XXXIV

– Dios santo -suspiró Tiberio-, Dios santo, es viernes.

Se puso rígido sobre su colchoneta y trató de reunir el mayor número posible de ideas. Era verdaderamente asombroso. Se quedó con el rostro impasible, mirando fijamente el techo, explorando de repente un mundo de evidencias, respirando muy suavemente para no espantar a la cadena de pensamientos que tomaban vida en su cabeza. La emoción le atenazó el vientre. Se alzó con precaución, aferró sus manos a los barrotes y aulló.

– ¡Carcelero!

El guardia apretó los dientes. Desde el principio, este tipo se había obstinado en llamarlo «carcelero» como si se creyese en una prisión del siglo XVII. Era exasperante pero Ruggieri le había pedido que no contrariase inútilmente a Tiberio por pamplinas. Estaba claro que Ruggieri ya no sabía cómo comportarse con aquel enajenado.

– ¿Qué ocurre, prisionero? -preguntó.

– Carcelero, haz venir aquí a Ruggieri sin más tardanza -recitó Tiberio.

– No se molesta al comisario sin un motivo imperativo a las ocho de la tarde. Está en su casa.

Tiberio sacudió los barrotes.

– Carcelero, Dios santo. ¡Haz como te pido! -gritó.

El guardia recordó las consignas de Ruggieri. Avisarlo en cuanto el preventivo manifestase un cambio de actitud, un deseo de hablar a cualquier hora del día o de la noche.

– Cállate, prisionero. Vamos a buscarlo.

Tiberio permaneció de pie, colgado de los barrotes hasta que llegó Ruggieri media hora más tarde.

– ¿Quiere hablar conmigo, Tiberio?

– No, quiero que vaya a buscarme a Richard Valence, es terriblemente urgente.

– Richard Valence ya no está en Roma. Regresó a Milán ayer por la noche.

Tiberio apretó los barrotes. Valence no lo había escuchado y había dejado a Laura sola frente a la noche de Roma. Valence era un hijo de puta.

– ¡Vaya a buscarlo a Milán! -aulló-. ¿A qué espera?

– Tú -dijo Ruggieri mirándolo a la cara- me pagarás un día u otro tus insultos. Haré que avisen al señor Valence.

Tiberio volvió a dejarse caer sobre la colchoneta, sentado, con la cabeza sobre los brazos. Valence era un hijo de puta pero tenía que hablarle.

Abrieron la puerta poco tiempo después. Tiberio respiró con fuerza viendo cómo Valence entraba en la celda.

– ¿Vino en avión? -dijo Tiberio.

– No me he ido a Milán -dijo Valence-. Casi nunca lo hago.

– Entonces… ¿has hecho lo que te he pedido para Laura?

Valence no respondió y Tiberio repitió su pregunta. Valence buscó sus palabras escrupulosamente.

– He sido muy bíblico con Laura -dijo.

Tiberio se echó hacia atrás y lo examinó.

– ¿Quieres decir que os habéis desplomado de amor bíblico y que te has acostado con ella?

– Sí.

Tiberio dio lentamente una vuelta a la celda, cruzando las manos tras la espalda.

– Bueno -dijo al fin-. Bueno. Si es así.

– Sí es así -dijo Valence.

– Tendré que pensar en proponerte un cargo consular cuando salga de aquí. ¡Porque voy a salir de aquí, Valence!

Tiberio se volvió con el rostro alterado.

– ¿Puedes decirme de memoria el texto de mis billetes, los que encontraron en casa de la Santa Conciencia de los Archivos Arrasados? Inténtalo, es muy importante, es vital, concéntrate.

– Maria… -dijo lentamente Valence frunciendo las cejas-. Maria… Mesa-ventana n.° 4 martes… Maria Mesa-puerta n.° 2 viernes… Maria… Mesa-ventana n.° 5 viernes… María… lunes… Maria…

– ¿No lo entiendes, Cónsul? ¿No lo entiendes? ¿No entiendes entonces lo que dices? María Mesa-puerta n.° 2 viernes… ¡Viernes!

– ¿Qué pasa con el viernes?

– ¡Pues que el viernes -gritó Tiberio-, el viernes toca pescado! ¡Toca pescado, Valence, por el amor de Dios!

Tiberio lo sacudió por los hombros.


