XV

Monseñor Lorenzo Vitelli llegó temprano al Vaticano. Algo lo había tenido en vilo durante toda la noche. La biblioteca aún estaba desierta, a excepción de Maria, que había empezado ya a ordenar las fichas. Maria no parecía estar en forma hoy. El obispo inspeccionó los estantes y consultó largamente el libro de los préstamos de los últimos meses.

Al volver a su despacho, llamó a Richard Valence. Un chico le respondió que el señor Valence aún no había bajado, ¿debía despertarlo?

– No -dijo Vitelli.

Sí. Hubiese debido despertarlo. Ya eran las diez. Y sin embargo no tenía ganas de hacer la prueba. Era absurdo pero Vitelli colgó el teléfono. Richard Valence tenía un no sé qué de temible, y, si bien Vitelli no tenía ningún miedo de aquel hombre, detestaba violentarse inútilmente. A pesar de aquel ligero reparo, le gustaba Valence, le gustaba mucho incluso. Y sobre todo estaba aliviado de poder, gracias a él, evitar el trato con la policía oficial. No se imaginaba personándose cada día en la comisaría de policía para presentar su delación cotidiana. Con Valence, las cosas tenían menos crudeza. Ayer, en el transcurso de una entrevista con algunos hermanos, en la que habían debatido sobre estos robos, el escriba Prizzi había dicho que no debían tener escrúpulos en este asunto, y que exagerarlos desmesuradamente respondería a una complacencia mortificadora y flagelatoria, preludio de la pretensión mística. El escriba Prizzi hacía unos discursos extenuantes.

Vitelli consiguió contactar con Valence hacia las once. ¿Podía venir a reunirse con él lo antes posible en el Vaticano?

Tiberio entró en su despacho en el momento en que éste colgaba.

– Podrías llamar antes de entrar -dijo el obispo-. Siéntate. ¿Qué tal está Claudio?

Tiberio puso mala cara durante un buen rato.

– Ya veo -dijo Vitelli.

– Esta mañana me lo he cruzado, simplemente. Me imagino que haber vuelto a ver a Laura ayer por la noche le habrá sentado bien. ¿No cree?

– A veces llorar a dos es peor. ¿Laura ha tomado de nuevo la misma habitación en el Garibaldi?

– Creo que sí.

– ¿Crees que me necesitará o que preferirá estar sola un tiempo? Confieso que no sé muy bien qué hacer.

– Yo voy a verla ahora. Debe de haber terminado su deposición. Lo llamaré para decirle si la he encontrado distante o tierna. Con ella no se puede prever nada de un día para otro.

– Pero ¿qué llevas en la mano, Tiberio? -preguntó bruscamente Vitelli alzándose.

– Ah, sí. Es el librito del siglo XV. De hecho pasaba para eso pero casi me olvido. Se trata otra vez de esa locución latina que se me escapa. Usted me había dicho que podría…

– Pero ¡demonios, estás loco, Tiberio!, ¡loco, completamente loco! Te paseas con un incunable bajo el brazo. ¿Pero dónde te crees que estás? ¿Quién te ha dejado salir con eso de la biblioteca?

– Maria y el escriba Prizzi, monseñor. Les dije que venía a verle. El escriba fue incapaz de ayudarme con la locución latina. No es fácil, todo hay que decirlo…

– Pero ¡es absurdo! ¿Te das cuenta de que se está desarrollando una investigación policial aquí mismo?, ¿eh?

– No estoy tan seguro -gruñó Tiberio.

– ¡Pues bien, sería mejor que te lo creyeses en vez de ocuparte de tu locución latina! Espero a Richard Valence de un momento a otro: en tu opinión, ¿qué va a pensar si te ve paseándote negligentemente con un incunable como si fuese un mapa de la ciudad?, ¿eh?

– Este libro no es tan raro, lo sabe tan bien como yo. Y además tengo cuidado. No soy un idiota.

– ¡De todas formas! Les diré un par de palabras a Prizzi y a Maria Verdi. Y tú, Tiberio, escúchame bien: que te sientas aquí como en tu casa, es una cosa. Pero que consideres la Vaticana como tu biblioteca particular, sobrepasa todos los límites. Vete a dejar ese libro en su sitio y envíame a Prizzi.

– Lo he estado siguiendo todo el día de ayer -dijo Tiberio-. Sospecha de Pietro Baldi, nuestro respetado editor. Ha ido a verlo.

– ¿De quién hablas, cielo santo?

