XXXII

Valence daba vueltas como un león enjaulado en la estación de Roma mientras esperaba que el tren de las 21 horas y 10 minutos para Milán estuviese listo. Había llegado con casi dos horas de adelanto porque ya no sabía qué hacer en el hotel. Se encontraba mejor en la estación. Veía pasar ante él centenares de personas que no habían oído jamás hablar del caso Valhubert, que no habían consagrado nunca un pensamiento al caso, ni lo harían en el futuro. Oía hablar a montones de gente que nunca había estado atormentada por el caso Valhubert, gente a quien el caso le importaba un bledo y siempre le importaría un bledo. Le sentó bien. Conseguía pensar en lo que tenía que hacer en Milán. Conseguiría probablemente interesarse en los asuntos que había dejado aparcados, en su informe sobre las acciones preventivas de la municipalidad contra el hampa. Había aplazado varias citas y tendría una semana ajetreada.

Cuando el tren dejó al fin el andén, vio cómo los tejados de Roma se alejaban, erizados de antenas, y respiró. Aquellos tejados eran un verdadero desbarajuste. Se sentó y cerró los ojos sin tener tiempo de darse cuenta.

Se despertó sudoroso. Había gente que se había instalado a su lado mientras dormía, cinco personas que no sabían nada del caso Valhubert y a quienes les importaba un bledo. Cinco personas sin interés que no estaban pensando en el caso Valhubert. Valence los detestó. Su ignorancia lo llenó de horror. La mujer de enfrente, que era bastante guapa, quizás intentase hablar con él y eso que no sabía ni una palabra del asunto Valhubert. Se levantó y retrocedió en el pasillo. Estaba tiritando por culpa del aire que entraba por aquella ventana y se quedaba pegado a su camisa empapada. Tenía que cambiarse de camisa, tenía que calmarse.

El tren frenó, llegaba a una estación. Era una estación sin importancia. El tren volvió a salir casi de inmediato, lentamente, a sacudidas. Valence cogió su maleta y su chaqueta. Tuvo tiempo de saltar sobre el andén antes de que el tren hubiese tomado velocidad.

– Está prohibido hacer eso -dijo un empleado aproximándose.

– Francés… -dijo Valence como excusa-. ¿A cuánto estamos de Roma? ¿A cuántos kilómetros?

– Ochenta, ochenta y cinco… Depende desde dónde se calcule.

– ¿A qué hora pasa el próximo tren?

– No antes de una hora y media.

Valence salió corriendo de la estación. Encontró un taxi mientras subía por una gran calle al azar.

Se recostó en el asiento trasero y cerró los ojos. Estaba helado a causa de la camisa. Salían de la ciudad, tomaban la autopista. Roma, setenta y siete kilómetros.

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