V

Volvieron a la una de la tarde, con la mirada vaga y hundida, cubiertos de ceniza, con las manos y las caras negras. Peyssou estaba con el torso al aire. Con su camisa había hecho un bulto en el que trasportaba los huesos o los fragmentos de huesos que hablan encontrado en sus casas. No pronunciaron una palabra, salvo Meyssonnier para pedirme tablones y herramientas, y no quisieron ni comer ni lavarse antes de haber terminado una pequeña caja de sesenta centímetros de largo por treinta centímetros de ancho. Estoy viendo aún las caras mientras Meyssonnier, su obra concluida, tomaba uno a uno los huesos para depositarlos en la caja.

Se decidió enterrarla en la playa de estacionamiento delante del recinto, en el sitio en que la roca da lugar a la tierra, y al lado de la tumba de Germán, que yo acababa de enterrar. Feyssou cavó el suelo hasta unos sesenta centímetros de profundidad, echando la tierra hacia su izquierda. La pequeña caja reposaba al lado de él. Su misma pequeñez tenía algo de lastimoso. Costaba imaginar que ese minúsculo féretro encerraba lo que restaba de tres familias. Pero sin duda mis compañeros no habían querido recoger las cenizas que rodeaban los huesos por temor a que estuvieran mezcladas con la de las cosas.

Noté que una vez la caja descendida al fondo de la fosa, Peyssou ponía sobre ella gruesas piedras como si tuviera miedo de que fuera desenterrada por un perro o un zorro. Precaución del todo inútil puesto que lo más probable era que toda fauna había sido aniquilada. Cuando hubo llenado el agujero, Peyssou dispuso la tierra que quedaba en un pequeño montículo rectangular del que tuvo la precaución de dejar los bordes bien rectilíneos con el filo de la pala. Luego se dio vuelta hacia mí.

– No es posible dejarlos ir así. Hay que decir las oraciones.

– Pero no las sé -dije, desconcertado.

– ¿No tienes un libro en el que estén escritas?

Asentí.

– Quizá pudieras ir a buscarlo.

Dije a media voz:

– Conoces sin embargo mis ideas, Peyssou.

– Eso no tiene nada que ver. Es por ellos que las dirás, no por ti.

– ¡Unas oraciones! -dijo Meyssonnier a media voz mirando la punta de su nariz.

– ¿Tu Matilde no iba a la misa? -preguntó Peyssou dándose vuelta hacia él.

– De todos modos… -dijo Meyssonnier.

Toda esta discusión proseguía en voz baja y contenida, y largos silencios cortaban las réplicas.

– Mi Yvette -dijo Peyssou con los ojos al suelo- a la iglesia todos los domingos, y a la noche, Padre nuestro y Dios Te Salve, en camisón al pie de la cama (el haberlo evocado hizo que ese recuerdo se hiciera demasiado intenso. Su voz se estranguló y se quedó petrificado dos o tres segundos antes de continuar). Bueno -retomó al fin- si para las oraciones ella estaba a favor, yo digo, que en el momento en que se va no la voy a dejar sin. Y a los niños tampoco.

– Tiene razón -dijo Colin.

Lo que pensaba la Menou nadie lo supo, porque no abrió la boca.

– Entonces voy a buscar el misal -dije al cabo de un momento.

Me enteré más tarde que, durante mi ausencia, Peyssou había pedido a Meyssonnier que fabricara una cruz para marcar la tumba y que Meyssonnier había aceptado sin ofrecer resistencia. Cuando volví a aparecer, Peyssou me dijo: -Eres muy amable, pero si te cuesta mucho, Colin o yo podemos leerlas.

– Pero no, puedo muy bien hacerlo, puesto que me dices que es para ellos.

El comentario de la Menou, lo obtuve cuando estuvimos solos. Si te hubieras negado, Emanuel, yo no hubiera dicho nada, porque las cosas de la religión son siempre un poco delicadas, pero no te hubiera dado la razón. Y además que las dijiste muy bien, mejor que el cura, que murmura todo eso tan rápido que la gente no entiende nada, y hasta parece que no estuviera ahí.

Tú, Emanuel, lo dijiste bien claro.

Hay que prepararse para la noche. Ofrecí a Thomas la hospitalidad de mi diván, lo que dejó libre la pieza al lado de la mía para Meyssonnier. Di la del primer piso a Colin y a Peyssou.

Tendido en mi cama, agotado e insomne, estaba con los ojos bien abiertos. Ni el menor resplandor. La noche, generalmente, era una yuxtaposición de gris. Esta era color tinta. No distinguía nada, ni siquiera el más vago contorno, ni siquiera mi mano a tres centímetros de mis ojos. A mi lado, bajo mi ventana, Thomas daba vueltas y vueltas en su cama. Lo oía. No lo veía.

Golpearon a la puerta. Me sobresalté y grité "entre" mecánicamente. La puerta chirrió al abrirse. En la oscuridad todos los ruidos se tornaban de una intensidad anormal.

– Soy yo -dijo Meyssonnier.

Me di vuelta hacia la dirección de su voz.

– Entra. No dormimos.

– Yo tampoco -dijo Meyssonnier, inútilmente.

Se quedó inmóvil en el umbral, sin decidirse a entrar. Por lo menos así lo suponía yo, puesto que no distinguía nada de él. Si hubiéramos sido sombras en el más allá no hubiéramos sido más invisibles el uno para el otro.

– Siéntate. El sillón de mi escritorio está frente a ti.

El ruido que hizo me reveló sus movimientos. Cerró la puerta, avanzó y tropezó con el sillón. Debía de estar descalzo, y largó un improperio. Luego oí los gastados resortes del sillón chirriar bajo su paso. No era pues una sombra. Tenía un cuerpo, él también, presa como el mío entre dos angustias: la de morir, y no menos fuerte ahora, la de vivir.

Pensé que Meyssonnier iba a hablar, pero no dijo nada. Colin y Peyssou dormían juntos en la pieza del primero; yo y Thomas, en el segundo. Meyssonnier estaba solo, en la pieza de Brigitta. No había podido soportar a la vez la oscuridad, el insomnio y la soledad.

En ese momento recordé a su Matilde y sus altercados con ella. Me sentía un poco culpable porque no conseguía acordarme del nombre de sus dos varones. Cómo conseguía seguir viviendo Meyssonnier, eso era lo que me hubiera gustado saber. En cuanto a mí, aparte de Malevil y de mi trabajo, mi vida era vacía. Pero él. ¿Qué significará para un hombre el que todo lo que ha amado esté encerrado bajo tierra en una pequeña caja?

Estaba desnudo sobre la cama y transpiraba. Habíamos dudado qué hacer con la ventana. Las paredes de la pieza agobiaban tanto, que primero la habíamos abierto de par en par; pero no habíamos podido respirar durante mucho tiempo el acre olor a quemado. Afuera, la naturaleza terminaba de consumirse en el mayor auto de fe de todos los siglos. Ya no había llamas, por lo menos hubieran iluminado. De la ventana no llegaba más que el olor letal del campo carbonizado. Al cabo de un minuto, le había pedido a Thomas que cerrara.

No existían nada más, en la absoluta oscuridad de la pieza, que la respiración de tres hombres, y fuera, del otro lado de las paredes recalentadas, un planeta muerto. Lo habían matado en plena primavera, las yemas apenas formadas, los gazapos apenas nacidos en las madrigueras. Ni un animal. Ni un pájaro. Ni un insecto. La tierra calcinada. Las casas en cenizas. Aquí y allá, unas estacas hechas trizas y carbonizadas, habían sido árboles. Y en medio de todo eso un puñado de hombres. ¿Conservados en vida, quizá, como cobayas-testigos de una experiencia? Era irrisorio. En pleno centro de ese montón de cadáveres, algunos pulmones que bombeaban el aire. Unos corazones que bombeaban sangre. Cerebros de hombres en actividad. ¿En actividad para qué?

