XXVII

Cuando Tiberio volvió a casa, Claudio y Nerón ya habían cenado, aunque sólo eran las siete de la tarde. Habían puesto música y Nerón bailaba suavemente con grandes gestos exagerados, ejecutando círculos en la habitación alrededor de Claudio, que trataba de escribir.

– ¿Trabajas? -le preguntó Tiberio.

– Estoy concibiendo el libreto de una ópera lírica de encargo para Nerón, que ha decidido convertirse en el príncipe de las bailarinas.

– ¿Cuándo le ha dado por ahí?

– Antes de cenar. Y todo esto le ha abierto el apetito.

– ¿Cuál es la historia de la ópera? -preguntó Tiberio.

– Creo que te gustará -dijo Nerón, interrumpiendo un movimiento lánguido-. Es la mutación de un espíritu simple y apático, enamorado de una estrella, en un sapo homosexual.

– Si estáis contentos vosotros dos… -dijo Tiberio.

– Tanto como contentos, no -dijo Nerón-. Ocupados, simplemente. Desapareces sin dar explicaciones, y la biblioteca ha estado cerrada todo el día en memoria de la Santa Conciencia Degollada de los Archivos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer entonces sino bailar?

– En efecto -dijo Tiberio.

– ¿Te has hecho útil el día de hoy? -preguntó Claudio.

– No he soltado a Richard Valence.

– No juegas limpio -canturreó Nerón.

– Valence sigue detrás de Laura, lo sé -dijo Tiberio-. Creo que va a intentar colgarle también el sambenito del asesinato de la Santa Conciencia. Pero cuando estoy con él, le hago perder el tiempo, le lleno de humo la cabeza.

– Eso es lo que dices -afirmó Nerón-. Pero no es más que un pretexto para sumergirte en el lago claro de su mirada azul, cuyos abismos resplandecientes embrujan tu alma delicada.

– Nerón, no me jodas. Ahora dicen -continuó Tiberio- que los dos crímenes podrían, efectivamente, tener relación con el Miguel Ángel. Sin embargo, estoy seguro de que se equivocan. Robar en los archivos es una cosa, asesinar a dos personas es otra. Son dos profesiones completamente diferentes, ¿no os parece?

– No sé -dijo Claudio.

– No está cualificado para responder -dijo Nerón-. El emperador Claudio fue liquidado de manera lamentable.

– Voy a describir a un personaje y me diréis qué os evoca -retomó Tiberio-. Se trata de un hombre que se ha introducido hoy por la tarde en casa de la Santa Conciencia Asesinada con la intención de recuperar algo que había allí. He aquí la descripción del vecino, tal y como me la ha repetido Richard Valence.

– Deja de dar vueltas, Nerón -dijo Claudio-. Escucha a Tiberio.

Tiberio trató de restituir con precisión lo que le había contado Valence sobre el visitante con gafas.

– ¿Y quieres que esta descripción, que ni siquiera es tal cosa, nos evoque algo? -dijo Claudio-. Podría tratarse de millones de personas.

– ¿Podría tratarse de una mujer? -preguntó Tiberio.

– Podría tratarse de una persona de cualquier sexo. Gafas, un traje viejo, ¿qué quieres que hagamos con eso?

Nerón se untaba los brazos con una especie de aceite apestoso.

– ¡Nerón! -llamó Tiberio-. ¿No tienes nada que decir?

– Es demasiado fácil -murmuró Nerón con desdén-. Una adivinanza de colegial. Ni siquiera es divertida. Y donde no hay diversión…

– ¿Piensas en algo? -preguntó Claudio.

– Claudio, sabes perfectamente que no pienso jamás -dijo Nerón-. ¿Cuántas veces tendré que repetírtelo? Es vulgar. Veo, eso es todo.

– ¿Y ves algo, entonces?

Nerón suspiró, vertió un hilillo de aceite sobre su vientre y lo extendió sin energía.

