiese podido dormirse así, sobre su mano, o incluso dormirse contra él y volverse a marchar por la mañana desembarazada de su miedo. ¿Por qué, Dios santo, no podía hacer una cosa así, algo tan simple?

Se alzó lentamente y recorrió la habitación a tientas buscando algo de beber. El ruido del vaso alertó a Valence que se enderezó sobresaltado.

– No te preocupes -dijo ella-, me estoy sirviendo una copa.

Richard Valence encendió la luz y ella se protegió los ojos. Se había acabado la oscuridad.

– ¿Le parece normal que la encuentre bebiendo en mi habitación tan entrada la noche? -preguntó Valence enderezándose sobre un codo.

– ¿Es normal que hayas preparado mi sentencia de muerte sobre tu escritorio? ¿Qué es esto? ¿Es ginebra?

– Sí.

Laura puso mala cara.

– Si no hay otra cosa -dijo sirviéndose generosamente.

Valence se puso de pie, frotándose su rostro, y se puso la chaqueta.

– ¿Sales?

– No. Me visto.

– Es más prudente -dijo Laura.

– ¿Qué vienes a buscar? ¿Tu redención? No la tendrás.

– Sí.

– No. ¿Por dónde has entrado?

– Por la ventana, como los vampiros. ¿Sabes, Richard, que los vampiros sólo pueden entrar en las habitaciones si la persona que duerme desea ardientemente que entren?

– Yo no deseo ardientemente que estés en esta habitación.

– Lo sé. Es por eso que he entrado forzando la puerta como todo el mundo. Deshazte de ese informe y me voy.

– ¿Sabes todo lo que hay en él?

– Creo que sí. Tiberio estaba un poco exaltado pero fue preciso.

– Vete, Laura.

– Pareces destrozado.

– Cualquier investigación destroza. Déjame ahora.

– ¿Es todo lo que consigues decir desde que te he vuelto a ver: «Déjame»? Y tú, ¿me dejas tú tranquila a mí?

– Yo no he matado a nadie.

– ¿Te das cuenta del escándalo político que vas a desencadenar en Francia? ¿Qué más te da que yo haya matado a Henri? Eso no merece que destruyas tu carrera.

– Complicidad tácita de asesinato, ¿es eso lo que quieres de mí?

– ¿Por qué no?

– ¿Qué te hace creer que yo aceptaría?

– Belleza del gesto, nobleza de espíritu, recuerdos. Todo eso.

– Deja la ginebra, Laura.

– No te preocupes, ya te advertiré en el momento exacto en que esté borracha. ¿Te deshaces del informe?

– No. Pero voy a aprovechar tu presencia para mejorarlo. Entonces, ¿estás en tratos con los rufianes de Roma? ¿Traficas?

– Claro que no. Es mi maleta la que trafica. Cuando llego a Roma, no hay nada dentro. Cuando me voy, hay un montón de cosas inauditas. ¿Qué puedo hacer? Esa maleta vive su propia vida de maleta. Si le gusta cargar con un montón de cacharros, es asunto suyo, yo no voy a meterme en eso. Uno no abandona una maleta con el pretexto de que ella se toma de vez en cuando ciertas libertades. Es como un niño que hace novillos, hay que acostumbrarse. De todas formas, estoy convencida de que volvería a ocurrir con cualquier otra maleta. Fíjate, el otro día empezó a pasarme con mi bolso, por contagio, supongo. Ligero a la ida, pesado a la vuelta. Muy bien, Richard, toma nota, toma un montón de pequeñas notas. Son mágicas, esas pequeñas notas que se acumulan, Laura Valhubert por aquí, Laura Valhubert por allá, Laura Valhubert oculta a su hija en una ratonera, Laura Valhubert acarrea maletas y termina por beber ginebra en la habitación de su verdugo y antiguo amante después de forzar la puerta. Escribe todo eso, querido, será un informe magnífico. Te lo aseguro, magnífico.

– ¿Qué hay en esta maleta?

– Pregúntale a ella, Richard, es su vida de maleta. Creo que recoge un poco de todo lo que encuentra. Uno tiene el equipaje que merece. Anota eso.

– ¿Hace cuánto tiempo que dura esto?

