XVII

Esta noche, como la noche precedente, me reservo el alba. Un solo cambio: Evelina está autorizada a compartir mi colchón del piso de la cocina del castillete de entrada y a participar de mi ultima vigilia.

Tiene dos misiones: apenas le apriete el hombro, debe alertar a los combatientes del castillete y en seguida llegarse a la Maternidad y ensillar a Amaranta y a las dos yeguas blancas, en previsión de la persecución. No llevarse a Malabar. Tengo miedo que mezclado con las yeguas, nos traicione con sus relinchos. Todos los puestos están distribuidos. La Menou en el puente levadizo. Y la Falvina, en la bodega de la casa, donde su presencia debe, en principio, tranquilizar a las vacas y al toro, a los que hemos atado. Es lo mejor que se me ha ocurrido encontrar para alejar su parloteo.

He numerado las troneras del 1 al 7, yendo del sur al norte. Al llamado de Evelina, cada uno debe ir a la suya, lo más rápido posible y sin ruido. A la Nº 1, Jacquet. A la Nº 2, Peyssou. A la 3ª, Thomas, a la 4ª, yo. A la 5ª, Meyssonnier. Miette y Cati, a las 6ª y 7ª. Estas dos últimas troneras en el interior del castillete de entrada. Ellas dos están con mucha astucia acodadas, permitiendo a nuestras guerreras tirar, pero no ser alcanzadas por la réplica del adversario: estamos todos muy de acuerdo en esto, no nos podemos permitir perder a nuestras mujeres, el porvenir de nuestra comunidad reposa en ellas.

En el exterior, Hervé y Mauricio se han ubicado en la casamata. Colin, en el agujero individual. Es él el que debe ordenar el tiro de los otros dos abriendo el fuego a su juicio, pero solamente cuando Vilmain y su banda estén bien metidos en el combate.

– Me llevo también mi arco -dijo Colin la noche anterior.

– ¡Tu arco! ¡Si tienes un fusil!

– Eso -dijo Colin- es todavía alguna de mis ideas. El efecto de terror, comprendes. Nada de ruido ni humo, y ¡paf! ¡una flecha en el cofre! Eso los va a sacudir. Y después, solamente después, tiro con mi 36.

Está tan feliz con su idea que lo dejo hacer. Y a la noche, lo miramos ir desde lo alto de la muralla con su 36 en la correa, y su inmenso arco en bandolera. Meyssonnier alza los hombros y Thomas está furioso: -Le permites todo -me dice con reproche.

He dormido poco pero como la noche precedente, en mi última vigilia al alba, sentado sobre el banquito de Meyssonnier detrás de la tronera nº 4, me encuentro muy dispuesto. El caño de mi Springfield descansa sobre la piedra centenaria del merlón y su culata sobre mi muslo. ¿No es extraño que yo esté ahí, hombre del siglo XX, allí donde tantos arqueros ingleses o protestantes montaron guardia con su cota de malla? Si Evelina no estuviera a mi lado, si los compañeros no durmiesen en el castillete, no me tomaría tanto trabajo para sobrevivir en condiciones tan precarias. ¿Este combate contra las bandas, esta vida embrutecida de guarnición siempre alerta, vamos a llevarla durante cuántos años?

Evelina está sentada a mi lado en el banquito que a ella le gusta tanto. Su espalda está apoyada sobre mi pantorrilla izquierda y su cabeza descansa sobre mi rodilla. Tan liviana, su cabeza, que apenas la siento. No duerme. De vez en cuando, con la mano izquierda, le acaricio el cuello y la mejilla. En seguida, su manito se reúne con la mía. Se ha convenido que ni una palabra será dicha.

Sé muy bien que mis relaciones con Evelina chocan a mis compañeros, aunque ellos mismos admiran mi paciencia para cuidarla, para hacerle practicar gimnasia, para instruirla. En el fondo, si yo hiciera de ella mi mujer, tal vez lo desaprobaran. Pero lo comprenderían mejor. Es verdad que yo mismo he renunciado a comprenderme. Mis relaciones con Evelina son platónicas aunque estén penetradas de elementos sensuales. No me siento tentado de poseerla, y sin embargo, su pequeño cuerpo me encanta. Y sus ojos límpidos, y sus largos cabellos. Si Evelina se convierte un día en una bella adolescente es probable que siendo el hombre que soy, no me resistiría a ella. Sin embargo, me parece que perdería mucho. Me gustaría cien veces más que siguiera siendo como es y que nuestras relaciones no cambiasen.

Esta tarde, en el cajón de mi escritorio que ella "arreglaba" mientras yo dormía una corta siesta, encontró un pequeño puñal afilado y cortante que el tío me había dado como cortapapel. Al fin de mi sueño, me lo pidió.

– ¿Para qué lo quieres?

– Lo sabes muy bien.

Lo sé, en efecto. Y no quiero oírselo repetir. Le hago que sí con la cabeza.

Y en seguida, ata un piolín en la argolla de la vaina y se lo cuelga de la cintura. A la noche, todo Malevil le hace cumplidos y bromas sobre su pequeña daga. Hasta yo le he preguntado si pensaba con ella "pasarlo a cuchillo" a Vilmain. Aparentaba, como los otros, dejarme engañar con su juego pueril. Pero yo sé muy bien la resolución que se esconde detrás de ese juego.

La noche está fresca y la grisalla acaba apenas de suceder al negro tinta. Por la tronera del merlón veo poca cosa. Estoy sobre todo "atento del oído". Es una frase de Meyssonnier, que debe de haberla sacado de su preparación militar. Con los pájaros muertos, el alba está extrañamente silenciosa. Y Cra mismo me pone mala cara. Espero. Este cretino belicoso va seguramente a atacar. Porque habiendo dicho que lo haría, no sabrá cómo arreglárselas para volver sobre su decisión. Y también porque tiene una confianza ciega en su superioridad tecnológica, representada por un bazooka de un modelo antiguo.

