XVIII

La capilla donde debía desarrollarse mi "proceso" era la del castillo, dado que la iglesia de la ciudad baja había sido destruida, el día del acontecimiento, por el fuego. Los Lormiaux hacían decir la misa del domingo ahí por un sacerdote de su amistad y por concesión especial, convidaban a los notables de La Roque y de los alrededores; lo que con mujeres y niños sumaban una veintena de escogidos. En la casa de los Lormiaux no se compartía a Dios con todo el mundo.

El castillo de La Roque, ya lo he dicho, era estilo Renacimiento lo que, para un malevilés, es completamente reciente, pero la capilla databa del siglo XII. Sala estrecha y larga con bóvedas a nervaduras que se apoyan sobre pilares, a su vez apoyados sobre muros muy espesos perforados de aberturas apenas más anchas que las troneras. En el medio círculo donde está el coro, hay otro sistema de bóvedas que se asienta en el exterior sobre unos contrafuertes y en el interior sobre pequeñas columnas. Esta parte, que estaba medio derrumbada, ha sido reconstituida con mucho tacto por un arquitecto parisiense. Prueba de que cuando uno tiene mosca, todo se puede comprar, hasta el gusto.

Detrás del altar (simple placa de mármol apoyada sobre dos pilares y frente a los fieles) los Lormiaux han insistido para reabrir una abertura en ojiva que había sido tapiada y poner en ella un lindo vitral. La idea era que el sol iluminara por detrás al sacerdote que celebraba la misa. Desgraciadamente, los Lormiaux no se habían fijado que el vitral estaba orientado al oeste y que a menos que sucediera un milagro, no podía por la mañana rodear al oficiante con una aureola. Nadie, sin embargo, negó la utilidad de esta ventana pues las pocas y estrechas aberturas de los muros laterales difundían en la nave una penumbra de cripta. En esta semioscuridad misteriosa, donde los fieles se agitaban vagamente como las futuras sombras que se preparaban a ser, al menos veían con claridad el altar y la esperanza que éste les proponía.

Todos los larroquenses están allí, por lo menos hasta donde puedo juzgar. Porque emergiendo del calor y del sol límpido de la tarde, no veo ni pizca en este antro medieval donde el frío húmedo me abruma. Como había sido convenido, los cuatro hombres armados de Vilmain me hacen sentar sobre un escalón del coro. Se sientan ellos también, flanqueándome de a dos, con aire severo y el fusil parado entre las piernas. Detrás de mí, el altar moderno y despojado que he descrito y más atrás aún y más alto, el vitral de los Lormiaux. Debería iluminarse, ya que son más de las cuatro, pero no pasó nada ya que el sol se veló en el preciso momento en que yo entraba. Tengo los riñones apoyados contra la tabica del escalón superior, cruzo los brazos y en la penumbra trato de distinguir las caras. Por el momento, no veo brillar más que ojos por aquí y por allá, la mancha de una camisa blanca. Sólo poco a poco consigo identificar a los larroquenses. Algunos de entre ellos, lo noto con pena, evitan mi mirada. El viejo Pougès es uno de esos. Pero a mi izquierda, iluminado por la luz mezquina de un estrecho vitral lateral, diviso el baluarte de mis amigos. Marcel Falvine, Judith Médard, las dos viudas: Inés Pimont y María Lanouaille y dos cultivadores, de los que no estoy seguro de recordar sus nombres. En la primera fila descubro a Gazel, con las manos laxas cruzadas sobre su regazo, su estrecha frente coronada de esos bellos bucles que me hacen acordar a mis hermanas.

Cuando entré por la pequeña puerta lateral cercana al coro, no vi a Fulbert. Debía de estar caminando arriba y abajo por la avenida central y su movimiento pendular lo llevaba en ese momento hacia la gran puerta ojival del fondo. Cuando me siento, tampoco lo veo, porque la entrada de la nave es también la parte más oscura, pues en este lugar faltan las ventanas laterales. Pero en el silencio que planea a mi entrada, oigo, mucho antes de verlo, su paso que resuena en las grandes losas de piedra. Los pasos se aproximan y Fulbert emerge poco a poco de la oscuridad a la penumbra. Ni su traje antracita, ni su camisa gris, ni su corbata negra acaparan mucha luz. Y lo que veo primero es su frente blanca, el ala blanca sobre sus sienes de su casco de cabellos negros, los dos agujeros de sus ojos y sus mejillas hundidas. Al cabo de un segundo veo también la cruz de plata oscilar sobre su pecho al compás de las pasiones por cierto muy humanas que lo agitan.

Caminando hacia mí, sin apuro, con pasos mesurados y firmes, sus tacos sonando imperiosamente sobre las losas, la cabeza radiante y proyectada muy hacia adelante con relación a su cuerpo, tiene todo el aspecto de querer devorarme vivo. Se detiene sin embargo, más o menos a tres pasos de mí, y con las manos detrás de la espalda, oscilando ligeramente sobre sus piernas de adelante hacia atrás como si antes de golpearme quisiera fascinarme, me mira de arriba a abajo, en silencio meneando la cabeza. Aun a esta distancia, apenas veo su cuerpo en el que el negro clerical se funde en la oscuridad de la capilla. Pero su cabeza, que parece flotar sobre mí, la veo, por el contrario muy bien y me siento sorprendido por la mirada de sus bellos ojos bizcos. Porque no expresan con respecto a mí sino bondad, compasión y tristeza, lo mismo por otra parte que los meneos de cabeza con que los acompaña y que hacen pensar que está viviendo una situación de las más penosas.

Estoy decepcionado y hasta inquieto. No porque yo crea ni un instante en su sinceridad, pero si juega hasta el final esta carta evangélica, mi comedia es indefinible, mi plan se desmorona y se me hace muy difícil luego condenar a un hombre que ha rehusado juzgarme. Porque su actitud de lástima parece indicar una negativa a juzgarme.

El silencio dura largos segundos. Todos los de La Roque miran alternativamente a Fulbert y a mí, y se extrañan de que Fulbert no diga nada. Y yo comienzo a tranquilizarme. Este silencio preliminar es, me parece, un truco de predicador para atraer la atención y también, lo juraría, una astucia sádica para dar falsas esperanzas al acusado. A fuerza de estudiar la mirada bizca de Fulbert fija en mí, me doy cuenta en ese instante de que la razón de su estrabismo no es solamente la divergencia de sus pupilas, sino el hecho de que el ojo derecho tiene una expresión completamente distinta de la del ojo izquierdo. Éste, en armonía con los paternales meneos de cabeza y el melancólico mohín de los labios, está penetrado de misericordia. El ojo derecho, en cambio, brilla de maldad y desmiente los mensajes enviados por el ojo izquierdo: y uno se da cuenta de eso por poco que se concentre en él haciendo abstracción del resto de la fisonomía.

Estoy muy contento de mi descubrimiento, porque a mi modo de ver completa el lado Jano de la personalidad de Fulbert: las gruesas manos con los dedos como espátulas que desmienten la cabeza de intelectual, y la cara descarnada que desmiente el torso rollizo. En el fondo, incluso los ojos, aun antes de que abra la boca, su cuerpo acumula mentiras y desmentidos.

Al fin, he aquí que habla. Lo hace con una voz baja y profunda como un violoncelo. Es musical, es untuoso. Y el contenido sobrepasa, de entrada, mis esperanzas. Fulbert no tiene bastantes palabras, dice, para deplorar la situación en que me ve. Situación que hace nacer en él sentimientos muy dolorosos (¡lo hubiera jurado!) dada sobre todo en la "calurosa" amistad que abrigaba hacia mí, amistad que yo he traicionado y a la que ha debido renunciar con mucha pena, como consecuencia de los errores a los que mi orgullo me arrastró, errores que reciben hoy un castigo donde él ve el dedo de Dios…

Abrevio ese preámbulo nauseoso. Es seguido por una requisitoria que se aleja cada vez más de la suavidad inicial. Ahora bien, desde la primera acusación que lanza contra mí -tiene relación con lo que él llama "el rapto" de Cati- se producen murmullos en la sala y esos murmullos no hacen más que crecer, a pesar de las miradas cada vez más amenazadoras que Fulbert lanza a su alrededor y el tono cada vez más duro y cortante que usa para enumerar sus quejas.

Sus quejas son de tres clases: he secuestrado, en violación al decreto de un consejo parroquial a una señorita de La Roque, y después de haber abusado de ella, la he abandonado a uno de mis hombres tras un simulacro de casamiento. He profanado la santa religión haciéndome elegir sacerdote por mis sirvientes y entregándome con ellos a una parodia de los ritos y de los sacramentos de la Iglesia. Me he aprovechado de eso, además, para dar libre curso a mis inclinaciones heréticas desacreditando la confesión con mis palabras y mis prácticas. En fin, he apoyado con todas mis fuerzas los elementos malos y subversivos de La Roque, en abierta rebelión contra su pastor y he amenazado por escrito intervenir con las armas si ellos fuesen sancionados. He reivindicado asimismo, en nombre de falaces argumentos históricos, la soberanía feudal de La Roque. Es evidente, concluye Fulbert, que si el capitán Vilmain -¿es así como lo nombra?- no se hubiese instalado en La Roque (murmullos y gritos de: ¡Lanouaille! ¡Lanouaille!) La Roque hubiera sido el blanco un día u otro de mis empresas criminales, con todas las consecuencias que se pueden fácilmente imaginar para la libertad y la vida de nuestros conciudadanos (gritos violentos y repetidos de ¡Lanouaille! ¡Pimont! ¡Courcejac!).

En ese momento, la situación en la capilla no puede ser más tensa. Las tres cuartas partes del auditorio, con los ojos bajos, guarda un silencio hostil, pero parecen, por el momento, aterrorizados por el tono de Fulbert y las miradas fulgurantes que lanza sobre ellos. La última cuarta parte Judith, Inés, Pimont, María Lanouaille, Marcel, Falvine y los dos cultivadores de los que trato vanamente recordar sus nombres, están desatados. Protestan, aúllan, y parados en su lugar e inclinados hacia adelante, hasta amenazan con sus puños a Fulbert. Las mujeres, sobre todo, están fuera de sí y si no fuera por la presencia de los cuatro hombres que se supone están para cuidarme, uno tiene la impresión de que serían capaces, en plena capilla, de abalanzarse sobre su cura para despedazarlo.

Me parece que mi proceso ha actuado como un detonante. Ha hecho estallar el repudio de la oposición por el jefe de La Roque. Estalla por primera vez a plena luz, con una violencia que deja estupefacto a Fulbert.

Hábil para mentir, debe serlo también para engañarse a sí mismo. Desde que manda en La Roque, tuvo que arreglárselas para tomar como respeto el miedo que inspira. Es de toda evidencia, que no se creía tan odiado por los larroquenses, por todos los larroquenses dado que la actitud de la mayoría, por ser más prudente y no manifestarse más que por murmullos, no le es menos hostil. El impacto de este odio sobre él resulta terrorífico. Literalmente lo veo temblar en su base como una estatua que uno derriba. Enrojece y palidece, aprieta los puños, empieza varias frases sin poder terminar una sola, su cara se marca y se convulsiona mientras que en sus ojos se suceden el terror y la furia.

Sin embargo, no es un cobarde. Hace frente. Llega con paso firme a los escalones del coro, los sube, y poniéndose entre Jeannet y Mauricio, extiende los brazos para reclamar silencio. Cosa estupefactiva, al cabo de algunos segundos, lo obtiene, tan fuerte es en La Roque el hábito de escucharlo.

– Veo -dice, con una voz temblando de cólera y de indignación- que el momento ha llegado de separar el buen grano de la cizaña. Hay gente aquí que se dice cristiana y que no ha dudado en complotar contra su pastor a sus espaldas. Esos conspiradores deben saber una cosa: yo cumpliré mi deber sin debilidades. ¡Si hay aquí gente que hace escándalo y corrompe la parroquia, yo los suprimiré de la iglesia, yo limpiaré de arriba abajo la casa de mi padre! ¡Y si encuentro basura, la barreré!

Este discurso provoca gritos indignados y protestas vehementes. Observo sobre todo a María Lanouaille, la que retenida con grandes esfuerzos por Marcel y Judith, grita con voz aguda: ¡la basura, eres tú, que comías con los asesinos de mi marido!

Sentado donde estoy, no veo más que el ojo derecho de mi acusador. Brilla con un odio loco. En su furor, Fulbert ha perdido todo dominio sobre sí mismo y toda su habilidad. Ya no maniobra más, desafía. No dice ya finuras, provoca. Siente detrás de él los fusiles de Vilmain, se siente fuerte gracias a ellos y está resuelto a desafiar a los larroquenses y quebrarlos. En pocos minutos, ha retrogradado, quizá por contagio, hacia una mentalidad tan primitiva como la de Vilmain. En este instante en el que, loco de rabia, confronta a sus conciudadanos, no piensa más, estoy seguro, que en romper lanzas contra ellos.

Cuando Fulbert extiende de nuevo los brazos, un relativo silencio se restablece, y con voz alterada, chillona, casi histérica, que no tiene nada de común con el violoncelo que usualmente emplea, aúlla:

– ¡En cuanto al verdadero instigador de todas estas conspiraciones, Emanuel Comte, vuestra actitud actual no me deja elección! ¡En nombre del consejo de la parroquia, lo condeno a muerte!

