VIII

¡Esa vuelta a Malevil a la caída de la noche! Yo cabalgaba a la cabeza, en pelo sobre Amaranta, con mi carabina en bandolera, el cañón cruzándome el pecho, Miette rodeándome la cintura por detrás, porque a último momento me había dado a entender con su mímica que le gustaba ir a la grupa. Iba al paso, porque Malabar, que hubiera seguido a mi potranca hasta el fin del mundo, se ponía a trotar cuando ella se adelantaba demasiado, imprimiendo a la carreta un movimiento demasiado vivo. Esta, además de la Falvina, del Jacquet y de Thomas, acarreaba un increíble amontonamiento de colchones y bienes perecederos. Y además de todo esto, atada detrás con una cuerda, marchaba dando tumbos, una vaca preñada con un enorme vientre y que la Falvina no había querido dejar en El Estanque, ni siquiera una noche, porque estaba por depositar, según me dijo ella.

Tomamos por la planicie y la ex granja de Cussac, reducida a cenizas, porque no era cuestión, con el remolque, de pasar los muros de piedra seca que cortaban la pequeña llanura bajando hacia los Rhunes. Por otra parte Jacquet me aseguró que el camino, aunque más largo, no estaba repleto de troncos calcinados. Lo había tomado varias veces cuando por orden del padre venía hasta la proximidad de Malevil para espiarnos.

Cuando el remolque hubo franqueado, no sin trabajo, la pradera en cuesta que ascendía hasta lo de Cussac, nos encontramos en el camino asfaltado y como ya era de noche, tuve la tentación de adelantarme para tranquilizar a mis compañeros de Malevil. Pero cuando vi, o mejor dicho cuando escuché a Malabar que se ponía a trotar detrás de Amaranta sobre el macadam, y a la vaca mugir detrás del remolque porque el cabestro tendido la estrangulaba, retuve mi animal y volví a ponerme al paso. La pobre vaca tardó mucho en reponerse de su emoción, a pesar de los consuelos que le prodigaba la Falvina, peligrosamente asomada por la trasera del remolque. Acoto que se llamaba Marquesa, lo que la colocaba dentro de la escala nobiliaria muy por debajo de nuestra Princesa. Mi tío insistía que fue en tiempos de la Revolución, cuando comenzó la caza de los ex nobles, cuando los campesinos de nuestros alrededores, por irrisión, les pusieron a sus animales esos títulos. Era lo menos que podían hacer, concluía la Menou, después de todo el mal que nos han hecho, que hasta bajo Napoleón III, no lo podrás creer, Emanuel, hubo un conde de La Roque que colgó a su cochero porque le había desobedecido, y ni siquiera mereció un día de cárcel.

Me remontaba mucho más allá en el tiempo de la Revolución cuando divisé a lo lejos, iluminado por las antorchas, el torreón del castillo. Se me calentó el corazón de volver a verlo. Y supe exactamente lo que sentía el señor de la Edad Media cuando, después de haber guerreado a lo lejos, volvía a su casa, indemne y victorioso, trayendo a su guarida carretas repletas de botín y de cautivos. Claro es que no era del todo igual. Yo no había violado a Miette y ella no era mi cautiva. Por el contrario, la había liberado. Pero el botín era considerable y compensaba con creces las tres bocas de más para alimentar: dos vacas, una, la Marquesa, próxima a parir, otra en plena lactancia dejada provisoriamente en El Estanque en compañía de un toro, un verraco y dos marranas (no cuento el cerdo convertido en chacinado), dos o tres veces más gallinas que las de la Menou, y sobre todo, trigo en cantidad, puesto que el Wahrwoorde tenía la costumbre de hacer su pan. Su granja pasaba por ser pobre porque el Wahrwoorde no gastaba nada. En realidad, como ya he dicho, tenía algunas tierras buenas sobre la meseta del lado de Cussac. Y esta noche no llevaba conmigo ni la décima parte de las riquezas del Estanque. Calculaba que haría falta todo el día siguiente y pasado mañana y varios viajes con los dos remolques para acarrear todo, cosas y animales.

Es curioso cómo la falta de auto cambiaba el ritmo de la vida: de Cussac a Malevil, a paso de caballo, necesitamos una hora en tanto que, con mi coche, hubiera puesto diez minutos. Y qué de pensamientos en ese lento balanceo-contoneo en pelo sobre Amaranta, de la que sentía el calor y el sudor, y detrás de mí, Miette, con sus dos brazos alrededor de mi cintura, con la cara apretada contra mi nuca y sus pechos contra mi espalda. ¡Qué de regalos me hacía! ¡Y qué sabia lentitud! Por primera vez después del día del acontecimiento, me sentía feliz. Bueno, no, no del todo feliz. Pensaba en Wahrwoorde bajo el suelo, con la boca y los ojos llenos de tierra que también llenaba su pecho. ¡Un astuto sire! ¡Un enérgico paria! Viviendo según su ley, no aceptando ninguna otra. Coleccionando machos, también. Porque era un lujo excepcional encontrarlos reunidos en una granja tan chica: un verraco, un padrillo, un toro, y eso en una región donde todos los cultivadores no crían más que hembras, todas nuestras vacas eran vírgenes inseminadas; en cambio el Wahrwoorde respetaba el principio masculino. No era únicamente un caso de autarquía el suyo. Adivinaba un culto casi religioso por el animal viril y dominador. Él mismo era el supermacho de la aparcería humana del Estanque considerando que todas las mujeres de la familia le pertenecían, nueras incluso, desde la pubertad.

Nos acercamos a Malevil y me cuesta ahora retener a Amaranta que, a cada rato, se pone al trote. Pero a causa de esa pobre Marquesa que camina detrás de la carreta con su abultado vientre bamboleando entre sus cortas patas, la retengo con mano firme, con los codos pegados al cuerpo. Me pregunto qué pensará mi potranca de la jornada que ha pasado. Secuestrada, desflorada y devuelta al redil. Claro, ahora me doy cuenta por qué ha seguido al raptor: ha sentido en él el olor del padrillo. Y ahora, Lindo Amor también ha debido sentir nuestra llegada, porque un relincho lejano llega hasta nosotros, al que responden Amaranta, y pasado el momento de sorpresa (¡cómo, una segunda yegua!) la fuerte voz de Malabar. La noche que cae está llena de olores animales que viajan, se llaman y se contestan. Sólo nosotros no sentimos nada. Al menos por la nariz, porque Miette se amolda todo a lo largo de mi cuerpo, pegados contra mí sus muslos, su vientre y sus pechos. Cuando Amaranta apura el trote, Miette se aprieta más contra mí, se prende con toda su alma con sus dos manos enlazadas una con otra sobre mi vientre. Sin duda es la primera vez que monta en pelo. No lo olvidará. Yo tampoco. Todas esas curvas detrás de mí viven, palpitan y me tienen al calor. Me siento hundido, acolchado, hospedado. Si por lo menos pudiera relinchar, yo también, en lugar de pensar. Y no tener miedo del futuro en el seno de mi felicidad presente.

Han sido pródigos en antorchas, en Malevil. Dos sobre el torreón y dos clavadas en las troneras del castillete. Mi corazón golpea, miro mi maravilloso castillo, tan fuerte, tan bien guardado. Y mientras subimos la empinada cuesta que va a llevarnos hasta él, admiro en segundo plano, en el claroscuro de las antorchas, el inmenso torreón vertical y delante de mí el castillete de entrada, y siguiendo, la muralla sobre la cual de inmediato, tendiendo el cuello entre las almenas, aparecen unas sombras que todavía no identifico. Alguien blande una antorcha por encima del parapeto. Alguien grita:

– ¿Eres tú, Emanuel?

Lamento no tener estribos. Me levantaría sobre Amaranta.

– ¡Soy yo! ¡Es Thomas! ¡Traemos gente!

Exclamaciones. Palabras confusas. Oigo el sordo crujido de los dos batientes de la pesada puerta de roble que giran. Los gruesos goznes están bien aceitados, es la madera la que se queja al ser desplazada. Franqueo el umbral, reconozco al porta-antorcha: Momo.

– ¡Momo, cierra la puerta detrás de la vaca!

– ¡Emanouel! ¡Emanouel! -grita el Momo en el colmo de la excitación.

– ¡Una vaca! -grita la Menou riendo de contento-. ¡Y fíjense que nos trae una vaca!

– ¡Y un padrillo! -grita Peyssou.