Lo que hay de nauseabundo en este tipo de hombre es que se puede saber de antemano cómo va a funcionar su mente. Porqué soy yo el que tiene el bazooka, soy yo el que hace la ley. Y su ley, eso, consiste en masacrarnos a todos. Le han matado dos "tipos". Él quiere "cobrarse Malevil".

No se cobrará nada. He tenido accesos de miedo todo el día, se acabó. La ruta está clara. Y aparte, digamos de una cierta dosis de febrilidad residual, estoy tranquilo. Espero de un segundo al otro el ulular de Colin.

Lo espero y cuando llega, me sorprende al punto de paralizarme. Hace falta que Evelina me toque la mano para recordar que debo apretarle el hombro. Lo que hago, bastante cómicamente a mi modo de ver, puesto que ella sabe que lo voy a hacer.

Evelina se va llevándose, como lo habíamos convenido, su taburete para que nadie se lo lleve por delante y yo, yo me encuentro de rodillas delante del banquito donde estaba sentado con el codo izquierdo apoyado sobre él y la mejilla contra la culata de mi arma. Oigo detrás de mí y los veo con el rabo del ojo pues la noche se aclara segundo a segundo, a los compañeros ubicarse en sus puestos. Todo esto se realiza con un silencio y una rapidez sobresalientes.

Después de lo cual pasa un tiempo infinito. Vilmain no se decide a abrir fuego contra la empalizada y cosa absurda, siento una viva contrariedad al ver la poca premura que pone en cumplir con el rol que le he asignado en mi escenario. No tengo conciencia de haber dicho nada, pero Meyssonnier me aseguró luego que no paraba de protestar en voz baja: ¿pero qué carajo hace, por Dios, qué carajo hace?

Por fin, la detonación que todos esperábamos estalla. En un sentido nos decepciona, pues es mucho menos fuerte de lo que me había imaginado. Debe decepcionar también a Vilmain, porque el obús no arranca toda la empalizada y no saca de sus goznes a los dos batientes. Se contenta con hacer trizas el centro abriendo un agujero de un metro cincuenta de diámetro, pero dejando subsistir, trizadas, pero aguantando igual, la parte alta y la parte baja. ¿Qué sucede entonces? Debo dar con un silbido prolongado la orden de abrir fuego. No la doy. Y sin embargo, todos nos ponemos a tirar, incluso yo mismo, pensando cada uno sin duda que el otro ha visto algo. En realidad, nadie ve nada, porque no hay nada que ver. El adversario no está en la brecha.

Los testimonios de nuestros prisioneros serán sobre esto bien formales: en el momento en que nosotros tiramos, los muchachos de Vilmain están a unos doce metros más abajo, completamente fuera del alcance de nuestras balas, por estar protegidos por la saliente del acantilado. Se dirigen precisamente hacia la brecha que el bazooka ha hecho en la empalizada cuando el tiro prematuro y totalmente sin objeto de nuestros fusiles los detiene en su progresión. No porque los alcance, sino porque tomando en enfilada lo que queda de la empalizada hace volar fragmentos y tanto como el plomo de nuestras escopetas, crepita sin parar sobre el bosque. Entonces los asaltantes se acuestan y tirotean. En realidad, la misma saliente del acantilado que nos impide alcanzarlos también les impide a ellos vernos. Así, los dos ejércitos frente a frente hacen un fuego infernal sobre objetivos nulos.

Acabo por comprenderlo, y Meyssonnier también, porque me dice:

– Hay que parar esto, es idiota.

Estoy muy de acuerdo, pero para parar esto, me hace falta mi silbato (el de Peyssou) y reviso todos mis bolsillos, con el sudor en la frente, sin conseguir encontrarlo. Me doy cuenta, mientras lo hago, y por más angustiado que esté, hasta qué punto soy ridículo. ¡El general en jefe no puede comandar sus tropas, porque ha extraviado su silbato! Hubiera podido aullar: ¡Cesen el fuego! Hasta Miette y Cati, en el castillete de entrada, me habrían oído. Pero no, no sé por qué, me parece muy importante, en este momento, hacer las cosas según las reglas.

Al fin la encuentro a esa preciosa reliquia. No hay ningún misterio, estaba donde yo la había puesto, en el bolsillo del pecho de mi camisa. Toco tres silbidos breves que, repetidos a algunos segundos de intervalo, consiguen hacer callar a nuestros fusiles. Sin embargo, mi silbato ha debido despertar un eco en el alma militar de Vilmain, porque desde la muralla donde estoy agachado, lo oigo aullar a sus hombres: ¿Tiran sobre qué, banda de sonsos?

Después de esto, de una parte y de otra, el silencio sucede al desencadenamiento. Silencio de muerte sería mucho decir, porque nadie ha sido herido. Esta primera fase del combate termina en la farsa y en la inmovilidad, No sentimos la necesidad de salir de Malevil a la búsqueda del enemigo, y éste no tiene ninguna gana de salir al encuentro de nuestras balas presentándose en una brecha de un metro cincuenta de diámetro.

Lo que sigue, no lo he visto, fue el comando exterior el que me lo contó.

Hervé y Mauricio están desesperados. Se ha cometido un error en el emplazamiento de la casamata. Porque da una buena vista sobre el flanco de las gentes que circulan por el camino de Malevil cuando circulan parados. Pero cuando están acostados, y éste es el caso, desaparecen. El talud herboso del camino los oculta del todo. Entonces Hervé y Mauricio no pueden tirar. Por otra parte, aun suponiendo que un enemigo se incorpore, no saben si deberían hacer fuego, pues el fusil de Colin sigue mudo.