El tumulto sobrepasa entonces todo lo que me hubiera podido imaginar. Veo que Hervé, a mi derecha, está inquieto, teme ser junto con sus compañeros, atacado y desarmado por los larroquenses tal es el furor que manifiestan. Si no pasan en seguida a la acción, creo que es por falta de preparación y por falta sobre todo de un líder. Y también porque Fulbert, con su presencia, con su coraje, con el odio desembozado que se lee en su rostro, continúa imponiéndoseles.

Gazel ha puesto mala cara cuando su ex compinche ha hablado del consejo de la parroquia. Sacudió la cabeza y con sus manos flojas delante de su cara hizo un gesto de denegación. Me inclino hacia Hervé y le digo en voz baja:

– Dale ahora la palabra a Gazel, creo que tiene algo que decir.

Hervé se para y al pararse cuelga su fusil del hombro para señalar bien sus intenciones pacíficas. Se queda allí, un largo segundo, elegantemente apoyado sobre un pie, con la mano levantada como si reclamase la atención, con una expresión amable en su cara juvenil. Cuando obtiene silencio, dice con voz calma y cortés, que contrasta con las vociferaciones que acaban de oírse:

– Me parece que el señor abate Gazel tiene algo que decir. Le doy la palabra.

Y habiéndolo dicho, se vuelve a sentar. La juventud, la elegancia, el tono calmo y educado de Hervé, y el hecho también de pasar por encima de Fulbert para darle la palabra a Gazel, producen un efecto de estupor, y el más estupefacto, no cabe duda, es Fulbert, que no comprende por qué el portavoz de Vilmain va a dejar que se exprese Gazel: ¡Gazel que ha criticado el asesinato de Lanouaille y las "extralimitaciones" de Vilmain!

Gazel, que está muy pesaroso de verse ofrecer la palabra que no ha pedido, se hubiera contentado muy bien con una protesta a base de gestos, lo que lo hubiera comprometido mucho menos. Pero como de la sala parten gritos: ¡hable! ¡hable! ¡Señor Gazel! y como por el otro lado, Hervé le hace gestos para animarlo, se decide a levantarse. Bajo los bellos rulos hechos a tijera de su cabello canoso, su larga cara de payaso parece fofa, sorprendida, asexuada, y cuando habla, es con una voz neutra y delicada que nadie puede escuchar sin sonreír. Y sin embargo, dice lo que tiene que decir, delante de todos, delante de Fulbert, no sin coraje.

– Yo quisiera hacer observar -dice Gazel, con las dos manos cruzadas a la altura del pecho- que desde que he dejado el castillo a causa de todas las cosas malas que pasaban en La Roque, el consejo parroquial no se ha reunido.

– ¿Y entonces -engancha en seguida Fulbert, con un aplastante desprecio- en qué nos concierne esto, imbécil, que tú hayas o no dejado el consejo parroquial?

Algo asciende por el largo cuello, con bocio, de Gazel y su cara fofa se endurece. Si hay algo que los semi-impedidos de su tipo no perdonan nunca, son las heridas en su amor propio.

– Le pido perdón, Monseñor -dice, con una voz del todo diferente, una voz ácida y puntiaguda de solterona-, pero usted ha dicho que condena al señor Comte en nombre del consejo parroquial. Y yo, justamente, le hago notar que el consejo parroquial no se ha reunido y que yo tampoco estoy de acuerdo con la condena del señor Comte.

Gazel es aplaudido, y no solamente por los cinco miembros de la oposición sino también por dos o tres personas de la mayoría a quienes, supongo, su coraje les ha dado vergüenza. Gazel se vuelve a sentar, enrojeciendo y temblando y Fulbert al punto, lo fulmina.

– ¡Prescindiré muy bien de tu acuerdo! ¡Has traicionado mi confianza, miserable retrasado! ¡No me olvidaré de tus palabras y te las haré pagar!

Abucheos acogen sus palabras y Judith que se acuerda de golpe de su pasado de cristiana de izquierda, apostrofa a Fulbert gritando a todo pulmón: "¡Nazi! ¡SS!". Marcel, lo veo, no la retiene más que blandamente.Me temo que los larroquenses encuentren en ella a la conductora que los lleve al asalto, temo sobre todo por la seguridad de los nuevos. Me levanto y digo con voz fuerte:

– Pido la palabra.

– Te la doy -dice en seguida Hervé, muy aliviado.

– ¿Cómo? -grita Fulbert descargando su furor contra Hervé-. ¿Tú le das la palabra a ese miserable? ¿A ese falso cura? ¿A ese enemigo de Dios? ¡Ni lo pienses! ¿A él, a quien acabo de condenar a muerte?

– Razón de más -dice Hervé, acariciando su pequeña barba en punta con flema. Por lo menos que pueda hacer una última declaración.

– ¡Pero es intolerable! -prosigue Fulbert-. ¿Qué quiere decir esto? ¿Es estupidez o traición? ¡Haces lo que se te ocurre, es increíble! ¡Y yo, yo te doy la orden de hacer callar al condenado! ¿Me oyes?

– Yo no recibo órdenes de usted -dice Hervé con dignidad-. Usted no es mi jefe. Aquí, en ausencia de Vilmain, soy yo el que manda -prosigue golpeando con la palma de la mano la culata de su fusila- y he decidido que el acusado hablará. Hasta hablará todo el tiempo que quiera.

Se produce entonces una cosa inaudita: Hervé es aplaudido por una buena mitad de los larroquenses. Es verdad, también, que siendo nuevo en la banda y no habiendo tomado parte como sus compañeros en las "cosas malas" denunciadas por Gazel, no tienen quejas contra él. ¡Pero con todo, aplaudir a un hombre de Vilmain! ¡Se vive una confusión total!

– ¡Es intolerable! -grita Fulbert apretando los puños, y con sus ojos bizcos desorbitados-. No comprendes que dándole la palabra a este individuo, te haces cómplice de los rebeldes y los conspiradores. ¡Pero esto no va a terminar así! ¡Estás prevenido! ¡Te denunciaré a tu jefe, él te castigará!

– Eso me extrañaría -dice Hervé con una serenidad tan poco simulada que me pregunto si no va demasiado lejos y si Fulbert no se va a dar cuenta-. De todos modos -insiste él- lo que está dicho está dicho, el acusado tiene la palabra.

– ¡En ese caso -grita Fulbert- no lo escucharé! ¡Me voy! ¡Iré a mi casa a esperar la llegada de Vilmain!

Desciende los escalones y bajo las vociferaciones de la oposición, camina a paso largo por el pasillo central y se dirige a la puerta del fondo. Esto no nos conviene para nada. Sin Fulbert el contraproceso no tendrá lugar. Le grito con voz fuerte detrás de él:

– ¿Tienes tanto miedo de lo que voy a decir, que no tienes ni siquiera el coraje de escucharme?

Se para, gira sobre sus talones y me hace frente. Prosigo con voz vibrante:

– Son las cinco y cuarto. Vilmain dijo que estaría aquí a las cinco y media. ¡Tengo entonces un cuarto de hora para vivir y tú, durante ese último cuarto de hora, todavía tienes tanto miedo de mí que tiemblas como un pingajo y que te vas a ir acostar debajo de tu cama esperando a tu amo! ¡Digo bien, debajo de tu cama! ¡Ni siquiera encima!

La actitud de Hervé ha sumido a Fulbert en la inquietud. Lo tranquilizo mucho al anunciarle que Vilmain estará acá dentro de un cuarto de hora. De paso también le meto la púa reprochándole su cobardía. Ahora bien, cobarde no es, ya lo he dicho. Pero hay una debilidad en su fuerza. Como todas las personas valientes, tiene la vanidad de su valor. A mi provocación, va, tal como lo espero, a reaccionar con el desafío.

Pálido, tenso, con las mejillas hundidas, los ojos afiebrados, se inmoviliza y dice con desdén:

– Tú puedes decir todas las estupideces que quieras. No me molestan. Aprovecha, mientras puedas.

Tomo la pelota enseguida:

– Voy a aprovecharlo sobre todo para reducir a la nada tus acusaciones. Cati, para empezar. No he abusado de ella como tú te has atrevido a decirlo y no la he secuestrado. Es un invento puro. Por propia voluntad y de acuerdo con su tío. (¡Es verdad!, grita enseguida Marcel, a quien no temo ya comprometer.) Cati ha ido a ver su Mémé a Malevil y allí, se enamoró de Thomas y se casaron. Lo que te ha despechado mucho, Fulbert, porque querías convertirla en tu sirvienta en el castillo.

Se oyen risas sarcásticas y Fulbert exclama:

– ¡Es absolutamente falso!

– Oh, perdón -dice al punto sin pedir la palabra una mujer como de cincuenta años, baja y voluminosa.

Se levanta. Es Josefa, la sirvienta del castillo. Poco estimada en principio por ser portuguesa (los larroquenses son racistas) pero bastante querida, en realidad, porque tiene la lengua bien suelta y "te dice todo a la cara, cuando tiene algo que decirte".

Josefa no es una belleza. Tiene una de esas pieles que parecen ubicarse más allá del agua y del jabón. Además, es petisona, mofletuda y pecherona. Pero con sus robustos dientes blancos, su mandíbula fuerte, sus ojos negros muy vivaces y su cabellera abundante, da una agradable impresión de vitalidad animal.

– ¡Perdón! -prosigue con un acento vulgar y entrecortado, que parece dar mucha fuerza a lo que dice-. ¡No hay que decir que es falso, cuando es verdad! ¡Y es verdad que Monseñor no me quería más a mí, y que quería a la pequeña! Aunque ella no lo hubiera servido tan bien -agrega con una ingenuidad verdadera o falsa, no sabría decirlo.

Se vuelve a sentar, en medio de risas y de bromas de las que Fulbert es la víctima. Este, me doy cuenta, evita atacar a Josefa. Conoce su lengua, y prefiere seguir contra mí.

– ¡No veo lo que ganas -me grita con altivez- con desencadenar esos chismes contra tu obispo!

– ¡Tú no eres mi obispo! ¡Ni mucho menos! ¡Y con eso gano hacerte tragar tus mentiras! ¡Y entre estas, he aquí otra y de bulto! Tú has dicho que me había hecho elegir sacerdote por mis sirvientes. Sabrás primero -digo con fuerza- que no tengo sirvientes. Tengo amigos y tengo iguales. Y contrariamente a lo que sucede en La Roque, nada importante se hace en Malevil sin que lo hayamos discutido todos juntos. ¿Por qué he sido elegido sacerdote? Voy a decírtelo: tu querías imponernos al señor Gazel en Malevil con ese título, y nosotros no teníamos para nada ganas de tener al señor Gazel. No lo ofendo, espero, diciéndoselo. Y es por eso que mis compañeros me eligieron abate. En cuanto a ser un buen o un mal sacerdote, yo no sé nada. Soy un sacerdote elegido, como el señor Gazel. Hago lo mejor que puedo. Cuando no se puede arar con un caballo, se ara con un asno. Yo no creo ser más malo que el señor Gazel y no me cuesta mucho ser mejor que tú (risas y aplausos).

– ¡Es el orgullo el que te hace hablar así! -grita Fulbert-. ¡En realidad eres un falso sacerdote! ¡Un mal sacerdote! ¡Un sacerdote execrable!, ¡y tú lo sabes! Ni siquiera hablo de tu vida privada…

– Ni yo de la tuya.

No contesta. Debe tener miedo de que hable de Miette.

– ¡Para no citar más que un ejemplo -prosigue con rabia- tú tienes un concepto y una práctica totalmente heréticas de la confesión!

– Yo no sé -dije con tono modesto- si es herética. No soy tan versado en religión, porque en manos de un mal sacerdote puede convertirse en una empresa de espionaje y un instrumento de dominación.

– ¡Y usted tiene mucha razón, señor Comte -grita Judith con su voz estentórea-, es eso mismo en lo que se ha convertido la confesión, incluso acá, en La Roque, en las manos de este SS!

– ¡Cállese! -dice Fulbert dándose vuelta hacia ella-. ¡Usted es una loca, una rebelde y una mala cristiana!

– No tiene vergüenza -exclama Marcel inclinándose, con sus dos manos poderosas empuñando el respaldo de su silla- de hablar así a una mujer, y a una mujer que es mucho más instruida que usted y que le ha corregido el otro día las estupideces que usted había dicho sobre los hermanos y las hermanas de Jesús.

– ¡Corregido! -exclama Fulbert levantando los brazos-. ¡Esta excitada no sabe nada! ¡Hermanos y hermanas es un error de traducción: se trata de sus primos, ya lo he dicho!

Mientras que se instaura, en pleno proceso, esta sorprendente exégesis sobre los evangelios, le digo a Mauricio, en voz baja: ve a buscar a los otros, diles que se queden en el fondo de la capilla y que esperen para entrar a que yo anuncie la muerte de Vilmain.

Mauricio se eclipsa, tan ágil y silencioso como un gato y me permito interrumpir a Judith quien, olvidando hora y lugar, está discutiendo apasionadamente con Fulbert sobre la parentela de Jesús.