– Está alterándose, monseñor.

– ¡Eres tú el que me altera! ¿De quién hablas?

– De Richard Valence. Lo estuve siguiendo ayer mientras que Nerón seguía a los hombres de Ruggieri.

– Pero ¿qué os ha dado?

– Puesto que ellos se ocupan de nosotros, ¿por qué no podemos ocuparnos nosotros de ellos?

– ¿Ha sido Nerón el que ha tenido esa idea imbécil?

– No, monseñor, he sido yo.

– Me sobrepasas, Tiberio. No tengo tiempo de ocuparme de ti hoy, pero retomaremos esta discusión, créeme. ¡Vete a dejar ese libro, cielo santo! Veremos esa locución latina más tarde.

Lorenzo Vitelli vio cómo Tiberio bajaba por la gran escalera de piedra. Tiberio tenía aspecto de estar divirtiéndose. ¿Qué tenía aquello de divertido?

– ¿Problemas con sus protegidos, monseñor?

El obispo se volvió y sonrió a Valence.

– ¿Se trata de Tiberio? ¿Sabe que me ha estado siguiendo todo el día de ayer?

– Sí -dijo Vitelli con cansancio-. Me lo acaba de decir y parece muy satisfecho de sí mismo. No lo entiendo… Es verdaderamente desagradable.

– No se preocupe, monseñor. No le considero responsable de los actos de este chico. ¿Tiene algo que decirme?

– Sí, es verdad. No he dormido mucho esta noche. Una idea me daba vueltas en la cabeza. Algunas cajas están menos polvorientas que otras en los estantes del fondo a la izquierda. Pero en el libro de préstamos no está indicada ninguna consulta que les concierna. Nadie las pide nunca. Las he abierto: contienen cosas diversas, más o menos catalogadas, muy mezcladas. Se podría encontrar de todo. Las piezas me dan la impresión de haber estado recientemente manipuladas. Ve, señor Valence, creo que Henri tenía razón. Sin duda existen robos en la Vaticana.

Valence reflexionaba, con las manos juntas, sosteniendo su mentón con el borde de los dedos.

– ¿Tiene un plano de la biblioteca?

– Sígame a mi despacho. El plano está ahí, en un cajón, delante de usted.

Lorenzo Vitelli miraba a Richard Valence con atención. No se hubiese permitido interrogarlo pero estaba seguro de que un dolor violento había cruzado aquel rostro hacía poco tiempo. Ayer no estaba así. Valence parecía, sin embargo, igual de impasible, igual de inexpresivo e igual de entero. Sus ojos todavía tenían aquel brillo un poco desconcertante, sin vacilaciones. Sin embargo Vitelli estaba seguro de lo que veía: la huella rápida de la duda que pasa, los remolinos dejados por su rastro. Era su trabajo, sabía reconocer aquella pequeña onda de choque, pero no hubiese esperado encontrarla en un hombre como Richard Valence cuya potencia ingrávida parecía hecha para encajar los golpes.

– ¿No hay otra puerta que no sea ésta, la que custodian Maria y los tres escribas?

– No.

– ¿Maria está siempre en su puesto?

– Marterelli la reemplaza a veces. Es un hombre frío, apenas sabe lo que es el dinero. No piensa más que en la historia del papado, es su única pasión. Sería absurdo sospechar de él. Igualmente, los escribas Prizzi, Carliotti y Gordini están los tres fuera de toda sospecha. No veo qué podrían ganar con ese tipo de negocios. Ya les cuesta gastar lo que poseen. En cuanto a Maria, se lo digo, está aquí desde hace treinta años, incrustada, aglomerada a los muros de la Vaticana.

– ¿Los lavabos de la gran sala dan a la sala de reservas?

– No. No hay puerta.

– Pero ¿no hay una pequeña ventana?

El obispo reflexionó.

– Sí, sólo una. Pequeña pero suficientemente grande para pasar. Sólo que está situada a cuatro metros de altura. A menos que la persona lleve una escalera, no veo…

– ¿Por qué no una cuerda?

– Eso no cambia nada. Los lavabos son públicos. Uno corre el riesgo de ser sorprendido en cualquier momento. Ese pasaje es impracticable. La persona tendría que dejarse encerrar por la noche…

– ¿Es posible?

– No. Creo que no.

– De todas formas existe una posibilidad entre mil de que eso fuese posible. No se puede descartar de oficio a ninguno de los lectores que frecuentan la gran sala, lo que nos proporciona centenares de sospechosos, y entre ellos los más sospechosos serían, por supuesto, los asiduos a la sección de archivos.