– Veo -dijo- que yo mismo soy zurdo, siniestra disposición, y que utilizo a pesar de todo mi mano derecha para saludar. Ser zurdo no equivale a estar amputado de la mano derecha. Los zurdos saludan todos con la mano derecha. Suaviza las relaciones sociales. Tú mismo estás fumando con la mano izquierda. Podemos deducir dos evidencias: que el inspector Ruggieri es un cretino, prueba de ello es que trata de pensar, y que tu visitante es un diestro que no ha querido servirse de su mano derecha. Tenía, por lo tanto, una razón imperiosa para inmovilizar esa mano derecha. Puesto que el nefasto individuo trataba de disimular su identidad, es fácil concluir que esa mano derecha lo habría traicionado de una manera u otra. El resto viene solo. Es de una simplicidad desesperante.

– ¿Quieres decir que tenía una marca reveladora en la mano? -dijo Claudio-. ¿Una herida, por ejemplo?

– Claudio, querido, me avergüenzas. Esta velada mortuoria te ha fatigado. ¿Acaso una herida puede ser una marca reveladora? En ningún caso. Si te cruzas, dentro de un rato, con un tipo al que le faltan dos dedos, no sabrás, por ello, su identidad. Te dirás a lo mejor: «Vaya, ese tipo trabaja en una fábrica de salchichas, ha metido los dedos en la máquina, qué triste». O quizás, si estás realmente tocado, te dirás: «Vaya, alguien se ha comido los dos dedos de ese tipo». Y no irás más lejos. No podrás deducir la identidad del individuo. Y si ese tipo tiene una mano amarilla con cuadros azules, será lo mismo.

– Es verdad -dijo Tiberio-, ¿qué tipo de identidad se puede llevar sobre la mano derecha?

– No existen mil soluciones, Tiberio. Y en el caso que te ocupa, no hay más que una. Es por eso mismo que la he descubierto, puesto que no pienso. Si me echas aceite en la espalda, os cuento el suceso menor que ha tenido lugar hace un rato en casa de Santa Conciencia Devastada.

– ¿Qué es este aceite asqueroso?

– Algo que acabo de inventar, no te preocupes. Extiéndelo. Vuestro amigo el obispo Lorenzo mantiene un comercio escabroso con Santa Conciencia de la Victoria de los Apetitos Corporales. Al descubrir las circunstancias de su muerte brutal, recuerda con gran embarazo los billetes licenciosos con los que se complacía en agasajarla. Legítimamente alarmado, el querido Lorenzo se precipita a su casa antes de que la policía ponga las manos sobre esas zarandajas que podrían costarle su nominación a cardenal. Se pone un viejo traje de paisano que conserva desde su juventud, de ahí el aspecto anticuado que señaló con razón el vecino bonachón, se calza las gafas que no lleva más que para descifrar de vez en cuando las Sagradas Escrituras ilegibles y rompe los precintos rogando a los Cielos que lo asistan. Resulta que en estos últimos tiempos, los Cielos están de un humor un poco rechinante, lo cual es no tener suerte, y Lorenzo es interrumpido por la llegada de un vecino estúpido y leal. Se libra de él con unas cuantas palabras cívicas pero éste le tiende la mano para despedirse. Ambos sabéis igual que yo que Lorenzo no consigue ya quitarse la amatista que lleva en el anular derecho. Con el tiempo, el anillo sagrado se ha incrustado en su dedo y es por eso que yo no he podido nunca probármelo. Si tiende su mano ensortijada, puede estar seguro de ser identificado como obispo. Es como si la cruz se le escapase del bolsillo. Titubea un instante ante esta situación imprevista y tiende su mano izquierda. Y se va, sin que sepamos si ha podido o no recuperar su bien. Pero hay algo seguro y es que nos vamos a divertir mucho si la policía lo atrapa.

– Magnífico -murmuró Tiberio-, sencillamente magnífico.

Dejó a Nerón con su aceite y reflexionó de pie unos segundos.

– Las relaciones entre monseñor y la Santa Conciencia, ¿son una simple suposición?

– Es la única parte que me he inventado. Juraría todo el resto.

– Eres genial, Drusus Nero -dijo Tiberio cogiendo su chaqueta-. Hasta más tarde, compañeros.

– ¿Se ha vuelto a ir?, ¿así? -dijo Claudio.

– Ha ido a bañarse en el lago, si quieres mi opinión -dijo Nerón-. Puede llevar su tiempo. No tenemos más que continuar con el ballet del sapo apático.

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