– ¡Un momento! -digo- ¡Quisiera terminar!.El silencio se hace y Judith, que me había olvidado, me mira con aire arrepentido. Prosigo con voz calma:

– Llego ahora al último crimen que me imputa Fulbert. Yo le habría escrito una carta para reivindicar la soberanía feudal de La Roque y para anunciarle mi intención de tomar la ciudad por la fuerza y de ocuparla. Es una lástima que a Fulbert no se le haya ocurrido leerla en público, así todo el mundo hubiera podido darse cuenta que no quería decir eso. Pero admitamos. Admitamos incluso que en esa carta yo hubiera anunciado mi intención de atacar a La Roque. La única pregunta que uno se plantea es ésta: ¿lo hice? ¿Vine acaso a la caída de la noche, a introducirme en La Roque y a degollar al centinela? ¿Acaso saqueé las reservas, molesté a los larroquenses y violé a las mujeres? ¿Acaso fui yo quien ha masacrado hasta el último de los habitantes de Curcejac? ¡Sin embargo, a quien ha hecho esto, Fulbert lo trata como a un amigo! ¡y a mí, me condena a muerte por haber tenido, según dice él, la intención! ¡Esta es la justicia de Fulbert: la muerte para un inocente y la amistad para un criminal!

El sol ha elegido bien su momento para iluminar el vitral detrás de mí, y a Hervé, para actuar por última vez en su papel de soldado alemán. Dice:

– ¡Epa, epa, despacito, acusado! ¡No hay que hablar así del jefe!

Yo le corto: -No me interrumpas, Hervé. La broma ha terminado.

Al oírme hablar como amo a mi guardián, Fulbert se sobresalta con violencia y los larroquenses miran con asombro. Me enderezo. Para decirlo mejor, me planto. Me baño con voluptuosidad en la luz del vitral. Siento que mis ojos se abren bien grandes y que mi ser se expande en esta súbita claridad. Es sorprendente también como este sol, aun a través del vidrio coloreado, puede recalentar mis hombros y mi espalda… Lo necesito. Estaba helado.

Cuando retomo la palabra, se acabó mi calma elocución. Doy a mi voz su pleno volumen, no temo llenar con ella la capilla.

– Cuando Armand mató a Pimont después de haber intentado abusar de su mujer, tú lo encubriste. Cuando Bebella degolló a Lanouaille, tú lo has recibido, a él y a Vilmain, en tu mesa. Cuando Juan Feyrac masacró a los de Courcejac, has continuado bebiendo con él. ¿Y por qué has hecho todo esto? Para ganarte la amistad de Vilmain, porque gracias a Vilmain, contabas, después de la muerte de Armand, perpetuar la tiranía en La Roque y desembarazarte a la vez de la oposición interior y de Malevil.

He hablado con voz tonante en un silencio total. Cuando acabo, me doy cuenta que Fulbert se ha serenado.

– Yo me pregunto -dice reencontrando su voz de violoncelo- a qué vienen todos estos chismes. No cambiarán en nada tu suerte.

– ¡Usted no contesta! -grita Judith inclinándose con rabia. De su pulóver azul marino con cuello enrollado emerge su mandíbula cuadrada y sus ojos azules brillantes están mirando fijamente a Fulbert.

– Lo iba a hacer con una palabra -dice Fulbert-, mirando furtivamente su reloj. (Supongo que ahora ha conseguido hacer callar sus aprensiones y que espera de un momento a otro la llegada de Vilmain.)- Inútil decir -repite-, que yo no apruebo todo lo que han hecho, aquí y en otros lados, el capitán Vilmain y sus hombres. Pero los soldados son soldados en todas partes, nosotros no podemos cambiarlos. Y mi papel, como obispo de La Roque, es el de considerar el bien que se puede sacar de ese mal. Si puedo, gracias al capitán Vilmain, extirpar la herejía de La Roque y de Malevil estimaría haber cumplido con mi deber.

Ahora hemos llegado al paroxismo, la sala brama con un furor sin límites. Y no solamente la oposición, la misma mayoría está soliviantada de cólera ante esta confesión. Y a mí, ni se me ocurre siquiera sacar ventaja de eso, me callo. Porque vengo de darme cuenta, con profundo asombro, que Fulbert, al expresarse así es casi sincero. ¡Oh, claro que actúa en él mucho de venganza personal! ¡Pero ahí, en ese momento, veo claramente que ese falso sacerdote, ese charlatán, ese aventurero, ha acabado por ponerse dentro de la piel de su personaje y que él cree más que a medias en su papel de ángel guardián de la ortodoxia!

Sin que comprendan toda su significación, la actitud dócil de mis guardias para conmigo ha debido infundir valor y tranquilizar a la sala, porque de todas partes, ahora, brotan contra Fulbert invectivas y amenazas, a las cuales se mezclan, aquí y allá, pero articulados con la misma pasión, mezquinas quejas personales. Es así como oigo al viejo Pougès reprocharle con odio al "cura" el haberle negado un día un vaso de vino. Me parece que ahora Fulbert es el único que cree en la llegada inminente de Vilmain. Se aferra a esa ilusión. Lo veo aún más fortalecido en esa esperanza por un ruido que se oye en ese momento del lado de la gran puerta ojival a su espalda. Se da vuelta y mientras lo hace, Mauricio entra por la puerta lateral y me hace señas de que mis amigos están allí.

Las imprecaciones cada vez más furiosas continúan agobiando a Fulbert, inmóvil y estoico en medio del corredor central. Si las palabras, las miradas y los gestos pudieran por sí solos matar, ya estaría descuartizado. Y yo, en el momento de asestarle el golpe de gracia, sabiendo muy bien lo que sucederá con él cuando se lo haya asestado, vacilo. Por supuesto, esta vacilación no es más que un pequeño lujo de conciencia que me doy, a último momento, para convertir mi alma en tan blanca como lo es mi vestimenta. Porque, en fin, es tarde. He puesto una máquina en movimiento, y no la puedo parar. Si Fulbert juzga mi desaparición necesaria en tanto que hereje y líder, estimo la suya indispensable para la unión de Malevil y La Roque, fundamento de nuestra seguridad recíproca. La diferencia es que yo voy a matarlo realmente, y sin condena a muerte, sin proceso, sin tiros, sin ni siquiera ensuciarme las manos. La voz de Fulbert está cubierta por los clamores de odio de la concurrencia y admiro su valor cuando incapaz de hacerse oír, devuelve con usura mirada por mirada. En un momento, sin embargo, una calma sobreviene y encuentra fuerzas para articular un último desafío.

– ¡Ustedes cambiarán de tono cuando el capitán Vilmain esté aquí!

Me echa un cable. Me ha llegado el momento de actuar. Improviso, feliz de mi hallazgo de último minuto. Extiendo el brazo como lo había hecho el mismo Fulbert antes y cuando el batuque cesa, digo con mi voz más calma:

– Me pregunto por qué te obstinas en llamar a Vilmain capitán. Él no era capitán -subrayo apenas ese pasado con la voz-. Tengo aquí -saco la billetera de mi bolsillo- un documento que lo prueba de manera irrefutable. Es un documento profesional. Con una foto muy buena. Todos los que aquí han conocido a Vilmain lo reconocerán. Y negro sobre blanco, dice en este documento que Vilmain era tenedor de libros. ¿Señor Gazel, quiere usted tomar este documento y mostrárselo a Fulbert?

El silencio cae de un solo golpe y el auditorio, con una unidad sorprendente, aunque en sentido inverso según la fila, hace un movimiento brusco con todos los cuellos estirados y todas las cabezas inclinadas para ver a Fulbert. Porque en fin, por más ganas que tenga de serlo todavía, no es ciego. ¿Si el documento que le hago llevar está en mi poder, a qué conclusión debe llegar? Fulbert toma el documento que le da Gazel. Una sola mirada le basta. Su cara queda impasible, el color no cambia. Pero la mano que tiene la tarjeta se pone a temblar. Es un movimiento de débil amplitud pero muy rápido y que nada parece poder detener. En la tensión que leo sobre sus rasgos, siento que Fulbert hace esfuerzos desesperados para inmovilizar esa pequeña tarjeta que se agita como un ala en la punta de sus dedos. Un largo segundo pasa, no consigue articular una sola palabra. No tengo frente a mí más que a un hombre que con todas sus fuerzas lucha contra el terror que lo invade. Este suplicio me da una súbita náusea y quiero acortarlo.

Digo, con una voz que espero sea lo suficientemente fuerte como para que llegue más allá de la gran puerta ojival detrás de Fulbert:

– Me doy cuenta que les debo una explicación. Los cuatro guardias armados que ustedes ven a mi lado son bravos muchachos reclutados a la fuerza por Vilmain. Dos de ellos se pasaron a mi bando antes del combate y los otros dos entraron a mi servicio en seguida después. Estos cuatro son los únicos sobrevivientes de la banda. Vilmain, a la hora actual, ocupa dos metros cuadrados como mucho del territorio de Malevil.

Hay una algarabía estupefacta que domina la voz de Marcel.

– ¿Quieres decir que está muerto?

– Es eso lo que quiero decir. Juan Feyrac está muerto. Vilmain está muerto. Y con la excepción de estos cuatro que se han convertido en nuestros amigos, todos los otros han sido muertos.

En el mismo instante, la gran puerta ojival del fondo de la capilla se abre a medias, y uno por uno, Meyssonnier, Thomas, Peyssou y Jacquet penetran en la capilla, con el arma en la mano. Digo penetran, no es una irrupción. El movimiento es calmo y aun lento. No siendo por sus fusiles, podrían pasar como pacíficos. Avanzan algunos pasos por el corredor central y al punto con la mano les hago señas de pararse. Mis guardias, que por otra señal se han puesto de pie y se han reunido en torno de mí, tampoco avanzan. Hay un momento de estupor, luego la concurrencia se pone a aullar amenazas de muerte contra Fulbert. Sólo los dos grupos armados que, a cada extremo cierran el corredor central, se callan.

Todo sucede en un cuarto de segundo. Al chirrido que hace la puerta ojival, Fulbert gira sobre sí mismo, su última ilusión desaparece. Cuando de nuevo se da vuelta de mi lado con el rostro convulso, me ve con mis guardias cerrar la red adonde está preso. Sus nervios no pueden soportar una caída tal después de toda la esperanza con que lo había nutrido. Y cede. No tiene otro pensamiento que el de huir, huir físicamente, de la gente que lo acorrala. Concibe el proyecto pánico de escapar por la puerta lateral atravesando por una de las filas de la derecha. Y en su ceguera, se precipita por la que está ocupada por Marcel, Judith y las dos viudas. Marcel ni siquiera le da un puñetazo. Lo rechaza con el plano de la mano, pero eso sin contar con la fuerza de su brazo y Fulbert es proyectado con violencia al suelo en el corredor central. Un estruendo salvaje estalla. La multitud brota de todas las filas tirando al suelo las sillas y Fulbert desaparece bajo una jauría de furiosos aglutinados a su alrededor. Lo oigo gritar dos veces. Veo en la otra punta del corredor la cara asqueada y horrorizada de Peyssou y con sus ojos fijos en los míos para preguntarme si debe intervenir. Le hago que no con la cabeza.

La justicia popular no es agradable de ver, pero en este caso, me parece justa. Y no voy hacer el gesto, hipócritamente, de detenerla o de lamentarla, cuando he hecho todo lo posible para ponerla en movimiento.

Cuando los gritos de los larroquenses se apaciguan, sé muy bien que no tienen entre sus manos más que un cuerpo inerte. Espero. Y poco a poco, veo el racimo deshacerse alrededor de Fulbert. La gente se separa, vuelven a sus lugares, ponen las sillas en pie, unos todavía rojos y sin aliento, otros, me parece, bastante avergonzados, con los ojos bajos, con aire abatido. Unos y otros hablan en pequeños grupos. No escucho lo que dicen. Miro el cuerpo abandonado en medio del corredor central. Hago señas a mis compañeros de acercarse. Avanzan y al avanzar, contornean el cuerpo sin mirarlo. Sólo Thomas se detiene para examinar a Fulbert.

No hablamos, aunque los nuevos se hayan alejado por discreción. Cuando Thomas, que se ha arrodillado, se levanta, y viene hacia mí, doy dos pasos hacia él para separarme del grupo.

– ¿Muerto? -digo en voz baja.

Él inclina la cabeza.

– Y bueno -digo en el mismo tono-. Debes estar contento, conseguiste lo que querías.

Me mira largamente. Y en su mirada, hay esa mezcla de amor y antipatía que siempre me ha testimoniado.

– Tú también -dice con tono breve.

Subo de nuevo los escalones del coro. Me doy vuelta hacia la sala y reclamo silencio, y digo:

– Burg y Jeannet irán a llevar el cuerpo de Fulbert a su cuarto. El señor Gazel hará el favor de acompañarlo para velarlo. En cuanto a nosotros, les propongo que reanudemos nuestra Asamblea dentro de diez minutos. Juntos tenemos que tomar decisiones que interesan a La Roque y a Malevil.

La algazara al principio es ahogada, pero se intensifica desde que Burg y Jeannet se llevan a Fulbert, como si con él se borrara el acto colectivo que le quitó la vida. Pido a mis compañeros que se las arreglen para alejar de mí con gentileza a las personas que quisieran rodearme. Tengo por delante dos o tres conversaciones urgentes que piden un cierto secreto.