Colin, sí, está ubicado admirablemente. Está de frente a Malevil, ve el camino subir ante él hasta la empalizada. Distingue muy bien a los asaltantes cuerpo a tierra a lo largo del acantilado. Y cuando Vilmain, después de mi silbido se incorpora, apoyado sobre su codo para vociferar: ¿Tiran sobre qué, banda de sonsos?, Colin reconoce la descripción que Hervé ha hecho de su cráneo rubio y afeitado.

A Colin se le ocurre pues matar a Vilmain. La idea es buena en sí. Pero cuando Colin con su sonrisa traviesa, nos cuenta cómo la ha puesto en ejecución, nos sentimos todos horrorizados.

En efecto no es posible que Colin use su fusil. Para producir este "efecto de terror" sin ruido ni humo que lo entusiasma, decide utilizar su arco.

Colin es bajo, el lugar de tiro es estrecho, el arco es grande. Colin se da cuenta que no va a conseguir armarlo en ese "agujero de rata". ¡Qué importa! Abandona su agujero (¡dejando su fusil!). Trepa, con el arco en la mano y a los tres metros llega a un grueso tronco ennegrecido de castaño detrás del cual, para mayor comodidad, se pone de pie. ¡Bien parado! Y apunta con calma la espalda de Vilmain.

Por desgracia, Vilmain se da vuelta para dar una orden y la flecha errándole por poco, va a clavarse en la espalda del hombre que está a su lado, que debe ser el proveedor del bazooka, porque Colin ve escaparse de sus manos dos o tres pequeños obuses que ruedan varios metros por la pendiente del camino antes de detenerse. El herido pega un grito horroroso, se yergue en toda su estatura (se hace visible en este momento, también para los de la casamata) y zigzaguea sobre la ruta contorsionándose para arrancar la flecha de su espalda. Cae al cabo de unos metros y se revuelca sobre el vientre, con las dos manos crispadas en la tierra.

Por cierto, el efecto de terror se ha cumplido, pero no es decisivo. Y Vilmain ha tenido tiempo para ver de dónde ha partido el flechazo. Grita una orden. Y doce fusiles, el suyo incluido, vomitan al mismo tiempo sobre el castaño detrás del cual Colin se ha aplastado contra el suelo, incapaz de contestar, ya que su fusil está a tres metros de él, y su arco, inutilizable puesto que no puede armarlo en posición de acostado.

Desde la muralla, oigo esta intensa fusilería, pero sin ver nada, sin siquiera poder decir quién tira sobre quién, porque el comando exterior dispone de las mismas armas que el adversario. Estoy mortalmente inquieto, porque la lucha entre los tres fusiles de nuestros amigos y los doce fusiles de Vilmain me parece desigual. Vilmain, gracias a su superioridad numérica, puede maniobrar para rodear a los nuestros. Y nosotros no podemos hacer nada para ayudarlos, salvo salir de Malevil, lo que sería una locura.

Los de la casamata siguen sin distinguir al enemigo. Al no haber visto a Colin salir de su puesto se preguntan por qué Vilmain se encarniza con la maleza y no comprenden por qué el arma de Colin sigue silenciosa, pues ellos saben -Hervé al menos lo sabe por haberlo cavado con Jacquet- que el agujero individual tiene excelentes vistas sobre el camino de Malevil.

Pero el más inquieto de todos, por supuesto, es el interesado. Se da cuenta que no tiene ninguna chance de salir del apuro. Está completamente aislado detrás de su tronco de castaño ennegrecido, a setenta metros del adversario, sin fusil y con toda retirada cortada por el tiro que lo encuadra. Oye las balas adversas del 36 llegar con un ruido sordo al tronco del árbol delante de él y hasta desprenderse muy cerca de su cabeza, pedazos de corteza. Ha tomado su decisión. Espera una tregua para saltar a su agujero al que ve, esperando, apenas a tres metros de él, con su fusil apoyado cuidadosamente contra las fajinas. Pero la tregua no llega y cuando no pegan en el castaño, las balas maullan a su derecha y a su izquierda con una precisión espantosa. Fue la única vez en mi vida, dirá después, en que hubiera querido ser aún más chico de lo que soy.

Según los prisioneros, Vilmain dejó translucir mucha ansiedad cuando la flecha de Colin mató a su proveedor y se dio cuenta que tenía un enemigo en la espalda. Pero al no responder este enemigo a su fusilería, comprendió que estaba desarmado y decidió desalojarlo de su árbol. Manda a dos antiguos trepar hasta la colina y rodear al adversario por su derecha, mientras que cuatro de sus mejores tiradores continúan manteniéndolo clavado al suelo con su tiro. Pero apenas los dos antiguos se han alejado arrastrándose algunos metros los vuelve a llamar. Me he equivocado -dice-. "A este tipo lo voy a rellenar yo mismo". Y se levanta. Sin duda busca con un éxito fácil restablecer su ascendiente sobre los antiguos, ya que la toma de Malevil no se anuncia tan bien.

Se levanta y, por el hecho de que todos sus hombres están acostados, su silueta erguida se torna en seguida heroica. Con paso desenvuelto y balanceado, fusil en mano y su pistola en la cintura, se va hacia la parte baja de la ruta a fin de rodear a Colin. No le hace falta mucha audacia, ya que Colin no contesta, y que la saliente del acantilado lo sustrae de nuestras balas.

