En realidad, Valence no regresó.
No conseguía tomar la decisión de irse.
Tiberio llevaba cuatro días en estado de arresto, la investigación estaba cerrada, el aparato judicial empezaba a funcionar y él no conseguía volver a casa. Seguramente, todo el mundo había vuelto a casa. Laura, a quien la policía había liberado de toda obligación de residencia en Roma, debía de haber regresado ya. Claudio y Nerón debían de haber regresado al trabajo o a lo que fuera y el obispo debía de haber regresado a sí mismo.
En cuanto a Valence, no conseguía regresar. Se levantaba tarde, caminaba durante horas, comía, hablaba consigo mismo de vez en cuando y volvía a echarse pero nunca llegaba a dormir bien. El día siguiente al arresto de Tiberio había hecho la maleta cuidadosamente pero luego volvió a deshacerla poco a poco.
Desde entonces, esperaba descubrir la razón por la que no conseguía regresar. Se sentía perseguido por la imagen de Tiberio degollando a la Santa Conciencia por detrás. Sangrante. El verdadero emperador Tiberio no hubiese degollado jamás con sus propias manos, se lo hubiese encomendado a otros. La idea de volver a ver al degollador no lo tentaba. Ya no tenía nada que ver con él y no existía entonces ninguna razón para dedicarle más tiempo. Pero, por otro lado, no le costaba nada pasar a ver a Ruggieri para enterarse de las novedades. Después de todo, era lo normal.
Luego se marcharía.