¡Parezco un héroe! ¡Qué de palabras a mi alrededor! Veo negras siluetas que se agitan. Todavía no distingo las caras. Y Lindo Amor que de su box, ahora a pocos metros de nosotros, ha sentido cómo el padrillo relincha a todo lo que da, golpea los cascos contra su puerta, mete un ruido infernal, y Malabar y Amaranta le contestan por turno. Delante de La Maternidad me detengo para que Lindo Amor, viendo nuestros caballos, se calme. No sé si los distingue, pero en todo caso se calla. En cuanto a mí, no veo ni jota, porque Momo, el porta-antorcha, está cerrando la pesada puerta y la Menou, que detenta la linterna eléctrica (la primera vez que la usa desde que se la he confiado) inspecciona la vaca al final del convoy. Los compañeros se han reunido alrededor de Amaranta y distingo ahora a Peyssou por el vendaje blanco que le envuelve la cabeza. Alguien, Colin me parece, dado su tamaño, ha tomado las riendas de la yegua, y como ésta baja la cabeza, paso mi pie derecho por encima del cogote y me bajo de volteo, costumbre que no me gusta nada porque me parece teatral, pero no había otro modo de hacerlo, con Miette a la espalda, de la que acabo de desanudar las manos. Apenas en tierra, Peyssou me agarra bruscamente y sin ningún pudor, me besa. ¡Basta, babosa! ¡Acábala de babearme encima! Risas, alboroto, palmadas, insultos, grandes codazos. Por fin me acuerdo de Miette. La bajo tomándola por la cintura. ¡Vale lo que pesa! Digo: esta es Miette.

En ese momento vuelve Momo, blandiendo la antorcha, y Miette, de golpe, surge de la oscuridad, con todos sus relieves, aureolada con su larga cabellera negra. Silencio de muerte. Los tres petrificados. Momo también, cuya antorcha sin embargo tiembla en el extremo del brazo. Miradas brillantes y fijas. Ningún otro ruido salvo el de las respiraciones. Y a algunos metros de nosotros el monólogo de la Menou que, al final del convoy, recibe a la vaca extraña con cariño y en dialecto. Ah, mi linda, ah, mi bonita, ah mi gorda, ya estás lista a parir, y toda sudada también, ¡mi pobrecita, cómo te han hecho trotar en el estado en que te ves, con tu ternero tan bajo ya!

Como el silencio de los compañeros continúa y ninguno de ellos aún no ha movido ni brazos ni piernas, tomo el partido de presentarlos uno después de otro. Éste es Peyssou. Éste es Colin. Éste es Meyssonnier. Éste es Momo. A cada uno, Miette le tiende la mano y la aprieta. Ni una palabra. La petrificación persiste. Salvo que de golpe Momo, bailando, se pone a gritar: ¡Mémienne! ¡Mémienne! (deformación de Miette, se me ocurre), y blandiendo la antorcha, nos deja en la oscuridad para prevenir a su madre. Aquí viene. Y como la antorcha se ha ido con Momo no se sabe adónde, quizás a contemplar la vaca, la Menou asesta su lámpara sobre Miette y la inspecciona de arriba a abajo. Los redondos hombros, la pechera curva, las fuertes caderas, las piernas musculosas, todo pasa.

– ¡Y bueno! -dice-. ¡Y bueno!

Ni una palabra más de esta es mía. Miette, muda, es muda. Los compañeros convertidos en piedra. Y en la manera con que la Menou demora la vuelta de la lámpara sobre el cuerpo robusto de Miette, siento su aprobación. Por lo menos en cuanto al vigor, la aptitud para la reproducción, la fuerza de trabajo. Aparte de su "¡Y bueno! ¡Y bueno!", no dice nada. Se calla. Ni una palabra. Reconozco ahí su prudencia. Y su misoginia. Sé muy bien lo que está pensando: De todos modos no es posible que esos limones se les suban a la cabeza, muchachos. Una mujer, es una mujer. Y mujeres, las hay muy pocas buenas.

No sé si Miette está incómoda con el doble silencio, el boquiabierto de los compañeros, y el otro, descortés, de la Menou, pero Thomas salva la situación bajando de un salto de la carreta. Lo veo ¡es el colmo! que del suelo se hace alcanzar las dos escopetas por nuestro prisionero trepado todavía en el remolque. Y aquí lo tenemos entre nosotros, cubierto de armas. Es muy bien recibido. Quizá no como yo, en el delirio. O como la Miette, con la respiración cortada. Pero cosecha su parte de empujones, de palmadas en la espalda y de codazos. Incluso es la primera vez que veo a los compañeros embromarlo, señal de que, por fin, está integrado del todo. Eso me pone contento. Y él, encantado, contesta a esas efusiones lo mejor que puede, un poco duro, un poco torpe todavía, como hombre de la ciudad que aún no tiene el gesto bien amplio, no lo suficiente rápido, el insulto amigable.

– ¿Y tú, Emanuel, cómo es que andas? -dice la Menou.

La veo, allá abajo lejos de mí, que me sonríe, su calavera levantada, irguiendo su cuerpito tratando de hacerse ver, ni un gramo de grasa. Pero ese despojo me gusta, después de los excesos de carne de la Falvina.

– ¡Y todavía me puedo dar por bien servido -digo en dialecto- que no te ocupas más que de la vaca!

La agarro por los codos, la levanto en el aire como una pluma y la beso en las dos mejillas, y además, le explico un poco lo del Estanque, el Wahrwoorde, su familia. No le extraña nada lo de Wahrwoorde. De su mala reputación, ya sabía algo ella.

– Corro -dijo por fin-. Mientras vacían el remolque, voy a preparar la comida.

Y ahí la veo alejarse en dirección a la casa, trotando corto y rápido, negra en la noche, y pareciendo de tamaño más chico todavía cuando llega al puente levadizo y al pie del segundo recinto. Le grito:

– ¡Menou! ¡Prepara para nueve! ¡Todavía hay dos más en el remolque!

Entre ocho, no nos hace falta más de una media hora para la mudanza a menos a título temporario, ordenando todo en La Maternidad, aparte de los colchones que decido llevar a la casa para acomodar a los tres nuevos. Todo se hace en orden, salvo algunas impaciencias de Malabar que Jacquet, parado delante de sus ollares, debe contener con las dos riendas, salvo también algunos retos a Momo quien, en lugar de iluminarnos, inclina su antorcha para mirar entre las patas de Malabar. ¡Pero por Dios! ¿qué cuernos haces, Momo? A bambe! A bambe! grita Momo". ¡Momo, la antorcha, o te doy una patada en el culo! ¡Pero a bambe! A bambe! dice Momo. E incorporándose, blande su brazo libre para explicarnos las proporciones que lo maravillan. Es asombroso que Peyssou no haga ningún comentario. Pero debe contenerse a causa de Miette.

Ya con los animales cuidados y encerrados -a Malabar en donde yo ponía antes del día del acontecimiento a mi padrillo, en un box en el que no puede ni romper ni franquear la puerta para ir en busca de las yeguas- pasamos al segundo recinto llevando los colchones al primer piso y volvemos a bajar en seguida a la planta baja donde, en la gran sala, encontramos fuego prendido, mesa puesta, y ¡sorpresa! tronando en medio de la larga mesa conventual, y pareciéndonos la última palabra en cuanto a lujo e iluminación, una vieja lámpara a aceite del tío que durante nuestra ausencia, Colin ha encontrado y arreglado. Pero la Menou, ella, no brilla por el calor y brillo de su recibimiento. Como avanzo a la cabeza del pequeño grupo, se da vuelta, negra y flaca, y me mira con sus ojos acerados, los labios apretados, rechinando los dientes. Detrás de mí, el grupo se detiene. Los nuevos, aterrorizados, los antiguos, atentos y discretamente divertidos.

– ¿Y adónde están los otros dos? -dice furiosa-. ¡La gente del Estanque, los extranjeros! ¡Como si ya no estuviéramos bastante racionados para la alimentación!

La tranquilizo. Le enumero todas las riquezas que le traigo, sin contar el trigo, que vamos a poder hacer nuestro pan, y ropa para Peyssou, ya que el Wahrwoorde tenía la misma talla. Ayuda en fin. Dicho esto, saco a Jacquet del grupo y se lo muestro.

Buena impresión. La Menou tiene una debilidad por los lindos muchachos, y en general, por el sexo fuerte. (Con el hombre, nueve de cada diez, te entiendes siempre, Emanuel, es de buena pasta.) ¡Y además, hay que ver, espaldas y brazos como los de Jacquet! Como a Miette, tampoco le da la mano ni le dice buen día (un extranjero del Estanque, se imaginan: un repasador no se cambia así no más en servilleta). Le hace un ligero signo con la cabeza, distante. En cuanto al espíritu de casta, la Menou, le ganaría la partida a una duquesa.

– Y bueno…

Pero no me da tiempo a presentarle a la Falvina, ni siquiera a nombrarla, la Menou la ha visto y tan rápido que no la puedo atajar, estalla en dialecto, convencida de que la "extranjera" no lo entiende.