Así como hasta ahora no veían a sus hombres, Hervé y Mauricio no habían podido ver a Vilmain tampoco, pero desde el momento en que se para y comienza a pavonearse por el camino afectando la flexibilidad felina de viejo matón, se convierte para ellos en un blanco perfecto. Hervé, que espera siempre la señal de Colin, lo observa (nos hará más tarde una excelente imitación de su modo de andar) y no se mueve. Pero Mauricio, a quien exalta un odio frío contra Vilmain, lo apunta, lo sigue con el extremo de su caño en su despreocupada progresión sobre la ruta, y cuando lo ve inmovilizarse y llevar el arma al hombro, centra su línea de mira en su sien y dispara.

Vilmain, con el cráneo desfondado, se desploma, muerto por el recluta a quien un mes antes le ha inculcado los principios de tiro de pie con apoyo. El tiroteo contra Colin se para y Colin salta a su agujero. Encuentra su fusil 36. Y allí, bien disimulado y bien protegido, tira. Es un excelente tirador, rápido y preciso, mata dos hombres uno detrás de otro.

En pocos segundos, la situación se ha dado vuelta. Juan Feyrac, que de todos modos, según dirán los prisioneros, no estaba caliente para la expedición contra Malevil, da la señal de retirada. Es una retirada, no una derrota. Un abanico de balas se abate en las inmediaciones del agujero de Colin, obligándolo a bajar la cabeza y cuando la levanta, el adversario ha desaparecido. Pero se ha tomado el tiempo, a pesar de todo, de llevarse el bazooka, los obuses y los fusiles de los muertos.

Colin ulula, triunfal. Jamás una lechuza me ha producido tanto placer. Me anuncia que el enemigo ha huido y que Colin por lo menos está indemne.

Digo a Thomas de abrir el portal y bajo tan rápido la escalera de la muralla que casi me caigo y debo saltar los últimos cinco escalones. Aterrizo pesadamente y corro hacia la Maternidad, con Meyssonnier detrás de mí. Le grito por encima de mi hombro:

– ¡Toma a Melusina!

Siempre corriendo, pongo el seguro a mi arma y me la coloco en bandolera. Evelina que me ha oído, con Morgane en la mano emerge de la Maternidad. Tomo a Amaranta de la rienda y la encuentro tan nerviosa que domino mi nerviosismo. Me tomo el tiempo de hablarle y acariciarla. No opone al principio dificultades. Pero cuando llega a los escombros de la empalizada, los huele y se para en seco, arqueada sobre sus dos patas delanteras, el cuello reacio, la cabeza alta, sacudiendo las crines rubias. El sudor inunda mi cara. ¡Conozco a Amaranta y sus negativas!

Con gran sorpresa, con gran alivio, éstas ceden con algunos tirones suaves y dos o tres chasquidos con la lengua. Una vez que ha pasado Amaranta, las otras dos yeguas la siguen sin resistencia.

Apenas tengo tiempo de contar cuatro muertos y de constatar que el enemigo se llevó sus armas, cuando al mismo tiempo desembocan en el camino los tres del comando exterior. Están rojos, sin aliento, excitados. Los abrazo, pero no hay tiempo para los relatos ni para los enternecimientos. Ayudo a Mauricio a ponerse en la grupa detrás de Meyssonnier, ayudo a Hervé, que me parece mucho más pesado, a subir detrás de Colin, y veo que Colin, además de su fusil 36, lleva su arco en bandolera. Parece inmenso atravesado en su pequeño cuerpo y sobrepasa en mucho su cabeza.

– ¡Deja tu arco! Te va a incomodar en la maleza.

– No, no -dice Colin rojo escarlata de orgullo.

En el momento que voy a montar me doy cuenta que me he olvidado el cabestro. ¡Qué de tiempo perdido para conseguirlo!

– ¡Evelina, vienes con nosotros!

– ¿Yo?

– Cuidarás los caballos.

Está tan encantada que se convierte en una piedra. La agarro por las caderas, la tiro casi sobre el lomo de Amaranta, y monto detrás de ella. En cuanto llegamos al sendero forestal, me doy vuelta, y con la mano apoyada en la grupa de Amaranta, le digo en voz baja a Colin:

– Pon atención en tu arco. ¡Vamos a galopar!

– Te imaginas -dice, con un aire que no puede ser más viril y victorioso.

En ese instante, todavía no sé la parte que tuvo en el combate, pero nada más que por sus aires, deduzco que ha sido considerable.

Hace dos días que Amaranta no ha salido. No se hace rogar para estirar sus largas patas. Siento entre mis piernas la fuerza magnífica de su arranque, y sobre mi frente el aire fresco de la carrera. Evelina, apretada entre mis dos brazos, está sumergida en el arrobamiento. Su equilibrio es excelente, apenas se toma de la perilla de la montura y cuando, para evitar una rama, me inclino hacia adelante, se curva bajo mi peso, desplaza sus dos manos y las posa con levedad en el cuello de Amaranta. Las crines de la yegua vuelan y casi del mismo tono de rubio vuelan en mi cuello los largos cabellos de Evelina. Ningún otro ruido más que el ritmo sordo de los cascos sobre el humus y las hojas que el pecho de Amaranta separan y me golpean. Amaranta galopa y detrás de ella más pesadamente, pues están más cargadas, Morgane y Melusina. Éstas son la perfecta mecánica. Pero Amaranta es el fuego, la sangre, la embriaguez del espacio. No soy más que uno con ella, me vuelvo caballo a mi vez, sus movimientos son los míos, me elevo y desciendo al mismo ritmo que su lomo, siguiendo Evelina la cadencia con la levedad de una pluma. Y experimento un sentimiento inaudito de rapidez, de plenitud y de fuerza. Galopo, sintiendo contra mi cuerpo el pequeño cuerpo de Evelina, galopo derecho hacia el aniquilamiento del enemigo, la seguridad de Malevil, la conquista de La Roque. En este segundo en que estoy, ni la edad ni la muerte pueden alcanzarme. Galopo. Tengo ganas de gritar de alegría.

