XXIX

Habían pasado exactamente ocho días desde su primera visita matinal al Vaticano. Valence subió por la escalera de piedra, que ya le resultaba familiar, y encontró la puerta del despacho de Vitelli entreabierta. En el umbral, Valence notó que el obispo estaba preocupado. No había ningún libro sobre la mesa, no estaba trabajando.

– Dése prisa -dijo Vitelli con cansancio-. Dígame por qué ha vuelto y después déjeme solo.

Valence lo observaba. El rostro del obispo estaba sumido en una reflexión exigente. Se le veía reacio a atender toda intervención exterior. Era evidente que le costaba trabajo hablar. Valence ya había experimentado ese tipo de ensimismamiento y cada vez que le había ocurrido se había quedado un poco atontado. En aquel momento, Lorenzo Vitelli estaba un poco atontado.

– Ruggieri ha debido de informarle sobre el allanamiento, constatado ayer en casa de Maria Verdi. Ha debido de describirle al visitante.

– Sí.

– ¿Qué hubiese podido ocultar Maria Verdi?

Vitelli alzó los brazos y los dejó caer sobre la mesa.

– Las mujeres… -dijo solamente.

Valence dejó pasar algunos segundos.

– Nerón piensa que fue usted el que estuvo registrando la casa de Maria Verdi.

– ¿Le interesan ahora las peroratas de Nerón?

– A veces.

– ¿Y por qué yo?

– El anillo en la mano derecha le habría obligado a tender la mano izquierda.

– ¿Y el motivo de mi visita?

– Podemos suponer cualquier cosa.

– No pase apuro, veo muy bien el tipo de cosa que puede suponer Nerón. ¿Qué piensa Ruggieri de esta singular hipótesis?

– Ruggieri no está al corriente. Pero, en cambio, cuenta con las huellas dejadas por el visitante.

– Ya veo la situación -dijo lentamente el obispo.

Se levantó, pasó las manos por detrás de su hábito y caminó por la habitación.

– Tengo muchas dificultades para encontrar un sustituto fiable para Maria Verdi. Hemos tenido que cerrar la biblioteca y los lectores van a impacientarse. Me pregunto si el escriba Prizzi podría verdaderamente convenirnos.

Ahora contemplaba los jardines del Vaticano por la ventana, dando la espalda a Valence.

– O quizás el escriba Fontanelli. No lo sé, tengo dudas.

– Monseñor, ¿fue usted el que estuvo en casa de Maria Verdi?

– Por supuesto que fui yo.

– ¿Qué buscaba allí de tanta importancia?

– Cosas que me interesaban.

– ¿A título personal?

El obispo no respondió.

– Monseñor, le recuerdo que Ruggieri tiene las huellas. No tengo más que sugerirle el nombre que le falta. Sin duda será menos respetuoso que yo con usted.

– No lo encuentro muy respetuoso.

– ¿Se trataba de cosas que lo concernían a título privado?

El silencio del gran despacho comenzaba a crispar la paciencia de Valence. Sobre todo, el carácter obstinado de aquel silencio.

– Puede irse -dijo Vitelli con calma-, porque no le contestaré nunca.

– Llamaré a Ruggieri.

– Como quiera.

Valence se levantó y descolgó el auricular.

– Pero a él tampoco -continuó Vitelli- le contestaré jamás, ni siquiera en estado de arresto.

Valence titubeó y contempló la silueta oscura del obispo que le daba la espalda, tensa, determinada. Colgó el teléfono y salió.


– ¿Cómo sabías que estaba en el Vaticano esta mañana? -le preguntó a Tiberio, que le pisaba los talones-. Te había pedido que no te movieses.

– ¿Qué dice Lorenzo?

– Es él. Pero no dirá nunca por qué lo ha hecho. ¿Hacia dónde vas?

– Es usted el que va a casa de Ruggieri. Ruggieri trabaja incluso el domingo. Lo espera. El botones del hotel me ha confiado el mensaje.

– Hasta ahora, te has limitado a seguirme. Quédate ahí. No te diviertas intentando adelantarme.

– No me divierto.

Tiberio rió.

– El peligro se cierne sobre nosotros, es espléndido -dijo-. Entonces, ¿se apresta a traicionar a nuestro amigo Lorenzo? ¿Sí o no?

– Ya que eres tan listo, busca tú solo la respuesta. Piensa en ello mientras me esperas.

Valence se sentó frente a Ruggieri que enrollaba un papel entre sus dedos.

– ¿No puede prescindir de su escolta, señor Valence?, ¿ni siquiera el domingo? -preguntó Ruggieri sin alzar la cabeza.

– ¿De quién me habla?

– Del joven chiflado que no le suelta el brazo y que lo manipula.

– Ah… Tiberio.