Cuando hablé fue, me parece, a causa de Meyssonnier. No podía soportar por más tiempo lo que estaba pensando, completamente solo, sentado en la oscuridad, delante de mi escritorio.

– ¿Thomas?

– Sí.

– ¿Cómo explicas que no haya habido radiactividad?

– Quizá fue una bomba de litio.

Agregó con voz débil, pero fáctica y, aparentemente, desprovista de emoción.

– Es una bomba limpia.

Oí a Meyssonnier revolverse en el sillón.

– ¡Limpia! -dijo con voz átona.

– Quiere decir sin lluvias -dijo la voz de Thomas.

– Ya había comprendido -dijo Meyssonnier.

De nuevo, el silencio. Las respiraciones, nada más. Aprieto mis dos sienes entre mis manos. Si la bomba era limpia, significaba que quien la tiró tenía idea de invadir el territorio. No lo invadiría. A su vez había sido destruido: el silencio de las estaciones de radio lo decía. Y en cuanto a Francia, totalmente inútil suponer que había tenido tiempo de entrar en guerra. Dentro del cuadro de una estrategia global, Francia era destruida para asentarse. O para impedir al adversario asentarse. Una pequeña precaución previa. Un pequeño peón sacrificado de antemano. Resumiendo, una "destrucción", como se dice en términos militares.

– ¿Y es suficiente una sola bomba, Thomas?

No agregué "para destruir Francia", pero lo comprendió.

– Sólo una potente bomba explotando en la vertical de París a cuarenta kilómetros de altitud.

Juzgando inútil seguir se detuvo. Hablaba con una voz articulada e impasible, como si dictara a unos alumnos el enunciado de un problema. Y yo, hubiera debido pensar en todo eso desde tiempo atrás, para los míos, cuando era maestro. Era con todo un poquito más moderno que el problema de las dos canillas. Dado que el efecto de soplo no se propaga debido a la escasa densidad del aire a elevada altitud, pero dado que el efecto del calor, por la misma razón, es experimentado a una distancia que aumenta proporcionalmente a la altitud de la explosión, ¿a qué altura sobre París se debe hacer explotar una bomba de tantos megatones, para que Estrasburgo, Dunkerque, Brest, Biarritz, Port-Vendres y Marsella sean quemadas? Por otra parte, hubiera podido variar. Introducir dos x en lugar de una sola: hacer calcular el número de megatones necesario al mismo tiempo que la altura de la explosión.

– No es sólo Francia -dijo Thomas de golpe-. Europa entera. El mundo. Si no, hubiéramos podido captar otras estaciones.

En ese momento, vuelvo a ver a Thomas en la bodega, con el transistor de Momo en la mano, paseando sin fin la aguja sobre el cuadrante de las estaciones. En esta ocasión, su rigor matemático le había salvado la vida. Sin ese inexplicable silencio de las estaciones, hubiera salido.

– Con todo -dije yo-. Supón que haya una pantalla entre el rayo térmico y tú. Una montaña, o un acantilado, como en Malevil.

– Sí, localmente.

Ese "localmente", en la mente de Thomas, significaba una restricción. Yo no lo tomé así. Me confirmó lo que ya estaba pensando. Era muy probable que en Francia hubiera otros puntos salvados y aquí y allá otros grupos de sobrevivientes. Inexplicablemente sentí que me invadía una cálida esperanza. Digo inexplicablemente, puesto que el hombre acababa de demostrar que no merecía sobrevivir, ni que fuera tranquilizador el encontrarse con él.

– Me voy a acostar -dijo Meyssonnier.

Apenas hacía veinte minutos que estaba ahí y no había dicho tres palabras. Vino a vernos para ahuyentar su soledad, pero a su soledad la llevaba consigo. Lo había seguido a nuestra pieza y ahora la volvería a llevar a la suya.

– Buenas noches -dije.

– Buenas noches -dijo Thomas.

Meyssonnier no contestó. Oí el chirrido de la puerta que se cerraba. Al cabo de un cuarto de hora, me levanté y fui a golpear a la suya.

– Thomas duerme -dije, mintiendo-. ¿No te molesto?

– No, no -dijo con voz apagada.

Avancé a tientas hasta el escritorio de caña que había instalado para Birgitta. Dije para poblar el silencio:

– No se ve ni medio.

Y extrañamente Meyssonnier dijo con su misma voz átona:

– Me pregunto si mañana llegará el día.

Encontré el silloncito de caña de Birgitta, y a su contacto recordé. La última vez que me había sentado en él, Birgitta estaba de pie, desnuda entre mis piernas, y yo la acariciaba. No sé si fue de resultas de ese recuerdo, pero en lugar de no sentarme, me quedé parado con las dos manos apoyadas en el respaldo.

– ¿No te aburres solo aquí, Meyssonnier? ¿No quieres que te instale en la misma pieza que Colin y Peyssou?

– No gracias -dijo con su misma voz débil y triste-. Para escuchar a Peyssou hablar de los suyos sin parar. Gracias. Ya tengo bastante con lo que tengo en la cabeza.

Esperé, pero nada llegó. Yo ya lo sabía, no diría nada. Ni una palabra. Ni sobre Matilde, ni sobre sus dos chicos. Y así, de golpe, sus nombres me volvieron: Francis y Gerardo. Seis años y cuatro años.

– Como quieras -dije.

– Gracias, eres muy amable de todos modos, Emanuel -y tan fuerte era la costumbre de la cortesía, que para pronunciar la fórmula acostumbrada, volvió a retomar durante algunos segundos su voz normal.

– Y bueno, me voy.

– No te echo -dijo con el mismo tono-. Estás en tu casa.

– Tú también -dije rápidamente-. Malevil es de todos nosotros.

Pero sobre eso no hizo comentarios.

– Bueno, hasta mañana.

– Después de todo -su voz se apagaba de nuevo-. A los cuarenta años, no se es muy viejo.

Me quedé silencioso, pero no siguió.

– ¿Muy viejo para qué? -dije al cabo de un momento.

– Y bueno, si sobrevivimos, treinta años delante de nosotros, por lo menos. Y nada, nada.

– ¿Quieres decir sin mujer?

– No solamente.

Quería decir, en realidad, "sin hijo", pero no consiguió pronunciar esa palabra.

– Vamos, te dejo.

Tanteé para encontrar su mano y se la apreté. Apenas respondió a mi presión.

Lo que él sentía, yo lo sufría casi físicamente por una suerte de contagio y era tan atroz que me sentí aliviado cuando hube vuelto a mi pieza. Pero con lo que me encontré ahí fue casi peor. Todavía con un grado más de reserva y de pudor.

– ¿No anda eso? -dijo Thomas a media voz, y le agradecí su interés por Meyssonnier.

– Te imaginas.

– Sí. -Y agregó:- Tenía a mis sobrinos en el XIV.

Y también, lo sabía, dos hermanas y sus padres. Todos en París.

Agregué:

– Meyssonnier tenía dos chicos. Los adoraba.

– ¿Y su mujer?

– Menos. Le hacía escenas por culpa de su política. Le parecía que eso le hacía perder clientes.

– ¿Y era verdad?

– Sí, era verdad. En Malejac el pobre Meyssonnier tenía que pelear en dos frentes. Contra el alcalde y el clan clerical. Y en su casa, contra su mujer.

– Ya veo -dijo Thomas.

Pero dijo eso con una voz un poco seca e irritada, como si no tuviera sufrimiento disponible para consagrar a Meyssonnier. En realidad, únicamente yo podía tenerlo disponible, y también la Menou, ya que no había perdido parientes. Yo no contaba a mis hermanas como parientes.

Mientras Thomas se callaba en la oscuridad, yo intentaba utilizar mi insomnio para retomar un poco de esperanza. Pensaba en La Roque. Y pensaba en ella porque La Roque, pequeño burgo distante de nosotros unos quince kilómetros, era una antigua plaza fuerte construida en el flanco de la colina y protegida al norte, como Malevil, por un acantilado. Esta mañana, en lo alto del torreón no había visto nada de ese lado, pero La Roque de todas maneras se podía divisar desde Malevil sólo cuando había una excelente visibilidad. En cuanto a intentar llegar a La Roque a pie para salir de dudas, no sería posible antes de mucho tiempo, a juzgar por lo que habían tardado Thomas y los compañeros en franquear el kilómetro y medio que nos separaba de Malejac.

