XIX

Richard Valence se quedó encerrado cuatro días en su habitación de hotel. Regularmente, el inspector Ruggieri le telefoneaba y Valence decía que estaba trabajando y le colgaba.

Lorenzo Vitelli intentó ir a verlo dos veces en la mañana del viernes. «Tengo cosas de la mayor importancia que confiarle», le dijo desde la centralita del hotel. «Es imposible», respondió simplemente Valence.

El obispo pensó que Valence era decididamente odioso y, a pesar de la curiosidad que le inspiraba aquel hombre, empezó a sentirse harto.

– Es un salvaje -comentó el botones cuando Vitelli colgó el teléfono-. ¿Tampoco quiere recibir siquiera a monseñor?

Vitelli jugueteaba con los dedos sobre el mostrador. No sabía si dejarle un recado a Valence.

– Desde el martes -continuó el chico- pide que le suban los platos, no sale de su habitación. Bueno sí, una vez al día da la vuelta a la manzana y vuelve. Isabella, la camarera, ha llegado a tenerle miedo. Ya ni se atreve a abrir la ventana para ventilar la habitación llena de humo. Parece que, cuando ella entra, él ni siquiera alza la cabeza, ella no ve más que sus cabellos negros y dice que recuerda a un animal peligroso. Creo que es un tipo importante del gobierno francés. Quizás lo sea. Pero, a los franceses como éste, pueden quedárselos. Isabella ya no quiere volver, tiene miedo de encontrarse en una situación desagradable, pero sigue yendo de todas formas. Eso es porque le gusta cumplir con su trabajo.

– Claro que no, eso es porque le gusta el francés -dijo Vitelli sonriendo.

Se deshizo del mensaje que acababa de escribir. Puesto que Valence era tan descortés, a partir de ahora se las arreglaría sin él.

– No está bien decir esas cosas -dijo el botones.

– Está bien poder decirlo todo -dijo Vitelli.

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