XXVI

Tiberio esperaba a Valence ante las oficinas de la policía, recostado en un farol.

– ¿Has tenido tiempo de comer hoy? -le preguntó Valence.

– Sí, pero puedo volver a hacerlo.

– Entonces, ven conmigo. Tengo ante mí una hora larga antes de la perquisición de la casa de Maria Verdi. ¿También me seguirás hasta allí?

– No lo creo. Tengo una cita.

– No te confíes, Tiberio. No he renunciado a inculpar a Laura Valhubert, todo lo contrario.

– Muy bien. Iré.

– Esta persecución es la mejor que he experimentado en mi vida.

– ¿Lo habían seguido antes?

– Nunca.


Richard Valence y Tiberio llegaron con retraso y sin apresurarse a la perquisición en casa de la Santa Conciencia de los Archivos. Estuvieron sentados en la terraza de un café en la plaza Santa Maria in Trastevere, adonde Tiberio había arrastrado a Valence con el pretexto de que «era su tonta plazuela favorita». Habían evitado tácitamente toda discusión crispada sobre el caso y pasaron una hora y media concentrándose en decidir cuál era la bebida que relajaba más en la menor cantidad de tiempo posible y de la manera más placentera. No hay que considerar más de un parámetro cada vez, decía Tiberio, si no es un lío. Podemos decidir examinar la cuestión del color, de las burbujas o de la amargura, por ejemplo. Las burbujas no son más que una pérdida de tiempo cuando se bebe, señaló Valence. Es verdad, admitió Tiberio. En ese momento se adherían a la concentración policial que rodeaba el edificio de la Santa Conciencia, pero ¿qué prueba tenemos de que la velocidad de absorción sea lo que relaje? Ninguna. Lo hemos tomado como postulado inicial, sin que esté comprobado.

– Espérame un instante -dijo Valence reteniéndolo por un brazo-. Aquí ocurre algo anormal. Quédate aquí, no tienes autorización para acompañarme.

– Es inútil decirme que espere -dijo Tiberio sentándose sobre un coche-. Mientras no deje en paz a Laura, no lo soltaré, porque no me inspira confianza.

– Excelente disposición, Tiberio.

Valence anduvo rápidamente hasta la entrada del edificio. Ruggieri lo llamó desde una de las ventanas del primer piso.

– ¡Señor Valence, suba, se lo ruego! ¡Venga a ver esto antes de que pongamos orden!

– ¿Qué hay de extraordinario? -preguntó Valence alzando la cabeza.

– Los precintos estaban rotos cuando llegamos. El apartamento está devastado.

– Mierda.

Valence indicó de lejos a Tiberio, señalando su reloj, que iba a llevar más tiempo del previsto. Tiberio le hizo comprender que no era grave, que le agradecía la advertencia. Valence subió al piso. Habían dejado la cama patas arriba, los cuadros y los calendarios religiosos estaban descolgados y tirados por la habitación, los cajones vueltos, los jarrones volcados.

Valence atravesó la habitación, sin tocar nada. Ruggieri estaba furioso.

– Tener la cara de arrancar los precintos, ¿se da cuenta? El tipo ha estado diez minutos registrando esto, hasta que el vecino intervino. En diez minutos se pueden encontrar un montón de cosas. Ocurrió hace casi dos horas.

– ¿Cómo sabemos que se trata de un hombre?

– El vecino lo ha visto. Incluso habló con él.

– Perfecto.

– No tanto. Como estaba un poco intrigado por el ruido, el vecino terminó desplazándose hasta aquí. Cuando llegó al descansillo, un hombre estaba cerrando la puerta y él no se dio cuenta entonces del estado en que había dejado el apartamento. Esto es lo que declaró en su deposición:

»El tipo me dijo que era de la policía, que sus colegas estaban a punto de llegar, que mi vecina había sido asesinada esta mañana. Eso ya lo sabía. No desconfié. Hablamos un minuto más, sobre las visitas nocturnas de la señora Verdi a San Pedro, y se fue. Quizás sea alto, quizás no, anticuado en todo caso y no es joven. Lleva gafas. De hecho no le presté atención. Para mí todos los polis se parecen. Puedo decirle de todas formas que es zurdo. Cuando nos dimos la mano, me tendió la mano izquierda. Uno no sabe cómo hacer cuando le estrecha la mano a un zurdo.

»Pregunta: ¿Sujetaba algo con la otra mano?

»Respuesta: No. La tenía en el bolsillo.

»Pregunta: ¿Llevaba guantes?

»Respuesta: No. Tenía las manos desnudas.

Pregunta: ¿Es todo lo que recuerda de él?

»Respuesta: Sí, señor.

Ruggieri dobló la declaración.

– Así que ya lo ve, Valence, testigos así pueden irse a tomar por el culo. Pero ¿qué demonios tiene la gente en los ojos?

– No está tan mal. El tipo debía de buscar un papel, un objeto.

– ¿Y por qué dice eso?

– Fíjese en el registro, Ruggieri; la cama levantada, los libros abiertos, las láminas de los marcos despegadas… ¿Qué otra cosa puede encontrarse en tales sitios que no sea una hoja de papel?

– Una flor seca -propuso Ruggieri bostezando.

– ¿Y las huellas?

– Por el momento, nada. Estamos empezando. El tipo pudo ponerse guantes para registrar. No hay que fiarse demasiado de la descripción del vecino: no hay nada más fácil que disimular la edad. Si reflexionamos bien ni siquiera estamos seguros de que se trate de un hombre. De hecho casi podríamos decir que no sabemos nada. En su opinión, ¿hay que relacionar a este visitante con el asesino?

– Es improbable. Si el asesino hubiese tenido conocimiento de una prueba que debía destruirse, lo hubiese hecho antes del crimen, algo que hubiese resultado fácil puesto que María no estaba en casa en todo el día. Se trata más bien de alguien que ha sido cogido de improviso, sorprendido por el crimen, y que temía la perquisición.

– Es evidente que eso puede ser posible. Vamos a examinar todo lo que hay aquí minuciosamente. Nada indica que el visitante tuviese tiempo de encontrar lo que buscaba. Los pasos del vecino bajando por la escalera han debido de interrumpirlo. Si Maria hubiese querido ocultar algo, ¿dónde cree que lo hubiese puesto?

Desde la ventana, Richard Valence observaba a Tiberio allí abajo. Seguía sentado sobre el coche, mirando con atención a los viandantes y tenía aspecto de estar jugando a algo. Visto desde lejos, parecía un juego relacionado con las piernas de las mujeres.

– No lo sé, Ruggieri -dijo Valence-. Voy a preguntarle eso a alguien que la conocía bien. Manténgame informado.


– ¿Qué mirabas, Tiberio? -le preguntó Valence.

– Las tiras en los tobillos de las mujeres que pasaban.

– ¿Te interesan?

– Mucho.

– Sígueme hasta el hotel. Voy a contarte lo que pasa ahí arriba.

Valence desplazaba siempre su gran cuerpo sin movimientos inútiles, Tiberio lo había comprendido. Y ese mecanismo vigoroso que le había resultado en un principio amenazante y hostil, comenzaba a parecerle seductor. Tendría que reforzar aún más sus defensas.

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