– El subterráneo o las playas de estacionamiento subterráneas -dijo Thomas de pronto.

En su voz, en la de Meyssonnier y, probablemente, también en la mía, lo que predominaba no era el dolor sino un asombro triste. Y yo, lo que sentía además de este estupor era un embotamiento algodonoso. Pensaba en el vacío, con una infinita lentitud. No conseguía coordinar. Necesité unos cuantos segundos para comprender lo que Thomas había querido decir.

– ¿Conoces la playa de estacionamiento de los Campos Elíseos? -prosiguió Thomas, con la misma voz débil pero mejor articulada.

– Sí.

– Ínfimas posibilidades. La gente que se encontraba en el Metro o en la playa, sí, muy posible que se hayan salvado. En el momento. ¿Pero después?

– ¿Cómo, después?

– Como las ratas, eso. Corriendo de una salida a la otra, y encontrándolas todas bloqueadas por los escombros.

– Quizá no todas -dije yo.

De nuevo, el silencio, y cuanto más duraba más me daba la extraña impresión de que se intensificaba la oscuridad en donde estábamos zambullidos. Al cabo de un momento fui tomando conciencia de que Thomas, al pesar las posibilidades de supervivencia de un puñado de parisienses, pensaba en su familia, y repetí:

– Quizá no todas.

– Supongamos. Pero eso no hace más que diferir el problema. En el campo, ustedes viven en una autarquía. Tienen de todo: chacinados, granos, conservas en abundancia, dulces, miel, toneles de aceite y hasta sal para salar el heno. ¿Pero en París?

– En París existen los grandes almacenes de alimentos.

– Aplastados o quemados -dijo Thomas con una súbita severidad, como si estuviera resuelto a negarse toda esperanza.

Me callé. Sí, tenía razón. Aplastados, quemados, o saqueados. Saqueados por las hordas de los sobrevivientes que se matan entre ellos. Y de golpe tuve presente en la mente, en una súbita visión, el horror de las grandes concentraciones urbanas aniquiladas. Toneladas de cemento desmoronado. Kilómetros de inmuebles destruidos. Un caos en el que no se reconoce nada, ni siquiera una calle. Hasta el caminar se ha vuelto imposible por los montones de escombros. El desierto, el silencio, el olor a quemado. Y bajo los inmuebles derrumbados, cadáveres por millones.

Conocía muy bien la playa de estacionamiento de los Campos Elíseos. Había dejado ahí mi auto el verano anterior, cuando llevé a Birgitta dos días a París. De por sí tenía ya un decorado bastante espantoso. Y me lo imaginaba privado de luz y a los sobrevivientes corriendo desesperadamente de subsuelo en subsuelo, y encontrando todas las salidas bloqueadas.

Y entonces, no sé cómo, de agotamiento sin duda, me dormí y tuve pesadillas atroces, el estacionamiento subterráneo se confundía con el Metro, el Metro con la red de cloacas y el tropel de sobrevivientes con ratas. Yo mismo era una de esas ratas y al mismo tiempo, desligado de mí, me miraba con horror.

Momo nos despertó al día siguiente tamborileando en nuestras puertas. Para el desayuno la Menou nos había preparado una sorpresa. Sobre la larga mesa conventual de la casa había puesto un mantel vasco de muchos colores, un poco zurcido (el menos nuevo de los doce manteles que mi tía guardaba plegados en su armario y que la Menou conservaba para mí con celoso cuidado como si fuera a vivir dos siglos) y sobre el mantel, vino, vasos, sobre los platos una tajada de pastel de tripas y una lonja de jamón -signo de que la economía había disminuido un poco después de que la Menou supo que la Adelaida iba a vivir y parir- y al lado de los platos, una gran rebanada de pan untado con manteca de cerdo, dado que era mejor de todos modos acabar la hogaza que "no dejarla echar a perder". La hogaza, ya de tres días, estaba dura. Y no había manteca, se había derretido en la refrigeradora apagada.

Cuando llegaron todos, me senté, dejando a cada uno elegir su lugar. Thomas se sentó a mi derecha, Peyssou a mi izquierda. Frente a mí, Meyssonnier, a su derecha Colin, a su izquierda Momo y al lado de Momo, en el extremo de la mesa, la Menou. No sé si la costumbre se hace en la primera acción, pero en lo sucesivo este orden no varió jamás, por lo menos mientras no fuimos más que siete en Malevil.

Yo tenía una sensación de irrealidad mientras tomaba este desayuno, no muy diferente del que la Menou ofrecía todas las mañanas a Boudenot, y comerlo con cuchillo y tenedor, sentado en una silla, con un mantel limpio, sin nada que hiciera recordar en la gran sala de la casa el acontecimiento que acabábamos de vivir, salvo las chorreaduras de plomo fundido a lo largo de los pequeños vidrios coloreados de las ventanas, y una capa gris de polvo y de ceniza sobre las vigas del techo. Pero a la Menou ya se le había ocurrido barrer y lavar el suelo embaldosado, y frotar con esmero los muebles de nogal brillante, como si, con su afán de vivir y de reanudar lo cotidiano, hubiera querido borrar hasta el recuerdo del acontecimiento.

Pero sin embargo no había podido borrar la expresión que marcaba los rostros de mis compañeros. Los tres comían sin mirar a nadie, sin hablar y casi sin moverse, como si miradas y movimientos hubieran podido romper ese estado de estupor gracias al cual su sufrimiento seguía aún anestesiado. Preveía que el despertar sería horroroso, y les traería -con toda seguridad a Peyssou- nuevas crisis de desesperación. Después de mi conversación con Thomas y de las pesadillas subsiguientes había reflexionado toda la noche y había llegado a la conclusión de que la única manera de prevenir el choque que les esperaba, era ponerlos a trabajar en seguida y yo también con ellos. Esperé que terminaran de comer y dije:

– Escuchen, muchachos, quisiera pedirles ayuda y consejo.

Levantaron la cabeza. ¡Qué miradas tristes tenían! Y sin embargo me daba perfecta cuenta que ya reaccionaban a mi requerimiento. Había dicho "muchachos", denominación que a su respecto nunca había usado desde el Círculo. Diciendo esa palabra yo asumía la actitud que entonces había sido la mía, y contaba con que ellos retomarían la suya. Y además, "muchachos", quería decir que íbamos a hacer juntos cosas difíciles. Era un segundo requerimiento oculto bajo el primero.

Proseguí:

– Primer problema. En el primer recinto hay veintiún animales reventados: once caballos, seis vacas y cuatro cerdos. No digo nada de la pestilencia, no soy el único que la huelo, pero es evidente que no se puede vivir en estas condiciones. Acabaríamos por reventar nosotros también. Bueno, entonces -continué-. Primer problema, y el más urgente: ¿cómo vamos a hacer para desembarazarnos de esas toneladas de cadáveres? (Acentué la palabra "toneladas".) Por suerte, el tractor que quedó guardado en la Maternidad no está destruido. Tengo gas-oil, no cantidades, pero tengo. Tengo cuerdas y hasta cables. ¿Entonces? ¿Qué hacemos con esas carcazas?

Se animaron. Peyssou propuso arrastrar a los "pobres animales" hasta el vertedero cerca de Malejac y dejarlos ahí. Pero Colin hizo observar que en nuestro rincón los vientos dominantes soplando del oeste nos traerían sin descanso el olor del osario. Meyssonnier sugirió construir una hoguera, a la altura del camino, ya que el vertedero estaba abajo. Pero yo no estaba de acuerdo porque para hacer un auto de fe de veintiún animales haría falta una cantidad inmensa de madera. Ahora bien, tendríamos muchísima necesidad de madera este invierno, para cocinar y para calentarnos. Y con toda seguridad una de nuestras tareas más duras sería la de cortar y recuperar aquí y allá, a menudo muy lejos, los troncos y las ramas casi consumidas y trasportarlas hasta aquí.