Me doy cuenta que he distanciado las otras dos yeguas. Pero temo que si pierden de vista a su jefe de fila traicionen nuestra presencia poniéndose a relinchar. En una subida pongo a Amaranta al trote. Me da trabajo, no pide otra cosa que continuar cavando en el humus con sus cuatro patas vigorosas. Llegados a la cima, el sendero da vuelta en ángulo recto y siempre para que las yeguas que nos siguen no vean desaparecer a Amaranta, me paro. A mi derecha, helechos gigantes se elevan por encima de mi cabeza y a través de sus hojas dentadas diviso en primer plano, mucho más abajo, las cintas grises de la ruta de La Roque, y apareciendo de golpe en la curva la más lejana, desgranándose sobre la ruta, caminando con paso rápido pero ya distanciados, a los hombres de Vilmain. Algunos de ellos llevan dos fusiles.

Llegan Colin y Meyssonnier, les hago señas de quedarse en silencio y con la mano les muestro el grupo. Retenemos la respiración y, por entre los helechos, durante algunos segundos miramos en silencio a los hombres que vamos a matar.

Meyssonnier conduce a Melusina al lado de Amaranta e inclinándose, me dice con una voz apenas perceptible:

– Pero no son más que siete. ¿Dónde se fue el octavo?

Es verdad. Cuento, no son más que siete.

– Estará rezagado, probablemente.

Pongo a Amaranta al galope, al galope corto esta vez. La mantengo en él un buen rato, he visto durante la pausa que las yeguas blancas resoplaban. Por otra parte, la embriaguez de la carrera ha acabado para mí. La victoria no tiene ya el carácter de exaltación abstracta que le daba su encanto. Tiene ahora la cara de esos pobres tipos sudando y penando en la ruta.

Aquí está en el sendero forestal mi último punto de referencia. Lo veo de pronto en el momento en que lo rompo. Hemos llegado.

– ¿Evelina, ves ese pequeño claro? Es allí donde vas a cuidarlas.

– ¿A las tres? ¿No se pueden atar las riendas?

Le digo que no con la cabeza. Las dos yeguas se nos reúnen, los cuatro jinetes desmontan y les muestro a Colin y a Meyssonnier cómo anudar las riendas sobre el cuello para que los animales no se enganchen con los pies.

– ¿Las dejas vagar? -dice Meyssonnier.

– No irán lejos. No se alejarán de Amaranta, y Evelina tendrá a Amaranta. Colin, tú les mostrarás dónde es.

Parten y me demoro para aconsejar a Evelina, en caso de que Amaranta se vuelva incontrolable, que la monte y la haga andar al paso y en redondo.

– ¿Puedo darte un beso, Emanuel?

Me inclino y Amaranta en el mismo momento, es su gracia habitual, me empuja por la espalda con la cabeza. Me caigo sobre Evelina, más exactamente sobre mis codos. Estamos el uno y el otro tan tensos que no pensamos ni en reírnos. Me levanto. Evelina también. No ha soltado la rienda. Su cara está avejentada por la angustia.

– No los mates, Emanuel -dice en voz baja-. Les has prometido la vida salva en tu cartel.

– Escúchame, Evelina -le digo con una voz que controlo con trabajo-, ellos son ocho y tienen excelentes fusiles. Cuando los vea, si grito: ¡ríndanse! pueden muy bien preferir pelear. Y si pelean, hay probabilidades de que alguno de Malevil sea herido o muerto. ¿Quieres que corra ese riesgo?

Baja la cabeza y no contesta. Me voy sin besarla, pero algunos metros más lejos, me doy vuelta y le hago una seña a la que ella me responde enseguida. Está parada, en el claro, con una pequeña mancha de sol en sus cabellos, su "puñal" colgando de su cintura, pequeña y frágil en medio de esos enormes animales de los que veo el humear las grupas. Es un cuadro apacible y que me aprieta el corazón en el momento en que, yo, voy a ordenar esa carnicería.

El grupo me espera al lado de la ruta. Les recuerdo las consignas. No tirar antes del silbido largo. Cesar el fuego con tres silbidos breves. Recuerdo también el despliegue. Los dos árboles que sostienen el alambre y mi proclama estando, grosso-modo, en el medio de la línea recta, Colin y yo tomaremos posición veinte pasos antes del cartel, Colin del otro lado de la ruta y yo de este lado. Meyssonnier y Hervé se ubicarán veinte metros detrás del cartel. Meyssonnier de este lado, Hervé del otro.

La ejecución se hace rápido y en silencio. La trampa se cierra. Los dos declives que aprisionan el camino, batidos por nuestros tiros cruzados. Toda retirada cortada. Toda fuga hacia adelante imposible.

Puedo comunicarme a la vista con Colin, al que apenas el ancho de la ruta separa de mí, y guardo a Mauricio conmigo para enviarlo, en caso de necesidad, a llevar un mensaje, a Meyssonnier, cuarenta metros más abajo, quien podrá a su vez trasmitirlo a Hervé que está enfrente.

Esperamos. El alambre que sostiene mi cartel está intacto. Esta mañana al alba, los hombres de Vilmain, no teniendo una pinza para cortarlo, han pasado debajo del obstáculo. Van a volver a pasarlo dentro de unos minutos. Es allí donde tienen cita con la muerte. No hay viento. Mi cartel está suspendido, inmóvil y perentorio, cortando la ruta, mi papel de dibujo brillando al sol. Si tuviera mis gemelos, podría leer las letras que he trazado. Pienso en Evelina. Siento muy bien que, en efecto, hay una feroz ironía en balear a los hombres de Vilmain como a conejos al lado del cartel que les promete la vida salva. Sin embargo, la misma Evelina es una de las razones que tengo para aniquilarlos. ¿Puedo olvidarme qué hubieran hecho, si hubieran podido "cobrarse Malevil"?