Un cuarto de hora más tarde, Valence entraba como una exhalación en el despacho de Ruggieri, que no se había decidido a marcharse y que lo esperaba.

– ¿Y qué, señor Valence? ¿Qué era eso tan personal que tenía que decirle ese chiflado?

Valence lo agarró por el brazo.

– Envíe a seis hombres, Ruggieri, dirección Trastevere, al domicilio de Gabriella Delorme, en coches civiles. Sitúese en el coche que bloqueará la entrada principal. Subiré yo solo a su casa. Le haré una señal por la ventana en el momento en que deba reunirse conmigo.

A Ruggieri no se le ocurrió protestar ni quiso acompañar a Richard Valence. Movió simplemente la cabeza pidiendo que le hiciese comprender.

– Más tarde, Ruggieri, se lo explicaré de camino. Prepare una orden de arresto.


Como era viernes, había gente en casa de Gabriella pero la velada era pesada y lenta. En el fondo de la habitación, Nerón estiró sus ojos con los dedos para examinar a Valence que entraba, se sentaba y servía una copa. Lo miraron todos sin hablar, Gabriella, el obispo a su lado y Laura flanqueada por Claudio y por Nerón.

– ¿Nos trae novedades, centurión? -preguntó Nerón.

– Sí -dijo Valence.

Nerón se estremeció y se levantó.

– Ése es un verdadero sí -dijo a media voz-. Es un sí que cuenta. ¿Qué ocurre, señor Valence?

– Tiberio no ha matado ni a Henri Valhubert ni a Maria Verdi.

– Eso no es ninguna novedad -dijo Claudio duramente.

– Sí. Ruggieri acaba de destruir el acta de acusación. Está levantando otra.

– ¿Qué han descubierto? -preguntó Nerón sin dejar de estirarse los ojos.

– Hemos descubierto que hoy es viernes, y el viernes toca pescado. Toca pescado y toca tregua. Es tregua y es abstinencia para Maria Verdi. Es abstinencia y pureza. Todos los viernes Maria Verdi se abstenía de su complicidad con Tiberio y Tiberio respetaba sonriente esta conmoción religiosa semanal. Los ladrones de la Vaticana libraban el viernes.

– ¿Y qué? -dijo Claudio.

– En dos de los billetes encontrados en casa de Maria, Tiberio ha escrito: Mesa-puerta n.° 2 viernes y Mesa-ventana n.° 5 viernes… Pero Tiberio no ha hecho nunca trabajar a Maria el viernes. Esos dos billetes son falsos y los otros nueve también. Los verdaderos billetes fueron destruidos realmente por Maria pero estos otros fueron depositados en su casa antes de su muerte para hacer caer a Tiberio.

Valence se levantó, abrió la ventana e hizo una señal a Ruggieri.

– Las apariencias… -murmuró cerrando la ventana-. Cuando un apartamento es devastado, uno se imagina que buscaban algo, uno nunca piensa que han depositado algo. Esos billetes no estaban en casa de Maria antes de que Lorenzo Vitelli viniese a dejarlos.

Ruggieri entró con dos hombres. El obispo les tendió las manos antes de que se lo pidiesen. Valence vio cómo el poli joven titubeaba ante el anillo episcopal antes de cerrar las esposas sobre sus muñecas. Gabriella gritó y se arrojó sobre Lorenzo pero Laura no se movió y no dijo nada.

Valence, apoyado en la ventana, la contempló mientras se llevaban al obispo. Laura no había vuelto la cabeza hacia Vitelli y él tampoco hacia ella. Los dos amigos de la infancia se separaban sin una mirada. Laura se mordía los labios y fumaba con esa distracción soberana que le hacía ignorar la ceniza que caía en el suelo. Se miraba las manos con la cabeza inclinada, agotada, con todo lo que el agotamiento conlleva de distancia y de tristeza. Richard Valence la examinaba, buscaba en ella la respuesta que le faltaba. Ahora sabía que Lorenzo Vitelli había envenenado a Henri y degollado a Maria Verdi. Lo sabía porque los hechos lo probaban. Comprendía al fin la sucesión verdadera de los acontecimientos y sabía cómo el obispo los había dominado magistralmente desde hacía trece días. Pero no sabía por qué razón. Esperaba a que Laura hablase.

