XXXI

– ¿Aún está en Roma, señor Valence? -dijo Ruggieri alzándose para estrechar su mano-. ¿Qué lo retiene aquí?

– Obligaciones -murmuró Valence-. Entre dos citas he pasado para ver en qué está el caso.

Ruggieri no parecía recordar su último enfrentamiento. Se podía decir de todo sobre aquel tipo pero no era rencoroso.

– Nada secreto -dijo Ruggieri-. En un año Thibault Lescale, Tiberio si lo prefiere, ha sacado de la Biblioteca Vaticana once dibujos del Renacimiento, no todos tan llamativos como el Miguel Ángel. Ese Miguel Ángel fue su perdición. Ha vendido cinco, lo cual le ha permitido amasar sumas considerables que están depositadas en una caja fuerte de París. Maria Verdi obtenía su parte, la mitad, lo cual es muy correcto si consideramos que era Tiberio el que corría todos los riesgos, desde la búsqueda de clientes hasta el cobro. Ha contado toda esta historia con mucho gusto. Es incapaz de explicar para qué quería todo ese dinero, se ríe, dice que le gustaba, que no podía resistirse, que todo el mundo confiaba en él en la biblioteca. Había hecho a menudo la experiencia de salir con un libro diciendo que lo traería al día siguiente y el escriba le dejaba hacer. Y lo devolvía al día siguiente, por supuesto.

Ruggieri dejó de hablar y enrolló su corbata alrededor de su índice aplicadamente. Valence tuvo la impresión de que la investigación no iba tan bien como parecía.

– No puedo más con ese tipo -dijo el inspector.

Buscó un cigarrillo antes de continuar.

– Cuando Tiberio se presentó aquí, dócil, sonriente, un poco grave, venía descalzo. A propósito. Le dimos con qué calzarse porque había dejado sus pertenencias en la calle y desaparecieron. ¿Se da cuenta de hasta qué punto puede estar desequilibrado? Y desde entonces, hace ya cuatro días y medio, se niega a ponerse zapatos y hasta calcetines, ¡sobre todo calcetines! Cuando alguien se acerca para intentar calzarlo, aúlla. Dice que por una vez que tiene la oportunidad de ser «bíblico» no va a desaprovecharla y que no tengo más que buscar un artículo de ley que lo obligue a llevar zapatos. Y, si no, que me vaya a tomar por culo. Son sus palabras. Ayer, se presentó ante el juez así. Recibe a todo el mundo así, parece estar riéndose de nosotros. Es deprimente.

– Déjelo, eso no impedirá que la acusación siga su curso.

– Sí, precisamente -suspiró Ruggieri.

Se levantó y dio la vuelta a la habitación con las manos a la espalda.

– Tiberio -articuló- recusa los dos asesinatos. Los niega. Los niega serenamente. Consiente en reconocer todo lo que queramos sobre los robos pero niega los dos asesinatos.

Ruggieri se volvió a sentar en un movimiento fatigado de derrota.

– ¿Y usted le cree? -preguntó Valence.

– No. Sabemos muy bien que los ha matado. Todo encaja. Pero tenemos que conseguir que lo confiese, no tenemos pruebas. Y la resistencia moral de Tiberio es especial, no sé por dónde entrarle para que se rinda. Todo lo que le cuento le resbala y me mira… me mira como si me tomase por un incapaz.

– Es molesto -dijo Valence.

– Vaya a verle, señor Valence -dijo Ruggieri bruscamente-. Tiene influencia sobre él, cálmelo, consiga que hable.

Valence se quedó en silencio. No había previsto todo esto al venir hasta aquí. O puede que sí. Y ya que no era él quien tomaba la decisión, no veía razón para negarse.

– Indíqueme el camino -dijo Valence.


Cuando llegaron a las celdas de detención provisional, Valence pidió a Ruggieri que lo dejase solo. El guardia abrió la puerta y la cerró con candado inmediatamente después. Tiberio miraba lo que hacían sin decir nada. Valence se sentó frente a él y buscó un cigarrillo.

– ¿No se ha ido? -preguntó Tiberio-. ¿Qué espera quedándose en Roma?

– No lo sé.