Bajo los escalones y me dirijo hacia el grupo opositor, el único que demostró valor en la prueba y en el triunfo, dignidad, porque ninguno de ellos tomó parte en el linchamiento, ni el mismo Marcel. Después del golpe que rechazó a Fulbert, ni se ha movido de su fila, lo mismo que Judith, las dos viudas y los dos cultivadores de los que me entero que uno se llama Faujanet y el otro Delpeyrou. Son los medrosos los que han matado a Fulbert.

Inés Pimont y María Lanouaille me abrazan, Marcel tiene pequeñas lágrimas redondas que corren por su cara tan curtida como su cuero. Y Judith, más hombruna que nunca, ne palpa el brazo diciéndome:

– Señor Comte, usted ha estado magnífico. Vestido todo de blanco parecía salir del vitral para abatir al dragón.

Mientras habla, me tritura el bíceps derecho con su mano fuerte; observaré de ahí en adelante, que no puede hablar con un hombre todavía en edad de agradarle (lo que, teniendo en cuenta la suya, supone una amplia elección) sin palparle los miembros superiores. Recuerdo que ella se me presentó por primera vez como "soltera" y al agradecerle, me pregunto si, después del día del acontecimiento ha seguido insensible a las espaldas hercúleas de Marcel, y Marcel, indiferente ante su fuerte encanto. Hablo sin ironía, porque verdaderamente tiene encanto.

– Escuchen -les digo, bajando la voz y llevándolos aparte, lo mismo que a Faujanet y Delpeyrou al cual le estrecho largamente la mano-, tenemos realmente poco tiempo. Tienen que organizarse. No pueden dejar que esos ex chupamedias de Fulbert dirijan La Roque. Van a proponer la elección de un consejo municipal. Pongan acto continuo sus seis nombres sobre un pedazo de papel y presenten en seguida su lista. Nadie se atreverá a oponerse a ustedes.

– No pongan mi nombre -dice Inés Pimont.

– Ni el mío -dice enseguida María Lanouaille.

– ¿Y por qué?

– Habría muchas mujeres y eso les molestaría. Pero la señora Médard, sí. La señora Médard es profesora.

– Llámeme Judith, pequeña -dice Judith poniéndole la mano sobre el hombro. -A las mujeres también las palpa.

– ¿Cómo se le ocurre que me voy a atrever? -dice Inés enrojeciendo.

La miro. Encuentro agradable esa fina piel de rubia que se colorea.

– ¿Y el alcalde? -dice Marcel-. La única de nosotros que sabe hablar aquí, es Judith. No es para ofenderla -dice mirándola con una tierna admiración- pero a una alcaldesa, ellos no lo aceptarán nunca. Sobre todo -agrega, mezclando el "tú" con el "usted" (lo que lo hace enrojecer)-, sobre todo que tú tampoco hablas el dialecto.

– Les voy a preguntar algo -digo yo en seguida-. ¿Aceptarían ustedes como alcalde a alguno de Malevil?

– ¿Tú? -dice al punto Marcel con esperanzas.

– No, yo no. Yo pensaba en alguien como Meyssonnier.

Veo con el rabo del ojo que Inés Pimont está un poco decepcionada. Tal vez esperaba algún otro nombre.

– Bueno -dice Marcel-, es serio, honesto…

Yo agrego:

– Y tiene conocimientos militares que pueden serles muy útiles para organizar su defensa.

– Yo lo conozco -dice Faujanet.

– Yo también -dice Delpeyrou.

No hablarán más. Miro sus caras francas, cuadradas, curtidas. Ese "yo lo conozco" no implica ninguna reserva.

– Con todo -dice Marcel.

– ¿Por qué, "con todo"?

– Bueno, es un comunista.

– Vamos, sea serio, Marcel -dice Judith-. ¿Qué es un comunista sin el partido comunista?

Ella habla con una voz muy articulada de profe que, si yo tuviera con ella vínculos cotidianos, me atacaría un poco los nervios, pero que parece impresionar mucho a Marcel.

– Es verdad -dice, sacudiendo su cabeza calva-. Es verdad, pero de todos modos no tendría que haber una dictadura acá, ya la hemos probado bastante, a la dictadura.

Yo digo secamente:

– No es el estilo de Meyssonnier. Absolutamente para nada. Hasta es una injuria el suponerlo.

– No hay ofensa -dice Marcel.

– Y te olvidas que ahora vamos a tener los fusiles -dice Faujanet.

Miro a Faujanet. Tiene una cara rigurosamente cuadrada, del color de la tierra cocida. Los hombros también son cuadrados. Nada sonso, el muchacho. Admiro que haya expuesto el problema de los fusiles suponiéndolo resuelto.

– Yo supongo -dije- que la primera decisión del consejo municipal va a ser armar a los larroquenses.

– Así vamos bien -dice Marcel.

Cambiamos miradas. Hemos llegado a un acuerdo. Y Judith ha demostrado, cosa que me sorprende, mucho tacto. Ha intervenido muy poco.

– Bueno -digo yo, con una rápida sonrisa- no me queda otra cosa ahora que convencer a Meyssonnier.

Los dejo, me alejo, luego volviendo sobre mis pasos, le hago señas a María Lanouaille para que me venga a hablar. Lo que hace en seguida. Es una morenita, treinta y cinco años, redonda, y firme. Y allí, mientras levanta su cabeza hacia mí, esperando que le revele mis propósitos, siento un poderoso, un violento deseo de tomarla en mis brazos. Como nunca he flirteado con ella ni concretado nada, no sé a qué atribuir este súbito impulso, si no a la sed de reposo del guerrero. Pero reposo está mal dicho. Hay ocupaciones más descansadas. El amor es también una lucha, pero que debe parecer a mi profundo instinto más positiva que ésta en que estoy sumergido, puesto que da la vida en lugar de sacarla.

Mientras tanto, hasta reprimo el deseo, como lo hubiera hecho la gran palpadora, de apretar su redondo y bonito bíceps, que es sin embargo muy tentador, ya que su vestido no tiene mangas.

– María -digo con voz un poco ahogada-. Tú conoces a Meyssonnier, es un hombre simple. No va a querer vivir en el castillo. Tú tienes una casa grande. ¿No quisieras tomarlo en tu casa?

Me mira con la boca abierta. Que no haya dicho "no" en seguida me da coraje.

– No tendrás necesidad de cocinarle. Él va a querer seguramente que los larroquenses hagan sus comidas en común. Tendrás que cuidarle la ropa, nada más.

– Y bueno -dice ella- con mucho gusto, pero tú conoces a la gente. Si Meyssonnier viene a vivir a mi casa, la gente va a decir que…

Alzo los hombros.

– Y aunque lo digan, ¿qué te puede importar? ¿Y aunque fuera verdad?

Me mira con aire melancólico, menea la cabeza y al mismo tiempo, porque ha tenido frío en la capilla, se frota el bíceps que me hubiera gustado palpar.

– ¡Oh, tienes mucha razón, mi pobre Emanuel -dice, con un suspiro-. ¡Después de todo lo que ha pasado aquí!

La miro.

– No es la misma cosa.

– Y no, y no -dice ella en seguida- no es la misma cosa.

Le sonrío.

– ¿Meyssonnier no fue uno de tus suspirantes?

– ¡Oh, sí! -dice ella encantada con este recuerdo.

Y retoma:

– Y hasta yo estaba bastante a su favor. Pero mi padre, él estaba más bien en contra, en vista de sus ideas.

Es entonces sí. Le doy las gracias, prosigo con la salud de la beba, Natalia. Siguen cinco minutos de conversación absolutamente mecánica de la que no escucho nada, ni siquiera lo que yo digo. Sin embargo, al final, María expresa un sentimiento que me despierta y me conmueve.

– No vivo, sabes. En vista de los acontecimientos, no ha recibido ninguna de sus vacunas. La pequeña Cristina de la Inés, tampoco. Entonces, yo me digo, mi Natalia se puede pescar de todo. ¡Y nada! Sin médicos, ni antibióticos y con todas esas sucias enfermedades en el aire, que antes uno ni se acordaba de ellas, a causa de las vacunas. Al menor mal, tiemblo. Ni siquiera tengo más agua oxigenada. ¿Sabes lo que tengo para cuidarla? ¡Un termómetro!

– ¿Y quién te la cuida en estos momentos, mi pobre María?

– Una muchacha del burgo, que cuida también a la Cristina.

Me voy diciéndole que me llame a Inés. Ya está aquí. Con Inés es otra cosa. Con Inés soy breve, autoritario y secretamente tierno.

– Inés, vas a volverte al burgo, después de haber dado tu voto a Judith, para la votación. Vas a ir a ver a tu Cristina y una vez hecho esto, me esperarás en tu casa, iré para allí. Tengo que hablarte.

Se queda un poco atónita con esta cascada de órdenes, pero como lo había previsto, accede. Cambiamos una mirada, una sola, la dejo y me voy a buscar a Meyssonnier.

Es un asunto difícil, Meyssonnier. Al abordarlo, siento un cierto remordimiento de manipular así a mis semejantes, sobre todo cuando se trata de él. Sin embargo, es en interés de todos, tanto de los de Malevil como de los de La Roque. Esto es lo que me digo, cuando mi habilidad se me vuelve un poco odiosa, incluso para mí mismo, así como se le vuelve a veces a Thomas. Es enorme lo que voy a pedirle a Meyssonnier. Tengo un poco de vergüenza. Lo que no me ha impedido, evidentemente, juntar todos mis triunfos y presentarme con un juego ganador que tiene en cuenta sus ambiciones municipales y hasta su vida privada.

Me escucha sin decir una palabra, con esa cara estrecha que el deber y el esfuerzo han modelado, sus ojos que parpadean y sus pelos lacios (ha conseguido cortarlos, no sé cómo). Soy muy consciente de lo que hago: le traigo todo junto sobre una bandeja de oro, las llaves de La Roque y María Lanouaille. Ni esas dos cosas bastarán para decidirlo a dejar Malevil. Va a ser un tormento para él, ya lo sé. Sin embargo, no puedo elegir. No veo a nadie en La Roque que esté a su altura.

Cuando le he explicado todo, no dice ni sí ni no. Se informa, rumia.

– Sí, he entendido bien, mi tarea en La Roque será doble. Establecer una vida comunal y organizar la defensa.

– La defensa primero -digo yo.

Mueve la cabeza.

– Es que esto no va ser fácil, los muros no están fuera del alcance de la escalada. Hay una longitud muy grande de muralla entre las puertas sur y oeste. Me faltará gente. Sobre todo jóvenes.

– Te daré a Burg y a Jeannet.

Hace una mueca.

– ¿Y el armamento? Me harían falta los fusiles 36 de Vilmain.

– Tenemos veinte, nos los dividiremos.

– Me haría falta el bazooka.

Me pongo a reír.

– ¡Exageras! ¡Qué es ese nacionalismo! Te tomas ya un poco demasiado a pecho los intereses de La Roque.

– Yo no he dicho que vaya a aceptar -dice Meyssonnier con reserva.

– ¡Y me haces un chantaje, además!

Pero no lo hago ni siquiera sonreír.

– Bueno -digo yo después de un memento de reflexión-. Cuando las fortificaciones de La Roque estén terminadas, te confiaré el bazooka quince días por mes.

– ¡En fin! -dice Meyssonnier.

Este "en fin" tiene el sentido indefinido y reticente que le damos en Malejac. Prosigue:

– Está también el botín de Courcejac que Feyrac trajo aquí. Es gordo. Faltaría saber si tú lo reivindicas.

– ¿Qué es lo que hay? ¿Lo sabes?

– Sí. Acaban de decírmelo. Aves, dos cerdos, dos vacas, heno y remolachas en cantidad. El heno ha quedado allá en un hórreo que por lo menos no fueron tan sonsos como para quemar.

– ¡Dos vacas! Creí que los de Courcejac no tenían más que una.

– Habían escondido la segunda, para no dársela a Fulbert.

– ¡Mira eso, esa gente! No les importaba que los bebés de La Roque reventaran de hambre siempre que el de ellos estuviera bien alimentado! ¡No les trajo suerte!

– Entonces -retoma Meyssonnier, trayéndome secamente al tema-. ¿Qué es lo que haces? ¿Quieres tu parte?

– ¡Yo quiero mi parte! ¡Qué caradura! ¡Ese botín pertenece a Malevil íntegro, ya que fue Malevil el que venció a Vilmain!

– Escucha -dice Meyssonnier, sin sonreír-. Esto es lo que te propongo: te llevas todas las gallinas…

– ¡De las gallinas me importa un cuerno! Tenemos bastantes en Malevil. Tragan demasiados cereales.

– Espera: te llevas las gallinas, los dos cerdos y nosotros nos quedamos con el resto.

Me pongo a reír.

– ¡Malevil, dos cerdos y La Roque, dos vacas! ¿Es esa la idea que tienes de un reparto equitativo? ¿Y el heno? ¿Y las remolachas?

No dice nada. Ni una palabra. Agrego después de un momento:

– De cualquier manera, no puedo decidirlo solo. Tengo que hablarlo en Malevil.