Ahora, Laura había apoyado su frente sobre su mano y a él le costaba separar sus ojos de ella.

Desde la desaparición silenciosa de Vitelli y de los policías, Nerón se había quedado cerca de la puerta apoyado contra el marco y clavaba su ojo izquierdo, estirado por un dedo, sobre Valence. Valence se daba cuenta de que Nerón lo veía mirar a Laura. Sabía que Nerón era capaz de leer todos sus pensamientos en su rostro y en aquel momento era incapaz de conservar su rostro inexpresivo. Le daba igual.

Nerón sonreía, Nerón revivía después de casi haber pegado fuego a Roma. Se preguntaba cuál de ellos iba a ser el primero en romper aquel silencio que duraba desde que el gran obispo se había ido. Él mismo no tenía ganas de romperlo. Era tan agradable y tan incómodo aquel silencio tonto, era la primera vez que se callaban todos desde hacía trece días. Él volvía nítida la imagen de Richard Valence estirando su ojo izquierdo y aquello le gustaba. Cuando soltaba su ojo, Valence se volvía borroso y, cuando tiraba, Valence se volvía preciso con la mirada azul y las mechas negras cayendo sobre su frente y la respiración agitada. Nerón no había tratado mucho a Valence pero era evidente que, desde hacía varios días, no estaba en su estado normal y le gustaba asistir a aquello. Mucho incluso. El espectáculo de los grandes amores siempre ha fascinado a los príncipes, se dijo Nerón.

Se separó blandamente de la puerta y fue a escoger una botella de alcohol fuerte.

– Estoy seguro de que todo el mundo preferiría estar borracho -dijo al fin.

Dio la vuelta a la habitación sin darse prisa y tendió a cada uno su vaso. Al llegar cerca de Laura, se puso en cuclillas y le puso una copa en la mano.

– ¿Y todo esto por qué? -le dijo-. Por poca cosa. Porque monseñor es el padre de Gabriella.

Laura lo miró con un poco de miedo.

– ¿Y cómo sabes eso, Nerón?

– Salta a la vista. Lo he sabido siempre.

Valence se sorprendió de tal modo que tuvo que buscar sus palabras. Miró a Claudio, que estaba petrificado, y a Gabriella, que tenía aspecto de no oír nada.

– Pero si ya lo sabías, Dios santo -le dijo a Nerón-, ¿porqué no lo has comprendido todo desde el principio?

– Pues porque no pienso -dijo Nerón levantándose.

– Y ¿qué haces ahora?

– Gobierno.

Los miró sonriendo.

– ¿A qué esperamos para estar borrachos? -añadió.


Valence se apoyó pesadamente en la ventana. Lentamente, echó la cabeza hacia atrás. No podía seguir mirando al techo. Tenía que pensar, no tenía que hacer otra cosa que pensar. Claro, Nerón tenía razón, tanta razón. Y él no se había dado ni cuenta. Gabriella era la hija de Lorenzo Vitelli, la hija del obispo. Era exactamente lo único que había que saber. Después todo era tan fácil. Henri Valhubert que descubre la existencia de Gabriella, la hija bastarda que le esconden desde hace dieciocho años. A partir de ahí, está acabado. Está acabado porque quiere saber. Es algo que uno no puede evitar. Quiere saber y todo se pone en marcha. Va a ver a su amigo Lorenzo en quien confía plenamente para hablarle acerca de Gabriella. Quizás se haya inquietado por la reacción del obispo, quizás percibió de repente el parecido vago que une a padre e hija, o quizás dedujo esta paternidad de todo lo que sabe de Laura y de Lorenzo. ¿Qué importa? Ocurre que de repente Henri Valhubert sabe. Cuando tiene lugar el nacimiento, Vitelli ya está en las órdenes. Bajo su amenaza, Laura se calla. Padre desconocido. Su matrimonio con Valhubert la condena aún más al silencio. Y después Lorenzo se encariña con su hija. Es idiota pero es así. No existe riesgo, sólo se parecen si uno lo piensa. Él sabía bien de dónde sacaba Laura su dinero y eso era otra manera de asegurarse para siempre su silencio.