– ¡Pero por Dios! ¡Pero qué es eso, Emanuel! ¿Pero qué me traes ahí? ¿Cómo quieres que cargue con eso? Una menina que tiene sus buenos setenta años -ella, si mal no recuerdo, tiene setenta y cinco- ¡Pasa todavía con la joven, que veo muy bien los pequeños servicios que te va a ofrecer! ¡Pero esta vieja marrana, tan gorda que ni siquiera puede mover el culo, que no servirá para nada más que para ocupar sitio en mi cocina, que no servirá más que para atracarse con más que su parte! ¡Y vieja -agregó con asco- que me enferma de sólo mirarla! ¡Con esas arrugas! ¡Y toda esa grasa que parece un pote de manteca de cerdo vaciado en un plato!

La Falvina está escarlata, le cuesta respirar y gruesas lágrimas redondas, que ya conozco bien, ruedan sobre su cascada de mofletes y de papadas. Triste espectáculo, pero que escapa a la Menou, porque afecta no mirar a la extranjera y no dirigirse más que a mí.

– ¡Y que ni siquiera es de aquí, para más, esta vieja menina, que es una extranjera, una salvaje como su hijo! ¡Un hombre que se lo metió a su propia hija! ¿Y hasta quién sabe si no se lo metió a su madre?

Esta acusación gratuita sobrepasa a tal punto los límites que da a la Falvina la fuerza para protestar.

– ¡Pero el Wahrwoorde no es mi hijo! ¡Es mi yerno! -exclama en dialecto.

Silencio. La Menou, estupefacta, se da vuelta hacia ella y la considera por primera vez como un ser humano.

– Pero hablas dialecto -dice, de todos modos incómoda.

Intercambio de miradas y risas contenidas entre los antiguos.

– ¿Y entonces? -dice la Falvina- ¡que si he nacido en La Roque! Que quizá conozcas al Falvino, que tiene su negocio al lado del castillo. Yo soy su hermana.

– ¿No el Falvino que es zapatero?

– ¡Pero sí!

– ¡Que es primo segundo mío! -dice la Menou.

¡Asombro! Lo que va a ser necesario explicar, es por qué la Menou no conocía a la Falvina y ni siquiera la había visto nunca. Pero ya vamos a llegar a eso, poco a poco. Les tengo confianza.

– Espero -dijo la Menou- que lo que he dicho no lo tomaste como ofensa, dado que no se dirigía a ti.

– No hubo ofensa -dice la Falvina.

– Sobre todo por la gordura -agrega la Menou-. Por empezar, no es culpa tuya. Y tampoco quiere decir que comes más que otro -lo que puede pasar, a elección, por una cortesía o una puesta en guardia.

– No hubo ofensa -repite la Falvina, suave como un cordero.

Vamos, nuestras dos meninas van a entenderse. Sobre la base de una sana jerarquía. No tengo ni qué preguntarme quién va a imponer la ley en el gallinero, ni cuál de las dos viejas gallinas va a picotear a la otra. Grito alegremente:

– ¡A la mesa! ¡A la mesa!

Me siento al medio y hago un signo a Miette para que se siente frente a mí. Ligera vacilación. Después de un momento de titubeo, Thomas se sienta como de costumbre a mi derecha y Meyssonnier a mi izquierda. Momo intenta sentarse a la izquierda de Miette, pero su tentativa se ve abortada por la Menou, que lo llama secamente a su lado y lo coloca a su derecha. Peyssou me mira. Digo: entonces, ¿qué estás esperando, viejo espingarda? Se decide, emocionado y confuso, a sentarse a la derecha de Miette. Colin, aparentemente más a gusto, se instala a su izquierda. Como Jacquet está todavía de pie, le señalo el lugar al lado de Meyssonnier, seguro de darle el gusto porque así podrá ver a Miette sin tener que asomarse. No queda más que un cubierto, al lado de Peyssou, y se lo señalo a la Falvina. Aunque no haya sido premeditado, está muy bien así. Peyssou, siempre cortés, le dará un poco de conversación de cuando en cuando.

Como como un ogro, pero bebo, como de costumbre, con sobriedad y tanto más cuanto que mi jornada no ha terminado y que va a ser necesario tener una reunión después de comer, puesto que hay decisiones a tomar. Compruebo con satisfacción que a las mejillas de Peyssou le han vuelto los colores. Me abstengo de preguntarle delante de Jacquet, paralizado de vergüenza, cómo está de la nuca. Seguramente me ha esperado para que le saque el vendaje, pero aún se lo voy a dejar hasta mañana, de miedo de que no se ponga a sangrar de nuevo sobre la almohada durante la noche. La Falvina, con la nariz en el plato, no abre la boca, lo que le cuesta mucho, me imagino, y hace como que picotea el jamón para hacerle buena impresión a la Menou. Pero en vano, porque ésta no levanta la cabeza del plato.

La única que parece completamente natural es Miette. Es cierto que es el centro donde permanentemente convergen todo el calor y la atención de la mesa. No se siente incómoda y juraría que tampoco se envanece de ello. Mira a todos, muy a su gusto, con la gravedad de un chico. A veces, sonríe. Nos ha sonreído a todos, por turno, sin omitir a Momo, del que me llama la atención encontrarlo tan limpio, olvidando que fue esa misma mañana cuando lo pusimos a remojar en la bañera.

La comida, aunque alegre, transcurre al mismo tiempo un poco forzada, porque no quiero contar lo que sucedió en El Estanque delante de los nuevos, y estos, por más modestos y callados que sean, nos molestan un poco: se tiene la impresión de que lo que uno dice de ordinario sin pensar, dicho delante de ellos, sonaría a falso. Y además, se ha sentido en ellos una tradición diferente. Así, al sentarse a la mesa, los tres han hecho la señal de la cruz. No sé de dónde les viene ese rito. ¡No del Wahrwoorde, por cierto! Por otra parte, le hace buen efecto a la Menou, siempre lista a ver a los "extranjeros" como salvajes de la era precristiana.

Meyssonnier, a mi izquierda, me ha dado un codazo, y Thomas me mira con aire contrariado.

Se sienten más que nunca minoritarios, siendo aquí los únicos ateos convencidos, los únicos en quienes el ateísmo es una segunda religión. Colin y Peyssou, aunque muy rara vez acompañaran a sus esposas a la misa antes del día del acontecimiento -práctica que les hubiera parecido poco viril- comulgaban para Pascua. En cuanto a mí, ni católico, ni protestante, he sido criado entre dos iglesias, producto híbrido de dos educaciones. Se han hecho mal la una a la otra. Enormes paneles de creencia se han derrumbado dentro de mí, y me digo que un día deberé hacer un inventario para determinar lo que queda. No creo que llegue a hacerlo jamás. En todo caso, en ese campo, soy muy desconfiado, y no sólo con respecto a los sacerdotes. Tengo, por ejemplo, la más viva antipatía por las gentes que se jactan de haber suprimido a Dios Padre, tratan a la religión de "antigualla" y la reemplazan de inmediato por tris-tris filosóficos igualmente arbitrarios. A falta del inventario del que hablé antes, diré que siento una atracción sentimental por las costumbres religiosas de mis ascendientes. Resumiendo, todas las fibras no están rotas. Por otro lado, me doy muy bien cuenta de que adherencia no quiere decir adhesión.

No contesto al codazo de Meyssonnier e ignoro el vistazo de Thomas. ¿Iremos a tener en Malevil, además de una lucha por la posesión de Miette, una guerra de religión? Porque no ha escapado a nuestros dos ateos que los tres recién llegados van a fortificar en Malevil al clan clerical. Y eso los inquieta porque en ese campo no están ni siquiera seguros de mí.

Finalizada la comida, mando al Jacquet a encender el fuego en el primer piso de la casa y cuando está de vuelta, me levanto y digo a los nuevos:

– Por esta noche, los tres se van a acostar en el primer piso, sobre los colchones. Mañana trataremos de organizamos.

La Falvina se levanta, bastante incómoda porque no sabe cómo hacer para despedirse de nosotros y la Menou no la ayuda y ni la mira. La Miette, más a gusto, quizá porque no tiene que hablar, pero bastante asombrada también y sé muy bien por qué.

– Vamos, vamos -digo extendiendo los dos brazos-. Los acompaño.

Para terminar, los empujo de lejos hacia la puerta, y al pasar el umbral, nadie, ni entre los nuevos, ni entre los antiguos, murmura un buenas noches. En el primero, para justificar mi presencia, hago como que verifico que las ventanas cierren bien y que los colchones no estén demasiado cerca del fuego. Bueno, duerman bien, digo con el mismo movimiento de los dos brazos, muy triste por dejar a Miette de este modo neutro y distante, hasta evitando su mirada que, me parece, se fija en mí con expresión interrogativa.