La tierra está fría bajo mi cuerpo y el sol ya caliente sobre mi cabeza, mis hombros y mis manos. Mauricio está tendido a mi lado, codo con codo conmigo. Tiene una manera de callarse y de quedarse inmóvil que encuentro agradable. Nada pesa de él, ni siquiera su presencia. Hemos aplastado dos pequeños matorrales que nos molestaban, y esperamos, sin una palabra, vigilando sesenta metros de línea recta entre dos curvas. Colin ve más lejos que nosotros, porque está acostado bien al borde interior de la segunda vuelta y a condición de girar sobre sí mismo, descubre treinta metros suplementarios que escapan a nuestra vista.

El primer ruido que oigo me intriga. Es un chirrido. Parece llegar hasta nosotros trabajosamente. Ese ruido no es animal. Es mecánico. Salvo por que es intermitente, evoca la cadena de un pozo que un cabrestante enrosca alrededor de un eje. Pero su intermitencia es regular: el chirrido llega cada dos tiempos. Miro a Mauricio y levanto las cejas. Mauricio se inclina hacia mi oreja:

– ¿Una cadena de bicicleta?

Tiene razón. Y pensándolo bien, me pregunto si no es la bicicleta que Bebella había escondido cerca de Malevil y que hemos descuidado recuperar. Si es eso hemos cometido un craso error y estamos por pagarlo.

Porque el que aparece solo, en la primera curva de la parte baja de la ruta, no tengo ni siquiera necesidad de preguntarle a Mauricio quién es: me acuerdo de la descripción de Hervé. Reconozco al individuo de cejas negras que cortan su frente con una sola línea continua. Es Juan Feyrac. Y mientras empieza los sesenta metros de subida que lo separan de mí, distingo entre sus piernas el tubo del bazooka. Lo ha atado al cuadro de su bicicleta, la subida es ardua, le da mucho trabajo. Zigzaguea, no está excluido que se vea obligado a bajarse. Tenemos mucho tiempo.

¿Mucho tiempo para qué? El sudor chorrea por mi cara. Feyrac es el nuevo jefe. Para colmo, según Hervé, hombre resuelto y sin piedad. Tengo que matarlo. Pero si lo mato, doy el alerta al grueso de la tropa que se arrastra a pie a un kilómetro de aquí. A mi tiro de fusil, esos hombres van a abandonar la ruta, adentrarse en la maleza, ¿quién sabe?, caer tal vez sobre Evelina y los caballos. De cualquier manera, en la maleza, pierdo la ventaja de la posición, afronto al enemigo cinco contra siete, nada está decidido.

Como lo había previsto, Feyrac se halla a la altura del cartel y se agacha para pasar por debajo del alambre. Es paticorto, fornido, de cara ingrata, cerrada. Mirándolo, pienso con horror en la masacre de Courcejac. Y sin embargo, he hecho mi elección, voy a dejarlo pasar, a pesar de sus crímenes, a pesar de su bazooka. Un jefe sin tropa es menos peligroso que siete hombres acorralados combatiendo para salvar su pellejo.

Llega a mi nivel. No está separado de mí más que por la altura del declive, vuelve a subir a la bicicleta de Pougès y el chirrido de la cadena recomienza, regular, exasperante. Va a llegar a la curva. Ya llega el instante en que lo voy a perder de vista. Mis manos están crispadas sobre mi Springfield y el sudor cae gota a gota sobre mi culata.

Feyrac toma la curva. No lo veo más. Todo pasa tan rápido que no lo puedo creer. Del otro lado de la ruta, veo erguirse a Colin con toda su altura, plantarse como en el entrenamiento, avanzar el pie izquierdo, armar su arco con todas las reglas, apuntar con esmero. Un silbido y un medio segundo más tarde, el ruido de una caída. Yo no veo nada, pero Colin sí, tiene vistas sobre la curva. Me hace una señal alegre con la mano y desaparece en el matorral. Me quedo boquiabierto.

No estoy muy lejos de creer que Colin es genial, y que he tenido razón de "aguantarle todo", como me lo ha reprochado Thomas y eso que en este instante, todavía no sé cómo Colin, bajo los muros de Malevil, ha abandonado su agujero y su fusil para confiar su destino a su arma favorita. Digamos para ser moderados que es un error de utilización. Cuando lo conozca, no modificará, sin embargo, mi apreciación con respecto al arco después de mi expedición al Estanque: un arma segura y silenciosa en una emboscada.

Retomo mi tranquilidad gradualmente, Feyrac era pues el octavo hombre. No estaba rezagado como yo había creído. Valientemente precedía a sus tropas en la retirada. Y a mi modo de ver, las precedía por poco porque de Malevil a La Roque hay unas empinadas cuestas. Feyrac no ha podido tener mucho adelanto y yo no tengo más que unos pocos minutos delante de mí. Sin embargo, el tiempo me parece largo, de barriga entre los helechos con Mauricio a mi lado.

Ya llegaron. Se desgranan a lo largo de la ruta, rojos, sudando, resoplando con sus zapatos sonando sobre el macadam. Miro sus cabezas de paisanos, sus manos rojas, su andar pesado; la carne de cañón de todas las guerras, incluso ésta. Si mi Peyssou estuviera aquí, tendría la sensación de tirar sobre sí mismo.

