Richard Valence dejaba reposar el auricular sobre sus hombros. Tenía los ojos cerrados mientras escuchaba de lejos el zumbido de la voz de Paul.
– Ya he sido bastante claro esta mañana, Paul -dijo-. ¿Espera hacerme cambiar de opinión?
– Es una orden del ministro, Valence.
– Dígale que se vaya a tomar por el culo. Yo no recibo órdenes.
Paul apretó los dedos sobre el teléfono. Sentía perfectamente que Richard Valence no lo escuchaba con atención. Debía de estar haciendo otra cosa al mismo tiempo, leer el periódico o responder al correo. Contradecir a Valence era algo agotador. Lo que estaba bien del teléfono era que al menos no tenía que soportar su mirada.
Paul miró fijamente el techo de su despacho.
– Está equivocado, Valence. Muy equivocado. Va a meterse en el peor avispero de su carrera.
Escuchó una exclamación. No necesitaba estar en Milán para conocer el efecto que debía producir su terquedad sobre Richard Valence. Paul pensó en los insectos que zumbaban en redondo alrededor de aquel toro negro cerca de su casa en España. Sabía que no era un pensamiento fácil, este asunto de insectos y de toro negro, pero siempre le venía a la cabeza cada vez que hablaba de esta suerte con Valence. También ocurría a la inversa, no podía evitar pensar en Valence cada vez que iba a ver a aquel toro en España. El toro se llama Esteban. Paul está enamorado de ese toro y no le gusta la idea de que un día Esteban muera antes que él. Hacen falta muchos insectos muy insistentes para conmover a Esteban. Quizás, tras una hora de acoso, el poderoso animal desplace su cuerpo. Es una masa pesada e inquietante. La línea de las vértebras dibuja su espalda, y a uno le gustaría poder seguirla con los dedos, para ver qué pasa. Pero en el último minuto, la línea de esa espalda o el movimiento de su cornamenta, nos hace retroceder. De hecho, Valence le hace retroceder.
– Si no acepta esta misión al momento, Valence, está acabado. Valhubert ha sido muy claro.
– No me canse con eso, Paul, yo sabré siempre arreglármelas. No es la primera misión que rechazo.
– Valhubert tiene la intención de hacerme responsable de su negativa. Por lo cual, estará destrozando mi carrera al mismo tiempo que la suya.
Valence rió brevemente.
– Por eso tengo derecho a saber -continuó Paul-. ¿Por qué rechaza esta misión?
Paul apretó las mandíbulas. Nadie acostumbraba a hacer preguntas directas a Richard Valence. Valence podía decidirse a responder de la misma manera que podía decidirse a no volver a verte, dependía. Y nadie había comprendido aún de qué dependía. En este momento, Valence no decía nada, se limitaba a respirar ante el auricular.
– Sólo hay dos cosas que podrían impedirle hacerse cargo de esta investigación -respondió Paul-. La primera razón sería estar muerto. ¿Está muerto, Valence?
– Creo que no.
– La segunda es ser juez y parte.
– Precisamente. Conozco a la víctima.
– Lo siento. ¿Era amigo suyo?
– No, lo conocí hace mucho tiempo, hace al menos dieciocho años.
– ¿Dieciocho años? ¿Y eso es para usted conocer a la víctima? ¿Y a su hijo? ¿Y a su mujer?, ¿ha conocido también a su familia?
– A ella la he visto. Si mal no recuerdo, pertenecía, sin lugar a dudas, al género de la mujer eterna. No sabía que tenían un hijo. Lo esencial, Paul, es que no tengo ganas de mezclarme en la muerte del señor Henri Valhubert. Me molesta. Y por una vez seguiré la ley: uno no se mezcla en un asunto criminal si conoce a uno de los figurantes, por poco que sea. Es una cuestión de deontología, se lo puede contar al ministro.
– Eso no se sostiene, Valence.
– Voy a colgar, Paul, tengo trabajo. Acepte esta misión. Se las arreglará muy bien.
– No. Debe ser usted y nadie más.
Valence rió.
– Es usted un cobarde, Valence. Se agarra al primer pretexto para escapar de una misión que lo atemoriza, sólo porque hace años que ya no trabaja sobre el terreno, en el corazón de verdaderos crímenes con verdadera sangre, y se distrae lejos de la escena formulando teorías y produciendo kilos de papel que no están nunca impregnados de sangre. Ahora todo eso le da asco. Ya no es como antes.
– Es usted un cerdo, Paul, y un imbécil.
Después Valence permaneció un momento sin decir nada. Paul trataba de pensar en Esteban.
– ¿Cuál es el horario del tren para Roma?
– Dentro de tres cuartos de hora.
– Vaya a decirle al ministro que me voy. Que volveré dentro de quince días como muy tarde con el asunto terminado. Que volveré con una maleta llena de sangre, de vísceras, de lágrimas y que la vaciaré sobre sus mesas y que la vaciaré lo suficiente como para hacerles vomitar.
– Buena suerte, Valence.
Cuando Paul colgó el teléfono, sus manos temblaban un poco, no tanto porque había conseguido que Richard Valence se moviese, sino a causa de la brutalidad de la conversación. Este tipo siempre lo había atraído y repelido al mismo tiempo. Había logrado enviarlo a Roma. No tenía más que esperar aquella maleta repleta de vísceras. Valence era un hombre de gusto y no le gustaban las vísceras. Paul no hubiese querido estar en su lugar en aquel momento.