– Sí, Tiberio. Exactamente, Tiberio…

– Se le ha metido en la cabeza la idea de seguirme, ¿qué quiere que haga? Incluso si quisiese librarme de él, no podría. A fin de cuentas, no puedo atarlo a un árbol.

– ¿Y usted, señor Richard Valence, suele dejarse perseguir por el primero que pasa y contarle toda su vida?

– Tiberio no es una persona cualquiera.

– Precisamente -suspiró Ruggieri levantándose-. Tiberio es la persona que ha descubierto el cadáver de Henri Valhubert. ¿Tengo que recordárselo? Tiberio es el esbirro de Laura Valhubert y, hasta nueva orden, Tiberio está bajo vigilancia, y estoy hasta el moño de que ese tipo le saque toda la información que obtenemos aquí con el sudor de nuestra frente.

– ¿Acaso me toma por un niño, Ruggieri?

– ¡No me mire así, señor Valence! ¡No puedo tolerar sus maneras despóticas! ¿Ha descubierto algo, lo que sea, desde los sucesos de ayer?

– Sí, justamente.

Ruggieri volvió a sentarse y tomó un cigarrillo.

– ¿De qué se trata?

– Lo he olvidado.

– Si está buscando un enfrentamiento, acabará por encontrarlo sin duda alguna. Yo también tengo novedades y me temo que no van a gustarle demasiado. Acompáñeme, bajemos al laboratorio.

Valence lo siguió a través de los pasillos sin decir palabra. Ruggieri incordió a un tipo que trabajaba con un microscopio.

– Sácame las piezas de esta mañana, Mario. Caso Verdi.

Mario fue a buscar las pinzas y dejó un sobre encima de una mesa de cristal.

– Ahí dentro, señor Valence -dijo Ruggieri cruzando los brazos-, hay once papeles muy interesantes que hemos encontrado esta mañana en casa de Maria Verdi. Proceden de un nuevo registro. Estaban enrollados en una tubería fuera de uso, en el cuarto de baño. Mire esto.

Ruggieri se puso unos guantes y colocó sobre la mesa once billetes. Estaban escritos sobre todo tipo de papeles, dependía de cada vez.

– María MV4 martes -leyó Ruggieri en voz alta-, Maria MP2 viernes, Maria MV5 viernes, María MV4 lunes, Maria MP3 lunes, María MP1 martes, Maria MV5 jueves, etc. Mírelo usted mismo, Valence.

Valence ni siquiera trató de comprender. Porque estaba claro que Ruggieri ya había encontrado la solución a esos mensajes y que no cabía en sí de gozo ante su desconcierto.

– Escucho su traducción -dijo Valence sin hacer el esfuerzo de acercarse a la mesa.

– Mesa-ventana n.° 4 martes, Mesa-puerta n.° 2 viernes, Mesa-ventana n.° 5 viernes, Mesa-ventana n.° 4 lunes, Mesa-pasillo n.° 3 lunes, Mesa-pasillo n.° 1 martes…

– Ya está -cortó Valence-, lo he entendido. ¿Cómo ha deducido eso?

– El escriba Prizzi me ha ayudado. Ventana, pasillo, puerta, es así como distinguen las diferentes mesas de lectura en la sala de consulta de los archivos de la Vaticana. El escriba piensa que uno de los lectores le pasaba estos mensajes a Maria para convenir el emplazamiento del próximo depósito.

– Entonces, ¿María estaba implicada en estos robos?

– Está claro, ¿no? Es por eso que ahora resulta evidente que ha sido eliminada por su cómplice y que el asesino mató en un principio a Henri Valhubert cuya intervención en el asunto del Miguel Ángel era muy inquietante. Probablemente María Verdi cogió miedo después de este asesinato y pudo haber pedido salirse del juego o incluso haber deseado confesarlo todo.

– ¿Y por qué habría conservado los billetes?

– A la espera de un posible chantaje, supongo.

– Ridículo. Estos billetes la habrían acusado tanto a ella como a su cómplice. Su nombre está mencionado deliberadamente cada vez, lo cual es inteligente por parte del autor. Por el momento no se me ocurre más que un motivo que pueda hacer que alguien conserve unos objetos tan comprometedores. Sólo el amor puede hacer que uno guarde un trozo de cordel con el pretexto de que ha estado en el bolsillo del otro. Puede que Maria Verdi amase a aquel o aquella, me inclino por aquel, que escribía estos billetes y no se decidiese a tirar sus «escritos». Me imagino por otro lado que éste puede ser también el motivo que la arrastró a meterse en un tráfico semejante. Esto podría ayudarnos a averiguar la identidad del individuo.

– Inútil -dijo Ruggieri sonriendo.

Valence pensó en el obispo, al que había dejado tan resuelto en su despacho. Nerón no había sido probablemente el único que había reflexionado bien.