– No avanzamos.

– ¿Cuánta gente consulta regularmente los archivos?

– Una cincuentena más o menos. Puedo establecer una lista, si quiere, tratar de vigilarlos más de cerca, trabar conversación sobre el tema con los que conozco bien. Aunque no dispongo de mucho tiempo.

– Siempre podemos hacer eso en espera de algo mejor. Me gustaría ver a Maria Verdi.

– Lo acompaño.

Richard Valence tenía aversión a las bibliotecas porque, en ellas, uno debía abstenerse de todo, de hacer ruido con las palabras, de hacer ruido con los zapatos, de fumar, de moverse, de suspirar, en resumen, de hacer ruido con la misma vida. Hay gente que dice que estas limitaciones del cuerpo favorecen el pensamiento. En su caso, lo destruían instantáneamente.

Desde la puerta, contemplaba a Maria Verdi que removía las fichas sin emitir un solo sonido y que vivía desde hacía treinta años así, en medio de los murmullos de esta vida retenida. Le hizo entender por medio de signos que quería hablarle, y ella lo llevó a las reservas que se abrían tras su despacho.

– Las reservas -dijo con orgullo de propietaria.

– ¿Qué piensa de los robos, señora Verdi?

– Monseñor Vitelli me ha hablado del asunto. Es horrible, pero no tengo nada que decir al respecto, no le puedo ser de ninguna ayuda. Y, como se imaginará, conozco bien a todos los habituales de los archivos. Pero no veo a ninguno que hubiese podido hacer algo así. Conocí a uno, hace mucho tiempo, que recortaba los grabados con una cuchilla en la gran sala. No se puede decir que tuviese pinta de hacer eso, pero tampoco que tuviese un aspecto completamente normal. Pero, bueno, las pintas buenas o malas no quieren decir nada en el fondo.

– Quizás debamos buscar al ladrón entre los conocidos de Henri Valhubert. El editor Baldi, por ejemplo.

– Viene a menudo. Me resulta imposible sospechar de él. Se necesita coraje para actuar así y no creo que tenga el temperamento necesario.

– ¿Y Claudio Valhubert y sus dos amigos?

– ¿Los ha visto?

– Todavía no.

– ¿La policía sospecha de ellos? En ese caso, pierde realmente su tiempo. No están lo suficientemente interesados en los archivos como para que se les ocurra la idea de robar algo. Son unos chicos encantadores, aunque Nerón sea a menudo incómodo y ruidoso.

– ¿Es decir?

– Irrespetuoso. Es irrespetuoso. Cuando me devuelve un manuscrito, lo eleva a cincuenta centímetros de la mesa y lo deja caer de golpe a propósito, para volverme loca, imagino. Sabe muy bien que eso me saca de quicio. Pero lo hace siempre y dice en voz alta: «¡Aquí tienes el papiro, mi querida Maria!», o si no dice: «¡Te devuelvo este trapo, Santa Conciencia de los Archivos Sagrados!», o si no «Santa Conciencia» a secas, depende de los días, hay variantes, las inventa sin parar. Sé muy bien que entre ellos me llaman así: «Santa Conciencia de los Archivos». Si continúa con ese tipo de bromas, me veré obligada a prohibirle las consultas. Se lo he advertido pero continúa, parece que le da igual. Y si yo hiciese eso, los otros dos se pondrían furiosos.

Se rió un poco.

– Sobre todo, no vaya por ahí contando estas niñerías. Ni siquiera sé por qué se las he contado yo misma, por otro lado. Bueno, ellos son así.

– Tendría que incrementar su vigilancia, señora Verdi. Evitar la mínima distracción que permita al ladrón dar su golpe. ¿Ha dejado alguna vez el acceso a las reservas sin vigilancia?

– Señor, con los archivos, las distracciones no están autorizadas. Desde hace treinta años, no se me escapa aquí ningún movimiento. Desde mi mesa e incluso si trabajo, veo a todos los lectores. Si se hace algo sospechoso, lo noto de inmediato. Hay por ejemplo documentos que no se pueden hojear sin pinzas, para no mancharlos. Pues bueno, si alguien le pone una uña encima, lo sé.

Valence asintió con la cabeza. Maria era como un animal especializado. Llevaba treinta años consagrando la energía de sus cinco sentidos a velar por la biblioteca. En la calle debía de estar tan disminuida como un topo al aire libre, pero aquí era difícil imaginar, en efecto, cómo alguien hubiese podido escapar a su percepción.