Fue a Colin a quien se le ocurrió lo de la cantera de arena del Rhunes. Estaba cerca. El camino para llegar a ella era en bajada, lo que hacía más fácil el acarreo. Y depositando a los animales en el hueco de la explotación podríamos, desde el acantilado que la dominaba, palear sobre ellos la arena suficiente como para cubrirlos.

Alguien, ya no sé quien, objetó el tiempo que se tardaría paleando. Thomas se dio vuelta hacia mí.

– ¿No me dijiste que Germán y tú, para cavar la zanja por donde corre el cable eléctrico hacia Malevil, utilizaron cartuchos de dinamita en las partes rocosas?

– Sí.

– ¿Te quedan de esos cartuchos?

– Una docena.

– Más de lo necesario. No hace falta palear. Me encargo de hacer que se desprenda el terraplén sobre los animales.

Nos miramos. El asunto estaba teóricamente resuelto, pero a nadie se le escapaba que su ejecución sería abominable.

No quise dejarlos con una perspectiva tan negra.

– Habrá también que tomar otra decisión, y bastante rápido, sobre los campos. Este es el problema tal cual lo veo yo: ¿tendremos que arriesgarnos a volver a sembrar ahora? Tengo aquí cebada en cantidad, y heno también. Resumiendo, tenía con creces con qué alimentar una veintena de animales, hasta la cosecha. ¡Bueno, la cosecha del 77, se imaginan!. Pero por otro lado, como no me quedan más que tres animales, entre el heno y la cebada tengo muy bien con qué aguantar hasta el 78. Para la marrana tengo también lo que hace falta, y más. Es más bien para nosotros que se plantea un problema.

Proseguí:

– Para nosotros el problema es el pan. No tengo trigo, salvo un poco de semillas.

Hubo en el aire una súbita tensión y los rostros se pusieron serios. Los miré. Era el enorme miedo de la falta de pan que les volvía a las tripas desde el fondo de los tiempos. Porque esa falta nunca la habían conocido y sus padres tampoco, incluso durante la guerra. En nuestro rincón, mi tío me había contado a menudo que se habían puesto de nuevo en uso, en el 40, los viejos hornos y había habido abundante cocción clandestina, pese a Vichy y a sus cupones. Tiempos difíciles, sí, decía la Menou, el papá en casa nos hablaba bastante de ellos. Pero sabes, Emanuel, que faltara pan, eso nunca lo oí decir.

Prueba de que la tradición oral de las hambrunas de otros tiempos se había perdido, pero no la angustia inmemorial en el subconsciente del campesino.

– Te doy la razón en cuanto a la cosecha de este año -dijo Peyssou-. Volviendo ayer de Malejac, escarbé un poco con un palo la tierra adonde había sembrado trigo -(a mí me pareció un buen signo que hubiera tenido ese reflejo, después de lo que acababa de suceder)-. Y no encontré nada -dijo abriendo a la vez las dos manos sobre la mesa-. Nada de nada. La tierra como cocida. Se hubiera dicho puro polvo.

– ¿De tu semilla de trigo, cuánta tienes? -me preguntó Colin.

– Como para sembrar dos hectáreas.

– Ah, bueno -dijo Meyssonnier.

La Menou estaba de pie, un poco retirada para dejar hablar a los hombres, pero toda oídos, con los ojos inquietos, la cara tendida hacia adelante. No del todo decidida a sacar la mesa, lo que la hubiera alejado de nosotros. Y como Momo hacía tut tut arrastrando sus grandes pies alrededor de la mesa, lo interceptó con una palmada que lo mandó a rezongar en un rincón.

– En mi opinión -dijo Meyssonnier- no arriesgas nada labrando y sembrando media hectárea.

– ¡No arriesgas nada! -dijo el gran Peyssou con vehemencia mirando a Meyssonnier con reproche-. No arriesgas nada más que perder media hectárea de semilla. ¿Y te parece que eso no es nada, carpintero? -(Este modo de llamar a la gente por su oficio era privativo del Círculo y comportaba tanto afecto como ironía.)- Yo te digo que como está la tierra ahora, no es capaz de salir ni un solo cardillo en todo el verano. Aunque la regaras.

Dio un golpe en la mesa con la palma de la mano, y como prolongando su gesto empuñó su vaso en el hueco de su palma y lo bebió de un trago, para subrayar sus palabras. Lo miré con alivio: en la discusión volvía a encontrar a mi Peyssou.

– Le doy la razón a Peyssou -dijo Colin-. En el sitio del prado en el que quemas paja para Pascuas, se queda raso todo el verano. ¿Y qué es un montón de paja que arde, al lado de lo que la tierra acaba de sufrir?

– Sin embargo, si labras en profundidad -dijo Meyssonnier- y pasas lo de abajo arriba, no hay razón para que la tierra no responda.

Escuchaba y los miraba. No fue el argumento de Meyssonnier lo que me decidió, sino otra consideración. No podía devolverles las familias, pero podía, al menos, darles una actividad y una meta. Si no, una vez los caballos enterrados, se roerían el alma en la inacción.

– Escuchen. Sobre el principio de lo que han dicho Peyssou y Colin estaría bastante de acuerdo. Pero de todos modos se puede ensayar, a título de experimento -hice una pequeña pausa, para permitir que esa palabra de peso hiciera su camino-. Y sin que nos coma demasiada semilla. -Era lo que también pensaba yo -dijo Meyssonnier.

Proseguí:

– Justamente, tengo un pequeño terreno en los Rhunes, cinco mil metros, no más, un poco abajo del brazo más cercano al acantilado, pero mi tío lo drenó muy bien, está en buen estado. El otoño pasado lo aboné todo y le hice una buena labranza para mezclar bien el abono. Y ahí se podría probar de todos modos, volver a arar, volver a sembrar trigo. Cinco mil metros, no nos insumirá demasiada semilla. E incluso podremos regar por gravitación, puesto que el Rhune está al lado, si la primavera resulta demasiado seca.

»Otra cosa, dudo de que nos quede suficiente gas-oil para arar, después de enterrar a los animales. Habrá que prever la construcción de una carreta -miré a Meyssonnier y Colin- y enseñar a Amaranta a arrastrarla -miré a Peyssou, porque había tenido un caballo para escardar su viñedo.

– En cuanto a tu terreno -dijo Peyssou, con aire de prudente condescendencia- tengo curiosidad por ver el resultado. Si te puedes permitir perder un poco de tu semilla.

Lo miré.

– No digas "tu", Peyssou, di "nuestra".

– Sin embargo -dijo Peyssou-. Malevil es tuyo.

– Pero no -dije moviendo la cabeza- todo eso está superado. Suponte que mañana me muero por enfermedad o por accidente, ¿qué pasa? ¿Hay algún escribano? ¿Derechos sucesorios? ¿Un heredero? Malevil pertenece a los que trabajan en él, nada más.

– Estoy de acuerdo contigo -dijo Meyssonnier- satisfecho de ver que por una vez mis declaraciones coincidían con sus principios.

– Sin embargo… -dijo Peyssou, incrédulo.

Colin no dijo nada, pero me miró con la sombra de su antigua sonrisa. Parecía decir de acuerdo, de acuerdo ¿pero qué cambia eso?

– ¿Entonces -dije-, está decidido? ¿Una vez los animales enterrados, nos fabricamos una carreta y sembramos en los Rhunes?

Hubo un murmullo de aprobación, me puse de pie y la Menou comenzó a levantar la mesa, con aire de desaprobación. Al decir que Malevil era de todos, la había puesto en el nivel común y despojado de su poderío y de su gloria en tanto que única ama a bordo, después de mí. Sin embargo, en los días que siguieron, infirió que la colectivización de Malevil no podía ser, de mi parte, más que una manera cortés de hablar para poner cómodos a mis invitados y se tranquilizó otra vez.