Y como él se obstina en callarse, la mirada severa, yo sigo de bastante mala gana:

– En vista de que ustedes no tienen más que una en La Roque, se podría hacer un esfuerzo por el lado de las vacas.

– ¡En fin! -dice Meyssonnier con tristeza, como si a él le hubiera tocado la peor parte en nuestra transacción.

Después, silencio. Rumia de nuevo. No lo apuro.

– Si he entendido bien -dice con cara de asco- vamos a tener, además, que respetar las formas democráticas, discutir durante horas y dejarnos criticar por cualquier cosa por gente que no hará nada más que estar bien sentadas sobre sus culos.

– No exageres, tendrás un consejo municipal de oro.

– ¿De oro? ¿Y esa buena mujer, es de oro?

– ¿Judith Médard?

– Sí, Judith. ¡Tiene una lengua! ¿Y qué es lo que es, exactamente, esa mujer? -dice con suspicacia-. ¿Una P.S.U.?

– ¡Qué esperanza! Es una cristiana de izquierda.

Su cara se iluminó.

– Me gusta más eso. Siempre me he entendido con esa clase de católicos. Son unos idealistas -agrega, con un ligero desprecio.

¡Como si él no fuera un idealista! En todo caso, está completamente serenado. Porque a Marcel, Faujanet, Delpeyrou, él los conoce. Era Judith la que, si me atrevo a decirlo así, le parecía llena de algo desconocido.

– Acepto -dice por fin.

Puesto que acepta, voy a mi vez a plantearle mis condiciones.

– Escucha, quisiera sin embargo que entre el consejo municipal de La Roque y Malevil, quede bien entendido esto: los diez fusiles 36 de Vilmain y eventualmente las dos vacas de Curcejac no son donadas a La Roque. Están puestas a tu disposición durante todo el tiempo que duren tus funciones en La Roque.

Me mira, con ojo crítico.

– ¿Esto quiere decir que quieres recuperarlos, si los larroquenses me ponen en la calle?

– Sí.

– Tal vez no sea tan fácil.

– Y bien, en ese caso, fusiles y vacas se convertirían en los elementos de una negociación de conjunto.

– ¡De un regateo, entonces! -dice con el torio indefinible de incoarme un proceso.

Todo esto, por su parte, un poco frío. Distante, incluso. Estoy incómodo. Me apena despedirme de él sin nada que recuerde el calor que, en Malevil, marcaba nuestras relaciones.

– ¡Y bueno -digo, con una jovialidad forzada-, eres alcalde de La Roque! ¿Estás feliz?

Mi pregunta no lo es, me doy cuenta al instante.

– No -dice con sequedad-. Seré, espero, un buen alcalde, pero no soy feliz.

La metida de pata es como una pendiente. Continúo rodando por ella.

– ¿Aun viviendo en lo de María Lanouaille?

– Aun -dice sin sonreír y me da la espalda.

Me quedo solo, su desaire me duele. El hecho de que me lo haya merecido no me consuela para nada. Por suerte, no tengo tiempo para condolerme de mis estados de ánimo. El señor Fabrelâtre me toca el codo y me pide una entrevista con una cortesía a dos dedos de la obsequiosidad. No puedo decir que me guste mucho ese largo cirio blanquecino con su pequeño cepillo de dientes bajo la nariz y sus ojos que parpadean detrás de sus anteojos de metal. El aliento fuerte por añadidura.

– Señor Comte -dice con una voz sin timbre-. Hay gente aquí que está hablando de hacerme un proceso y de colgarme. ¿A usted le parece justo?

Retrocedo un buen paso y no solamente para marcar las distancias. Le digo con frialdad:

– No encuentro justo hablar de colgarlo, señor Fabrelâtre, antes de haberle hecho un proceso.

Sus labios tiemblan y su mirada vacila. Este ser blando me da lástima. "A pesar de todo", como diría Marcel, ¿me voy a olvidar de su papel de espía en La Roque? ¿De su complicidad en la tiranía de Fulbert?

Prosigo:

– ¿Quiénes son esas gentes?

– ¿Cuáles, señor Comte? -dice con una voz apenas audible.

– Los que hablan de procesarlo.

Me cita dos o tres personas y son de esas, por supuesto, que en los tiempos de Fulbert, se han quedado bien quietitas. La ruina de Fulbert consumada -sin que ellos hayan levantado el meñique-, aquí tenemos a nuestros blandos que se vuelven duros.

El amorfo Fabrelâtre no es sin embargo idiota, porque ha seguido mi pensamiento. Dice con un hilo de voz:

– ¿Y sin embargo, qué he hecho más que ellos? He obedecido.

Lo miro.

– ¿Quizá, señor Fabrelâtre, no habrá usted obedecido un poco demasiado?

¡Mi Dios, qué blando es! Bajo mi acusación, se encoge como un caracol. Y a mí, los caracoles, ni con las botas he podido jamás resolverme a aplastarlos. Con la punta del pie, con un golpe seco, los apartaba.

– Escuche, señor Fabrelâtre, usted va a empezar por no agitarse, no hablar con nadie y quedarse en su rinconcito. Para su proceso, veré lo que puedo hacer.

Después de esto, los despacho, a él y a sus agradecimientos y me doy vuelta hacia Burg, quien, desde el fondo de la capilla, sobre sus cortas piernas, camina a paso largo hacia mí, con el ojo vivaz y desenvuelto, empujando hacia adelante su pequeño vientre de cocinero.

– ¡Vaya, vaya -dice con el aliento corto-, si hubiera oído esto! Hay toda una historia con Gazel, por unas personas que fueron a prohibirle que recitara oraciones sobre la tumba de Fulbert. Gazel está fuera de sí. Me pidió que lo previniera a usted del asunto.

Estoy boquiabierto. En ese momento, la estupidez y la bajeza del hombre me parecen sin límites. Me pregunto si realmente vale la pena tomarse tanto trabajo para perpetuar esta mala e ínfima especie. Le digo a Burg de esperarme, que voy a ir con él a ver a Gazel. Y pesco a Judith al vuelo y la llevo un poco aparte. Yo le hablo y, por supuesto, ella me palpa. Me resigno, y le abandono mi bíceps.

– Señora Médard -le digo-, la gente se impacienta, el tiempo apremia. ¿Le puedo dar algunas sugestiones?

Ella inclina su pesada cabeza.

– Primero: es Marcel quien me parece debiera presentar la lista del consejo. Y debe hacerlo con habilidad. ¿Puedo ser franco?

– Pero por supuesto, señor Comte -dice Judith, con su gran mano cerrada sobre mi brazo.

– Hay dos nombres que van a hacer poner mala cara, el suyo porque usted es una mujer, y el de Meyssonnier, a causa de sus antiguos lazos con el P.C.

– ¡Qué discriminación! -exclama Judith.

La interrumpo antes de que se interne cada vez más en las delicias de la indignación liberal.

– En cuanto a usted, Marcel debería subrayar las ventajas que el consejo puede obtener con su instrucción. En cuanto a Meyssonnier, debe presentarlo como un especialista en asuntos militares y como indispensable agente de enlace con Malevil. Ni una palabra de la alcaldía, por el momento.

– Debo decirle que admiro su tacto, señor Comte -dice Judith con una presión igualmente táctil sobre el músculo de mi brazo.

– Si me permite, continúo. Hay gente que quiere hacerle un proceso a Fabrelâtre. ¿Qué piensa usted?

– Que es idiota -dice Judith, con una brevedad masculina.

– Yo soy de su parecer. Unas simples amonestaciones públicas bastarán. Por otro lado, otras personas, o las mismas, quieren prohibirle a Gazel que le dé una sepultura cristiana a Fulbert. Total, tenemos a nuestro cargo un nuevo asunto Antígona.

Judith sonríe con delicadeza ante esa evocación clásica.

– Gracias por prevenirme, señor Comte. Si resultamos electos, vamos a matar en el embrión todas esas estupideces.

– Y quizá, me permito al menos sugerírselo, habría que revocar todos los decretos de Fulbert.

– Pero, por supuesto.

– Bueno, durante ese tiempo, como no quiero que parezca que hago presión sobre los larroquenses mientras votan, me eclipso, voy a ver al señor Gazel.

Le sonrío y después de un momento de duda, me devuelve mi bíceps. Pequeños defectos incluidos, es la sal de la tierra esa mujer. Estoy casi seguro que se va a entender muy bien con Meyssonnier.

Burg me lleva por un dédalo de corredores hasta la habitación de Fulbert, adonde tranquilizo a nuestra Antígona, muy acalorada en efecto, y muy resuelta a asegurarle, a cualquier precio, al enemigo caído los ritos de nuestra religión. Echo una mirada a los despojos de Fulbert. Doy vuelta los ojos en seguida. Su cara no es más que una llaga. Y alguien ha debido apuñalarlo, porque veo sangre en su pecho. Gazel, seguro de mi apoyo, me demuestra una viva gratitud y como ha empezado a poner orden en los papeles de Fulbert (sospecho que está poseído por una intensa curiosidad de solterona), me ofrece devolverme la carta en la cual yo reivindicaba, en nombre de la Historia, la soberanía feudal de La Roque. Acepto. Lo que era de buena ley para intimidar a Fulbert no lo es más en el estado actual de nuestras relaciones con La Roque. Temería, al contrario, que dejando la carta allí, fuese un día utilizada por gente malévola.

Cuando atravieso la explanada del castillo para llegar a la gran puerta verde oscuro, el sol me recibe al punto y me dilato con su calor. Me digo que el consejo de La Roque deberá encontrar en el castillo, para reunir a los larroquenses, una sala menos bella tal vez, pero más clara y menos húmeda que la capilla.

Inés Pimont vive en el atajo arriba de la pequeña librería-papelería-diarios que regentaba su marido, una pequeña casa muy antigua y muy pimpante, donde todo es pequeño, incluso la escalera de caracol muy abrupta que lleva al piso y en la que debo, en las curvas, pasar los hombros al sesgo. Inés me recibe en el rellano y me introduce en un salón minúsculo iluminado por una ventana que también lo es. Todo esto la convierte en una casa de muñecas, y para más, antes, tenía una jardinera de geranios sobre la calle. Las paredes están tapizadas con yute color oro viejo y si la pregunta no se formula respecto de los dos sillones lo más bajos y lo más apoltronados del mundo, uno se pregunta por dónde el diván tapizado como ellos en terciopelo azul ha podido pasar para penetrar hasta aquí, en todo caso ni por la ventana, ni por la escalera. Tal vez haya estado siempre ahí, aun antes de haberse construido las paredes. Tiene aspecto de bastante viejo como para eso, por más que no tenga estilo discernible aunque la fecha grabada sobre el enorme dintel de piedra de la entrada indica que la casa fue levantada bajo Luis XIII.

Sobre el piso del salón, entre las dos pequeñas poltronas y el diván hay una moqueta y sobre la moqueta, un tapiz de Oriente fabricado en Francia y sobre el tapiz, una imitación de piel color blanco. Los dos últimos, supongo que los Pimont los han heredado y no sabiendo qué hacer con ellos en una casa tan pequeña, resolvieron apilarlos uno sobre otro. El resultado es bastante confortable. Y confortable es el recibimiento de Inés, fresca, rosa y rubia con buenos y lindos ojos castaño claro que, ya lo he dicho, me han dado siempre la impresión de ser azules. Me hace sentar en una de las poltronas en la que me encuentro tan bajo y tan cerca de la piel blanca que me hace el efecto de estar sentado en el suelo, a los pies de Inés posada en el diván.

En su compañía siento siempre una impresión de intimidad, de confianza y de melancolía. Casi me caso con ella y lejos de guardarme rencor por ese fracaso, me conserva su amistad. La estimo por eso. Ni una muchacha sobre mil, creo, hubiera reaccionado como ella. Y cada vez que la encuentro, me digo, no sin pesar: aquí tienes uno de los caminos posibles que la vida hubiera podido tomar. Me hago preguntas sobre ese posible, y preguntas de Tántalo, ya que no puedo responderlas. Me digo una vez más que ningún hombre puede afirmar que hubiera sido feliz cerca de una mujer antes de haber tentado la experiencia. Y si la tienta, ya sea feliz o desgraciada, deja de ser una experiencia para transformarse en su vida.

Una cosa es segura, de todos modos. Si me hubiera casado con ella, hace quince años, me hubiera valido la pena. Ha envejecido muy poco, sin marchitarse ni desecarse, sino poniéndose más pulposa, sin exceso. El talle es agradablemente delgado, a pesar de Cristina, pero aquí y allá todo es redondo y con la tez que tiene, tan rosa, tan fresca, parece recién salida del baño. Un poco de cosméticos y el pelo, se ha ocupado de eso, esperándome. Esto me hace las cosas más fáciles, porque siento que voy a tener contra mí, en esta entrevista, todo el peso de una civilización desaparecida.

Nada de sutilezas campesinas, ni enrevesados preámbulos. Aunque viva en una ciudad pequeña, Inés es de extracción urbana, aunque su sintaxis no sea mejor que la de la Menou. Me incrusto en la poltrona, la miro en los ojos, trato de hacer callar en mí toda emoción y voy derecho al grano:

– ¿Inés, te gustaría venir a vivir con nosotros en Malevil?