– La creo -dijo Valence-. De todas formas si ocurre algo anormal…

– Pero es que no ocurre nada anormal.

Valence sonrió y se fue. Maria no podía considerar la posibilidad de que se robase en la Vaticana. Era normal. Es como si hubiesen intentado deshonrarla personalmente. Y como nadie parecía querer deshonrar a Maria, nadie robaba en la Vaticana. Era lógico.


Empezaba a hacer mucho calor fuera. Valence llevaba un traje oscuro. Había romanos que caminaban llevando su chaqueta sobre el brazo, pero Valence prefería buscar la sombra en vez de ponerse en mangas de camisa. Ni siquiera había desabrochado su chaqueta, estaba fuera de toda cuestión.

Encontró a Ruggieri con la camisa remangada hasta los codos, en su despacho, con las persianas entornadas. Los brazos del italiano eran delgados y feos, y a pesar de todo los descubría. A Valence no le daban vergüenza sus brazos, eran sólidos y bien hechos, pero no por eso se le hubiese ocurrido enseñarlos. Haciéndolo, tendría la sensación de hacerse más vulnerable, de ofrecer a sus interlocutores un terreno de entente animal, sensación que lo atemorizaba más que cualquier otra cosa. Si no enseñas tus brazos, nadie puede estar seguro de qué tienes, y ésa es la mejor manera de guardar las distancias.


Ruggieri no parecía guardarle rencor por lo de anoche en la morgue. Le hizo sentar con precipitación.

– ¡Llegamos al fondo, señor Valence! -dijo estirándose-. ¡Hemos encontrado algo increíble esta mañana!

– ¿Qué ha pasado?

– Usted tenía razón ayer por la noche. La señora Valhubert me había perturbado un poco. Lástima, de todas formas, que se haya perdido por poco su entrada en la morgue. Jamás he asistido a una entrada similar en un lugar semejante. ¡Qué rostro y qué porte! Tiene que darse cuenta de que yo no sabía ni siquiera cómo formular mis frases, y eso que no soy de naturaleza tímida, me imagino que ya se habrá percatado. No me atrevería a aproximarme a ella más de tres metros, excepto para ponerle un abrigo sobre los hombros. ¡O a menos que ella me lo pidiese, por supuesto! E incluso así, señor Valence, incluso entonces, estoy seguro de que todavía estaría azorado, es increíble, ¿no?

Ruggieri rompió a reír y se encontró con el rostro inexpresivo de Valence.

– ¿Y entonces? ¿Se lo ha pedido? -dijo Valence.

– ¿El qué?

– ¿Que se acerque a ella?

– ¡Claro que no!

– Y, entonces, ¿de qué estamos hablando?

– No sé, es un decir.

– ¿Y usted tiene ganas de que se lo pida?

– Claro que no. Eso no se hace durante una investigación. Pero después de la investigación, me pregunto si quizás podría pedírmelo…

– No.

– No, ¿qué?

– No se lo pedirá.

– Si usted lo dice.

¿Acaso aquel tipo no podía ser como todo el mundo? Nervioso, Ruggieri se escapó de la mirada puesta sobre él y pidió por teléfono que le trajesen un almuerzo. Después sacó una foto de su cajón. Hizo mucho ruido cerrando aquel cajón. Una mirada se puede contrarrestar con ruido, a veces funciona.

– ¡Tome! Una foto de la señora Valhubert en la identificación del cadáver… ¿ha salido bien, no?

Valence rechazó la foto con la mano. También se estaba poniendo nervioso. Se levantó para irse.

– ¿No quiere saber lo que hemos descubierto hoy por la mañana? -preguntó Ruggieri.

– ¿Es capital?, ¿o se trata de otro de sus asombros amorosos?

– Es fundamental. Por curiosidad, me he informado sobre el círculo de amigos frecuentado por los tres emperadores. Entre ellos está una chica a la que ven muy a menudo y que se llama Gabriella.

– ¿Y qué?

– Y se llama Gabriella Delorme. Gabriella Delorme. Se trata de la hija natural de Laura Valhubert, Laura Delorme de soltera.

No se notó demasiado, pero Valence acusó el golpe. Ruggieri vio cómo su nuez subía y bajaba a través de la piel del cuello.

– ¿Qué dice de eso? -sonrió-. ¿Quiere un cigarrillo?

– Sí. Continúe.

