XVII

Richard Valence había vuelto directamente a su hotel. Salió a última hora de la tarde con un talante prácticamente invencible. Se había pasado varias horas telefoneando, relacionando las informaciones que obtenía y las que se presentaban espontáneamente a su comprensión. Había sido suficiente situarse en la buena dirección para que lo inexplicable se ordenase en una serie de transparencias. El resultado era definitivo y de una simplicidad mortal. A nadie parecía habérsele ocurrido. Sin embargo, si reflexionaba detenidamente, él mismo había cedido la clave del asunto a Ruggieri en su primer encuentro.

Ahora acababa de obtener de éste la autorización para adelantarse e interrogar a los tres emperadores el primero. En un principio, Ruggieri se había negado con firmeza. Pero Valence sabía vencer cualquier resistencia porque la suya era pétrea, sin esas fisuras de debilidad que hacen que los otros cedan bajo la presión o el tiempo. Ruggieri había resistido diez minutos antes de rendirse. Era mucho tiempo. Ruggieri era un poli resistente.


En el reflejo de un coche Valence se ajustó la corbata y se echó para atrás el cabello. Se sentía dueño de sí mismo, y los tres emperadores, a pesar del retrato indulgente que de ellos había trazado el obispo, no lo enternecían. Para ser exacto, desconfiaba de ese tipo de amistades maravillosas.

La puerta del apartamento era baja y tuvo que inclinarse para entrar. Claudio, que la había abierto, lo dejó solo en una habitación sobrecargada, de función indefinible, probablemente la habitación común, ungida de las manías de cada uno. Claudio se había excusado para ir a llamar a Nerón y a Tiberio, que estaban en sus habitaciones. Valence había captado de inmediato el tipo de Claudio. Tenía, en realidad, un rostro guapo pero febril y una silueta muy delgada que debía de ser la cuarta parte de la suya. Tenía la sensación de que hubiese podido desplazarlo de un manotazo, de que Claudio no tenía raíces que lo aferrasen al suelo.

Nerón venía a su encuentro con un paso amanerado e irónico. Se inclinó con un movimiento de toga sin estrecharle la mano.

– Tenga la indulgencia de hacer caso omiso de mi indumentaria -dijo con voz potente-. La precipitación de su visita no me ha dejado tiempo para adaptarme a las circunstancias.

Nerón estaba en pantalón corto. Era todo lo que llevaba puesto.

– Sí -dijo Nerón-, tiene razón, soy imberbe. Y eso le sorprende porque es raro en un chico de mi edad. Es bastante hermoso, a mi parecer. Digamos que es especial. Eso es, especial. En realidad, todo esto no es más que una apariencia, me depilo. Pero tranquilícese, tan pronto como haya dejado el mundo romano, lo que me temo que no será mañana, me dispensaré de esta pesadez, porque es una pesadez, figúrese. Tendrá que fiarse de mi palabra, porque dudo que jamás haya probado esta experiencia de la depilación. Es interesante pero lleva tiempo y a veces es bastante doloroso. Afortunadamente, las compensaciones merecen la pena. Así preparado, y un poco más desnudo de como me ve usted ahora, me expongo en los museos. Perfectamente. Subo sobre un zócalo y poso. La gente se precipita, me admira, hace comentarios graciosos que me recompensan largamente de mis sacrificios.

– Nerón, amigo mío, no interesas al señor.

– Ah, eres tú, Tiberio. Entra, Tiberio. Quizás el señor no se interese por la estatuaria antigua. Tiberio, permíteme que te presente…

– Es inútil -cortó Valence-. Él y yo ya nos conocemos.

– ¿Con toda seguridad se conocieron en el transcurso de una orgía? -preguntó Nerón dejándose caer sobre un sillón.

Tiberio miró a Richard Valence sonriendo un poco, de pie, pegado a la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho. Estaba siempre vestido de negro y era un espectáculo curioso verlo al lado de su amigo Nerón.

– Sí -dijo lentamente Valence encendiendo un cigarrillo-. El emperador Tiberio me sigue desde mi llegada. Muy cortésmente por otro lado y sin ocultarse. Ni siquiera he hecho todavía el esfuerzo de preguntarle la razón.

– Sin embargo es simple -suspiró Nerón-. Usted le gusta, no veo otra cosa. Le quiere, ¿verdad, Tiberio?

– Aún no lo sé -dijo Tiberio sonriendo todavía.

– ¿Qué le decía? -retomó Nerón-. En el fondo, el amor no se confiesa nunca, todo el mundo lo sabe. Y Tiberio, que es un chico muy delicado…

Claudio golpeó violentamente la mesa. Todos se volvieron al mismo tiempo para mirarlo.

– ¿Habéis terminado ya con vuestras gilipolleces? -aulló-. Y usted, señor enviado especial, supongo que no está aquí para analizar los fantasmas de Nerón. Entonces, puesto que tiene que ser odioso, ¡séalo de inmediato y terminemos, Dios bendito! ¿Qué guarda en la manga, en su cabeza?, ¿mierda? ¡Muy bien! ¡Venga, demonios, sáquela!