Me voy. Pero no por ello me abandona. La llevo en el pensamiento mientras bajo la escalera de la torre y vuelvo a la gran sala donde la Menou ya ha levantado la mesa, y los compañeros han colocado las sillas alrededor del fuego, con la mía en el medio, esperándome. Me siento, y al punto me doy cuenta, sólo con mirarlos, que la presencia de Miette llena hasta el borde la pieza y que no pueden pensar en nada más. El primero en evocarla, lo hubiera apostado, es Peyssou.

– Es una linda muchacha -dice con tono neutro-. Pero no habla mucho.

– Es muda.

– ¡No me digas! -dice Peyssou.

Alémoumeté! -exclama Momo, apiadado y al mismo tiempo dándose cuenta de que no ocupa ya en Malevil el último escalón en cuanto a habilidad lingüística.

Pequeño silencio. Nos enternecemos por Miette.

Maman! alénwumite! -grita Momo enderezándose en el atrio con orgullo.

La Menou teje del otro lado del atrio. ¿Qué hará cuando se le haya acabado la lana? ¿Deshará, como Penélope, lo que ahora está haciendo?

– No hace falta gritar -dice sin levantar la cabeza-. He oído. Yo no soy sorda.

Digo con una pizca de sequedad:

– Miette no es sorda. Es muda.

– Y bueno, así no se pelearán con ella.

Por más asqueados que nos sintamos por el cinismo de esta observación no queremos darle armas a la Menou. Nos callamos.

Y como el silencio se prolonga, prosigo con la narración de nuestra jornada en El Estanque.

Paso rápidamente sobre la epopeya militar. Tampoco me extiendo mucho sobre las relaciones familiares en el interior de la tribu Wahrwoorde. Siempre con la preocupación de no dar armas a la Menou. Y sobre todo hablo de Jacquet, de su atentado contra Peyssou, de su complicidad pasiva, del terror que el padre ejercía sobre él. Concluyo que es necesario infligirle un castigo de privación de libertad por principio, para que sepa muy bien que ha hecho mal y que no se sienta tentado de volver a empezar.

– ¿Cómo entiendes tú esa cautividad? -dice Meyssonnier.

Me encojo de hombros.

– Te imaginas que no lo vamos a encadenar. Únicamente, la obligación de no alejarse de Malevil y el territorio de Malevil. Por lo demás, será tratado como cualquiera de nosotros.

– ¡Y bueno, y bueno! -dice la Menou con indignación-. Si quieres mi opinión…

– Pero no te la pido -digo con tono cortante.

Estoy contento de haberla puesto en su lugar. No me ha gustado que haya dejado irse a la Falvina sin una palabra. Después de todo, la Falvina es su prima segunda. ¿Qué significa esa novatada? Y con respecto a mí, también me parece que se le va un poco la mano. El hecho que me considere como un patrón de esencia divina no le impide, como lo hacía con el tío, tratar todo el tiempo de sacarme ventaja. Al mismo Dios, cuando le reza, no debe poder impedirse el tenerlo a maltraer.

– Como te parezca, yo estoy de acuerdo -dice Meyssonnier.

Están todos de acuerdo. Y de acuerdo también con el reto a la Menou, lo leo en sus ojos.

Discutimos sobre lo que durará el castigo impuesto a Jacquet. Las proporciones se escalonan. El más duro, porque ha tenido miedo por mí, es Thomas: diez años. El más indulgente, Peyssou: un año.

– No le dan mucho valor a tu cráneo -dice Colin con su antigua sonrisa.

Propone cinco años y la confiscación de todos sus bienes. Se vota. Aceptado. Mañana, me tocará anunciar a Jacquet su condena. Abordo el problema de la seguridad. No se sabe si hay otros grupos de sobrevivientes vagabundeando por ahí con designios agresivos. Hay que tener cuidado de ahora en adelante. De día, salir siempre armado. A la noche, tener dos hombres en el castillete de entrada, además de la Menou y del Momo. Justamente, hay una pieza desocupada en el segundo piso del castillete, con una chimenea. Propongo una rotación entre equipos de a dos. Mis compañeros aceptan la norma, pero discuten con animación sobre la frecuencia de la rotación y de la composición de los equipos. Al cabo de veinte minutos, el consenso que resulta es que Colin-Peyssou estarán de servicio en el castillete los días pares y Meyssonnier-Thomas, los días impares. Colin propone, y todos están de acuerdo, que yo no abandone el torreón, a fin de asumir la resistencia del segundo recinto, en el caso en que el primero fuera capturado por sorpresa.

Les hago notar que, si dos de nosotros duermen permanentemente en el castillete, eso va a dejar libre una pieza en el torreón. Propongo atribuir a Miette la que está frente al cuarto de baño en el primer piso.

Al nombrar a Miette, la animación decae y se hace el silencio. Esa pieza, únicamente lo ignora Thomas, es el antiguo local del Círculo. Y en la época del Círculo, habíamos, sin llevarlo a cabo, discutido la comodidad de tener una chica con nosotros para que nos cocinara y "satisficiera nuestras pasiones". (Esta frase era mía, la había encontrado en una novela, y produjo mucho efecto, no sabiendo ninguno con certeza lo que quería decir "pasión".)

– ¿Y los otros dos? -dijo por fin Meyssonnier.

– Por mí, se quedan donde están.

Silencio. Todos comprenden que el estatuto de Miette en Malevil no puede ser ni el de la Falvina ni el del Jacquet. Pero sobre el tal estatuto, nada se ha dicho. Y nadie tiene voluntad para definirlo.

Como el silencio se prolonga, me decido a hablar.

– Bueno, ha llegado el momento de ser francos a propósito de Miette. A condición por supuesto de que lo que se diga no salga de aquí.

Los miro. Aprobación. Pero como la Menou sigue impasible, agrego:

– Tú también, Menou, guardarás el secreto.

Pincha sus agujas en el tejido, lo enrolla como una pelota y se levanta.

– Me voy a acostar -dice con los labios apretados.

– No te he pedido que te vayas.

– De todos modos, me voy a acostar.

– Vamos, Menou, no te enojes.

– No me enojo -me dice, dándome la espalda, en cuclillas delante del atrio para encender su candelero, y murmurando palabras incomprensibles, pero que, de acuerdo a su tono, no deben ser muy amables a mi respecto.

Me callo.

– Te puedes quedar, Menou -dice Peyssou, siempre amable-. Te tenemos confianza.

Lo miro de modo significativo y sigo callado. En realidad, no me disgusta que se vaya. Por su lado, el confuso refunfuñar continúa. Distingo las palabras orgullo y desconfianza. Me doy perfecta cuenta de qué se trata, pero persisto en mi mutismo. Noto que tarda mucho tiempo esta noche en prender su candelero. Debe estar esperando que le diga que se quede. Va a resultar decepcionada.

Lo está, y furiosa además.

– Vamos, ven, Momo -dice con voz breve.

Me boumalabé oneieu! -dice Momo a quien la conversación interesa.

¡Ah, ha elegido mal su momento el Momo, para desobedecer! La Menou pasa el candelero de la mano derecha a la mano izquierda, y con su diestra, pequeña y seca, le larga una bofetada al vuelo. Hecho esto, le da la espalda y él la sigue, subyugado. Una vez más me pregunto cómo ese gran bobo puede aún aceptar, a los cuarenta y nueve años, ser golpeado por su minúscula madre.

– Adiós, Peyssou -dice la Menou franqueando nuestro círculo-, adiós y duerme bien.

– Tú también -dice Peyssou, un poco molesto por esta cortesía selectiva.

Se aleja, con el Momo en su estela, y detrás de ella golpea la puerta con violencia, volviendo contra mí, a distancia, la agresividad de su madre para con él. Por otra parte, mañana me pondrá mala cara, y ella también. Medio siglo de vida no han cortado el cordón umbilical.

– Bueno -digo-, la Miette. Hablemos de la Miette. En El Estanque, mientras Jacquet y Thomas enterraban al Wahrwoorde, hubiera podido muy bien acostarme con Miette y volver aquí diciendo bueno, Miette es mía, es mi mujer, que nadie la toque.

Los miro. Ninguna reacción, por lo menos aparente.

– Y si no lo he hecho, no es para que cualquier otro lo haga. En otros términos, Miette no debe ser, según mi opinión, la propiedad exclusiva de nadie. En realidad, Miette no es para nada una propiedad. Miette se pertenece a ella misma. Miette tiene las relaciones que ella quiere con quien ella quiere y cuando ella quiere. ¿Están de acuerdo?