– Cuando lo dejé, ya no sabía nada. ¿No ha mejorado desde entonces?

– ¿Estamos aquí para hablar sobre mí?

– ¿Por qué no? Yo no tengo nada que contar. Estoy aquí, sentado sobre mi litera, como, duermo, meo, me lavo los pies, no nos va a llevar muy lejos. Mientras que usted, deben de ocurrir un montón de cosas en la calle.

– Parece ser que niegas los dos asesinatos.

– Sí, niego los dos asesinatos. Ya sé que no arregla las cosas para Ruggieri y que retrasa la instrucción. Mire mis pies, ¿no encuentra que están mejorando y que se están volviendo pictóricos, sobre todo el cuarto dedo? Y, no crea, generalmente, es complicado que el cuarto dedo esté bien.

– ¿Por qué niegas los dos asesinatos?

– ¿No le interesa hablar de mis pies?

– Me interesa menos.

– Se equivoca. Niego los dos asesinatos, señor Valence, porque no los he cometido. Imagínese que la noche de la fiesta en la plaza Farnesio, en el momento preciso en que me prestaba a liquidar a Henri, que no me había hecho nada, pensé de repente en otra cosa, no puedo decirle en qué, y cuando volví en mí alguna otra persona se me había adelantado y había hecho su arreglo de cuentas. Reconozca que es tonto. Eso me enseñará a no tener siempre la cabeza en otro lado. Y espere, ya verá que la experiencia no me ha servido de mucho porque la otra noche con la Santa Conciencia de los Archivos me pasó lo mismo. La esperaba bien concentrado, apretando mi cuchillo de degollar Santas Conciencias cuando de repente tuve un momento de distracción y alguien se me adelantó y la sangró en mi lugar. Me puse furioso, ya puede imaginarse. Pero, como no quiero alardear de aquello que no he hecho, estoy obligado a admitir con vergüenza que no he sido capaz de matar a Henri y a Santa Conciencia. Es tonto porque aunque yo no tenía ninguna razón para matarlos, hubiesen sido unos asesinatos magníficos, así tal cual, para probar. Sólo me pasa a mí, esto de desaprovechar semejantes oportunidades.

– ¿No tenías ninguna razón para matarlos?

– ¡Claro que no, Cielo santo! Por mucho que busco, no encuentro ninguna. No había visto a Henri en todo el día e incluso si él hubiese querido ocuparse del Miguel Ángel, lo cual no hizo, jamás hubiese sospechado de mí. Cuando discutimos juntos sobre esos robos la noche de la fiesta, estaba muy lejos de imaginar que los había cometido yo mismo. Henri no era un lince en materia de intuición. En cuanto a la Santa Conciencia, no se había rebelado contra mí y jamás sospechó que yo hubiese matado a Henri. Por otro lado habíamos decidido que nuestro tráfico se detendría en el momento en que uno de los dos se hartase. Y con la llegada de Henri, habíamos decidido tranquilizarnos por una buena temporada y quizás incluso dejar nuestros chanchullos definitivamente, ahora que corríamos el riesgo de que saliesen a la luz. Ya ve, los móviles, en toda esta historia, habría que buscarlos en las profundidades ignotas de mi cerebro, y le confieso, señor Valence, que no tengo valor para hacerlo.

– Tiberio, te lo suplico, explícate seriamente.

Tiberio alzó la cabeza.

– Usted sí que parece serio, Valence. Serio e incluso un poco atormentado.

– ¡Tiberio, demonios!, ¿no te das cuenta de que todo esto es de capital importancia?, ¿me puedes jurar que no los has matado? ¿Puedes probármelo?

Tiberio se levantó y se apoyó contra la pared de la celda.

– ¿O sea que tengo que probárselo?, ¿no es capaz de creerme tal cual? No está seguro, titubea… Entre la convicción de Ruggieri y la mía, titubea, querría hechos. Claro, hechos… resulta mucho más sencillo. Pues no, no tengo posibilidades de probárselo pero de todas formas ni siquiera lo intentaría. Arrégleselas con su conciencia, con su intuición y sus sentimientos, yo no le ayudaré. Y no quiero hablar más de ello. Ya le advertí que iba a volverme muy bíblico.