No voy a contar el entierro de los animales, fue demasiado horrible. Lo más difícil fue sacar a los caballos de los boxes, porque se habían hinchado y no pasaban por las puertas, entonces hubo que echar abajo las paredes.

Hubo también que pensar en la ropa, porque Colin, Meyssonnier y Peyssou no poseían más que la ropa de trabajo que tenían puesta cuando habían venido a verme, el día del acontecimiento. Gracias a todo lo que había guardado del tío conseguí hacerle un guardarropa a Meyssonnier. Pero Colin me resultó un problema. Hubo que convencer a la Menou de que pusiera a su disposición los trajes de su marido, que conservaba en naftalina desde hacía dos decenios, sin la esperanza de hacérselos usar a Momo, que era mucho más alto. ¡Lo que tampoco era una razón para darlos! ¡Pero no! ¡Ni siquiera a Colin! Hizo falta que nos pusiéramos todos en contra de ella, gritarla y amenazarla con que íbamos a sacársela a la fuerza, toda esa ropa de medio siglo, para que al fin cediera. Pero entonces, sólo a medias. Porque se los puso todos a su medida, al Colin, que aún tenía unos buenos cinco centímetros menos que su hombre. Eso la conmovió. Dado que debería existir una solidaridad entre pequeño hombre y mujer pequeña, me dijo ella, yo, tal como me ves, Emanuel, nunca más de un metro cuarenta y cinco, y eso poniéndome muy derecha.

En cuanto a Peyssou, no quedaban esperanzas. Nos llevaba una buena media cabeza a Meyssonnier y a mí, y una anchura de espaldas que le hacían prohibitivos mis sacos. Eso le significó no pocas angustias a nuestro pobre gigante, a la idea de encontrarse desnudo cualquier día. Por suerte, se solucionó el asunto, diré más adelante cómo.

La Menou rezongaba de la mañana a la noche, con motivo de todas las comodidades de que no gozábamos más. Diez veces por día apretaba los conmutadores, o si no enchufaba por costumbre su molinillo de café (tenía en reserva algunos kilos sin moler), y renegaba cada vez con aire muy desgraciado. Era muy adicta a su máquina de lavar, a su plancha, a su spiedo, a su radio que escuchaba (o que no escuchaba) mientras cocinaba, a su tele que todas las noches miraba hasta el último minuto, cualquiera fuera el programa. Adoraba el auto, y desde los tiempos del tío, inventaba insidiosos pretextos para hacerse llevar a La Roque, durante la semana, sin contar a la feria el sábado. Hasta los médicos -que no consultaba jamás- comenzaron a hacerle falta, desde el momento que ya no los tenía. Su ambición de batir el récord de su propia madre y de "ir centenaria", le pareció muy comprometida y se quejaba de ello todos los días. Cuando pienso, me dijo Meyssonnier, en todas las idioteces que decían los izquierdistas sobre la sociedad de consumo. Escucha por favor un poco a la Menou. ¿Qué hay de peor para ella que una sociedad donde no queda nada para consumir?

¿O que una sociedad donde no se puede leer más la prensa del Partido? Porque extrañaba mucho a su prensa, Meyssonnier. Y también la división del mundo en dos campos: el socialista y el capitalista, lo que daba sentido y pimienta a la vida, el primer campo luchando por la verdad y el segundo, sumido en el error. Uno y otro destruidos hacían que Meyssonnier se encontrara en un total desconcierto. Optimista como un verdadero militante, había construido su vida sobre los mañanas que cantan. Ahora bien, no cantarían más para nadie, era muy evidente.

Meyssonnier terminó por encontrar al lado de la calefacción una vieja colección de ejemplares de "El Mundo" (¡de 1956, el año del frente republicano!). Y se apoderó de ellos diciéndome con desprecio: "¡El Mundo!" Sabes muy bien lo que pienso de la objetividad del "¡Mundo!". Pero no obstante leyó todos los números, uno a uno, de la primera a la última página, apasionándose con ellos. Incluso quiso leernos unos extractos. Pero Colin exclamó sin ninguna gentileza: ¡Pero nos importa un cuerno tu Guy Mollet y su guerra de Argelia! ¡Hace veinte años que pasó todo eso! ¡Ay, Guy Mollet!, dijo Meyssonnier indignado dándose vuelta hacia mí.

Fue por la Menou que me enteré de que todo no andaba bien entre Colin y Peyssou en su pieza, y poco a poco, cada uno por su lado, me vinieron con su queja.

Peyssou daba libre curso a su pena familiar por demás, eran narraciones y recuerdos que nunca terminaban, y que exasperaban a Colin. Y Colin, ya lo conoces, me dijo Peyssou, susceptible como nadie, pero ahora entonces, puro vinagre, siempre tratándome de gran cretino. Agregando a que gracias a la privación de fumar su paquete diario no da más de los nervios, y salta como leche hervida por nada, y siempre reprochándome mi tamaño. Como si yo tuviera la culpa.

Le pedí a Meyssonnier si no aceptaría reemplazar a Colin en la pieza de Peyssou. Porque sobre un punto me mantenía firme: Peyssou no debía quedarse solo.

– En resumidas cuentas, yo -dijo Meyssonnier- soy siempre el que se sacrifica. Ya en los tiempos del Círculo todas las cosas jorobadas de hacer me tocaban a mí. Peyssou, no demasiado inteligente, Colin, no demasiado responsable. Y tú, demasiado ocupado en mandar. Y ni hablar de los otros.

– Vamos, vamos -le dije sonriendo- a las cosas jorobadas, como secretario de tu célula, ya por lo menos estabas acostumbrado.

No me contestó.

– Y mira que a Peyssou, lo pongo a veinte codos por encima de Colin, aunque Colin siempre fue tu preferido. Colin puede ser amable, pero también puede ser muy pinchudo. Peyssou es un muchacho de oro. Sin embargo, si acepto ir a la pieza de Peyssou habrá que pedirle que ponga una sordina a sus recuerdos, dado que recuerdos, también de ellos tengo la cabeza llena.

Se quedó inmóvil y de golpe se puso a parpadear, con las comisuras de los labios caídos, todos los rasgos estirados hacia abajo.

– ¡Hombre! recuerdos, sobre todo tengo uno que te voy a contar y después, no hablaré más de él. Quisiera sobre todo no repetir. Esa mañana del día J, mi pequeño Francis quería venir conmigo a Malevil para ver el castillo, y yo ya le había dado permiso cuando la Matilde le dijo que no, que no iba a mezclarlo a su edad en nuestra sucia política. Vacilé. Me estoy viendo, vacilé. Porque mi chico tenía un aire tan desencantado… Pero como la noche anterior ya me había peleado con la Matilde por culpa de mi política, y conoces a las mujeres, hablo, hablo y después me enojo, cosa de nunca acabar. Bueno. De golpe me sentí harto de todo eso. Dije, bueno, quédate con tu chico, me iré solo. Resumiendo, no quise una segunda escena, sobre todo en seguida de la primera. Fui un cobarde. Y el resultado, que Francis se quedó, mirándome con las lágrimas que le corrían por las mejillas. Y si yo no hubiera sido tan cobarde, comprendes, Emanuel, estaría aquí, ahora, mi Francis.

Después de eso se quedó sin voz durante todo un minuto. Y yo también. Pero creo que de todos modos le hizo bien compartir conmigo esa espina. Ya no recuerdo de qué hablamos después, pero hablamos. Y durante todo ese tiempo me pregunto cómo me las voy a arreglar para decirle al gran Peyssou que no se explaye demasiado. Porque en el fondo es él el que tiene razón, justamente Meyssonnier acaba de demostrármelo.