Un largo silencio. Nadie dice palabra y nadie me mira. La institución de la monogamia está tan implantada en ellos, y maneja en su ánimo tantos reflejos, recuerdos y sentimientos que no pueden aceptar, incluso ni concebir, un sistema que la excluya.

– Hay dos posibilidades -dice Thomas.

¡Ah! ¡Ese, ya me lo esperaba!

– O bien Miette elegirá a uno de nosotros con exclusión de los demás…

Lo interrumpo.

– Digo en seguida que no aceptaré esta situación, aun cuando fuera su beneficiario. Y si cualquiera de ustedes fuera el beneficiario, le negaría la exclusividad.

– ¿Me permites? No he terminado.

– Pero termina, Thomas -digo amablemente-. Te he interrumpido, pero no te impido hablar.

– Muchas gracias.

Sonrío a la redonda sin decir una palabra. Ese procedimiento me resultaba siempre en la época del Círculo, y compruebo que me sigue resultando: mi contradictor es desacreditado por mi paciencia y su propia susceptibilidad.

– Segundo término de la alternativa -dice Thomas, pero se ve que le he cortado un poco su impulso-. Miette se acuesta con todo el mundo y eso es completamente inmoral.

– ¿Inmoral? ¿Y por qué es inmoral?

– Es evidente -dice Thomas.

– No es para nada evidente. No voy a aceptar una idea de cura como una evidencia.

¡Atribuir a Thomas una "idea de cura"! Saboreo al pasar esta pequeña mala jugada. Pero sobre la cuestión en debate, tiene a su vez algo de tan seguro y de tan inseguro, este simpático Thomas.

– No es una idea de cura -dice Thomas con rabia, lo que lo desmerece-. No dirás lo contrario: una chica que se acuesta con todos es una puta.

– Error -digo yo-, Una puta es una chica que se acuesta por plata. Es la plata lo que hace que la cosa sea inmoral, no el número de compañeros. Mujeres que se acuestan con todo el mundo, encontrarás por todos lados. Hasta en Malejac nadie las desprecia.

Silencio. Pasa un ángel. Todos pensamos en la Adelaida. Menos Meyssonnier, de novio desde su más tierna edad, la Adelaida nos ha ayudado a todos a superar nuestra adolescencia. No tenemos para ella más que gratitud. Y estoy completamente seguro que el mismo Meyssonnier, por más virtuoso que sea, debe sentir algunas añoranzas.

Thomas ha debido sentir que me apoyo en la fuerza de los recuerdos comunes, porque se calla. Y sigo, casi seguro ahora de haberme salido con la mía.

– No es una cuestión de moral, sino de adaptación a las circunstancias. En la India, Thomas, tienes una casta en donde cinco hermanos se asocian para casarse con una sola mujer. Los hermanos y la esposa única, forman una familia permanente, que cría a los hijos sin preguntarse de quién son. Hacen eso porque mantener cada uno una mujer estaría muy por encima de sus posibilidades. Pero si tienen ese tipo de organización debido a su extrema pobreza, a nosotros también nos ha sido impuesta, me parece, por la necesidad, siendo Miette, aquí, la única mujer en edad de procrear.

Silencio. Thomas, que se siente derrotado, creo, renuncia a discutir, y los demás no parecen muy dispuestos a hablar. Como de todos modos tienen que pronunciarse, los miro con aire interrogativo y digo:

– ¿Entonces?

– No me gustaría eso -dice Peyssou.

– ¿Qué, eso?

– Tu sistema, el de allá, en la India.

– No es cuestión de que te guste, es una necesidad.

– De todos modos -dice Peyssou- compartir una mujer entre varios, yo digo que no.

Un silencio.

– Pienso como él -dice Colin.

– Yo también -dice Meyssonnier.

– Yo también -dice Thomas con una sonrisa exasperante.

Miro el fuego. Me acaba de ocurrir algo increíble, ¡estoy en minoría! ¡Me han derrotado! Desde el momento que he tomado, si puedo decirlo, la cabeza de la dirección colegiada del Círculo, a los doce años, es la primera vez. Y aunque reconozca que es un sentimiento pueril, me siento muy mortificado. Al mismo tiempo, no quiero aparentarlo, y como si no hubiera pasado nada, retomar la palabra, proseguir, pasar al orden del día. Pero no lo consigo. Tengo la garganta apretada. Mi mente es un blanco total. No solamente estoy derrotado, sino que mi silencio me hace perder prestigio.

El que me salva, y ciertamente sin quererlo, es Thomas.

– Y bueno, ya ves -dice sin ninguna elegancia-. La monogamia gana.

Pero es verdad que hace un rato lo mortifiqué un poco. Se le debe haber quedado entre pecho y espalda lo de la "idea de cura".

La observación de Thomas es recibida con frialdad. Miro a mis compañeros. Están colorados, a disgusto y al menos tan molestos como yo por mi fracaso. Sobre todo, como me dirá más tarde Colin, después de un día en que nos habías ayudado tanto.

Su confusión me reconforta.

– Estoy listo -digo- a considerar la opinión de ustedes como un voto y a aceptarla. Pero tenemos que dejar bien en claro lo que este voto significa. ¿Quiere decir que se va a obligar a Miette a elegir una sola pareja y a conservarla?

– No -dice Meyssonnier-. De ningún modo. No se le obligará a nada. Pero si ella se aviene a un solo marido, no se va a hacer nada para separarla de él.

Bueno. Así estamos en claro. Y clara también, la diferencia estilística. Yo he dicho "pareja" y él ha dicho "marido". Me dan ganas de hacer notar al comunista Meyssonnier que tiene un concepto pequeño-burgués del matrimonio. Estoico, me abstengo. Miro a los otros tres.

– ¿Está bien así? Está bien así. Respetemos el himen. Nada de adulterio, aunque consentido. La moral convencional no ha muerto. A mi entender, ese respetable sistema no puede de ningún modo funcionar en una comunidad de seis hombres a quienes les ha tocado en suerte sólo una mujer. Pero no se puede tener razón contra todos. La posición de mis compañeros me parece bolchevique o insensata: quedar soltero hasta el fin de sus días, mejor que no tener una mujer para sí mismo. Es verdad que cada uno espera sin duda ser el elegido.

Me callo. Me inquieta el porvenir. Tengo miedo de las frustraciones, de los celos, incluso también de las ganas de matar. Y también, por qué no decirlo, siento ahora una aguda mortificación por no haber tomado a Miette en El Estanque cuando tuve la ocasión. No he sido muy bien recompensado por haber controlado mis "pasiones", como decía yo en los tiempos del Círculo.

A la mañana siguiente, a la madrugada, después de una muy mala noche, me despierta la campana del castillete de entrada sonando a vuelo. Es una gran campana de iglesia que compré en un remate y que hice colocar al lado del porche para permitir a los visitantes y a los turistas hacerse abrir. Pero su badajo hace un estrépito que se oye de tan lejos -hasta de La Roque, según me han dicho- que puse al lado de la puerta un timbre eléctrico, inútil hoy.

Me pregunto lo que habrá podido suceder, para que toquen tan fuerte y tanto tiempo. Salto de mi cama, me pongo el pantalón sobre el pijama, mis botas en los pies descalzos, y tomando mi carabina, seguido de Thomas que también se arma, bajo a los saltos por la escalera de caracol hasta la planta baja y, franqueando el puente levadizo, llego corriendo al primer recinto.

Todo el castillo está reunido allí, vestido de cualquier forma, delante de La Maternidad. Nada más que algo muy feliz: la Marquesa del Estanque acaba de dar a luz un ternero en un rincón del box y está en tren de depositar otro en el rincón opuesto. Encargado por su madre de darnos la noticia, Momo, delirante de entusiasmo, no ha encontrado nada más digno de la circunstancia que tocar la campana. Le pego un severo reto. Le recuerdo mis prohibiciones expresas y repetidas. Y dándome vuelta hacia la Falvina, la felicito por los dos terneros de su vaca, que por otra parte son terneras. La Falvina está que revienta de orgullo, más que si las hubiera hecho ella misma, y charlotea sin parar en el box con la Menou, listas inútilmente por supuesto para ayudar, puesto que la segunda ternera ya está ahí, redonda, babosa y enternecedora. Comentarios de Peyssou, Meyssonnier, Colin y Jacquet, dominados por lo estruendosa enumeración que hace Peyssou de todos los casos, raros pero memorables, en que vio, o supo, que una vaca había tenido mellizos. Estamos todos apoyados en el tabique de madera del box, la barbilla sobre el barandal, con Miette entre nosotros.

Está poco cubierta, con los cabellos enredados, tibia aún de sueño. Al verla, mi corazón golpea como un idiota. Bueno. Admiremos mejor las terneras. Son de color caoba, y para nada chicas, como se hubiera podido esperar.

