Pidió que lo dejasen ante el hotel Garibaldi. Lo mejor era prevenir a Laura Valhubert de que se encontraba a su disposición en caso de que su banda de bribones alzase la voz. Ahora que se encontraba de nuevo en Roma estaba menos inquieto. Uno no mata a alguien así como así, con la excusa de que se acerca demasiado a los polis. Aunque es cierto que Laura podía denunciar a toda la red. De todas formas Valence dio una vuelta alrededor del hotel Garibaldi por las callejuelas adyacentes.
Las habitaciones que daban a la parte de atrás del edificio estaban casi todas oscuras. Teniendo en cuenta la escalera que ella había tomado la última vez, su habitación debía de dar a la parte de atrás. Intentaba recordar el número de su llave, la había visto cerca de su vaso. Estaba seguro de que empezaba por un dos, segundo piso entonces. Pasó bajo las ventanas y la mayor parte estaban abiertas, a causa del calor. Frente al Garibaldi, había un pequeño hotel mucho más modesto y alguien de pie sobre uno de los balcones. Un poco impresionado por el silencio de la calle, un poco tenso, se quedó inmóvil mirándolo, a una distancia de una quincena de metros. En realidad la silueta era poco visible porque la habitación no estaba iluminada. Se podía simplemente adivinar que se trataba de un hombre. Valence no se movió. No le gustaba que aquella silueta no hiciese un solo movimiento y no le gustaba que el balcón estuviese en el segundo piso.
Era absurdo desconfiar de un hombre solitario que tomaba el aire, sólo porque se alojaba frente al Garibaldi a la altura de la habitación de Laura. Podían existir centenares de hombres tomando el aire en balcones aquella noche. Pero éste no se movía. Valence se aproximó sin hacer ruido, pegándose al muro para no correr el riesgo de entrar en el campo de visión del hombre si éste se inclinaba. ¿Qué es lo que pasaba en el balcón? ¿Se queda uno sobre un balcón en la oscuridad durante minutos enteros sin moverse un solo centímetro? Sí, ocurre. Puede ocurrir.
Valence respiraba lentamente. La noche lo transformaba en un ojeador peligroso y ya no podía irse, en absoluto. Vigilar en silencio se había convertido en su único pensamiento. Pasaron así tres cuartos de hora. Un viento de tempestad se levantó a rachas. La contraventana se cerró de golpe en el balcón y rozó a la silueta. Esto produjo un sonido sordo y Valence se crispó. Ese sonido no le gustaba. Si la contraventana hubiese golpeado un arma, hubiese hecho exactamente el mismo ruido. La contraventana podía perfectamente haber golpeado cualquier otra cosa metálica. Pero hubiese podido también golpear un arma. Valence recogió suavemente su maleta y retrocedió sobre la acera pegado siempre a la pared. Cuando llegó al ángulo de la calle, corrió y se hizo abrir la puerta del Garibaldi. Hacía ya una hora que un hombre estaba apostado en la oscuridad, frente al segundo piso y ese hombre tenía con él algo metálico.
Abordó con bastante brusquedad al joven que se encontraba de guardia en la recepción. Laura Valhubert aún no estaba en su habitación, su llave estaba en el tablero, 208.
– ¿Adónde da la habitación? ¿A la parte de atrás?
– Sí, señor.
– ¿En qué lugar exactamente?
– ¿Debo decírselo?
– Misión especial -dijo Valence, enseñando su tarjeta.
– Da al medio de la calle, frente al viejo hotel Luigi.
– Sírvame un whisky en el bar, se lo ruego. Diga a la señora Valhubert que la espero allí y no le permita bajo ningún concepto subir antes a su habitación. Mejor dicho, déme su llave, será más seguro.
Hablaba con rapidez. No tenía miedo. Ahora sólo era consciente de que una silueta asesina esperaba a Laura en la sombra del hotel Luigi y que él no podía llamar a nadie en su ayuda. Prevenir a la policía lo obligaría forzosamente a explicar el tráfico de Laura y del Doríforo y aquello conllevaría su arresto inmediato. Tenía que arreglárselas él solo con el asesino.
– La señora Valhubert está todavía en el bar -dijo el joven tendiéndole la llave.
Había reprobación en su frase.
Valence atravesó el hotel silencioso hasta el bar. Laura estaba sola, acodada sobre una mesa con el rostro apoyado en sus manos cerradas. Retenía apenas un cigarrillo entre los dedos. Tenía la impresión de que si hacía ruido al acercarse iba a desencadenar la muerte que esperaba en la calle y que Laura desaparecería antes de que él tuviese tiempo de alcanzarla. De la misma manera que se dice que un grito provoca una avalancha. Cuando llegó tras ella, habló con una voz casi inaudible.
– Sígueme en silencio -dijo-. Tengo que sacarte de aquí.
Ella no se movió. Estaba encogida e inmóvil. Él rodeó su silla y la miró.
– Tienes que seguirme, Laura -repitió en voz baja.
¿Qué otra cosa podía hacer? Estaba allí de pie junto a la mesa con aquella mujer magnífica y desanimada a la que tenía que sacar de allí. Decidió mentir.
– No te preocupes más por Tiberio -dijo-. Han abandonado la inculpación de asesinato. El juez dice que no le caerán más de dos años. Ven sin hacer ningún ruido, sígueme.
Ella dio una calada sin alzar la cabeza.
– Alguien te espera frente a tu ventana para dispararte -continuó Valence.
Laura se alzó lentamente y la ceniza de su cigarrillo cayó sobre la mesa. Se quedó de pie delante de Valence, sin mirarlo, con la cabeza baja.
– Todo esto me joroba -dijo-. No puedes comprender hasta qué punto todo esto me joroba.
Valence titubeó. Se quedó unos segundos así con Laura de pie muy cerca de él. Ya está, pensó, cerrando los ojos, la famosa caída, estoy acabado. La cogió entre sus brazos.
– Laura -dijo-, estamos acabados.
La arrastró por los sótanos y las cocinas del Garibaldi, que daban al otro lado de la calle. Tomaron un taxi para ir a su hotel. Valence agarraba a Laura por la muñeca.
– Mañana nos mudaremos -dijo-. Nos mudaremos todos los días.
– Me has mentido sobre Tiberio.
– Sí.
– Van a acusarlo de los dos asesinatos.
– Sí.
– Ese chico me importa.
– Les da igual.
– Pero a ti no.
– No.
– Sé algo que no puedo decirte.
– ¿Qué?
– Gabriella. No puedo decírtelo antes de estar segura. Pienso en ello desde hace días.
– ¿Tiene que ver con los asesinatos?
– Sí. Estoy harta de pensar en ello.
– Laura -dijo Valence, alzando la voz-, no seré yo quien salvará a Tiberio. Ni tú tampoco. Será el mismo Tiberio el que salvará a Tiberio.
– ¿Por qué dices eso de repente?
– Porque Tiberio es emperador.
Laura lo miró.
– Te han enloquecido -murmuró.
Valence todavía llevaba a Laura agarrada por la muñeca. A fuerza de apretar, puede que le hiciese daño. Pero ni se planteaba el soltar aquella muñeca. Volvió la cabeza, miró por la ventana del coche la calle oscura que pasaba. Miró con atención aquella calle, aquellas farolas, las casas vetustas, todo le importaba un bledo. Valence estaba pensando: «Aún la quiero».