He dicho "con nosotros", no he dicho "conmigo". Pero no sé si a esta altura ha captado el matiz, porque la invaden todos los rosas profundos y un oleaje parece levantarla, partiendo de sus pies y propagándose hasta su pecho. Un gran silencio. Me mira y hago un esfuerzo para que mi mirada no diga más de lo debido, ya que tengo tanto miedo de que se confunda.

Abre la boca (que es bella y carnosa), la vuelve a cerrar, traga saliva y cuando al fin puede hablar, dice, elípticamente:

– Si eso debiera darte un gusto, Emanuel.

Me lo temía: personaliza el debate. Deberé ser más claro.

– No es solamente a mí a quien darías un gusto, Inés.

Se sobresalta -como si la hubiera abofeteado. Todo su color refluye y me dice con algo que parece a la vez una decepción y un remordimiento:

– ¿Estás hablando de Colin?

– No quiero hablar solamente de Colin.

Y como me mira no atreviéndose a comprender, le hablo de Miette, de Cati, sobre todo del fracaso que ha sido su casamiento con Thomas en nuestra comunidad. Ahí también, personaliza.

– Pero yo, Emanuel, hubiera podido decirte de antemano que con una chica como Cati…

La corto.

– Pon a Cati de lado, no es una cuestión de persona. Hoy hay ocho hombres en Malevil, y dos mujeres. Tres, si vienes tú. ¿Te parece que un hombre puede permitirse acaparar una para él solo? ¿Y si lo hace, qué van a pensar los otros?

– ¿Y los sentimientos, entonces, qué haces con ellos? -dice Inés, con una vivacidad muy próxima a la indignación.

Los sentimientos. Cierto, su posición es fuerte. Siento detrás de ella siglos de amor cortés y amor romántico. La miro.

– No me comprendes, Inés. Nadie te obligará jamás a hacer lo que no tengas ganas de hacer. Serás absolutamente libre en tus elecciones.

– ¡Mis elecciones! -dice Inés.

Es un grito. Pone todo un mundo de reproches en ese plural y no únicamente reproches, porque no ha estado jamás tan cerca de una declaración de amor. Me conmueve tanto que llevado por el flujo de su emoción, estoy a punto de ceder. No la miro. Me quedo silencioso. Me recupero. Me hace falta un buen rato para superar estos "mis". Pero veo con claridad que no es el buen camino y que una pareja durable en Malevil sería muy rápido incompatible con la vida comunitaria. Desde ese punto de vista, la desproporción del número de hombres y mujeres sobre la que me gustaría apoyarme en la discusión no es, sin embargo, lo esencial. En realidad, hay que elegir: la célula familiar o una comunidad no posesiva.

Me parece que tampoco puedo decirle a Inés qué sacrificio hago renunciando a ella. Si se lo dijese, la fortalecería en sus "sentimientos".

– Inés -le digo, inclinándome hacia adelante-, aunque no fuera más que por Colin, es imposible. Si me caso contigo, se sentirá terriblemente decepcionado y celoso. Si tú te casas con él, yo no sería feliz tampoco. Y no está solamente Colin. Están los demás.

Colin es un argumento que le llega. Y como, además, se da cuenta de mi inflexibilidad, y de que no tiene, aun después de esto, por qué preferir La Roque a Malevil, ya ni sabe en qué está. Adopta entonces una posición muy femenina, que después de todo no es peor que otra. Se refugia en el silencio y en las lágrimas. Me levanto de la poltrona, me siento a su lado en el diván y le tomo la mano. Llora. La comprendo. Está como yo, en tren de renunciar a uno de los posibles a menudo soñados de su vida.

Cuando veo que las lágrimas se agotan, le doy mi pañuelo y espero.

Me mira y me dice en voz baja:

– ¿He sido violada, tú lo sabías?

– No lo sabía. Me lo figuraba.

– Todas las mujeres del burgo han sido violadas, hasta las viejas, hasta Josefa.

Como me quedo silencioso, sigue:

– Es por éso que…

Exclamo:

– ¡Pero estás loca! ¡No hay más que una razón, la que te he dicho!

– Porque eso sería injusto, Emanuel. Aunque haya sido violada, no soy sin embargo una puta.

– ¡Pero estoy seguro! -digo con fuerza-. ¡No es para nada tu culpa, ni se me ocurre!

La tomo en mis brazos, le acaricio con mano temblorosa la mejilla y los cabellos. En ese instante, sería únicamente compasión lo que debería sentir, pero no siento más que deseo. Me cae encima de improviso y me posee con una brutalidad que me asusta. Mis ojos se enturbian, mi respiración cambia. Me queda justo la suficiente lucidez como para pensar que debo obtener su consentimiento a cualquier precio y en seguida, si no quiero ponerme en el caso de, a mi vez, violarla yo.

La acucio. La presiono para que me conteste. Aunque está pasiva entre mis brazos, duda, resiste todavía y por fin cuando consiente es, me parece, más por haberse contagiado de mis deseos que por estar persuadida de mis razones.

Resbalamos sobre la piel blanca que encuentra así su utilidad, sin que aflore en ningún momento mi ternura por ella. Se diría que he encerrado a esta ternura en un rincón de mi conciencia para que se deje de molestarme. Y poseo a Inés con rudeza, con violencia.

Sin embargo, ese saqueo acabado, pago también mi parte. Si es verdad que se puede ser feliz en diferentes niveles, lo soy en el más humilde nivel. ¿Pero acaso después de todos esos combates y de toda esa sangre, hay todavía lugar para otra felicidad que la supervivencia del grupo? No me pertenezco más: eso es lo que le digo al despedirme, apenado también de que me deje con un poco de frialdad, como lo hizo Meyssonnier hace una hora.

A Meyssonnier, sin embargo, cuando lo vuelvo a ver en la capilla crepuscular, una vez la sesión terminada, lo encuentro más sosegado, más amistoso. Se acerca a mí y me lleva aparte.

– ¿Adónde estabas? Te han buscado por todas partes. En fin -prosigue con su discreción habitual-, poco importa. Escucha, tengo buenas noticias. No hay ningún problema. Han elegido toda la lista, luego, por proposición de Judith, han elegido a Gazel cura, por una ajustada mayoría. En fin, sobre la marcha, te han elegido obispo de La Roque.

Me quedo estupefacto. Es el colmo esta promoción episcopal, concomitante con la entrevista que acabo de tener. Es verdad que los ausentes tienen sus ventajas. Pero si debo ver en ello el dedo de Dios, veo que Él tiene una indulgencia por las debilidades de la carne que nunca se le ha reconocido. En ese momento, sin embargo, no es la ironía lo que me choca. Exclamo con vivacidad:

– ¿Yo, obispo de La Roque? ¡Pero si mi lugar es Malevil! ¿No se lo has dicho?

– Espera un poco, saben muy bien que no vas a dejar a Malevil. Pero si he comprendido bien, quieren alguien por encima de Gazel para moderarlo. Desconfían de su celo.

Se echa a reír.

– La idea fue Judith la que la tuvo y yo le di una mano.

– ¡Le diste una mano!

– Por supuesto. Primero, porque creo que es mejor, en efecto, que tengas bajo tu jurisdicción a Gazel. Y además, me dije que así te vería más seguido.

Agrega a media voz:

– Porque, de todos modos, dejar a Malevil…

Lo miro. Él también me mira. Al cabo de un momento, da vuelta la cabeza. No sé qué decir. Sé muy bien lo que siente. Desde la escuela, Peyssou, Colin, Meyssonnier y yo, no nos hemos separado jamás. La prueba, Colin, que instalando su negocio de plomería en La Roque, seguía viviendo en Malejac. Y ahora se acabó. El Círculo se rompe. Me doy cuenta de ello en ese momento. Para nosotros también, en Malevil, no verlo más a Meyssonnier va a ser un desgarramiento.

Le aprieto el hombro derecho y le digo con bastante torpeza:

– Vamos, vas a ver, harás aquí un buen trabajo.

Le digo eso, como si el trabajo hubiera alguna vez consolado a alguien.

Thomas se une a nosotros y me felicita con una carita… Después viene el turno de Jacquet. No veo a Peyssou. Meyssonnier me lo señala a algunos metros, muy ocupado. La Judith lo ha arrinconado con firmeza, feliz de encontrar al fin un hombre que le lleve una cabeza. Mientras habla, pasea su mirada sobre sus amplias proporciones. Admiración del todo recíproca, porque de vuelta en Malevil, Peyssou me dirá: ¿viste ese pedazo? ¡Te apuesto a que una mujer como esa sobre el colchón debe hacer un ruido! Todavía no han llegado a eso. Por el momento, ella le palpa el bíceps. Y veo que mi Peyssou, por supuesto, lo infla. Turgencia que debe gustarle a Judith.

– Por lo de recién -me dice Meyssonnier- no hagas caso, la moral estaba un poco baja.

Estoy muy emocionado de que pida disculpas, por su frialdad, pero de nuevo no sé qué decir y me callo.

– Comprendes -prosigue-, en la ruta, después de la emboscada, cuando me dejaste para ir a buscar los demás a Malevil, me quedé un buen rato en medio de los cadáveres y se me ocurrían cosas no muy alegres.

– ¿Qué cosas?

– Bueno, por ejemplo, ese Feyrac a quien tuvimos que darle el tiro de gracia… Una suposición que fuera uno de nosotros el que se ligue una herida grave. ¿Qué hacemos? Sin médicos, sin remedios, sin quirófano. Sería estúpido dejarlo reventar sin ayudarlo.

Me callo. Me callo. Ya había pensado en eso. Thomas también, lo leo en su cara. Meyssonnier prosigue:

– Estamos en plena Edad Media.

Sacudo la cabeza.

– No. No del todo. Hay una analogía de situación, es verdad, en la Edad Media se han conocido momentos como estos. Pero te olvidas de una cosa. Nuestro nivel de conocimientos es infinitamente superior, no te hablo ni siquiera de la suma considerable de saber encerrada en mi pequeña biblioteca de Malevil. Eso, eso queda. Y es muy importante, ves. Porque un día, eso nos va a permitir reconstruirlo todo.

– ¿Pero cuándo? -dice Thomas con asco-. Por el momento, nos pasamos la vida tratando de sobrevivir. Los saqueadores, la hambruna. Mañana las epidemias. Meyssonnier tiene razón, hemos vuelto a los tiempos de Juana de Arco.

– Pero no -digo con vivacidad-. ¿Cómo un matemático como tú puede cometer semejante error? Mentalmente estamos mucho mejor equipados que los hombres de la época de Juana de Arco. No nos van a hacer falta siglos para volver a nuestro nivel tecnológico.

– ¿Y empezar todo de nuevo? -dice Meyssonnier levantando las cejas con aire de duda.

Me mira. Parpadea. Y me quedo sorprendido por su pregunta. Porque es él -el hombre del progreso- quien la plantea. Y porque veo muy bien lo que él prevé en el futuro al cabo de ese recomienzo.


NOTA DE THOMAS


Es a mí a quien corresponde terminar este relato.

Una palabra personal, para empezar. Después del linchamiento de Fulbert, Emanuel escribe que en mi mirada leyó "esa mezcla de amor y de antipatía" que le he testimoniado siempre.

"Amor" no es exacto. "Antipatía" tampoco. Sería mejor hablar de admiración y de reticencias.

Quiero explicar esas reticencias. Yo tenía veinticinco años cuando estos acontecimientos sobrevinieron, para mis veinticinco años tenía poca experiencia de la vida, y la habilidad de Emanuel me chocaba. La encontraba cínica.

He madurado. He asumido a mi vez responsabilidades y ya no pienso más así. Creo, al contrario, que una buena dosis de maquiavelismo le es necesaria a cualquiera que pretenda dirigir a sus semejantes "aunque los ame".

Como a menudo aparece en las páginas que preceden, Emanuel estaba siempre bastante contento consigo mismo y siempre bastante seguro de tener razón. No me irritan más esos defectos. No son más que el reverso de la confianza en sí mismo de la que tenía necesidad para mandarnos.

En fin, quisiera decir esto: no creo de ningún modo que en pequeña o gran escala, un grupo segregue siempre al hombre superior que necesita. Muy por el contrario, existen momentos en la Historia en los que se siente un terrible vacío: el jefe necesario no ha aparecido y todo fracasa lamentablemente.

En nuestra pequeña escala, el problema es el mismo. En Malevil, hemos tenido mucha suerte al tener a Emanuel. Mantuvo la unión y nos enseñó a defendernos. Y Meyssonnier, bajo su dirección, convirtió a La Roque en menos vulnerable.

Aun si Emanuel, instalándolo en La Roque, sacrificó a Meyssonnier al interés común, hay que reconocer que Meyssonnier hizo, en efecto, muy buen trabajo en la "alcaldía". Elevó las murallas de la ciudad, y sobre todo, hizo construir a medio camino entre las dos puertas fortificadas una gran torre cuadrada cuyo segundo piso, organizado como puesto de guardia habitable, disponía de una chimenea y, en el exterior, de troneras acodadas que permitían vistas muy extendidas sobre el campo. Un camino de ronda en madera, en el flanco de la muralla, unía esta torre cuadrada, por ambos lados, a las dos puertas. Los materiales para esta construcción fueron extraídos de las demoliciones de la ciudad baja y el cemento reemplazado por arcilla.