– Que no se hubiera dicho -observa Peyssou- al ver la madre, que iba a parir dos, ya que no estaba más gorda que para uno.

– He conocido vacas que estaban mucho más gorda que ésta -confirma la Menou-. Y ya ves, ésta te hace dos, y dos lindas. Es como para preguntarse dónde se las metía.

– Ya puedes decir que tienes suerte -dice Peyssou a la Falvina (no sé por qué le hacemos honor a la Falvina por una vaca que, en realidad, pertenece ahora a Malevil, a no ser, quizá, porque tenemos empeño en compensarle el recibimiento de la Menou)-. Una vaca que tiene mellizos -sigue Peyssou con una cortés seriedad- me imagino que no tendrás ganas de venderla, Falvina. En cambio, si vendieras tus dos terneras de ocho días alcanzarías hasta los sesenta mil francos. Sin contar con toda la leche que te quedaría después. Vale oro una vaca como ésta. Además de que podría volver otra vez a hacerte dos.

– ¿Y esas terneras, a quién se las venderías, ahora, tonto? -dice Colin.

– Es por decir -agrega Peyssou con aire soñador, los ojos semicerrados. Debe soñar con un establo modelo en un mundo mejor, con usina de ordenamiento eléctrico y nada más que vacas especializadas en la producción de mellizos. Se olvida con eso de mirar a Miette. Es cierto que esta mañana, después de la votación de ayer a la noche, no la miramos más que furtivamente. Cada uno tiene miedo, delante del otro, de parecer adelantar demasiado sus peones.

Cuento: Princesa, Marquesa y las dos recién nacidas, que decidimos llamar Condesa y Baronesa para completar el Gotha. ¡Ah! me olvidaba de Negrita, menos aristocrática, pero en plena lactancia, y sin ternero. He aquí a Malevil en posesión de cinco vacas, un toro adulto y un becerro, Príncipe. Pero también vamos a guardar a éste, porque no podemos correr el riesgo de un macho único. Lado hípico, tenemos tres yeguas, Amaranta, Lindo Amor, su hija Malicia y el padrillo Malabar. No cuento los cerdos, demasiado numerosos ahora como para que podamos criarlos a todos. Cuando pienso en todos esos animales tengo una cálida sensación de seguridad, apenas atemperada por el temor de que los campos no consientan alimentarlos más y a nosotros tampoco. Es curioso como, desaparecido el dinero, las falsas necesidades han desaparecido con él. Como en los tiempos de la Biblia, pensamos en términos de alimento, de tierra, de rebaño y de conservación de la tribu. Miette, por ejemplo. No la miro para nada en la misma forma en que consideraba a Birgitta. Con Birgitta, como si la cosa fuera de suyo, disociaba la sexualidad de su fin, en tanto que a Miette, no la concibo más que fecunda.

Incluso con dos carretas, pusimos cuatro días en vaciar El Estanque. Los habitantes de la ciudad se quejan de sus mudanzas; no se imaginan lo que se puede llegar a acumular de cosas en una granja a lo largo de toda una vida, todas útiles y la mayoría de mucho bulto. Sin contar, por supuesto, los animales, el forraje y el grano.

Por fin, al quinto día se pudo retomar la labranza del pequeño terreno en los Rhunes, ocasión para nosotros de aplicar las nuevas consignas de seguridad. Jacquet aró, mientras uno de nosotros, por turno, montaba la guardia, armado con la carabina en la pequeña colina que domina los Rhunes por el oeste. Si el centinela veía uno o varios individuos sospechosos, la consigna era tirar al aire y no dejarse ver, lo que daría tiempo a Jacquet a que se refugiara en el castillo con el caballo y a nosotros mismos llegar a los lugares de refuerzo con las escopetas -tres, ahora, con la escopeta de Wahrwoorde, cuatro con la carabina.

Era bien poco. Pensé entonces en el arco de Wahrwoorde, que se había revelado como un arma tan peligrosa y tan precisa para un combate de cerca. Birgitta me había enseñado la teoría del tiro, mucho más delicada de lo que se creería a primera vista y, en medio del escepticismo general, comenzaba a ejercitarme en el camino que llevaba al primer recinto. Con un poco de asiduidad, obtuve resultados satisfactorios y poco a poco aumentaba mi distancia. A cuarenta metros, conseguí colocar, en mis días buenos, una flecha sobre tres en el blanco. No era Guillermo Tell, ni tampoco el Wahrwoorde, pero en el fondo era quizá mejor que lo que a la misma distancia podía hacer una escopeta que, a partir de los cincuenta metros, dispersa enormemente sus plomos. Estaba asombrado, también, de la fuerza de penetración de la flecha, que se incrustaba tan bien en el grueso blanco trenzado que a veces me hacían falta las dos manos para retirarla.

Ante estos resultados, el espíritu de competencia se despertó entre mis compañeros y el entrenamiento con el arco se convirtió en nuestro pasatiempo favorito. Muy pronto fui alcanzado y hasta superado por el pequeño Colin quien, a sesenta metros, metía sus tres flechas con regularidad en el blanco y comenzó incluso, poco a poco, a acercarlas al centro.

De nosotros cinco, de nosotros seis contando a Jacquet, a quien todavía no le era permitido tirar, Colin era con mucho el más pequeño y el menos robusto. Estábamos tan acostumbrados a su pequeñez que nos parecía como perteneciente a su esencia y lo llamábamos el pequeño Colin, incluso delante de él. No pensábamos que pudiera ofenderse, ya que nunca había protestado por esa denominación. Y ahí, de golpe, al ver la inmensa alegría que le dio su superioridad sobre nosotros, con el arco en la mano, me di cuenta que siempre había sufrido por su frágil estatura. Hasta el arco mismo era más grande que él. Pero cuando lo tomaba en mano, lo que le sucedía con frecuencia, porque comenzó a ejercitarse más que ninguno de nosotros, era un rey. A mediodía, después del almuerzo, lo veía sentado bajo una de los dos ajimecas de la sala grande, tragándose el pequeño manual de tiro al blanco que Birgitta me había comprado y que yo no había abierto nunca. Total, nuestro pequeño Colin se convirtió en nuestro gran arquero. Así lo empecé a llamar, notando de qué manera la palabra "gran", aun en el sentido figurado, le causaba placer. Convenció a Meyssonnier de que con su colaboración pusiera manos a la obra para hacer otros tres arcos. Según él, todos tenían que tener el suyo, y se pudieron escuchar sus lamentos por no tener su pequeña forja de La Roque (se ocupaba al mismo tiempo de cerrajería y plomería) para fabricarnos las puntas de las flechas. Yo alentaba todas esas iniciativas., porque pensaba que cuando más adelante ya no tuviéramos cartuchos, ni con qué fabricarlos, nuestras escopetas no nos servirían para nada, en un mundo donde la violencia, con toda probabilidad, no desaparecería por falta de armas de fuego.

Un mes había ya trascurrido desde que Momo había tocado la campana para anunciar al alba el nacimiento de los mellizos de Marquesa, cuando una noche, alrededor de las siete, en el momento en que iba a cerrar mi pieza del torreón para bajar a la casa, con mi Biblia bajo el brazo, Thomas ya en el rellano diciéndome, tienes todo del santo varón, y yo, con la mano derecha girando la llave pero con la cabeza dada vuelta del lado de Thomas para contestarle, cuando de pronto el badajo resonó de nuevo, pero no al vuelo, como aquella vez, sino con dos notas graves, y una tercera más débil, volviendo insólito y pesado al silencio que siguió. Me inmovilizó. No podía ser Momo. No era su estilo. Volví a abrir la puerta, deposité la Biblia sobre la mesa, tomé la carabina y pasé una escopeta a Thomas.

Sin una palabra y desde que llegamos al llano, con Thomas adelantándose con sus rápidos trancos, corrí hasta el castillete de entrada. Estaba desierto. La Menou y Momo debían estar en la casa, la primera preparando la comida de la noche, el segundo dando vueltas alrededor de ella con la esperanza de sisar algo. En cuanto a Colin y Peyssou, que esta noche tenían que dormir en el castillete de entrada, no tenían por qué encontrarse allí durante el día. Mirando a las corridas las piezas desiertas del castillete, mientras Thomas se quedaba afuera para vigilar la puerta, me di cuenta hasta qué punto nuestras consignas de seguridad eran insuficientes. Los muros del primer recinto, mucho menos altos que los del segundo, no estaban fuera de escala, ni fuera de alcance de una cuerda provista de un gancho. En cuanto a los fosos, no eran franqueados por un puente levadizo como los del primer recinto sino por un puente que permitía acercarse al pie de las murallas y escalarlas, mientras estábamos todos reunidos en la casa comiendo.