– Desde que alcanzó su madurez sexual. En las maletas ocurre bastante pronto. En lo que concierne a la mía, hace ya veintitrés años por lo menos. Mi maleta es una vieja prostituta.

– ¿Da dinero?

– Bastante. El que necesitaba para Gabriella.

– ¿No te da vergüenza?

– ¿Te da vergüenza a ti?

Valence no contestó y garabateó algo.

– Aplícate al escribir -dijo Laura-. Lo esencial en la vida es aplicarse.

– ¿Por qué está enterado el obispo?

– Un día me acompañó al tren y mi maleta se abrió ante sus ojos. Impresionada por el hábito episcopal, supongo. Recuerdo que, aquel día, llevaba su pectoral, ya no recuerdo por qué razón. En resumen, esta maleta se desplomó bruscamente y vació sus entrañas, no fue un espectáculo agradable, ¿sabes? Sentí vergüenza por ella.

– ¿Registraste el despacho de tu marido y encontraste los informes de Martelet?

– Sí, Richard.

– ¿Te sentiste vigilada en tu último viaje a Roma?

– Sí, Richard.

– A pesar de todo fuiste a reunirte con el Doríforo y su tropa.

– No descubrí a Martelet hasta el día siguiente, cuando fui a ver a Gabriella.

– ¿Qué pensaste cuando descubriste esos informes? ¿Qué pensaste al descubrir el proyecto de Henri de venir a Roma?

– Pensé que estaba jodida y que Henri era un jodido pesado.

– El sábado te fuiste a tu casa de campo al lado del aeropuerto.

– Es una casa muy conciliadora.

– Programaste la luz y hacia las seis de la tarde te largaste. Volviste a última hora de la mañana, te acostaste y llamaste a la casera para que te trajese el desayuno. Eso es lo que se llama proveerse de una coartada falsa.

– Simplemente proveerse de una coartada, querido. La justicia no perdona.

– Después regresaste a Roma. Has identificado valientemente el cuerpo, previniste a tus amiguitos para que estuviesen tranquilos y esperaste a que la protección gubernamental sumiese el caso en el olvido.

– Como quieras, querido. Escribe lo que te apetezca, escribe eso si es lo que te gusta.

– Estás borracha, Laura.

– Todavía no. Te he dicho que te advertiría cuando lo estuviese. No seas impaciente, es algo que lleva su tiempo, sobre todo cuando uno tiene mi resistencia.

– De acuerdo -dijo Valence doblando sus notas-. Creo que no nos falta nada.

– Sí, mi cabeza en la cesta.

– Ya no se ejecuta. Lo sabes perfectamente.

– Es encantador que digas eso, Richard. ¿Has rellenado todos esos papeles sobre mí? Te has ocupado mucho de mí en estos últimos días. Me conmueve. Es un informe precioso. Ahora dámelo.

– Déjalo, Laura.

– Hay un punto sobre el cual no me has interrogado. Se trata de la cicuta.

– ¿Y bien?

– ¿Cuándo he podido fabricarla? ¿Dónde? No es por nada pero resulta esencial. Has descuidado ese asunto de la cicuta.

Valence, descontento, volvió a abrir el dossier.

– ¿Qué importancia tiene eso?

– Todos los detalles cuentan, Richard. Debes conseguir que esa acusación resulte sólida como el hormigón.

– Muy bien. ¿De dónde has sacado la cicuta?

– Del florista, supongo. No crece ni en París ni en mi aldea. Vamos, que nunca la he visto. Es una umbelífera, es lo único que sé.

Valence se encogió de hombros.

– ¿Dónde la has preparado?

– En el baño del avión, sobre un pequeño hornillo.

– ¿Dónde la has preparado, Laura? ¿En tu casa?

– No. Mientras hacía la cola en el aeropuerto. Pedí un bol y un mortero a la azafata. Es fácil de conseguir.

– ¿Tratas de ponerme nervioso?

– Claro que no, trato de ayudarte desesperadamente. Intento con todas mi fuerzas discurrir dónde habría podido encontrar y preparar esa mierda de cicuta. El problema es que no estoy segura de diferenciar la cicuta del perifollo. ¿Henri no murió de una indigestión de perifollo?

– Esta vez estás borracha -dijo Richard cerrando violentamente su dossier.