Tres caminan adelante, bastante frescos, me parece. Después otros dos, a algunos metros, luego dos más lejos, que siguen con dificultad. De acuerdo con mis consignas de tiro, los tres que van a la cabeza y los dos que se arrastran son nuestros condenados. Los más fuertes y los más débiles.

Llevo el silbato a mis labios y pongo mi mejilla sobre la culata. Se ha convenido con Colin que crucemos nuestros tiros para no tirar sobre el mismo blanco. Apunto al hombre que está más cerca del otro lado de la ruta y él al de mi lado. Meyssonnier y Hervé, en la parte baja de la línea recta, tienen las mismas convenciones que nosotros. Espero a que el pelotón haya sobrepasado el cartel. Cuando los dos del medio lo alcanzan, doy un silbido largo y tiro. Nuestros tiros de fusil salen al mismo tiempo y sólo se distingue de la detonación común la carabina 22 de Meyssonnier, de la que el chasquido, menos fuerte y más seco, llega con un tiempo de retardo. Cinco hombres caen. No caen de golpe, como en las películas de guerra, sino con una extrema lentitud, como al ralentí, los dos sobrevivientes ni siquiera piensan en aplastarse contra el suelo, se quedan parados, privados de todo reflejo. Recién después de dos o tres segundos, levantan los brazos. Era tiempo. Toco tres silbidos breves. Todo ha terminado.

Me doy vuelta hacia Mauricio y le digo en voz baja:

– ¿Esos dos tipos, quiénes son?

– El pequeño calvo con la panza, es Burg, el cocinero. El flaco es Jeannet, el asistente de Vilmain.

– ¿Nuevos?

– Sí, los dos.

Grito con voz fuerte sin mostrarme:

– Aquí Emanuel Comte, abate de Malevil. ¡Burg! ¡Jeannet! Recojan los fusiles de sus camaradas y pónganlos contra el cartel.

Despavoridos y petrificados, con las manos temblando en la punta de sus brazos, dos muchachos jóvenes, lívidos bajo su bronceado. Se sobresaltan violentamente cuando me oyen. Levantan la cabeza. En los dos taludes que, de uno y otro lado encajonan la ruta, ni una hoja se mueve. Miran para todos lados, desesperados. Hasta miran el cartel, como si mi voz hubiera podido salir del texto. ¡Yo estoy aquí, cuando ellos vienen de sitiarme en Malevil! ¡Y los llamo por su nombre!

Obedecen con lentitud y gesto dubitativo. Algunas armas están inmovilizadas bajo el cuerpo de sus dueños y deben, para recuperarlas, manipular con los cadáveres. Noto que lo hacen con mucha dulzura y que evitan también pisar la sangre de los muertos.

Cuando han terminado, silbo de nuevo tres veces. Me dejo deslizar por el talud y aterrizo sobre la ruta, seguido por Mauricio.

Digo con voz breve: "manos a la nuca", los prisioneros obedecen. Veo que Meyssonnier, metódicamente se asegura de que los cinco muertos estén bien muertos. Se lo agradezco. No es una tarea que me hubiera gustado asumir. Nadie dice palabra. Aunque traspire mucho, mis piernas están frías y entumecidas. Doy algunos pasos en la ruta. No voy muy lejos. Sangre por todos lados. La miro, respiro su olor a la vez soso y fuerte. Su rojo me parece más luminoso sobre el gris azulado de la ruta. Pero sé que no va a tardar mucho en empañarse y ennegrecer. Incomprensible raza humana. Esa preciosa sangre que, en el mundo de antes, se dividía en grupos, que se coleccionaba y que se guardaba mientras que en otras partes, al mismo tiempo, se la derramaba profusamente sobre el suelo. Miro a esos jóvenes muertos. Sobre los charcos en los que están acostados, ni una mosca, ni un moscardón. Una linda sangre roja desparramada, inútil a todos, hasta para los insectos.

– Señor Abate -dice de golpe el prisionero flaco.

– Deja de decir señor Abate.

– ¿Puedo bajar las manos? Tiene que excusarme, estoy por vomitar.

– Anda, muchacho.

Llega titubeando al costado del camino, se desploma sobre las rodillas, con los dos brazos extendidos apoyados en el suelo. Veo su espalda sacudida por las arcadas y me siento yo mismo pasablemente nauseoso. Me sacudo.

– Hervé, recuperarás la bicicleta y el bazooka. Y asegúrate que Feyrac esté bien muerto.

Me doy vuelta hacia los prisioneros, les digo que bajen las manos y los hago sentar. Tienen mucha necesidad de estar sentados. El pequeño calvo con la barriga es Burg, el cocinero. Ojos negros muy vivos, con aire astuto. El desmadejado, cuyos nervios no aguantan el golpe, es Jeannet. Me consideran los dos con un respeto supersticioso.

Me entero de muchas cosas. Armand ha muerto ayer a la mañana de la cuchillada que recibió. Apenas instalado en el castillo, Vilmain ha echado a Josefa: no quería que lo sirviera una mujer. Burg hacía la cocina y Jeannet servía la mesa. Cuando llegó Vilmain, Gazel también dejó el castillo, pero por su propia voluntad. Estaba indignado con el asesinato de Lanouaille.

No lo puedo creer. Les hago repetir esa información. ¡Bravo por ese payaso asexuado! ¿Quién hubiera podido prever que demostraría tanto coraje?

– No era solamente por el carnicero -dice Burg-. También pasaba que Gazel no aprobaba las "extralimitaciones".

– ¿Las "extralimitaciones"?

– Bueno, las violaciones -dice Burg. Era así como él las llamaba.

Hervé vuelve, empujando la bicicleta en la que el bazooka está atado. Sobre su barbita negra, sus mejillas están pálidas, sus rasgos tirantes. Apoya la bicicleta sobre el declive, se despoja de uno de los dos fusiles que lleva y se acerca:

– Feyrac no está muerto -dice con voz sin timbre-. Sufre mucho. Me pidió agua.