– Gabriella es entonces, sencillamente, la hija de Laura Valhubert, y nació de padre desconocido, seis años antes de la boda de su madre. He verificado todo eso en el registro civil. Laura Delorme ha reconocido a la niña y la ha educado en casas particulares y después en internados, bastante acomodados, todo hay que decirlo. En el momento de su partida para París, Laura confió la tutela oficiosa de la niña a uno de sus amigos sacerdotes que quiso ayudarla.

– Sacerdote que se convirtió después en monseñor Lorenzo Vitelli, me imagino.

– Bingo. Tenemos cita con él en el Vaticano a las cinco.

Desorientado por la impasibilidad obstinada de Valence, Ruggieri daba vueltas por la habitación a grandes pasos.

– Resumiendo -continuó-, Laura Delorme tuvo esta niña ilegítima muy joven. La ocultó mejor que peor durante seis años y, con ocasión de su boda inesperada con Henri Valhubert, encargó a su fiel amigo de relevarla en su tarea. Es evidente que Valhubert hubiese roto el matrimonio si lo hubiese sabido, es normal.

– ¿Por qué normal?

– Una chica que da a luz con diecinueve años a un niño sin padre no demuestra un grado muy alto de moralidad, ¿no cree? Sobre todo, no parece un buen augurio para el futuro. Es natural que alguien dude en casarse con ella, especialmente si ese alguien ocupa la situación social de Valhubert.

Valence tecleaba lentamente en el borde de la mesa.

– Por otro lado -retomó Ruggieri-, todo esto da mucho que pensar sobre la idea que se hace monseñor Lorenzo Vitelli de una conciencia cristiana. Proteger a esa chica y a su hija y ayudarla a escamotear, durante años, la verdad al marido, que era pretendidamente amigo suyo, resulta, en cierto modo, un poco especial para un sacerdote, ¿no?

– Lorenzo Vitelli no da la impresión de ser un sacerdote ordinario.

– Es lo que me temo.

– Es lo que yo aprecio en él.

– ¿Verdaderamente?

Como Valence no respondía nada, Ruggieri volvió a su mesa para intentar mirarlo a la cara.

– ¿Quiere decir que si estuviese en la situación del obispo hubiese hecho lo mismo?

– Ruggieri, ¿está tratando de probar mi salud moral o de resolver este caso?

Decididamente no, no se podía mirar fijamente ese maldito rostro. Valence tenía los labios apretados y su rostro estaba impávido. Cuando alzaba sus ojos claros, no había otra posibilidad que irse por la tangente. Que se vaya a la mierda. Ruggieri recomenzó sus vueltas a través de la habitación para poder continuar hablando.

– En realidad, todos los datos de la investigación se encuentran alterados. El asunto del Miguel Ángel robado, en efecto, podría no ser más que un pretexto para cubrir una intriga mucho más complicada. Y usted y su ministro van a tener dificultades para silenciar todo esto, a mi parecer. Porque, supongamos que Claudio Valhubert estuviese al corriente del secreto de su madrastra, lo que yo creo: hubiese podido suprimir a su padre para proteger a Laura, por la que siente adoración. Una adoración muy comprensible, por otro lado. Gabriella también hubiese podido hacerlo.

– ¿Para qué?

– Porque, a la muerte de su marido, Laura Valhubert, que hasta ahora no posee ningún bien propio, hereda una fortuna considerable. Está claro que su hijastro se beneficiará de este hecho, de la misma manera que su hija, que podrá finalmente salir de la sombra, dejar su escondite de Trastevere, sin miedo a las represalias de su padrastro. Dése cuenta de que Henri representaba un verdadero obstáculo en su existencia. Bien es cierto que para que la hipótesis resulte válida Henri Valhubert tendría que haber descubierto recientemente la existencia de esta Gabriella, y el resto de la familia debiera haberlo sabido y haberse puesto en estado de alerta. En el caso de que Henri hubiese decidido divorciarse como consecuencia de este descubrimiento, el porvenir tranquilo de Laura y Gabriella se vería en entredicho. Vuelta inmediata a la miseria de las afueras de Roma. Pero tendríamos que demostrar que Henri Valhubert lo había descubierto todo.

– Yo me ocupo de ello -dijo Valence.

Ruggieri no tuvo siquiera tiempo de tenderle la mano. La puerta de su oficina se cerró violentamente. Descolgó el teléfono suspirando y pidió hablar con su superior.

– Al francés le pasa algo -dijo.

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