– Hemos encontrado al hombre, señor Valence. Su escritura ha sido identificada sin la más mínima duda. Hay un registro en la biblioteca donde los mismos lectores escriben las referencias de las obras que consultan.

– ¿Los lectores? ¿Ha pensado en un lector?

– No sólo eso sino que he ido directo a la escritura que buscaba. La de un hombre cuya insistente curiosidad empezaba a alarmarme singularmente.

Valence se quedó inmóvil. Algo imprevisto estaba pasando y Ruggieri, frente a él, tenía la expresión jubilosa de aquel que consuma por adelantado una victoria malsana.

– Le concedo un privilegio -dijo Ruggieri sin perder su sonrisa-. Puede ir usted mismo a decirle a su escolta que lo espero en mi despacho. Aquí está mi orden de arresto.

Valence deseó de repente no haber sido nunca un enviado especial y no tener que dar cuentas a nadie para poder hacer pedazos la cara sardónica y ahíta de Ruggieri. Salió sin decir una palabra.


Tiberio estaba apoyado en un camión gris, al sol, a algunos metros de la comisaría. Parecía adormecido en medio de una apacible reflexión, con los labios entreabiertos. Valence se acercó con esfuerzo. Se detuvo a varios metros de él…

– Hola, joven emperador -dijo.

Tiberio alzó los ojos. Valence le pareció extraño; con el rostro grave, derrotado quizás. Valence tenía algo que decirle.

– La Santa Conciencia había conservado todos tus mensajes, Tiberio. Mesa-ventana n.° 4 martes, Mesa-puerta n.° 2 viernes, Mesa-ventana n.° 5 viernes, Mesa-ventana n.° 4 lunes y todo el resto. Te la cargaste para nada. Vete a ver a Ruggieri, te espera, se acabó.

Tiberio no se movió, no esbozo siquiera un gesto de huida, estaba simplemente conmocionado. Miró sus pies durante un buen momento.

– Tengo ganas de hacer algo muy solemne -murmuró-, pero no estoy seguro de que sea de buen gusto.

– No cuesta nada intentarlo.

– Descalzo empecé, descalzo termino -dijo quitándose los zapatos-. Me presento descalzo ante mis jueces soberanos. Monseñor diría, seguramente, que es muy bíblico. Hay momentos en la existencia, señor Valence, en los cuales es absolutamente necesario ser bíblico. Estoy seguro de que este tipo de vulgaridad bíblica va a exasperar a Ruggieri.

– Sin duda alguna.

– En ese caso, perfecto. Voy descalzo. Y si puedo darle un consejo antes de dejarlo es que cuide sus ojos. Son magníficos cuando tienen algo dentro.

Valence no conseguía decir nada. Se volvió para seguir a Tiberio con la mirada y verlo atravesar descalzo la encrucijada. Desde la puerta de la comisaría, Tiberio le sonrió.

– Richard Valence -gritó-, ¡el que va a morir te saluda!

Por tercera vez en una semana, lo cual era demasiado, se sintió flaquear. El poli de guardia lo miraba.

– Señor, ¿va a dejar los zapatos de su amigo tirados sobre la acera?

– Sí -dijo.


Mientras caminaba, con los músculos anquilosados, Valence pensaba aún en la determinación del obispo, aquella mañana. Ahora lo entendía. Lorenzo Vitelli se había enfrentado con la evidencia, había orientado todas sus fuerzas a interponerse entre Tiberio y la justicia. No había servido para nada. ¿Cuánto tiempo hacía desde que el obispo había comprendido que Tiberio era el autor de aquellos robos? Por lo menos desde aquella mañana en que había venido a verlo a su hotel y él se había negado a recibirlo. Vitelli había estado a punto de confiárselo todo y había dado marcha atrás. Incluso entonces hubiese sido imposible salvar a Tiberio. Había robado y matado, y Valence, a diferencia del obispo, no creía en una justicia divina con la que se pudiese parlamentar sin intermediario. Hubiese entregado a Tiberio a Ruggieri y el obispo lo había comprendido. Ahora, por supuesto, las cosas se aclaraban. Henri Valhubert conocía a Tiberio desde que era un niño. Puede que Tiberio ya hubiese robado en su casa cuando era más joven, y, sin duda, aquel asunto del Miguel Ángel lo había alertado. Probablemente Valhubert había venido a Roma con la intención de alarmarlo para que cesasen aquellos hurtos. Querría arreglar aquel asunto confidencialmente y hacer que Tiberio restituyese los otros manuscritos para evitar un arresto. Sin embargo, no había conseguido más que asustarlo, porque Valhubert era un hombre que no sabía hacerse entender, ni con Tiberio ni con su propio hijo. Matándolo, Tiberio se había desembarazado de muchas otras cosas. ¿Acaso Henri Valhubert no era ante todo el marido de Laura?, ¿acaso aquello no era razón suficiente para odiarlo? El móvil del momento, el miedo a ser denunciado, había drenado al mismo tiempo todos aquellos rencores que lo habían empujado al asesinato. Habría que argumentar sobre todas aquellas pasiones el día del juicio. Tiberio no había previsto que la muerte de Valhubert dejaría al descubierto a Laura y a Gabriella, y además destaparía el asunto del tráfico de mercancías. De pronto su propia culpa parecía volverse contra Laura. Atento e inquieto, se había consagrado a demostrar la inocencia de Laura sin por ello comprometerse él mismo. Al mismo tiempo, seguía los progresos de la investigación día a día y podía adaptar su comportamiento con conocimiento de causa. Había tenido mucho éxito porque nadie había sospechado de él, excepto Ruggieri, había que reconocerlo. Y, de repente, Maria Verdi perdió pie. El asesinato de Henri Valhubert debía de obsesionarla y ya ni siquiera funcionaban las visitas nocturnas a San Pedro. Se había vuelto peligrosa y Tiberio había tenido que suprimirla antes de que hablase. Era arriesgado porque de este modo la investigación volvía al Miguel Ángel, pero no tenía elección. Sin embargo, no parecía haberse preocupado mucho. Nadie sospechaba de Laura y él mismo no corría ningún riesgo. Parecía poco probable que se pudiese descubrir al criminal entre las centenas de asiduos a la Vaticana. Lo que ocurrió es que, como Maria estaba enamorada, no era capaz de destruir aquel nombre, Maria, escrito por las manos de Tiberio. No era capaz, eso era todo. Y a causa de aquel amor, Tiberio había caído.

