XXIV

Era muy tarde, casi la hora del almuerzo, cuando Valence se presentó al día siguiente en el despacho de Ruggieri. Se había despertado sobresaltado y había hecho lo posible por desarrugar su traje. Hacía mucho tiempo que no salía con un aspecto tan descuidado. Sus horas de sueño habían resultado difíciles tras la partida de Laura y no le habían procurado ningún descanso. Tenía una barra pesada sobre los ojos.

Ruggieri no estaba allí. Valence taconeó en el pasillo. No podría estar en Milán aquella noche si no encontraba a Ruggieri. Ninguno de los colaboradores que habían permanecido en el despacho pudo facilitarle información alguna. Que volviese más tarde.

Valence se deslomó caminando durante dos horas por las calles de Roma. En aquel momento, la imagen del tren que lo sacaría de Roma se había convertido en una obsesión. Pasó por la estación central para pedir los horarios. Los horarios en el bolsillo lo acercaban materialmente al momento de la partida. Tenía la impresión de que no se encontraría a salvo hasta que estuviese en el tren, que su dolor de cabeza desaparecería una vez dentro, que si se demoraba demasiado, algo desagradable ocurriría. Se detuvo ante un escaparate y contempló su imagen. No se había afeitado aquella mañana y la barba le daba aspecto de fugitivo. Tuvo por un momento la penosa impresión, la misma de la noche anterior cuando tuvo que apoyarse contra una pared, de que su fuerza lo abandonaba por momentos. Compró una maquinilla de afeitar, buscó un café y se afeitó en el baño. Repeinó con sus dedos los cabellos desordenados por el sudor del sueño en la habitación calurosa. Roma, si uno no presta atención, nos atrapa en su sucia humedad, mucho antes de lo que uno se imagina. Se enjugó los brazos y el torso con agua, volvió a abrocharse la camisa húmeda y se sintió mejor para encontrarse con Ruggieri. Si aquel imbécil había regresado a la oficina. Apenas faltaban seis horas para la salida del tren.

Ruggieri no había vuelto. Reinaba una gran agitación en los locales. Alguien había sido asesinado durante la noche, hacia las tres de la mañana, en la via della Conciliazione. Le habían cortado el cuello, y la cabeza había quedado prácticamente desprendida. Un poli muy joven le contaba esto extenuado sobre un banco del pasillo. No había podido soportar el espectáculo y sus colegas lo habían traído de vuelta.

– De repente, todo se puso a dar vueltas -decía suavemente-. Parece que con el tiempo dejará de pasarme.

– ¿Ruggieri ha estado en el lugar de los hechos desde esta mañana? -preguntó Valence con impaciencia.

– Pero yo no quiero acostumbrarme a ver cosas así. Toda esa sangre sobre aquella ropa negra y las palomas alrededor…

El joven empezó a hipar y Valence le propinó un golpe brutal en la espalda para enderezarlo.

– ¿Ruggieri? -repitió.

– Ruggieri está allí con ella, con la muerta, desde esta mañana -respondió el joven poli-. Dice que quiere ocuparse de ello personalmente aunque no sea su sector. Parece realmente desorientado. Se trata del caso Valhubert, que continúa.

– ¿Ella? -preguntó Valence en un suspiro-. ¿Ruggieri está con ella?

Su mano ciñó el hombro del chico. Se oyó a sí mismo hablar de manera casi inaudible.

– ¿Ella, quién?

– No conozco su nombre, señor. Sólo sé que la asesinaron.

– ¡Descríbela, Dios santo!

– Sí, señor. Tenía un hermoso rostro, cuarenta años o quizás un poco más, no sé. Con toda aquella sangre, no es fácil enterarse. Tenía el cabello negro sobre la cara y el cuello cortado. Está allí un obispo que parecía haberla conocido muy bien y un chico joven con nombre de emperador que se puso casi tan mal como yo.

Valence cerró los ojos. Su cuerpo acababa de explotar en un montón de pedazos incontrolables. Sentía que su corazón le golpeaba las piernas, la nuca, y aquel lamento lo descomponía.

– ¡La dirección -gritó-, la dirección…!, ¡rápido!

– Casi en lo alto de la avenida, a la izquierda, frente a San Pedro.

Valence lo dejó y salió precipitadamente a la calle. No podía tomar un taxi. La idea de tener que hablar con alguien, de dar una dirección, de sacar el dinero, de quedarse sentado en el fondo de un coche le parecía irrealizable. Se fue a pie, corriendo cuando podía. ¿Por qué, pero por qué no la había acompañado? Desde su hotel hasta el Garibaldi, ella debió de tomar la via della Conciliazione. A las tres de la mañana, mientras él conciliaba de nuevo el sueño, ella debió de subirla lentamente, un poco encogida, con los brazos apretados, sujetando las faldas de su abrigo negro. Habría estado reflexionando mientras caminaba con pasos largos e inciertos, un poco borracha, un poco ausente. Y la habían asesinado.