Volví a salir del castillete y, en voz baja, le dije a Thomas que fuera por la escalera de la muralla y de arriba apuntara al o a los visitantes por las aberturas de los matacanes que dominan el portal. Esperé que estuviera en su lugar, luego me acerqué a paso de lobo de la mirilla, la corrí suavemente dos o tres milímetros y acerqué mi ojo con prudencia.

Aproximadamente a un metro de mí, por lo tanto atravesado ya el puente, vi a un hombre de unos cuarenta años a caballo de un gran burro gris, con el cañón de su escopeta en bandolera apareciendo por su hombro izquierdo. Estaba con la cabeza descubierta, muy oscuro de piel y de cabello, vestido con un traje color antracita bastante polvoriento y, detalle que me llamó la atención, llevaba colgado sobre el pecho, a la manera de los obispos, un crucifijo de plata. Me pareció alto y vigoroso. Su fisonomía estaba impregnada de la mayor calma y observé que no parpadeó cuando, levantando la vista en la dirección de los matacanes, vio a Thomas que lo apuntaba.

Abrí ruidosamente la mirilla del todo y grité con fuerza:

– ¿Qué quieres?

El tono brutal no produjo ningún efecto en el visitante. No se sobresaltó, miró hacia la mirilla y dijo con voz grave y sosegada:

– Y bueno, verlos primero y luego dormir esta noche en el castillo. No tengo ningún interés en volver a hacer durante la noche el camino que acabo de recorrer.

Noté que se expresaba bien, hasta con rebuscamiento, articulando con cuidado y con un acento que, sin ser del todo el de aquí, se le aproximaba. Seguí:

– ¿Tienes otra arma contigo además de la escopeta?

– No.

– Te convendría contestar la verdad. Te registraremos en cuanto hayas entrado.

– Tengo un cuchillo de bolsillo, pero no llamo a eso un arma.

– ¿Es a resorte?

– No.

– ¿Cómo te llamas?

– Fulbert le Naud. Soy sacerdote.

Sobre su calidad de sacerdote no hice ningún comentario.

– Escucha, Fulbert. Saca la culata de tu escopeta y métela en el bolsillo de tu chaqueta.

Obedeció en seguida mientras comentaba en tono neutro:

– Son desconfiados.

– Tenemos razón para serlo. Nos han atacado.

Proseguí:

– Escucha, voy a abrirte. Pasa la puerta sin desmontar, te detienes a diez metros y no desmontas hasta que yo te lo diga.

– Entendido.

Levanté la cabeza.

– Thomas, síguele apuntando.

Thomas dijo que sí con la cabeza. Tomé mi carabina con la mano derecha, saqué el seguro, descorrí los dos cerrojos de la puerta, atraje el montante hacia mí y esperé. Cuando Fulbert hubo pasado, cerré la puerta tan rápido que empujé la grupa del asno. Dio un brinco hacia adelante seguido de una espantada que por poco desmonta al visitante. En La Maternidad los caballos se pusieron a relinchar, el burro irguió sus largas orejas y se puso a temblar un poco sobre sus patas cuando Fulbert lo frenó.

– Desmonta -le digo en dialecto- y dame tu culata.

Obedeció, prueba de que comprendía el dialecto. Puse la culata en mi bolsillo. Estaba casi seguro de la inutilidad, en este caso, de tantas precauciones, pero la desconfianza tiene esto de común con las otras virtudes: no es eficaz sino a condición de no admitir excepciones.

Thomas vino de motu proprio a tomar la rienda del burro gris, para llevarlo a un box de La Maternidad. Lo vi descolgar un balde para hacerlo beber. Me detuve para esperarlo y me di vuelta hacia Fulbert.

– ¿De dónde eres?

– De Cahors.

– Sin embargo, comprendes nuestro dialecto.

– No comprendo todo. Existen diferencias de vocabulario.

El asunto debía interesarle porque de inmediato se puso a comparar algunas palabras de nuestro dialecto y del suyo. Mientras hablaba, y hablaba muy bien, yo lo miraba. No era de mucha estatura, como me había parecido, pero tenía buenas proporciones y una elegancia de porte que lo hacían parecer grande. En cuanto a su fisonomía, no sabía qué pensar. Lo dejé terminar sus comparaciones filológicas y dije:

– ¿Vienes de Cahors?

Sonrió y noté que tenía una sonrisa bastante seductora.

– Pero no, vengo de La Roque. Me encontraba ahí en el momento de la bomba.

Lo miré, boquiabierto.

– ¿Entonces hay sobrevivientes en La Roque?

– Pero sí -dijo- hay.

Prosiguió, siempre tan calmo:

– Una veintena.


NOTA DE THOMAS


El capítulo que se acaba de leer está signado por una omisión tan flagrante que voy a interrumpir la narración de Emanuel para repararla. Antes de ello he leído el capítulo siguiente para estar seguro de que Emanuel, como lo hace a veces, no ha vuelto hacia atrás para explicarse tardíamente sobre la circunstancia en cuestión. Pero no. Ni una palabra. Se diría que la ha olvidado.

Pero primero, puesto que de ella se trata, quisiera decir una palabra sobre Miette. Después de todas las efusiones líricas de Emanuel, no quisiera aparentar despoetizarla. Pero Miette es una muchacha de campo como hay tantas. Cierto, es sana y sólida y tiene en abundancia, y son firmes todas las curvas que le gustan tanto a Emanuel. Pero dar a entender que Miette es linda me parece muy exagerado. No es más linda, a mis ojos, que la mujer lavándose de Renoir de la que Emanuel tiene una reproducción en la cabecera de su cama o la foto de Birgitta tirando al arco, que se alza en su escritorio en nuestra pieza (bastante asombroso, en el fondo, que Emanuel haya conservado su foto después de la odiosa carta que le escribió anunciándole su casamiento).

Sobre la "inteligencia" de Miette, tampoco comparto la opinión de Emanuel. Miette es una prematura, muda de nacimiento, lo que quiere decir que hay en su cerebro una lesión que ha impedido el ejercicio de la palabra y por contragolpe, empobrecido su representación del mundo. No pretendo decir que Miette sea idiota, ni incluso débil, porque a Emanuel le sería fácil enumerar todos los ejemplos en los que Miette ha dado prueba de fineza en las relaciones humanas. Pero de ahí a pretender que Miette es "muy inteligente" como Emanuel me lo ha afirmado repetidas veces (otro ejemplo de sobreestimación sexual) hay un paso que, por mi parte, no daré. Miette, aun siendo fina, es de todos modos muy simple. Como los chicos, no aprehende la realidad más que a medias. El resto es ensueño y romance, sin ninguna referencia a los hechos.

Van a pensar que no quiero a Miette. La aprecio mucho, por el contrario. Es generosa, está llena de bondad y no hay en ella la más mínima parcela de egoísmo. Si creyera en esas peligrosas pamplinas, diría que tiene pasta de santa, salvo que su bondad se ejerce sobre un plano que no es por lo común el de una santa.

Al día siguiente de la deliberación en la que Emanuel resultó minoritario en su proyecto poliándrico, hubo un cierto suspenso en Malevil, porque nos preguntábamos qué "marido" (Meyssonnier) o qué "pareja" (Emanuel) Miette iba a elegir. A tal punto que ninguno de nosotros se atrevía a mirarla, como tan bien lo observó Emanuel, de miedo de parecer querer ganársela a los demás. ¡Qué contraste con las miradas con que la traspasábamos con todo descaro la noche anterior!

No puedo decir lo que pensó Miette de nuestra brusca reserva. Porque tiene ojos de niña "trasparentes e insondables" (cito a Emanuel, pero es en el capítulo siguiente cuando dice eso). Debo señalar, sin embargo, que en el trascurso de la segunda de las mudanzas del Estanque, el gran Peyssou, más franco que ninguno de nosotros, dijo con resignación que, evidentemente, "ella" iba a elegir a Emanuel. Eso fue dicho delante de Colin, Meyssonnier y yo, ya que los nuevos estaban ocupados en embalar sus cosas en la casa de los trogloditas. No sin tristeza, opinamos los tres que era, en efecto, evidente.

Llegó la noche. La lectura de la Biblia después de la comida se prosiguió con tres fervientes oyentes más, pero sin mucha atención, me temo, por parte de los compañeros. Emanuel estaba respaldado en una u otra de las jambas de la chimenea, y Miette sentada en el medio del semicírculo, con la cara y el cuerpo iluminados y coloreados por las danzantes llamas del hogar. Recuerdo esa noche, mi espera, nuestra espera, debería decir, y de qué modo la voz de Emanuel, cálida sin embargo y bien timbrada, me exasperaba por su lentitud. No sé si fue el cansancio de la jornada, el nerviosismo de la incertidumbre, o la complicidad de la penumbra, pero la reserva que nos habíamos impuesto durante el día había desaparecido. Todos teníamos puestos los ojos en Miette sentada con todas sus curvas, completamente distendida, atenta a la lectura. Sin embargo, no aparentaba ignorar nuestras miradas. Dejaba, de vez en cuando, que sus ojos se cruzaran con los nuestros, y entonces nos sonreía. Así sonrió a cada uno de nosotros, equitativamente. Emanuel ya ha hablado de su sonrisa y es cierto que es muy atractiva, aunque fuera la misma para todos.