– Bueno -dijo Valence levantándose también.

– ¿Qué va a hacer?

– Voy a volver a casa. Creo que ahora voy a volver a casa de verdad.

– Espere.

– ¿Qué?

– No puedes regresar inmediatamente. Tengo algo que pedirte.

– ¿Algo de qué tipo?

– Algo que no te va a gustar pero que vas a hacer por mí, Valence.

– ¿Cómo lo sabes?

– Siéntese aquí, Valence. Aléjese del carcelero.

Tiberio titubeó antes de hablar.

– Ahí va -dijo-. Soy yo el que está atormentado en este momento. Ya sabe que con este asunto de los robos, no espero salir con menos de seis años. Seis años, Valence, seis años en la oscuridad dando vueltas en un cuadrado. Entonces, ahora que me he encadenado yo solo, va a hacer algo por mí, ya que usted está todavía fuera. Laura estuvo ayer aquí. Ocurre algo grave.

– ¿No ha regresado a París?

– Todavía no, desgraciadamente. Desde que está implicada de cerca en una investigación policial, el Doríforo, y su banda sobre todo, ya no confían en ella. Temen que hable y que sirva de topo a cambio de su tranquilidad. En este mundo, no dudan en deshacerse de los comparsas que caen en manos de la poli. Ya sabe cómo funciona. Ayer por la mañana, tenía un mensaje en el Garibaldi, algo como «No te acerques a los polis o te liquidamos». No puedo asegurar que ésas sean las palabras exactas pero el sentido general era ése. Aunque Laura se obstina en creer que soy inocente y no suelta a Ruggieri. Lo acosa. Está demasiado cerca de la poli, Valence. Le he suplicado que lo deje, que se vaya a París, pero se le ha metido esa idea en la cabeza. Además dice que no hay razón para temer al Doríforo, que va a tranquilizarse, y que ella no me abandonará así como así. Tiene apoyos políticos en Francia, cree que puede ayudarme.

– ¿Y qué quieres que haga? ¿Que la encierre?

– No lo conseguirás. Lo que quiero es que la vigiles.

– No quiero vigilarla.

– Te lo ruego, tienes que vigilarla. Vas a pegarte a sus talones y vas a protegerla. Vas a hacerlo porque yo estoy encerrado y no puedo hacerlo. Esa banda no ataca más que por la noche pero cuando se deciden son gente rápida. Tienes que hacerlo hasta que yo consiga convencer a Laura de que regrese a París. Sólo me harán falta algunos días, sin duda. Espero que el domingo ya se haya ido.

– No puedo, Tiberio. Te he dicho que me voy a casa ahora mismo.

– Te lo ruego, Valence, hazlo por mí.

– Yo no hago nada por nadie.

– No te creo.

– Te equivocas.

– Entonces, hazlo por ti mismo.

– No.

El guardia abrió la puerta e hizo un signo a Valence.

– Su tiempo ha terminado -dijo-. Podrá volver mañana si lo desea.

Valence lo siguió. Desde el otro extremo del pasillo, oyó cómo gritaba Tiberio.

– ¡Valence, Dios santo, trata de ser un poco bíblico!


Valence no volvió a pasar por el despacho de Ruggieri, no se sentía capaz. Lamentaba aquella discusión con Tiberio y lamentaba haberlo visto suplicar. Era posible que en este momento el emperador Tiberio estuviese lloriqueando, ese tipo de cosas no le avergonzaban en absoluto.

Se cruzó con Claudio y con Nerón, que venían sin duda a ver si había noticias, y no consiguió evitarlos. Ninguno de los tres tenía ganas de hablar.

– ¿Viene de allí?

Valence asintió. Por primera vez veía a Nerón con el rostro severo, lo cual no resultaba nada tranquilizador.

– ¿Le cree? -preguntó Claudio.

– Sí -dijo Valence sin reflexionar.

– Si lo culpan de los dos asesinatos -dijo Nerón con voz calmada-, Roma arderá con mi venganza.

Valence no supo qué responder. Tuvo la seguridad de que Nerón pensaba lo que decía.

Volvió rápidamente a su hotel.

– Prepare la cuenta -dijo cogiendo su llave-, me voy esta noche.

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