Valence suspiró. El joven emperador… ¿Qué iba a pasar ahora con los otros dos?

Había llegado al Vaticano. Ascendió con un paso fatigado hasta la oficina del obispo, que seguía sin trabajar.

– De nada le sirve ya interponerse, monseñor -dijo-. Lo han cogido. Tiberio está en manos de Ruggieri. Han encontrado esta mañana, en casa de Maria Verdi, lo que usted no consiguió encontrar ayer. Los billetes estaban enrollados en una de las tuberías del cuarto de baño.

El rostro de Vitelli se descompuso y Valence bajó los ojos.

– ¿Qué esperaba hacer, monseñor? ¿Defender directamente su causa ante Dios? ¿Desde cuándo los obispos defienden a los asesinos?

Valence se sentía al borde de sus fuerzas. Tenía que volver a casa. Édouard Valhubert estaría aliviado, ningún escándalo iba a salpicar a su familia.

– Desde que los asesinos embrujan a los obispos -murmuró Vitelli-. Tenía las mejores cualidades del mundo y lo ha destruido todo. Esperaba poder salvar algunos trozos, reconstruirlo, en fin… no sé. No podía, no podía entregarlo a la policía.

– ¿Cómo lo descubrió?

– Tenía mis sospechas desde hace tiempo. Desde el momento en que Ruggieri me confió una parte de la investigación, estuve vigilando la sala de los archivos. Estuve vigilando también a Maria Verdi, que era la clave. Traté de verla como algo más que un mueble de la biblioteca. Traté de percibirla como a un ser vivo y lo conseguí. El jueves por la noche me decidí a registrar su despacho. Allí encontré dos billetes escritos a mano por Tiberio con los mensajes que ya conoce. Convoqué a Maria el día después a primera hora. Creo haber conseguido aterrorizarla, pero se sintió tan aliviada al descubrir que yo no entregaría a Tiberio que estuvo dispuesta a obedecerme de inmediato y a abandonar después la Vaticana cuando se hubiese silenciado el asunto. Destruí los dos mensajes que poseía y ella me juró que destruiría los otros aquella misma noche. Porque había otros que esa loca acumulaba devotamente en su casa en vez de hacerlos desaparecer. Se fue muy impresionada. Y aquella noche Tiberio la mató. E incluso tras aquel crimen, incluso tras el horror de aquel espectáculo, algo me impidió entregar a Tiberio. Me lo jugué todo a una sola carta y ayer forcé la puerta de Maria con la intención de recuperar aquellos billetes que podían, ellos solos, incriminar a Tiberio. No estaba seguro de que Maria los hubiese destruido a su regreso. Desgraciadamente, no tuve tiempo de encontrarlos. Supongo que puedo ser acusado de complicidad. ¿Quiere que siga?

– Ruggieri no sabe nada sobre usted. No encontrará jamás al hombre que rompió los precintos, y ahora ya no tienen importancia para él, lo dejará.

Vitelli suspiró.

– ¿Qué otra cosa podemos decir? -murmuró.

– Tengo que regresar -dijo Valence-. Voy a regresar.

– ¿Tiene algún lugar al que regresar?

– Creo que sí -titubeó Valence.

– Ah, bueno -dijo Vitelli-. Yo no.

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