Vio desde bastante lejos el grupo de policías que había bloqueado la circulación en la mitad de la avenida. Corrió. En el bolsillo de su chaqueta estaba el informe, que había doblado e introducido en un sobre aquella mañana. «¡Qué tontería, mi pobre Richard! ¿Pero no te das cuenta de nada?» ¿Pero de qué habría tenido que darse cuenta? ¿De qué?

Ruggieri escuchaba a un testigo cuando Valence lo alcanzó. El cuerpo estaba bajo una lona y rodeado por diez polis. Ruggieri lo contempló mientras se aproximaba.

– Está sofocado, señor Valence -dijo-. Me advirtieron de que estaba buscándome. Siento no haberle llamado pero comprenderá que con esto… No he tenido tiempo. Esto lo cambia todo. Me temo que nos equivocábamos de pista desde el principio.

Ruggieri se volvió hacia el testigo que esperaba. Estaba empapado de sudor.

Valence se aproximó al cuerpo cubierto y se puso en cuclillas apoyando las dos manos en el suelo. El suelo no le parecía estable. Uno de los ordenanzas se apresuró a hacerlo retroceder.

– Déjelo -intervino Ruggieri-. Tiene derecho a verlo. Le advierto, señor Valence, que es penoso, pero si insiste…

Valence respiró con fuerza e hizo un signo al ordenanza.

– Alce la lona -le dijo suavemente.

Con una mueca el poli rodeó el cuerpo y retiró la lona para mostrar la parte superior del cadáver.

Ruggieri vigilaba a Valence. Ya había habido tres desmayos desde aquella mañana, y la lividez del rostro de Ruggieri no presagiaba nada bueno. Pero Valence no se desmayó. Al contrario, pareció relajarse.

– Es Maria Verdi -murmuró Valence alzándose pesadamente-. Es Maria Verdi, la Santa Conciencia de los Archivos Sagrados del Vaticano.

– ¿No lo sabía?

Valence hizo un gesto que significaba que no quería que le dirigiesen la palabra. Extendió la lona sobre el rostro regular y afectado de la italiana y, sólo en aquel momento preciso, su mano tembló violentamente.

– Está cansado, señor Valence -dijo Ruggieri-. Puede ir a esperarme a mi despacho, casi he terminado aquí.

Llegó una camilla. Alzaron el cuerpo y las puertas de la furgoneta se cerraron tras él. Valence se dio media vuelta y se fue.

El hotel Garibaldi estaba a dos pasos. Encontró a Laura en el bar sentada sobre un taburete alto, con aire de desentenderse de todo lo que la rodeaba. Valence se sentó a su lado y pidió un whisky. Temblaba todavía ligeramente. Laura lo miró.

– Quiero estar sola -dijo.

Valence se mordió los labios. Era mejor esperar y beber un poco de whisky antes de hablar para así poder estar tan distendido con ella como la noche anterior.

– Ha ocurrido algo esta mañana -dijo al fin volviendo a posar su copa.

– Mi pobre Richard, si comprendieses lo poco que me importa.

– Alguien le ha cortado el cuello a Maria Verdi, la Conciencia de la Vaticana, a las tres de la mañana en la via della Conciliazione.

– ¿Qué tenían contra esa pobre mujer?

– Aún no lo sé. ¿La conocías?

– Claro. Un poco. Llevo tanto tiempo frecuentando la Vaticana… Maria ya estaba allí cuando Henri hizo sus estudios. Los chicos me hablan de ella a menudo.

– ¿Dónde estabas anoche a las tres?

– ¿Sigues insistiendo? ¿Abres un nuevo capítulo?

– Me dejaste alrededor de las dos y media de la madrugada. Hace falta un cuarto de hora para llegar a la via della Conciliazione estando sobrio, y una media hora si estás borracho.

– ¿Hoy no escribes? ¿No tomas notas? ¿Crees que voy a hablar así, en vacío, sin que nadie consigne mis frases? Ni lo sueñes, Richard. Venga, vete, ya no tengo ganas de verte.

Valence no se movió.

– Entonces, soy yo la que se va -dijo Laura dejándose caer desde el taburete.

Atravesó el bar.

– De hecho, Richard -dijo desde la puerta sin volverse-, anoche no pasé por la Conciliazione. A ver qué coño haces con eso. Intenta saber si miento o no. Eso te mantendrá ocupado.

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