XXXV

Era de noche y hacía calor. Valence caminaba lentamente y el suelo parecía titubear. Nerón le había hecho beber mucho. Había llenado su vaso sin cesar. Era agradable esta ciudad confusa que giraba un poco en torno a él, no demasiado, sólo lo necesario. En los cristales oscuros, Valence se veía caminar y se encontraba alto y sobre todo guapo. Si el obispo hubiese matado a Laura ayer por la noche, él, Richard Valence, seguiría siendo un tipo grande con ojos claros. ¿Pero para qué sirven los ojos claros, si nadie los mira?

– Para nada -se contestó en voz alta-. No sirven para nada.

Después pensó que debía estar atento si quería encontrar el camino.

Esperaba encontrar a Ruggieri todavía trabajando, aunque fuese casi medianoche. Ruggieri era un buen trabajador. Probablemente había empezado ya a comprobarlo todo, a verificar todas las articulaciones técnicas del caso.

– He empezado a comprobarlo todo -dijo-. Ocurrió tal y como dijimos. La cicuta crece a voluntad en el jardín del palacio del obispo. Dice que escogió esta planta porque sabía que provocaba una muerte suave. Por el contrario, con Maria Verdi fue diferente. Hacía tantos años que ella lo exasperaba que, por fuerza, lo del cuchillo resultó un desahogo.

– ¿Qué había escogido para Laura Valhubert?

– Las balas. Y, bueno, también… esto.

Ruggieri rodeó su mesa y sacó un pequeño sobre de un cajón.

– No debería hacerlo -añadió.

Titubeó, giró el sobre entre sus dedos y lo deslizó finalmente en el bolsillo de Valence.

– De parte de monseñor Vitelli para Laura Valhubert. Usted se lo dará. Y ni una palabra de esto, por favor.

– Me gustaría ver a Tiberio.

– Ah. ¿Es urgente?

– Lo es.

Ruggieri suspiró y acompañó a Valence hasta las celdas. Tiberio estaba sentado en la oscuridad.

– Te esperaba, Cónsul -dijo.

– Se acabó, Tiberio. Monseñor ha tendido sus manos y se las hemos esposado.

– Lorenzo tiene unas bellas manos, sobre todo con ese anillo en el dedo. Hay tanta gente que lo ha besado. ¿Te das cuenta? ¡Qué hermosa es toda esa cochinada!

– Pronto saldrás de aquí. Laura se encarga, a su manera, de arreglar las cosas. En unos meses estarás fuera. Podrás volver a ponerte unos zapatos.

Valence se levantó para buscar la luz.

– No enciendas -dijo Tiberio-. Tengo ganas de ver tus ojos en la oscuridad.

– Bueno -dijo Valence sentándose de nuevo.

– ¿Crees que Lorenzo hubiese dejado que me pudriera en la cárcel?

– Sí.

– Tienes razón -suspiró Tiberio-. Tendré que ir a verlo cuando esté él dentro. Haremos traducciones latinas juntos.

– No creo que sea una idea muy buena.

– Sí. ¿Quieres saber por qué robé todos esos chismes en la Vaticana?

– Si quieres.

– Porque quería que la Santa Conciencia hiciese algo divertido en su vida. Y te lo juro, Valence, te juro que se divirtió mucho. Tendrías que haber visto su rostro aterrorizado cuando depositaba los pequeños paquetes bajo las mesas. Adoraba todos aquellos mensajes codificados. De acuerdo, está muerta pero, verdaderamente, se divirtió mucho. Ahora tengo que volver a ponerme los zapatos.

Tiberio se levantó, encendió la luz, y se inclinó bajo la cama para cogerlos.

– Ya está -dijo-. Quizás no veas nunca más mis pies, Cónsul.

Valence sonrió y le dio las buenas noches.


Fuera, Laura y Nerón lo esperaban. Valence cruzó y se acercó a ella.

– Me he olvidado de darle un beso de tu parte.

– Has hecho bien, no tiene sentido darle un beso a alguien de parte de otra persona.

– Lorenzo te da esto.

Laura rompió rápidamente el sobre.

– Es su sortija, su anillo episcopal. Ha hecho que lo corten. Te lo regala.

– ¿Puede hacerlo?

– No.

Caminaron los tres juntos un momento. Después Nerón se detuvo bruscamente en medio de la calle.

– Dígame, señor Valence, ¿cuánto tiempo le queda a Tiberio?

– Seis meses como mucho.

Nerón reflexionó un momento, inmóvil.

– Bien -concluyó alzando la cabeza-. Haga que le digan que no debe inquietarse en absoluto.

Tendió gravemente la mano a Valence, rozó los labios de Laura y se alejó con paso negligente.

– En su ausencia -dijo sin volverse- yo sabré regir el Imperio.

Загрузка...