Tiberio miró a su amigo. Claudio estaba blanco y tenía la frente húmeda, y no se había tomado en absoluto el tiempo de considerar a su interlocutor. Éste, sin embargo, no estaba tratándolo con impaciencia e insultos. Valence se había quedado de pie también, apoyando sus dos manos en una mesa detrás de él. Tiberio lo veía más de cerca de lo que había podido hacerlo durante su vigilancia. Era grande y denso y su rostro estaba tallado a la medida de su cuerpo. Tiberio veía esto y veía también que Claudio no veía nada en absoluto. Tiberio veía que Valence tenía ojos raros, de un azul extraño y de una suntuosa nitidez, y que se servía de ellos para hacer que los otros se doblegasen ante él. Veía que Claudio, en su exasperación histérica, iba a enfrentarse de pleno a Valence y estaba claro que no tendría talla suficiente para encajar el golpe. Se metió inmediatamente entre ambos y propuso a Valence que se sentase dándole ejemplo. Era el tipo de hombre que más valía tener sentado que de pie.

– ¿Por qué ha venido? -preguntó calmadamente Tiberio.

Valence había percibido la maniobra de protección de Tiberio y le estaba más o menos agradecido.

– Los tres -dijo Valence- habéis simplemente omitido informar a la policía sobre la existencia de Gabriella Delorme.

– Y ¿por qué había que hacer tal cosa? -jadeó Claudio-. ¿Qué relación tiene eso con papá?, ¿alguna cosa más? ¿Tenemos que confesar toda nuestra vida privada? ¿Desea también conocer el color de mi pijama?, ¿eh?

– Gracias a Dios no usa pijama, no se preocupe -intervino blandamente Nerón.

– Es cierto -reconoció Claudio.

Y esta constatación saludable lo tranquilizó un poco.

– Dentro de poco tiempo -retomó Valence- probaré que tu padre no se había desplazado hasta Roma a causa del Miguel Ángel. Había descubierto la existencia de Gabriella y vino aquí para comprender y ver lo que se le ocultaba desde hacía dieciocho años. Los tres sois cómplices de Laura Valhubert y os las habéis arreglado para mentirle incesantemente.

– No mentíamos -dijo Claudio-, sino que no decíamos nada. Es completamente diferente. Después de todo, Gabriella no era su hija.

– Ése es también el argumento de monseñor Vitelli -dijo Valence.

– El querido monseñor… -susurró Nerón.

– ¿Qué pinta él con Gabriella? -preguntó Valence.

– Pinta afecto -dijo Tiberio secamente.

– Venga, señor Valence -dijo Nerón levantándose y dando graciosamente la vuelta a la habitación-, es el momento de intervenir antes de que tenga pensamientos banales. Porque está a punto de tener pensamientos banales. El querido monseñor es guapo. La querida Gabriella es hermosa. El querido monseñor quiere a Gabriella. El querido monseñor no se tira a Gabriella.

Tiberio dirigió los ojos al cielo. Cuando se ponía así era muy difícil detener a Nerón.

– El querido monseñor -continuó Nerón- se ocupa de Gabriella desde hace mucho tiempo, según lo que he oído. El querido monseñor va a visitarla el viernes, a veces el martes, ambos comen mucho pescado pero no follan. Aparte del pescado, pasamos unas veladas encantadoras y el querido monseñor nos enseña un gran batiburrillo de cultura lujosa que no sirve absolutamente para nada y que es muy agradable. Cuando se va, miramos cómo baja la escalera desvencijada con su hábito negro con botones violeta, tiramos el pescado, sacamos la carne y preparamos nuestra arenga principesca del día siguiente para el pueblo romano. ¿Y todo eso qué tiene que ver con Henri Valhubert y la cicuta?

– Gracias a la muerte de Henri Valhubert -dijo Valence-, Laura y Claudio heredan la mayor parte de su fortuna, Gabriella sale de la sombra, Claudio sale de la sombra, todo el mundo sale de la sombra.

– Ingenioso y original -dijo Nerón con una expresión asqueada.

– El asesinato es raramente original, señor Larmier.

– Puede llamarme Nerón. Me gusta a veces la simplicidad, en algunas de sus formas.

– Henri Valhubert estaba a punto de confirmar la existencia de Gabriella. El escándalo era inminente, el divorcio con Laura, seguro, la pérdida de la fortuna, asegurada. ¿Gabriella tiene un amante?

– Déjame contestar a mí, Nerón, por favor -intervino vivamente Tiberio-. Sí, tiene un amante. Se llama Giovanni, es un chico de Turín con bastantes cualidades, y que no le gusta demasiado a monseñor.

– ¿Qué le reprocha?

– Una animalidad un poco excesiva, creo -dijo Tiberio.

– Tampoco parece gustaros mucho a vosotros.

– El querido monseñor -cortó Nerón- no es muy entendido en las cosas del amor brutal y precipitado. En cuanto a Tiberio, su nobleza natural lo aleja justamente de los instintos groseros.

– Trata de calmarte un poco, Nerón -dijo Tiberio entre dientes.

Claudio no decía nada. Estaba despatarrado en una silla. Valence miró cómo se sujetaba la cabeza entre las manos. Y Tiberio vigilaba la mirada de Valence.

– No intente interrogar a Claudio -le dijo ofreciéndole un cigarrillo-. Desde que ha asesinado a su padre para proteger a Laura y a Gabriella y para apropiarse de su fortuna, el emperador Claudio está un poco agitado. Es su primer asesinato, hay que disculparlo.

– Exageras, Tiberio.

– Le tomo la delantera.

– Claudio no es el único en cuestión. Gabriella, puesto que vive en la clandestinidad resulta todavía más favorecida por la muerte de Valhubert. Su amante Giovanni podría también haber actuado por ella. Y está finalmente Laura Valhubert.

– Laura estaba en Francia -gritó Claudio enderezándose.

– Es lo que me han dicho, en efecto -dijo Valence dejándolos.

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