Adelaida esperó hasta que nuestra terrible tarea de sepultureros hubo terminado para parir. Dio a luz una docena de cachorros. En realidad, como estaba más que nunca inabordable, no se pudo hacer la cuenta exacta sino cuando se incorporó, y se descubrió entonces que tenía quince, cifra considerable, pero que no igualaba su récord anterior. Fue Momo quien dio la alarma surgiendo hirsuto en la gran sala de la casa en el momento del almuerzo y pegando alaridos con los brazos al cielo "Emmanouel, Abebaibe a biba!" (Emanuel, Adelaida ha parido). Abandonamos los platos y salimos corriendo hacia la Maternidad, en donde Adelaida, acostada y gimiente, vio de golpe la puerta de su box coronarse con siete cabezas de hombres ávidas y charlatanas. Gruñó y refunfuñó, pero como no pasaba nada, volvió a su trabajo y expulsó uno después de otro sus últimos cachorros. Y nosotros, con la barbilla apoyada en el montante de madera de la puerta (a un metro y medio del suelo, porque había sido prevista para caballos, y la Menou trepada sobre dos piedras sillares para alcanzar la altura requerida) comenzamos en seguida a discutir sobre la abundancia de esos nuevos víveres y del más juicioso empleo que había de hacerse con ellos. Porque desgraciadamente no había con qué alimentar quince lechones. Una vez terminada la lactancia habría que sacrificar algunos, perspectiva de la que se hablaba con una falsa objetividad haciendo como que estábamos desolados, mientras la saliva ya inundaba nuestras bocas ante la idea de un lechoncito asado al spiedo delante del fuego de la chimenea. Observé en ese entonces que entre nosotros esta gula tenía algo de febril. No se relacionaba como antes a la alegría de vivir, sino a la aprensión por el futuro. La narración de las comilonas de antaño representaba en nuestras conversaciones un papel anormal, prueba de que el miedo de que faltara continuaba atenazándonos en secreto.

Dos días más tarde Princesa parió un becerro, asegurando así al precio de un futuro incesto, la conservación de la raza. La cosa no resultó fácil y la Menou tuvo que meter las manos, llamando a Peyssou en su ayuda. Pero éste se excusó. Precisamente en su casa no tenía el coraje de hacerlo y era Yvette la que ayudaba a la vaca, y cuando se hacía demasiado complicado lo iba a buscar al Colin. Bueno, entonces Colin, dijo la Menou con tono imperioso. Todos estábamos ahí, era de noche y para alumbrar a la Menou, sentado sobre mis talones en el box, sostenía uno de los gruesos velones de la bodega que me chorreaba entre los dedos. Transpiraba mucho por culpa de la emoción, pero también por ese fuerte olor bovino que no me gustaba. El parto duró cuatro horas, y todos estábamos mudos de inquietud. Al cabo de un momento, bastante incómodo a medias por el velón, a medias por el animal, trasmití éste a Meyssonnier y cada cuarto de hora pasó de mano en mano hasta que volvió a mí. Momo estaba inutilizable, llorando como un ternero en el box de Lindo Amor ante la idea de perder nuestra única vaca y quién sabe, a Lindo Amor también, que estaba ahora muy próxima a su término. Expresaba sus aprensiones en voz alta, con una suerte de letanía plañidera, y una o dos veces la Menou levantó la cabeza para increparlo, lo que hizo sin su acostumbrada acritud, estando ella misma demasiado angustiada. Momo se dio cuenta y le llevó muy poco el apunte a la advertencia materna, limitándose a sustituir su letanía con pequeños gemidos rítmicos como si fuera él el que paría.

Cuando por fin el becerro vio la luz en un mundo por el momento sin praderas, la Menou, sin gran esfuerzo de imaginación lo llamó Príncipe.

El restablecimiento de la madre y el sexo de su progenie borraron nuestras angustias, hubo un renuevo de optimismo, por desgracia muerto al nacer cuando unos días más tarde Lindo Amor parió sin incidentes, pero una potranca.

Lindo Amor tenía catorce años, Amaranta, tres. Y Malicia (así la llamó Momo, quizá porque nos había decepcionado), un día, tres yeguas de diferentes edades y de desigual distinción, pero destinadas las tres a morir sin descendencia.

Esa noche pasamos una velada muy triste en la casa.

Después del entierro de los animales, que consumió nuestra última gota de gas-oil, había decidido consagrar mi reserva de nafta -aparte de un bidón de cinco litros que por cualquier contingencia puse aparte- a la máquina de tronzar. Y mientras Meyssonnier y Colin armaban un arado a tracción animal, a partir del que arrastraba hasta ahora mi tractor, con Peyssou y Thomas comencé a hacer provisión de leña para el invierno, teniendo cuidado de no tocar los troncos en los que la presencia de la savia podía detectarse, aunque estuvieran hechos trizas.

Amaranta fue tan dócil de adiestrar para el tiro como lo había sido para la silla, y se dejó poner bastante rápido entre los varales que Meyssonnier había agregado a mi remolque antes de abocarse al problema del arado. La madera carbonizada con la que hicimos grandes montones aquí y allá, a menudo bastante lejos de Malevil, fue acarreada hasta el castillo y amontonada en uno de los boxes del primer recinto. Esa madera, que arde tan rápido, a la naturaleza le cuesta un tiempo infinito el hacerla, pero nosotros teníamos una gran ventaja, éramos los únicos consumidores y disponíamos de una vasta extensión. De todos modos, tanto por prudencia cuanto por tenernos ocupados, no quise parar hasta haber llenado por completo el box, e incluso el box vecino, lo que a mi entender nos aseguraba la calefacción para dos inviernos, a condición de no utilizar más que un solo fuego y hacer en él también la cocina.

Desde el día del acontecimiento un cielo de un sombrío gris uniforme pesaba sobre nuestras cabezas. Hacía frío. El sol no había vuelto a aparecer. Y la lluvia, tampoco. Bajo el efecto de la sequía, la tierra cubierta de ceniza había tomado un aspecto pulverulento, y al más mínimo soplo de viento, unas nubes negruzcas se levantaban, oscureciendo aun más el horizonte. En Malevil, ocultos al mundo exterior por sus muros eternos, apretados unos contra otros alrededor de la mesa, todavía se sentía un poco de vida. Pero desde el momento en que se salía de las murallas para recoger la leña, sólo había desolación. El paisaje carbonoso, los renegridos esqueletos de árboles, la capa de plomo por encima de nosotros, el silencio de las llanuras destruidas, todo nos aplastaba. Me daba cuenta que se hablaba poco y en voz baja, como en un cementerio. Cuando el gris se hacía menos oscuro, se esperaba la vuelta del sol, pero el gris se volvía a oscurecer rodeándonos de la mañana hasta la noche con un macilento crepúsculo.

Thomas pensaba que las cenizas de las explosiones atómicas, al ocupar la estratosfera en cantidades considerables, interceptaban los rayos del sol. Pero a su parecer, no era de desear una lluvia por mucho tiempo. Porque, si unas bombas sucias habían explotado, aun a grandes distancias de Francia, el agua podría arrastrar hasta el suelo elementos radiactivos. Cada vez que nos alejábamos de Malevil insistía en que lleváramos en la carreta impermeables, guantes, botas y gorros, aunque hacía notar la insuficiencia de tal protección.

En la casa, a la hora de la velada, el frío era tan intenso para la estación que después de comer, se mantenía un fuego con poco gasto, y en círculo, alrededor de una de las chimeneas monumentales de la sala, charlábamos un rato para "no irse a acostar como unos animales" (la Menou).

Tomaba parte en la conversación pero también, a veces, leía, sentado en un pequeño taburete bajo, de espaldas contra la jamba de la chimenea y poniendo el libro de costado para que el hogar lo iluminara. La Menou se instalaba en el atrio y cuando la llama bajaba demasiado, acomodaba los leños o deslizaba debajo de ellos una de las ramitas de las que había hecho provisión debajo del banco.

En su carta póstuma, que me sabía de memoria, mi tío me había recomendado que leyera la Biblia, agregando: "no hay que tomar en cuenta las costumbres, es la sabiduría lo que vale". Pero había estado tan ocupado con Malevil y los cuidados de la crianza desde su muerte que no me "había tomado el tiempo" de hacerlo. Y ahora que quizá trabajara en forma más excesiva que antes, cosa extraña, el tiempo había cambiado, se había vuelto más manejable, me daba cuenta que podía "tomarlo" cuanto quería.