Henri Valhubert irrumpió en esta vida secreta que discurría suavemente desde hacía veinticuatro años. El obispo tenía que matar a aquel imbécil que iba a malograr su puesto de cardenal y toda su carrera, que iba a malograr todo el porvenir de Gabriella. Lo envenena sin titubear durante la fiesta decadente. El asunto del Miguel Ángel era una excusa espléndida. Investiga sin cejar para resolverlo y el resultado va más allá de sus esperanzas: Tiberio desvalija la Vaticana, Tiberio es perfecto para cargar con el asesinato en su lugar.

Pero no puede precipitarse. Ante todo no precipitarse. ¿Qué podría pensar de él Ruggieri si fuese a entregar a Tiberio, al joven Tiberio al que quiere tanto? El poli podría desconfiar, podría intentar comprender qué es lo que lo empuja a él, un hombre de Iglesia, a entregar a Tiberio con tanto celo. Lo que debe hacer es conducir suavemente a los polis para que descubran ellos mismos la culpabilidad de Tiberio, conservando mientras tanto su papel de protector. El único problema es Maria. Maria no es tan tonta. Lo frecuenta desde hace tantos años. No cree en su abnegación. Y peor aún, sospecha de él en relación con el asesinato. Ha comprendido desde hace mucho tiempo la historia de Gabriella, o quizás haya sorprendido la conversación entre Valhubert y el obispo en su despacho. Probablemente le propuso a Vitelli comprar su silencio con el suyo: ella no diría nada sobre Gabriella si él no decía nada sobre Tiberio. El obispo acepta y después la mata. Y el cerco se cierra sobre Tiberio. Es perfecto. Pero tras el arresto, Laura vacila y posee suficientes elementos para comprenderlo todo. Quiere mucho a este maldito emperador y él nota que está debilitándose, cediendo terreno día a día. Laura va a plantarle cara a él, al obispo. Tiene que eliminar a Laura. Una amenaza del Doríforo, después el asesinato y todo parecerá normal. Matar a Laura. Ha debido costarle trabajo tomar la decisión. Mucho trabajo.

– ¿Cómo has hecho, Nerón? -preguntó Valence en voz baja sin perder de vista el techo-. ¿Cómo has hecho para averiguar lo del obispo y Gabriella?

Nerón hizo una mueca.

– Bueno, cómo lo diría, veo cosas en lo infravisible -dijo.

– ¿Cómo has hecho Nerón? -repitió Valence.

Nerón cerró los ojos y cruzó los dedos sobre su vientre.

– Cuando Nerón hace eso -comentó Claudio-, es que no tiene intención de hablar.

– Justo, amigo mío -dijo Nerón-. Cuando Nerón hace eso podéis iros todos a tomar por culo.

– Soy yo la que se lo dije ayer -dijo Gabriella.

Se había levantado y miraba muy lejos.

– Tú no lo sabías -murmuró Laura.

– Había momentos en los que sí lo sabía.

– Si sabías eso -dijo lentamente Valence-, sabías también quién había matado a Henri y a Maria.

– No. Sólo por momentos -dijo Gabriella.

– ¿Por qué sólo se lo dijiste a Nerón?

– Me gusta Nerón.

– Ahí lo tiene -dijo Nerón sin abrir los ojos-. Infinitos enredos sentimentales sobre los que se tejen y zozobran los destinos de los príncipes…

– Cállate, Nerón -dijo Claudio.

Nerón pensó que Claudio estaba mejor. Era una buena noticia. Valence pasó una mano sobre sus ojos y dejó la ventana.

– El alcohol está ahí -le dijo Nerón extendiendo el brazo.

– Tiberio ha guardado en una caja fuerte seis de las once piezas robadas -dijo Valence-. Probablemente podremos recuperar las que faltan si pagamos su precio.

– Pero incluso si las once piezas son restituidas a la Vaticana -dijo Claudio-, Tiberio no quedará liberado de culpa. Será juzgado y condenado de todas formas.

– Pero tenemos a Édouard Valhubert -dijo Laura-. Cerrará el caso.

– ¿Piensas en un chantaje o algo así? -preguntó Claudio.

– Por supuesto, querido.

– Es una idea estupenda -dijo Claudio.

Valence atravesó la habitación. Quería ver a Tiberio.

– Dale un beso de mi parte -dijo Laura.

Salió suavemente sin dar un portazo.

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