Alrededor de las murallas, Meyssonnier organizó una ZDA con todo un sistema de trampas y de emboscadas imitando a la de Malevil. El terreno, muy despejado aunque algo ondulado, no hacía posible la construcción de una barricada; pero Meyssonnier encontró en las dependencias del castillo rollos de alambre de púa destinados, sin duda, a cerramientos futuros, y los usó para cortar las dos rutas de acceso -el camino asfaltado de Malevil y el provincial que conducía a la capital- con todo un juego de pasos en zig-zag (abiertos de día y cerrados de noche) que debía prevenirnos contra las sorpresas.

Si Meyssonnier, en parte gracias a Judith, que lo apreciaba mucho, se entendió bien con su consejo y sus administrados, tuvo con Gazel un diferendo de orden religioso. Meyssonnier, fiel a la promesa hecha a Emanuel, continuaba asistiendo a misa y comulgando, pero se negaba a toda confesión. Gazel, retomando la antorcha de la ortodoxia más estricta, pensaba, como Fulbert, unir la comunión a la confesión. No sin valor, tuvo una explicación con Meyssonnier delante del consejo municipal y la disputa llegó muy lejos, dado que Meyssonnier se negó a toda concesión. Accedo, dijo Meyssonnier en tono rudo, a hacer una autocrítica pública si he hecho macanas, pero no veo por qué tengo que reservarle únicamente a usted mi pequeña confesión.

Se apeló, al final de cuentas, a Emanuel, en su calidad de obispo de La Roque. Éste intervino con prudencia y habilidad, oyó a todo el mundo e instituyó un sistema de confesión pública comunitaria, una vez por semana, el domingo por la mañana. Cada uno debía decir, por turno, lo que tenía que reprocharse a sí mismo y a los demás, quedando bien sentado que las personas incriminadas tenían, a su vez, derecho a réplica, sea para protestar, sea para admitir sus faltas. Emanuel asistió en calidad de observador a la primera de esas reuniones en La Roque, y quedó tan satisfecho que persuadió a los de Malevil a adoptar el mismo sistema.

Emanuel llamaba a esto "sacar los trapitos al sol" en familia: institución sana, me dijo, y al mismo tiempo divertida.

Me contó que en La Roque, una larroquense se había levantado para reprocharle a Judith el no poder hablar con los hombres sin manosearles el brazo. Eso, de por sí, era gracioso, dijo Emanuel, pero lo más gracioso fue la respuesta, sinceramente estupefacta, de Judith: no tengo conciencia de obrar así, dijo ella con su voz bien articulada. ¿Hay aquí alguien que pueda corroborar ese testimonio?

Prueba, agregó riéndose Emanuel, de que es bueno que los demás nos digan cómo nos ven, ya que uno no se ve a sí mismo.

En cambio, de confesiones particulares ni se habló más. Y Gazel tuvo que renunciar al privilegio que apreciaba tanto, de "perdonar" o de "retener" los pecados de los otros, privilegio que Emanuel, debemos recordarlo, encontraba "exorbitante" y que nunca había ejercido sin malestar.

Antes de encontrar la solución astuta que debía poner fin a la "inquisición" del cura de La Roque, Emanuel, durante días, se mostró muy preocupado por el diferendo entre Gazel y Meyssonnier. Recuerdo que me habló varias veces, y en particular en su cuarto, sentados los dos de cada lado del escritorio. Evelina, acostada en la cama grande, pálida y extenuada, y reponiéndose de un violento ataque de asma (debido, según mi opinión, a la instalación de Inés Pimont en Malevil).

– Ves, Thomas, no se puede tener dos jefes en una comunidad: un jefe espiritual y un jefe temporal. No hace falta más que uno. Si no aparecen tensiones y conflictos de nunca acabar. El que manda en Malevil debe ser también el obispo de Malevil. Si un día, después de mi muerte, eres elegido jefe militar, deberás tú también…

Yo exclamé:

– ¡Ni se te ocurra! ¡Es contrario a mis opiniones!

Me interrumpió con vehemencia:

– ¡Importan un carajo tus opiniones personales! ¡No importan absolutamente para nada! ¡Lo que importa es Malevil, y la unidad de Malevil! ¡Deberías comprender esto: sin unidad, no se sobrevive!

– ¡Pero vamos, Emanuel, no me puedes imaginar poniéndome de pie frente a mis compañeros y empezar a recitar oraciones!

– ¿Y por qué no?

– ¡Me sentiría ridículo!

– ¿Y por qué te sentirías ridículo?

Su pregunta fue articulada con tanta violencia que no supe qué contestar. Y al cabo de unos instantes, prosiguió en una forma más reposada, y como si hablara consigo mismo tanto como a mí:

– ¿Te parece tan idiota rezar? Estamos rodeados de lo desconocido. Como tenemos necesidad de ser optimistas para sobrevivir, suponemos que ese desconocido es benévolo y le rogamos que nos ayude.

Para apreciar la "fe" de Emanuel, a falta de textos realmente "comprometidos" de su mano, se debe elegir entre una hipótesis máxima y una hipótesis mínima. No siento, en lo que me concierne, la necesidad de elegir entre las dos, pero cito las palabras que acaban de leer como corroborando más la hipótesis mínima.

Lo que sigue me resulta tan penoso de escribir que lo voy a decir muy rápido y muy breve y con un mínimo de detalles. Desgraciadamente, la magia no existe, porque si pudiera, callando el asunto, suprimirlo, me callaría hasta el fin de los tiempos.

Durante la primavera y el verano de 1978 y 1979, Malevil y La Roque, conjugando sus fuerzas, aniquilaron dos bandas de saqueadores. Habíamos establecido con nuestra vecina un sistema de telecomunicación visual y auditiva, que permitía advertirnos mutuamente de los ataques, volando al instante en ayuda del otro.

Fue el 17 de marzo de 1979 cuando tuvo lugar la alerta más seria. La campana de la capilla de La Roque se puso a repicar al alba a todo vuelo y por la duración excepcional del doblar de las campanas nos advirtió la importancia del peligro. Emanuel dejó a Jacquet y a las dos mujeres para asegurar la defensa de Malevil y en tres cuartos de hora de loco galope por el atajo forestal, llegamos a la orilla del bosque, a cien metros de las murallas del enemigo. Lo que vimos nos paralizó de estupor. A pesar de las trampas, a pesar de los alambres de púa, a pesar del fuego nutrido de sus defensores, cinco o seis escaleras estaban ya colocadas en distintos lugares contra las murallas. La banda contaba con unos cincuenta individuos resueltos y según lo supimos más tarde, unos doce ya se habían introducido en la plaza cuando las fuerzas de Malevil intervinieron, tomando a los agresores por detrás y con su tiro de mosquetería y el bazooka (nos tocaba el turno de estar en posesión de él) matando a mucha gente y poniéndolos en fuga. Emanuel organizó en seguida la persecución de los sobrevivientes, los que, fraccionados en pequeños grupos todavía temibles, se escondían en la maleza. Esta cacería duró ocho días durante los cuáles los de Malevil estuvieron constantemente a caballo por montes y valles.

El 25 de marzo se tuvo la certeza de que el último bandolero había sido muerto. Ese día, al desmontar de su Amaranta, Emanuel sintió un vivo dolor en el abdomen, tuvo vómitos repetidos y se acostó con fiebre alta. A su ruego, palpé su vientre y apoyé cuatro dedos en el lugar que me indicó. Pegó un grito que en seguida reprimió, me dirigió una mirada que nunca olvidaré y me dijo con una voz sin timbre: no vale la pena que sigas, es un ataque de apendicitis. Es el tercero.

Los días siguientes, me dijo que había tenido dos ataques en el 76 y que se debió haber operado en Navidad. Ya estaba todo arreglado y su pieza reservada en la clínica, cuando a último momento, desbordado de trabajo y sintiéndose en perfecto estado, había postergado la operación para Pascua. Agregó sin mirarme: fue una negligencia y la pago.

Ocho días después del grave ataque del 25 de marzo, Emanuel estaba levantado, sin embargo. Recomenzó a alimentarse. Con todo yo notaba que no andaba más a caballo y que se abstenía de hacer esfuerzos. Además comía poco, se recostaba frecuentemente y se quejaba de náuseas. Un mes pasó así en un estado en el que esperábamos ver una convalecencia y que no era, en realidad, más que un alivio.

El 27 de mayo, en la mesa, Emanuel fue presa de violentos dolores. Lo trasportamos a su cuarto. Estaba agitado por escalofríos y el termómetro marcaba 41º. Su vientre estaba tenso y duro. Su dureza se acentuó en los días subsiguientes. Emanuel sufría terriblemente y me sorprendió la rapidez con la cual sus rasgos se alteraron. En menos de tres días, sus órbitas se hundieron, y su cara, naturalmente plena y coloreada, se volvió color ceniza y descarnada. No teníamos nada para aliviarlo, ni una aspirina. Rondábamos su pieza, llorando de rabia y de impotencia pensando que Emanuel se iba a morir por falta de una operación que, en tiempos normales, hubiera durado diez minutos.

Al sexto día los dolores disminuyeron. Pudo beber la mitad del bol de leche que yo le llevaba por la mañana y me dijo: Tengo cuarenta y tres años. Tenía una constitución robusta. ¿Pero sabes lo que más me sorprende? Es que mi cuerpo, que me ha proporcionado tanto placer, me haga pagar una cuenta tan cara antes de abandonarme.

Dicho eso, me miró con sus ojos hundidos, me hizo una media sonrisa con sus labios descoloridos y me dijo:

– En fin, abandonarme, es una forma de hablar. Tengo más bien la impresión de que nos vamos a ir juntos.

A la tarde, como todos los días, Meyssonnier vino a verlo desde La Roque. Emanuel, aunque muy débil, lo interrogó sobre sus relaciones con Gazel y pareció contento de saber que habían mejorado. Estaba lúcido del todo. A la noche, me pidió que juntara a todo Malevil al pie de su cama. Cuando estuvo hecho, nos miró uno por uno, como si hubiera querido grabar nuestros rasgos en su espíritu. A pesar de que era capaz de hablar, no pronunció una sola palabra. Tal vez tuviera miedo, si hablaba, de ceder a su emoción y de brindarnos el espectáculo de sus lágrimas. Sea lo que fuere, se contentó con mirarnos con una expresión angustiosa de afecto y de pena. Después, con la mano nos hizo la señal de adiós, cerró los ojos, los reabrió y cuando salíamos le pidió a Evelina y a mí que nos quedásemos. Después de esto, no pronunció ni una palabra. Hacia las siete de la tarde, apretó la mano de Evelina con fuerza y murió.

Evelina pidió ser la primera en velar su cuerpo. Como me lo pidió con voz calma y sin llanto, accedí sin suspicacia. Dos horas más tarde, la encontraron acostada sobre Emanuel. Se había atravesado el pecho con el pequeño puñal que llevaba en la cintura.

A pesar de que ninguno fuese partidario del suicidio, a nadie le sorprendió ni le escandalizó. De cualquier manera, el gesto de Evelina no hacía más que anticipar por muy poco un desenlace previsible. Todos los esfuerzos de Emanuel no tenían otro efecto que mantenerla viva y nos había dado siempre la impresión de que ella se aferraba a la existencia para no tener que dejarlo. Se consultó entre nosotros, y por unanimidad, menos por un voto, el de Colin, se decidió que no se la separaría de Emanuel y que sería enterrada con él. El voto negativo de Colin -al que justificó por razones religiosas y que chocó a todo el mundo- dio ocasión a la primera disputa que se originó entre nosotros después de la muerte de Emanuel.

Desde entonces, pensándolo mejor, han dejado de sorprenderme las relaciones entre Evelina y Emanuel. Aunque Emanuel se hubo decidido, en el mundo de antes, contra la monogamia y que persistiera luego en esa posición, por las razones que adujo, creo que la aspiración a un gran amor exclusivo no se había desvanecido por eso en él. Era esta aspiración la que colmaba en secreto sus relaciones platónicas con Evelina. Había por fin encontrado a alguien a quien pudiera amar con todas sus fuerzas. Pero no era del todo una mujer. Y ese matrimonio tampoco lo era.

Menos dos hombres que Meyssonnier dejó cuidando las murallas, todos los larroquenses vinieron para asistir al entierro de Emanuel, lo que aun por el atajo forestal, representaba una marcha ida y vuelta de veinticinco kilómetros. Ese fue el primero de los peregrinajes anuales de La Roque a la tumba de su libertador.

Judith Médard, a ruego del consejo municipal, pronunció un discurso bastante largo en el cual ciertas expresiones sobrepasaron la capacidad de su auditorio. Insistiendo sobre la humanidad de Emanuel, habló de "su amor fanático por los hombres y su apego casi animal a la continuación de la especie". Retuve esta frase porque me pareció justa, y también porque tuve la impresión que no fue comprendida. Al final de su discurso Judith debió interrumpirse para secarse las lágrimas. Le agradecieron su emoción y hasta su oscuridad, porque ésta daba a su panegírico una dignidad que parecía convenir a las circunstancias.