La noche en que Lindo Amor dio a luz a Malicia -no me atrevo a pensar que fue la influencia de su nombre, pero nacida de una madre tan suave, jamás potranca alguna fue tan difícil- la velada se hundió, como ya lo dije, en la tristeza. Por empezar, durante la comida, un silencio como para cortar con cuchillo. Luego las sillas dispuestas para la velada, la Menou y el Momo en el atrio frente a frente, y yo leyendo, la espalda contra la jamba de la chimenea, el silencio prosiguió por tanto tiempo que casi le estuvimos agradecidos a Colin que hizo notar que, dentro de veinticinco años a partir de ahora, no habría un solo caballo más.

– ¡Dentro de veinticinco años -dijo Peyssou-, qué apurado! Yo que te estoy hablando he visto en lo de los Giraud, no el de la Volpinière, sino el de Cussac, un castrado que andaba por los veinticinco años, un poco ciego es cierto y con reumatismo que lo hacía chirriar cuando caminaba, pero todavía le trabajaba muy bien su viña, al Giraud.

– Y bueno, pongamos treinta años -dijo Colin-, cuestión de cinco años más o menos. Dentro de treinta años, Malicia ya habrá muerto. Y Amaranta. Y la pobre Lindo Amor hará una punta de años que no estará más.

– Cállate, vamos -dijo la Menou a Momo, sentado o más bien recostado a medias en el atrio frente a ella y que se había puesto a sollozar ante el anuncio del futuro deceso de Lindo Amor-. No estamos hablando de mañana, sino dentro de treinta años, tonto.

– Sin embargo -dijo Meyssonnier-, Momo tiene cuarenta y nueve años. Dentro de treinta años, tendrá setenta y nueve. No será tan viejo.

– Y bueno, yo, te voy a decir -dijo la Menou-. Mi madre murió a los noventa y siete años, pero yo no espero llegar a tan vieja, sobre todo que ahora, sin médico, la menor gripe, y te vas.

– No está probado -dijo Peyssou-, aun en la época en que a la medicina, en el campo, no la veías demasiado, había gente que llegaba a vieja. Mi abuelo, por ejemplo.

– Y bueno, digamos cincuenta años -dijo Colin con una nota de exasperación en su voz-. Dentro de cincuenta años nos habremos ido todos, todos los que estamos, menos Thomas quizá, que tendrá setenta y cinco años. Y bueno, muchacho -agregó dándose vuelta hacia Thomas-, te vas a divertir mucho cuando te quedes completamente solo en Malevil.

Hubo un silencio tan pesado que levanté la cabeza de mi libro, del que por otra parte esa noche no había podido leer ni una sola línea, de tal modo la moral, después del nacimiento de Malicia, me había parecido baja. No podía ver a la Menou, puesto que estaba sentada en el atrio detrás de mí y bastante poco a Momo, repantingado enfrente, porque las llamas y el humo me lo tapaban. Pero a los cuatro hombres que tenía frente a mí podía mirarlos y sin que se molestaran, a mi gusto, porque yo estaba de espaldas al fuego, recibiendo su calor y su luz nada más que sobre el costado derecho, y con el lado izquierdo helado, tanto es así, que en medio de la velada me trasporté con mi taburete y mi libro al pie de la otra jamba para calentarme la otra mitad del cuerpo.

Thomas, como de costumbre, estaba impasible. Sobre la bonachona carota redonda de Peyssou, con su amplia boca, su larga nariz, sus grandes ojos un poco saltones y su frente tan estrecha que al nacimiento del pelo parecía que le costara no juntarse con las cejas, la desolación se leía como en un libro abierto. Pero la amargura del pequeño Colin era quizá más inquietante. Porque sin que hiciera desaparecer su sonrisa en góndola, le había quitado toda clase de alegría. Meyssonnier tenía el aspecto empañado de una vieja foto guardada en un cajón. Sin embargo, seguía siendo siempre la misma hoja de cuchillo, con los dos ojos grises muy juntos, la frente estrecha y despejada, y los cabellos en cepillo cortados bien cortos. Pero la pasión ya no existía.

– No es seguro -dijo Peyssou dando vuelta la cabeza del lado de Colin-. No es para nada seguro que Thomas, por más joven que sea, quede el último aquí. En ese caso, en el cementerio de Malejac no habría más que viejos, y sabes muy bien que no es así. Digo esto sin ofender a Thomas -agregó con su cortesía campesina, inclinándose un poco hacia su lado.

– Yo, de todas maneras -dijo Thomas con voz uniforme-, si me quedo solo, ningún problema, el torreón y ¡hop!

Me disgustó que hubiera dicho eso en el estado de depresión en que estaban todos.

– Y bueno, ya ves, muchacho -dijo la Menou- yo no pienso como tú. Yo si tuviera que quedarme sola en Malevil, no me iría mientras hubiera animales que cuidar.

– Es verdad -dijo Peyssou-, los animales.

Le agradecí que hubiera dicho eso en seguida y con ese tono.

– Los animales -dijo el pequeño Colin con una amarga vivacidad en contraste con la especie de alegría revoloteante y brincadora que antes ponía en sus palabras- se las arreglarían muy bien sin ti. Oh, no ahora, por supuesto, que todo está quemado y perdido, pero cuando el pasto crezca otra vez, a la Adelaida y a Princesa les podrás abrir la puerta, siempre encontrarán con qué.

– Además -dijo la Menou- los animales también son una compañía. Miren, me acuerdo cuando la Paulina se quedó sola en su granja, cuando su marido se había caído del remolcador por culpa de una hemorragia cerebral y que a su hijo se lo habían matado en la guerra de Argelia. Ella me decía, no lo creerás, Menou, pero a mis animales les hablo todo el día.

– La Paulina era vieja -dijo Peyssou- y cuanto más viejo se es, más ganas de vivir se tiene. No me doy cuenta por qué.

– Ya lo verás cuando llegues -dijo la Menou.

– No he dicho eso por ti -dijo el gran Peyssou, siempre cuidadoso de no lastimar a nadie- y de todos modos no puedes comparar. La Paulina casi ni se movía. Y tú siempre trotas, trotas.

– ¡Y sí! ¡Troto! Y troto tan bien que un día me encontraré en el cementerio. Pero cállate pues, gran tonto -agregó dirigiéndose a Momo- que siempre hablamos pero no para mañana.

– A mí -dijo Meyssonnier- hay algo que me llama la atención y después de que la Adelaida y la Princesa tuvieron sus crías, he pensado a menudo. Dentro de cincuenta años ni un hombre más sobre la tierra, pero las vacas y los cerdos siguen pululando.

– Es verdad -dijo Peyssou, apoyando sus dos potentes antebrazos sobre sus rodillas separadas e inclinándose hacia el fuego-. Yo también lo he pensado. Y te digo, Meyssonnier, no es una idea que soporto: Malejac con los bosques, las praderas, las vacas y ni un hombre adentro.

Se extendió un silencio y todos los rostros estaban vueltos hacia las llamas con un triste estupor, como si se pudiera imaginar el futuro tal cual lo había descrito Peyssou: Malejac con los bosques, las praderas, las vacas y ni un hombre adentro. Miraba a mis compañeros, y me veía en ellos. El hombre es la única especie animal que puede concebir la idea de su desaparición y la única a la que esta idea desespera. Qué extraña raza: tan empecinado en destruirse y tan empecinado en conservarse.

– De lo cual se deduce -dijo Peyssou como si concluyera una larga reflexión- que no basta con sobrevivir. Para que te interese también hace falta que continúe después de ti.

Cuando dijo eso, debió pensar en Yvette y en sus dos hijos, porque su cara se petrificó de golpe y se quedó inmóvil, con los antebrazos sobre sus rodillas, la boca todavía abierta, mirando el fuego, con los ojos perdidos.

