VIII

A la mañana siguiente, en las primeras horas de un domingo, el ministro de Interior Édouard Valhubert hizo llamar de urgencia a su primer secretario.

– ¿Ha podido conseguir el primer informe de la policía italiana?

– Hace media hora, señor ministro. Es más grave de lo previsto.

– Vaya a cerrar la puerta. Dése prisa.

Édouard Valhubert puso las palmas de sus manos sobre su mesa, con los brazos estirados y bien separados el uno del otro. Paul, su secretario, conocía ese movimiento de memoria: retracción, inquietud, determinación. El ministro Valhubert no se inquietaba por su hermano que acababa de morir. Estaba inquieto por su propia suerte.

– Dése prisa, Paul.

– Su hermano Henri Valhubert murió ayer a las 23 horas, 30 minutos. Le dieron a beber una dosis enorme de cicuta. Se derrumbó en pocos minutos. Hay testigos que han visto la caída. Pero nadie ha visto la mano que le tendió la copa.

– ¿Cicuta?

– Nada menos que cicuta, sí. Una decocción artesanal de sus frutos.

– Artesanal pero eficaz. Cicuta, el veneno de los antiguos griegos, de los condenados atenienses. Una muerte como la de Sócrates, suave y rápida.

– A la policía no le gusta la elección del veneno. Hay algo de teatral en ello. La hipótesis del suicidio está completamente descartada. La cicuta fue mezclada con un cóctel muy fuerte y ofrecida a su hermano en el transcurso de una fiesta ante el palacio Farnesio a la que asistieron al menos dos mil personas. La policía puso de inmediato en estado de arresto a su sobrino Claudio Valhubert, al que dos de sus amigos trataban de hacer salir rápidamente de la plaza antes de la llegada de la policía. El joven Claudio se había desmayado al ver el cadáver de su padre. Sus dos amigos se llaman Thibault Lescale y David Larmier. Estudian los dos en Roma con su sobrino. Fue Thibault Lescale el último que habló con Henri Valhubert. Dijo haberlo dejado para ir a avisar a Claudio de que su padre lo esperaba y, según él, cuando volvió ya había un grupo alrededor del cuerpo. No puede decir si Henri Valhubert tenía una copa en la mano cuando habló con él pero asegura que él mismo llevaba dos y que todavía las tenía a la vuelta y que por lo tanto no hubiese podido darle una a Henri Valhubert. La policía no quiere tener en cuenta este argumento, pues se le antoja endeble.

– No veo quiénes pueden ser esos dos chicos.

– El informe precisa que se les conoce más bien bajo los nombres de Tiberio y de Nerón.

– ¿Ah, sí? Entonces conozco a Tiberio. Era un protegido de mi hermano, un huérfano o algo así.

– Claudio Valhubert recibió la víspera una carta de su hermano en la que le comunicaba su venida a Roma. Henri Valhubert se había encontrado envuelto por azar en un caso de robo de manuscritos italianos, y es por eso por lo que se habría decidido a hacer el viaje. Aquí tiene la copia de la carta a su hijo.

Édouard Valhubert tendió una mano rápida y observó la carta, manteniéndola bastante lejos de sus ojos.

– Se trata en efecto de la escritura de mi hermano, fea y pretenciosa. La razón de este desplazamiento es extraña, sobre todo teniendo en cuenta que necesitaba razones imperiosas para moverse durante el verano. Quizás no lo haya dicho todo.

– Aquí tiene otra carta, ésta más larga, que le dirigió al mismo tiempo a monseñor Lorenzo Vitelli. Se trata de…

– Ya sé. Es un viejo amigo de Henri y de su esposa. Un tipo noble y lúcido, su opinión me interesa. ¿Se sabe lo que piensa de todo este asunto?

– Que Henri Valhubert debía de saber más sobre ese tráfico de manuscritos de lo que decía, y que la cosa debía de tocarlo bastante cerca puesto que se decidió a desplazarse él mismo. El obispo estuvo con él en el Vaticano, la mañana misma de su llegada. Henri Valhubert estaba agitado. Ni siquiera estuvo en la biblioteca, y se quedaron hablando en el gabinete particular de monseñor Vitelli durante una hora y media. Henri Valhubert no quiso almorzar con el obispo, dijo que volvería. Incluso con Vitelli, permaneció reservado y misterioso. Se contentó con informarse sobre el reciente paso de lectores asiduos a los archivos, y ambos revisaron el libro de consultas que Vitelli fue a buscar.

– ¿Es posible que Henri sospechase de alguno de sus conocidos comunes?, ¿de un viejo amigo?

Paul se encogió de hombros.

– La policía italiana ha pedido oficiosamente al obispo Lorenzo Vitelli que abra una investigación en el seno del Vaticano, que vigile a los escribas que se ocupan de los archivos, que verifique los fondos. Vitelli ha aceptado.

– Haga lo necesario para que mi sobrino sea liberado de inmediato, así como sus dos amigos. Ese arresto es prematuro y ridículo y supone ya una vergüenza considerable para mí.

– No se trata de un arresto, sino más bien de un control prolongado. Además, se encontraban en primera fila aquella noche. Y los dos amigos en cuestión se llevaban a Claudio de la plaza.

Édouard Valhubert tuvo un gesto de impaciencia.

– Eso no tiene nada que ver. Haga lo necesario para que no empiecen a hablar de mi sobrino. Es un chico difícil, capaz de meternos en líos con la policía italiana. Hay que intervenir, frenar la publicidad y detener a los periodistas. Sería desastroso. No quiero que ocurra eso a ningún precio. Hace falta silenciar el asunto allí mismo, Paul, y desde hoy mismo.

– A menos que encontremos al asesino durante el día de hoy, no veo cómo podemos hacer tal cosa. Además, es domingo.

– No me entiende. Me da igual. Me importa un comino el asesino que ha matado a mi hermano. Deseo solamente que no se hable del asunto. ¿Está claro?

– Muy claro. Si enviamos a la policía francesa, se agravarán las cosas. Conflicto de autoridad con los italianos, será peor.

– He pensado en Richard Valence -cortó Édouard Valhubert-. ¿No está en este momento de misión en Milán?

– Exactamente. Prepara un informe sobre las formas de acción judicial contra el hampa.

– Muy bien. Vamos a desplazar a Richard Valence. Parecerá natural puesto que está casi en el lugar de los hechos. Y como no es poli, no habrá enfrentamiento. Valence sabrá lo que hacer. Es un jurista de primera fila. Además estoy seguro de que tendrá la fuerza de persuasión necesaria para hacerse obedecer sin golpes efectistas. Es un hombre que no retrocede y, sobre todo, que no habla.

– En efecto.

– Prevéngalo de inmediato. Que deje Milán y se vaya a Roma al momento, misión especial. Que se meta de lleno en el asunto, que lo resuelva lo antes posible y que se las arregle para que no se filtre nada de los círculos autorizados. Dése prisa, Paul, es urgente.

– Ya lo he intentado, señor ministro. Tuve a Richard Valence al teléfono hace un instante. Se niega.

– ¿Qué está diciendo?

– Que se niega.

Édouard Valhubert entornó los ojos.

– Richard Valence es su amigo, ¿verdad?

– En cierto modo.

– Espero por el bien de ambos que esté en Roma dentro de dos horas. Es una misión de cuyo éxito le hago a usted directamente responsable.

Édouard Valhubert se levantó y abrió la puerta a su secretario.

– De hecho, creo que es una orden -añadió.

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