– Esta vez es posible. Lo cual no quita que esa mierda de cicuta sea bastante molesta, ¿no te parece?

– No.

Laura se alzó y tomó el dossier. Lo hojeó con un gesto impreciso, reteniendo con una mano los cabellos que le impedían leer. Con un suspiro, separó los dedos y dejó caer las hojas al suelo.

– Qué tontería, Richard -dijo-. Todas esas líneas, una detrás de otra, es siniestro. Entonces, ¿es que no entiendes nada?, ¿no te das cuenta de nada?

Ahora llegaban las lágrimas. Eso es típico de las mujeres, pensó ella fugazmente. Apretó la base de su nariz con los dedos para retenerlas.

– ¿No entiendes nada entonces?, ¿todos esos horrores? ¿Ese avión, ida y vuelta en una noche? ¿La cicuta? ¿El asesinato asqueroso por una historia de dinero? ¿No ves nada entonces?

Las lágrimas le impedían hablar normalmente. Tuvo que gritar:

– ¿Qué me has cargado sobre los hombros, hijo de puta? ¿Me has endosado un cargamento de sangre y quieres que lo transporte hasta los pies del tribunal? ¿Pero no entiendes entonces que yo no he tocado a Henri? ¿Que yo nunca he tocado a nadie? Gabriella escondida, la maleta de las maravillas, eso sí, todo eso, ¡todo lo que quieras! ¡Pero la cicuta no, Richard, la cicuta no! No eres más que un cabrón de mierda, Richard. El sábado por la noche programé las lámparas, sí, y no volví a casa en toda la noche. Pero no estaba en Roma, Richard, ¡no estaba en Roma! Tuve que avisar a los socios, puesto que Henri estaba a punto de destripar nuestra organización. Me pasé toda la noche dando vueltas para decirles que desapareciesen. No volví hasta la mañana. Después me llamaron desde allí para decirme que habían matado a Henri. Pero ¿no te das cuenta de que soy incapaz de encontrar cicuta en un campo de rábanos? ¡Me la suda la cicuta!, ¡me la suda!

Laura buscó una butaca y se dejó caer hundiendo su rostro entre sus brazos. Richard Valence recogía las hojas esparcidas por el suelo.

– ¿Me crees? -preguntó ella.

– No.

Laura volvió a alzar la cabeza, se enjugó los ojos.

– Muy bien, Richard. Recoge limpiamente tu «Caso Valhubert». Ordénalo bien y envíaselo a los polis. Y después, vete, ¡pero vete, Dios santo, vete!

Se levantó. La opresión le impedía caminar derecha. Buscó la puerta.

– ¿Vas a llevar eso a tu poli de mierda mañana por la mañana?

– Sí -dijo Valence.

– Cuando te largaste hace veinte años, aullé. Durante años me concentré para no perder tu imagen. Y cuando me crucé contigo la otra noche, me sentí conmovida. Ahora deseo que entregues esa mierda de dossier, deseo que te vayas y deseo que la vida te haga morir de aburrimiento.

Valence la siguió con los ojos mientras ella recorría el pasillo hasta la escalera y tropezaba con el primer escalón. Sonrió y cerró la puerta, esta vez dando dos vueltas a la llave. Siempre le había gustado Laura cuando estaba borracha. La borrachera exageraba la dejadez titubeante de sus movimientos. Incluso estando sobria, a veces daba la impresión de estar ligeramente achispada. Tendría que haberse ofrecido a acompañarla pero ella hubiese rehusado y además ni se le había ocurrido.

No lamentaba aquella confrontación con Laura. La había admirado largamente durante una hora, sin obstáculos, como un espectador contemplativo de actitudes cuya singularidad había olvidado completamente, espectador del arco del perfil, que se había contraído con tanta perfección cuando ella se puso a llorar, espectador de los gestos incompletos con los que rozaba todas las cosas. Respetaba mucho el coraje tan natural con el cual Laura aún sabía, quizás mejor que antes, desafiar, llorar, insultar y finalmente irse, magníficamente destrozada. La seducción de esta alternancia entre desprecio y abandono se conservaba intacta desde hacía veinte años. Antes se hubiese sentido trastornado. Ahora sólo tenía un fuerte dolor de cabeza. Se volvió a acostar completamente vestido.

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