– No está probado que seamos los solos sobrevivientes -dije yo al cabo de un momento-. Es el acantilado que se levanta entre el norte y nosotros lo que ha protegido a Malevil. Es posible que haya rincones, y aun no muy lejos de aquí, en donde la misma protección haya actuado.

Pero no quería hablarles de La Roque, no quería darles demasiadas esperanzas, de miedo a que luego se decepcionaran.

– De todos modos -dijo Meyssonnier- un sótano como Malevil no es frecuente.

Meneé la cabeza.

– No es únicamente el sótano, es el acantilado. Mira a los animales de la Maternidad, sin embargo han sobrevivido.

– La Maternidad -dijo Colin-, como gruta es muy profunda, y fíjate en el espesor de la piedra que hay arriba y en los costados. Y además, no se sabe si los animales no tienen más resistencia que nosotros.

– Y bueno, ya ves -dije yo-, me parecería que nuestra resistencia moral es mejor.

– En mi opinión -dijo Thomas-, han sufrido menos. El golpe de calor en la Maternidad debió de ser más brutal pero más corto. El aire se enfrió más rápido. No se produjo ese efecto de horno que tuvimos en la bodega.

Y agregó mirándome:

– Pero soy de tu opinión. Debe de haber sobrevivientes un poco por todos lados. Incluso en las ciudades.

Se calló de golpe y apretó sus labios uno contra el otro como para impedirse decir más.

– Y bueno, ves, yo no lo creo -dijo Meyssonnier sacudiendo la cabeza.

Colin levantó de nuevo las cejas y Peyssou se encogió de hombros. En el fondo, se habían instalado en la desgracia y no querían oír hablar de nada más, como si tuvieran en el fondo de la desesperación una suerte de seguridad que no querían arriesgar.

Hubo un larguísimo silencio. Miré mi reloj: apenas las nueve. Todavía el fuego estaba muy lejos de haber consumido su ración de leña. Lástima perder todo ese calor e irse a acostar tan temprano en las glaciales habitaciones. Volví a mi lectura, pero no por mucho tiempo.

– ¿Y qué lees pues, mi pobre Emanuel? -preguntó la Menou.

Pobre era un término afectivo, no quería decir que me tenía lástima.

– El Antiguo Testamento.

Agregué:

– La Historia Sagrada si prefieres.

Porque estaba seguro de que la Menou no conocía de la Biblia más que la versión resumida y edulcorada que le habían dado en el catecismo.

– Ah, sí, ahora reconozco el libro, tu tío lo tenía con frecuencia entre sus manos.

– ¿Cómo -dijo Meyssonnier-, lees eso, tú?

– Se lo prometí al tío -contesté brevemente.

Agregué:

– Y además me parece interesante.

– ¡Eh, pero Meyssonnier -dijo Peyssou con algo que se asemejaba a su antigua sonrisa- te olvidas que siempre eras el primero en el catecismo!

– Un traga, el Meyssonnier -dijo Peyssou con un breve relámpago de alegría-. Te recitaba todo eso como el libro.

Siguió:

– Yo recuerdo sobre todo al chico y a sus hermanos que lo habían vendido como esclavo. De lo que se deduce -prosiguió después de un momento de reflexión- que es siempre en la familia donde te hacen las peores porquerías.

Se hizo un silencio.

– ¿Y si nos leyeras en voz alta? -dijo la Menou.

– ¿En voz alta?

– Y sí -dijo Peyssou-, que a mí me gustaría mucho escuchar todas esas historias, que ya ni las recuerdo.

– El tío de Emanuel -dijo la Menou- siempre tan amable el pobre, había veces en que me leía algunos pasajes de su libro durante la velada.

– Emanuel, no te hagas rogar -dijo Colin.

– Vamos -dijo Peyssou.

– Pero a lo mejor los aburre -dije yo evitando mirar a Thomas.

– Pero no, pero no -dijo la Menou- y será mejor que no decir cualquier cosa o quedarse cada uno con la cabeza andando.

Y agregó:

– Sobre todo ahora que no hay más televisión.

– Tienes mucha razón -dijo Peyssou.

Yo miraba alternadamente a Meyssonnier y a Thomas, pero ni el uno ni el otro me devolvieron la mirada.

– Me parece bien, si todo el mundo está de acuerdo -dije yo al cabo de un momento.

Y como esos dos seguían callados y mirando las llamas, dije:

– ¿Meyssonnier?

No se esperaba un ataque tan directo. Irguió el torso y apoyó la espalda contra el respaldo de su silla.

– Yo -dijo con dignidad- soy materialista, pero desde el momento que no se me obliga a creer en Dios, no me aburre escuchar la historia del pueblo judío.

– ¿Thomas?

Tranquilo con las dos manos en los bolsillos, las piernas estiradas delante de él, Thomas tenía fijos los ojos en la punta de sus zapatos.

– Desde el momento en que lees la Biblia en voz baja -dijo en un tono neutro- ¿por qué no la leerías en voz alta?

Era una respuesta ambigua, pero me contenté con ella. También yo pensaba que una lectura haría bien a mis compañeros. Durante el día estaban ocupados, pero la noche era un mal momento, el calor del hogar les faltaba. Había silencios apenas soportables, y durante esos silencios casi podía ver sus mentes girar sin fin en el vacío de su existencia. Y además, en la Biblia la vida de las tribus primitivas no dejaba de tener ahora semejanza con lo que la nuestra se había convertido. Estaba seguro de que les interesaría. También esperaba que sacarían fuerzas de la obstinación en vivir que los judíos habían demostrado.

Me trasporté con mi libro cerrado y mi taburete hacia la otra jamba de la chimenea para calentarme el lado izquierdo. La Menou echó unas ramitas al fuego para darme luz, abrí la Biblia en la primera página y comencé a leer el Génesis.

Mientras leía, me invadió una emoción mezclada de ironía. Era ese, no había duda, un magnífico poema. Cantaba la creación del mundo y yo, yo lo estaba recitando en un mundo destruido, a hombres que lo habían perdido todo.


NOTA DE THOMAS


Mientras ciertos detalles están todavía frescos en la mente del lector, quisiera señalar dos errores en el relato de Emanuel.

1. Creo que Emanuel, en la bodega, estuvo inconsciente varias veces, porque no dejé de estar constantemente a su lado y, sin embargo, la mayor parte del tiempo no me veía y no me contestaba cuando le dirigía la palabra. En todo caso, afirmo una cosa: no lo vi nunca metido en la tina de enjuagar botellas. Y aparte de mí, ninguna otra persona tampoco lo vio. Emanuel ha debido soñar esta situación en su delirio, incluso los subsiguientes remordimientos por su "egoísmo".

2.No fue Emanuel quien cerró la puerta de la bodega después de la aparición "terrorífica" de Germán. Fue Meyssonnier. En el estado semiconsciente en que se encontraba, Emanuel ha debido sustituirse a Meyssonnier de quien, cosa extraña, describe con total exactitud los movimientos como si fueran los suyos: especialmente la manera como Meyssonnier se arrastró a cuatro patas hasta la puerta, pero sin acercarse al cuerpo de Germán.

Quisiera agregar una observación:

Aunque ateo, no soy anticlerical, y si me mostré algo reticente cuando Emanuel durante la velada se puso a leer la Biblia, es porque esa ceremonia -no es quizá, la palabra exacta pero no encuentro otra- me parecía encaminarse un poco demasiado lejos en el sentido de lo que ya existía: el carácter casi religioso de la influencia que Emanuel ejerce sobre sus compañeros. Tanto más cuanto Emanuel lee el texto con su bella voz vibrante de emoción. Reconozco que Emanuel es un hombre de brillante imaginación y que su emoción es sobre todo literaria. Pero es eso justamente lo que encuentro peligroso: la confusión.

Decir, como lo hace Emanuel, que el Génesis es un "magnífico poema", es olvidarse un poco demasiado de todos los errores científicos que en él pululan.

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