No estábamos al final de nuestras penas. Una semana después del entierro, la Menou interrumpió toda comunicación con sus semejantes, dejó de alimentarse y cayó en un estado de postración y de mutismo del que nada pudo sacarla. No tenía fiebre, no se quejaba de ningún dolor, no presentaba ningún síntoma. No se acostó. De día, se quedaba sentada en el atrio mirando el fuego, con los labios apretados, los ojos vacuos. Al principio, cuando uno le pedía que se levantara y se alimentara, contestaba, como Momo lo había hecho tantas veces en su vida. ¡Pero déjense de joder, por Dios! Después, poco a poco dejó de responder, y un día, cuando estábamos en la mesa, se resbaló de su banco en el atrio y se cayó en el fuego. Nos precipitamos. Estaba muerta.

Su desaparición nos consternó. Pensamos que iba a sobrellevar por su vitalidad la muerte de Emanuel como había sobrellevado la de Momo. Era no contar con el efecto acumulativo de dos pérdidas una después de otra. También creo que no se había comprendido del todo que la energía de la Menou necesitaba apoyarse sobre una fuerza que le diera seguridad y que esa fuerza, era Emanuel.

Después del entierro, la asamblea de Malevil quiso nombrarme jefe militar y elegir a Colin abate de Malevil. Yo me negué. Argüí que Emanuel era hostil a la separación de lo espiritual y lo temporal. Me propusieron entonces asumir también en Malevil las funciones eclesiásticas. Sin titubear, me negué. Como me lo había reprochado Emanuel en vida, estaba aún mezquinamente apegado a mis opiniones personales.

Fue de mi parte un enorme error. Porque entonces Colin recibió de nuestras manos los dos poderes.

Colin, en la época de Emanuel, era fino, gentil, servicial y alegre. Pero era todo eso porque se bañaba en el afecto de Emanuel que lo había protegido siempre. Emanuel muerto, Colin se creyó otro Emanuel. Y no teniendo ni su autoridad, ni sus dones de persuasión, se volvió tiránico sin ser a pesar de ello más respetado. ¡Cuando pienso que yo había temido la "enseñorización" de Emanuel! ¡Pero si Emanuel era el ángel mismo de la democracia, comparado con su sucesor! Apenas electo, Colin cesó de reunir a la asamblea y gobernó como un autócrata.

En Malevil hubo agarradas serias y cuasi cotidianas del "jefe" con Peyssou, conmigo, con Hervé, con Mauricio y hasta con Jacquet. Discutido por los hombres, Colin no tuvo mejor éxito con las mujeres. Se enojó con Inés Pimont porque había tratado, en vano por otra parte, de controlar sus afectos. No fue más feliz con La Roque que, instruida por nosotros sobre su absolutismo, no lo quiso elegir obispo. Se sintió muy mortificado, se peleó a medias con Meyssonnier y trató -sin éxito- de enredarnos en su desavenencia.

Cierto, no era fácil suceder a Emanuel, pero la vanidad de Colin y su necesidad de agrandar su yo confinaban con lo patológico. Apenas elegido obispo de Malevil y jefe militar, bajó unos cuantos tonos de voz en las notas graves, tomó un aire distante, se encerró en un silencio altanero en la mesa y fruncía las cejas cuando hablábamos antes que él. Nos dimos cuenta de que, poco a poco, se rodeaba de un sistema infantil de pequeños privilegios y de pequeñas prelaciones a las que nadie podía faltar sin hacerle una ofensa. Su fineza -que Emanuel gustaba aplaudir- no le sirvió, en la ocasión, para corregir lo absurdo de su conducta, pero sí solamente para sentir cuánto lo desaprobábamos. Se creyó perseguido. Y se sentía solo porque se había aislado.

La desunión se instaló en Malevil. Hubo miradas perversas, tensiones insoportables, silencios que no lo eran menos. Inés Pimont y Cati hablaron dos veces de volverse a vivir a La Roque. Estas amenazas de secesión no pusieron más dúctil a Colin.

Muy por el contrario. No les dirigió más la palabra a sus compañeros ni para darles órdenes. Llegó por fin el momento en que se creyó amenazado en su persona física. Empezó a llevar constantemente su pistola en el cinturón, hasta en la mesa. Y nos miraba comiéndonos con los ojos a veces furioso y otras acorralado.

Como todo lo ofendía, se dejó de hablar en las comidas. La atmósfera de Malevil no se sintió por eso menos tensa. Y los grandes muros sombríos de la fortaleza empezaron a exudar aburrimiento y miedo.

Colin temía mucho nuestras conspiraciones, y se acabó, en efecto, por conspirar. Se pensó reunir contra su voluntad la asamblea de Malevil y votar su deposición. No tuvimos tiempo de llevar ese proyecto a término. Antes de que se materializase, Colin se hizo matar en el curso de un combate con una pequeña banda de saqueadores compuesta apenas por seis hombres y mal armada. Colin, contando tal vez con ganar algún lustre en nuestros espíritus con una acción brillante, se expuso tan locamente como lo había hecho en el combate contra Vilmain y recibió en pleno pecho una descarga de escopeta. Su cara retomó en la muerte esa expresión infantil y esa sonrisa traviesa que mientras vivió le habían ganado la indulgencia de Emanuel.

Después de su muerte, acepté asumir en Malevil los dos poderes. Volví a anudar con La Roque todos los lazos de amistad que Colin había distendido y al cabo de un año, La Roque me eligió obispo.

La cosecha del 78 había sido buena, y mejor, la del 79. Hice admitir no sin dificultad a los larroquenses que todas las cosechas, en el futuro, deberían ser comunes y divididas a prorrata según el número de habitantes. Dos partes para La Roque, una parte para Malevil, puesto que éramos diez y los larroquenses, unos veinte. En tiempos normales, ganábamos mucho con este arreglo, dada la riqueza de las tierras aluviales de alrededor de La Roque. Pero yo hice valer, no sin razón, me parece, que el país chato estaba mucho más amenazado por las invasiones que nuestras colinas. Si los larroquenses se vieran algún día expoliados por los saqueadores, estarían contentos de recibir en su indigencia los dos tercios de nuestros productos.

En el curso de esta negociación, Meyssonnier, que se había vuelto muy larroquense, no me hizo ningún regalo. Pero me mostré paciente, y como lo hubiera dicho Emanuel, "flexible en la firmeza". En Malevil, después que hube llevado a buen fin este asunto, la Asamblea, en términos calurosos, me felicitó. Y bien, ya lo ves, dice Peyssou, Emanuel no lo hubiera hecho mejor. ¿Te acuerdas del trueque de la vaca con Fulbert?

Cuando vivía Emanuel, un verdadero culto del niño se había desarrollado entre nosotros, con la instalación en el castillo en el 77, de Cristina Pimont, que entonces tenía diez meses. No podíamos creerlo: nos parecía tan nueva entre nuestros viejos muros. Aunque importada, fue nuestro primer bebé, y adoptada en seguida con un entusiasmo delirante, pasó su primera edad de brazo en brazo. Constantemente cargada, mimada, entretenida y divertida por todos. Cristina se puso a llamar a todas las mujeres de Malevil mamá y a todos los hombres papá. Cuando fui elegido jefe, decidí, con el asentimiento de la asamblea convertir en ley este tratamiento espontáneo. Porque otros niños, después del 77, habían nacido, Gerardo, hijo de Miette; Brígida, hija de Cati; Marcelo, hijo de Inés, que nació cuatro meses después de la muerte de Emanuel. Inés, por razones evidentes, hubiera querido llamarlo con el nombre del desaparecido, pero conseguí disuadirla, y a mi sugestión, la Asamblea de Malevil prohibió también esa constante búsqueda de parecidos físicos del niño con sus progenitores, que hoy tengo por nefasta hasta en los matrimonios, con más razón en una comunidad como la nuestra.

Después de la muerte de Fulbert, la llegada de Inés Pimont a Malevil perturbó el equilibrio de las fuerzas entre las mujeres. Inés no tardó mucho en tomarle gusto a la libertad que Emanuel le había propuesto, pero sin compartirse nunca, como Miette, equitativamente. Como Cati, tuvo sus exclusividades, caprichos y coqueterías. Pero lo hizo mejor, con un arte más sagaz. En les brazos de Cati, se tenía la impresión de bailar sobre un volcán, antes de ser atrapado bruscamente por su fuego central. Inés, "dulce y serena como un arroyo en abril" (Emanuel) encantaba primero por su frescura, antes de envolvernos en sus llamas.

La rivalidad entre las dos mujeres, sorda bajo el reino de Emanuel, estalló en lucha abierta por el poder después de la muerte de la Menou. La guerra de las lenguas hizo furor durante semanas antes de degenerar en un pugilato. Miette intervino entonces, ante los ojos estupefactos del único testigo, Peyssou, y "y le dio una paliza a cada una". Luego les pidió perdón, las abrazó y las consoló, asegurando su dominio, al menos tanto por su bondad como por su fuerza.

Colin, por su tiranía, se hizo dos enemigas de las dos rivales, y acabó por reconciliarlas. Se unieron contra él y lo acribillaron con sus pinchazos. Por desgracia, le tomaron gusto a ese juego, lo extendieron al resto de sus compañeros, y, a la muerte de Colin, se habían vuelto ingobernables. Me hizo falta mucha firmeza y paciencia para desarmar a nuestras guerreras. Creo que estaban descontentas, con la libertad que les otorgábamos, pero tampoco hubieran soportado verse privadas de ella. Pienso también que con Emanuel una cierta imagen paterna había desaparecido, y sufrían por esta desaparición. Supe que las tres mujeres se reunían en la pieza de Miette y las sorprendí ahí llorando y rezando al pie de una mesa en la que como sobre un altar, estaba expuesto el retrato de Emanuel. No sé si tuve razón o no: pero las dejé hacer. Y fueron ellas las que, contaminando a los larroquenses, acabaron por organizar ese culto del héroe muerto que se ha convertido entre nosotros casi como en una segunda religión.

En el 79, en parte como ya lo he dicho, gracias a dos buenas cosechas y gracias también al arreglo que había hecho con los de La Roque, Malevil era rica, si riqueza quiere decir que teníamos abundancia de granos, de forraje y de animales. En el 79, también, no tuvimos que sufrir más que una sola incursión de saqueadores, en el curso de la cual Colin perdió la vida. Aunque siempre resueltos a vigilar, nos consultamos entre Malevil y La Roque sobre lo que haríamos en la paz, o mejor dicho en los momentos de paz de los cuales quizás llegaríamos a gozar.

Hubo primero un debate privado entre Meyssonnier, Judith Médard y yo, luego un debate público que confirmó las decisiones a las cuales habíamos arribado.

La pregunta, en el fondo, era la misma que se habían planteado Meyssonnier y Emanuel el día que liberamos a La Roque de la tiranía de Fulbert. Además de la pequeña biblioteca de Malevil, teníamos la del castillo de La Roque, particularmente bien provista de obras científicas, dado que el señor Lormiaux era un antiguo alumno de la Escuela Politécnica.

A partir de todo el saber que dormía allí -y de nuestros muy modestos conocimientos personales- ¿nos íbamos a comprometer en la búsqueda de útiles para facilitar nuestra vida y de armas para defenderla? O bien, conociendo demasiado bien -por la horrible experiencia que habíamos vivido- los peligros de la tecnología, ¿íbamos a poner fuera de la ley de una vez por todas el progreso científico y la producción de máquinas?

Creo que habríamos elegido el segundo miembro de esta alternativa si hubiésemos podido estar seguros de que otros grupos humanos, que sobrevivieran en Francia o en otros países, no fueran a elegir el primero. Porque, en ese caso, nos parecía evidente que esos grupos, al tener sobre nosotros una superioridad técnica aplastante, concebirían al punto la idea de avasallarnos.

Se decidió pues en favor de la ciencia, sin ningún optimismo, del todo convencidos de que aunque muy buena en sí sería siempre mal empleada.

En la Asamblea de La Roque y de Malevil donde se discutió el problema, Fabrelâtre, a quien La Roque había nombrado guardalmacén, nos llamó la atención sobre el hecho de que las municiones de los fusiles 36 empezaban a agotarse, y que esos fusiles no nos servirían para nada cuando hubiéramos tirado nuestro último cartucho. Meyssonnier hizo entonces observar que sería perfectamente posible fabricar pólvora negra porque en la región había una vieja mina de carbón, que también se podría obtener azufre puesto que había aguas sulfurosas y que sería fácil recoger salitre en nuestros sótanos y sobre nuestros viejos muros. En cuanto al metal, teníamos en cantidad en la ferretería de Fabrelâtre y el antiguo negocio de Colin. Quedaban los problemas de la fundición y del engarce, pero no parecían insolubles.

Al fin de cuentas, la Asamblea general de La Roque y de Malevil, decidió, el 18 de agosto de 1980, que las búsquedas y las experiencias para la fabricación de las balas de los fusiles 36 comenzarían con prioridad acto seguido.

Un año ha pasado desde entonces y puedo decir que los resultados han sobrepasado a tal punto nuestra previsión que acometemos, siempre en el campo de la defensa, proyectos mucho más ambiciosos. Podemos pues desde ahora en adelante enfrentar el futuro con confianza. Si por lo menos la palabra "confianza" fuera la que conviene.

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