Al final de la velada, Miette, con toda naturalidad, se levantó, tomó a Peyssou de la mano y se fue con él.

Creo que Peyssou estuvo muy contento de que hubiera entonces muy poca luz en la gran sala, dado que el fuego estaba cubierto de cenizas. Más contento todavía de darnos la espalda y de ocultarnos su cara. Y nosotros nos quedamos delante del fuego, consternados y silenciosos, mientras la Menou encendía nuestros candeleros murmurando comentarios injuriosos hacia los dejados-de-lado.

No estábamos al cabo de nuestras sorpresas. A la noche siguiente, Miette eligió a Colin. Al otro día, a mí. El cuarto día, Meyssonnier. El quinto, Jacquet. El sexto eligió de nuevo a Peyssou. Y así continuó, en el orden que ya he dicho, sin elegir nunca a Emanuel.

Nadie tenía ganas de reírse, y sin embargo la situación estaba al borde de la comedia. El ridículo nos alcanzaba a todos. El campeón de la poliandria se veía excluido de su práctica. Y los rígidos partidarios de la monogamia aceptaban sin vergüenza el reparto.

Existe un punto en el que no hay ningún misterio: Miette actúa espontáneamente, sin saber nada de nuestras discusiones y sin consultar a nadie. Si se entregó a todos, fue porque todos la deseábamos mucho y porque era buena. Porque el amor no le daba ni frío ni calor. Lo que no tiene nada de asombroso, dada la manera en que había sido iniciada.

En cuanto al orden en que Miette elegía sus compañeros, al cabo de algún tiempo nos dimos cuenta que seguía sencillamente el de los lugares en la mesa. Seguía en pie sin embargo este colosal enigma: ¿Por qué Emanuel -a quien adoraba- era excluido de su elección?

Porque lo adoraba, y como un niño, sin tener vergüenza de demostrarlo. Desde el momento en que entraba a la gran sala, no tenía ojos más que para él. Cuando tomaba la palabra, estaba suspendida de sus labios. Cuando se iba, lo seguía con la mirada. No costaba nada imaginar a Miette derramando costosos perfumes a los pies de Emanuel y enjugándolos enseguida con sus largos cabellos. Esta comparación no quiere significar que me dejo envolver en el ambiente religioso de las veladas. Se la copio al pequeño Colin.

Cuando me volvió a tocar el turno por tercera vez, resolví saber a qué atenerme y preguntárselo a Miette en la intimidad de su pieza. A pesar de que Miette dispone de un arsenal de gestos y de mímicas por las que se hace entender muy bien (y además, sabe escribir), no es siempre fácil dialogar con ella por la sencilla razón de que no se podría sin faltar a la decencia reprocharle como a cualquier otra mujer su mutismo cuando se lo supone voluntario. Desde el momento en que pregunté a Miette por qué hasta ese día no había elegido a Emanuel, su rostro se volvió de madera y se limitó a sacudir su cabeza de derecha a izquierda. La misma pregunta, planteada bajo diferentes formas, consiguió la misma respuesta.

Varié entonces mi ángulo de ataque. ¿No lo quería a Emanuel? Cabeceos vigorosos y repetidos, batir de párpados sobre unos ojos tiernos, labios entreabiertos, rostro en ofrenda. Vuelvo a insistir con la pregunta: ¿Entonces, por qué? Sus ojos se cierran, su boca también, y de nuevo sacude la cabeza de derecha y de izquierda. No salimos de ahí. Me levanto, tomo del bolsillo de mi chaqueta una libretita en la que apunto las salidas y entradas de los útiles en el depósito, y en una hoja, a la débil luz del candelero, escribo en grandes letras de imprenta, ¿Por qué no Emanuel? Tiendo a Miette el lápiz y con mucha aplicación, escribe: "porque no". Después de reflexionar, hasta agrega un punto después de "porque no", supongo que para demostrarme que su respuesta es definitiva.

Tres días después, por pura casualidad, comprendo al fin sus razones o mejor dicho su razón, porque no hay más que una.

Emanuel, siempre obsesionado por la seguridad, había decidido guardar las tres escopetas, la carabina, las municiones, los dos arcos y sus flechas en nuestra pieza, poner siempre cerrojo a la puerta y esconder la llave en el fondo de un cajón del depósito, escondite conocido por nosotros dos y Meyssonnier.

Una tarde, queriendo cambiarme -Emanuel acababa de darme mi primera lección de equitación y estaba empapado en sudor- fui a retirar la llave de su escondite. La escalera de caracol del torreón no es fácil y, sintiéndome cansado, la subía muy despacio, con la mano izquierda siguiendo la columna de piedra sobre la cual dan vuelta los escalones. Así llegué hasta el segundo piso y deteniéndome a respirar en el rellano, vi con estupor, en el otro extremo de la gran sala vacía que precedía a las dos piezas, a Miette, con la oreja pegada a la cerradura de nuestra puerta y pareciendo escuchar con todas sus fuerzas. Ahora bien, yo sabía perfectamente que la pieza estaba vacía, primero porque acababa de dejar a Emanuel en La Maternidad y después porque yo mismo le había puesto el cerrojo una hora y media antes, cuando me vine a poner las botas para andar a caballo.

Me adelanté a su encuentro y exclamé: ¿Pero Miette, qué haces ahí? Se, sobresaltó, se incorporó, enrojeció y miró alrededor de ella con expresión de acorralada como si se preparara a huir, Pero de inmediato estuve junto a ella, la tomé por la muñeca, y le dije: ¡pero, vamos, Miette, no hay nada para escuchar, esta habitación está vacía! Me miró con una cara de incredulidad tal que saqué la llave de mi bolsillo, abrí la puerta y con la mano firmemente sujeta a su muñeca, la atraje con fuerza hacia el interior, no sin que me opusiera una tenaz resistencia. Pero cuando ya en la habitación se dio cuenta que, en efecto, estaba vacía, se quedó inmóvil, estupefacta. Después, sin hacer caso a mis preguntas, con el entrecejo fruncido, abrió el ropero y debió reconocer los trajes de Emanuel y los míos, porque ignorando estos, acarició los primeros con su palma. Después de eso, abrió uno a uno todos los cajones de la cómoda, mientras su rostro se iluminaba poco a poco. Cuando hubo terminado, me miró con aire de interrogatorio, después como yo no decía nada, bastante sorprendido con este registro, señaló con el índice de la mano derecha el canapé próximo a la ventana, luego en seguida mi pecho. Asentí con la cabeza. En ese momento, mirando a todos lados con sus ojos asombrados, vio la foto de Birgitta tirando al arco sobre el escritorio de Emanuel, la agarró con violencia y mirándome con los ojos desorbitados, la blandió en la mano derecha señalándomela con la mano izquierda. No sé cómo entonces, pero por su actitud, por la posición de su cuerpo, por la inclinación de su cabeza, por la expresión de sus rasgos, por los gestos de sus manos, alcanzó no a hacerme la pregunta, porque ni un sonido escapó de sus labios, sino a mimármela, a representármela y casi a danzármela. Y esta pregunta era tan clara que casi me pareció escucharla: ¿pero dónde está la alemana?

Todo se aclara. En El Estanque, recordemos, los Wahrwoorde creían que Birgitta estaba todavía con nosotros. Ese error no se había disipado en el ánimo de Miette. Al contrario, había interpretado la reserva de Emanuel a su respecto la noche de la vuelta a Malevil como la prueba de que su corazón estaba en otra parte. Como no veía por ninguna parte a Birgitta en el castillo, se le había ocurrido que Emanuel la secuestraba para sustraerla a nuestra codicia. El hecho de que la pieza de Emanuel, donde ella no sabía que también dormía yo, fuera la única que estaba cerrada con llave la había afianzado en esa idea. No se había detenido ni por un segundo en todas las imposibilidades materiales con las cuales chocaba su tesis. Y entonces, era seguramente para respetar en Emanuel esa celosa pasión que ella no lo había elegido.

Sea como fuere, Miette, esa misma noche después de la velada reparó su error, y además del alivio que sentimos todos, sentí yo un maligno y suplementario placer viendo a Emanuel abandonar la gran sala, con su gruesa Biblia en una mano y Miette, si así puedo decirlo, en la otra.

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