– ¿Entonces?

– ¿Qué hago?

Lo miro.

– Es muy simple. Tomas el auto, te vas a telefonear a Malejac, llamas a la clínica y pides una ambulancia. Y el domingo próximo le llevaremos naranjas.

Cosa extraña, a pesar de lo furioso que estoy, a medida que voy pronunciando esas palabras de antaño, la tristeza me envuelve.

Hervé baja la cabeza y con la punta del zapato rasca el alquitrán de la ruta.

– Eso no me gusta nada -dice con voz ahogada.

Mauricio se acerca.

– Puedo ir yo -dice mirándome con sus ojos negros brillando en las ranuras de sus párpados. No ha olvidado nada él. Ni su amigote René, ni Curcejac.

– Voy yo -dice Hervé con aire de despertarse.

Hace resbalar de su hombro la correa de su fusil y se aleja a un paso que poco a poco se reafirma. Sé muy bien lo que ha pasado: Feyrac le ha pedido de beber. Desde ese instante, el reflejo intrínseco del animal humano ha jugado. Feyrac se volvía tabú.

Me doy vuelta hacia los prisioneros.

– Prosigamos, Armand está muerto, Josefa echada. Gazel se ha ido. ¿Y entonces, en el castillo, quién quedaba?

– Bueno, Fulbert -dice Burg.

– ¿Y Fulbert comía en la misma mesa que Vilmain?

– Sí.

– ¿A pesar del asesinato de Lanouaille? ¿A pesar de las "extra-limitaciones"? Tú, Jeannet, tú que servías la mesa…

– El Fulbert -dice Jeannet- estaba sentado entre Vilmain y Bebella, y todo lo que yo puedo decir, es que no se quedaba atrás para beber, para comer y para bromear.

– ¿Bromeaba?

– Sobre todo con Vilmain. Eran muy amigotes, esos dos.

Todo esto me da una visión enteramente nueva. No solamente a mí. Veo que Colin para la oreja y que la cara de Meyssonnier se endurece.

– Escucha, Jeannet, te voy a preguntar sobre algo muy importante. Trata de responder la pura verdad. Y sobre todo, di únicamente lo que sabes.

– Te escucho.

– ¿Te parece a ti que fue Fulbert el que empujó a Vilmain a atacar Malevil?

– ¡Ah, eso sí! -dice Jeannet sin dudar-. ¡Vi muy bien su juego!

– ¿Ejemplo?

– Siempre repitiendo que Malevil era una fortaleza así y que Malevil era rica a reventar.

"A reventar" está bien dicho. Y para Fulbert, doble ventaja: se deshacía de la tutela de Vilmain en La Roque y nos extirpaba de Malevil. Por desgracia, su complicidad activa con el asesino Vilmain queda difícil de probar, ya que ningún larroquense asistía a las comidas en donde ellos "amigoteaban".

Una detonación restalla, que me parece muy fuerte y que extrañamente, me alivia. Leo el mismo alivio en Meyssonnier, en Colin, en Mauricio y también en los prisioneros. ¿Será porque se sienten más seguros ahora que el último de los Feyrac ha muerto?

Hervé vuelve. Trae en la mano un cinturón al cual está atado un revólver con su estuche.

– Es el de Vilmain -dice Burg-. Feyrac lo recuperó antes de ordenar la retirada.

Tomo el arma de ese militarote. No tengo ninguna gana de usarla. Tampoco Meyssonnier, al que consulto con la mirada. Por el contrario sé de alguien a quien esta pistola va a colmar de alegría.

– Te pertenece, Colin. Tú eres el que ha matado a Feyrac.

Con las mejillas encendidas, Colin cierra virilmente alrededor de su talle delgado el cinturón de la pistola. Me doy cuenta que Mauricio sonríe y que sus ojos de jade brillan con malicia. En ese momento, no sé todavía quién es el que ha matado a Vilmain. Y cuando me entero, le estoy agradecido por su silencio y por su gentileza.

Digo con voz breve:

– Los prisioneros van a registrar los muertos y reunir las municiones. Me vuelvo a Malevil. Voy a buscar la carreta. Colin viene conmigo. Y Meyssonnier se queda para dirigir el registro.

Sin esperar a Colin, trepo el talud y desde el momento que quedo fuera de la vista, devorado por la maleza, me pongo a correr. Llego al claro. Evelina está allí, con su cabeza apenas al nivel del lomo de Amaranta. Sus ojos azules se fijan sobre mí con una felicidad que me turba. Se echa en mis brazos y la estrecho bien fuerte, muy fuerte, contra mí. No decimos nada. Sabemos que ninguno de los dos sería capaz de sobrevivir al otro.

Un crujido de ramitas y un rumor de hojas aplastadas. Es Colin. Me desprendo y digo a Evelina: tú montas a Morgane. La miro otra vez y le sonrío. Breves, pero intensos son nuestros momentos de alegría.

Me subo a la montura y la dejo que haga sola lo mismo, lo que a pesar de su pequeña estatura, hace muy rápido y muy bien, con una agilidad que admiro, desdeñando encaramarse sobre un tronco próximo para disminuir la distancia al estribo, y sin siquiera aprovechar la pendiente como hace Colin. Es verdad que está recubierto de armas, el fusil 36, el arco, el carcaj que se fabricó en la cintura, la pistola de Vilmain y como collar mis gemelos que ha "olvidado" devolverme. Como la maleza es tupida en este lugar, al principio me pongo al paso para cuidar el arco de Colin, Morgane me sigue, con su cabeza casi sobre la grupa de Amaranta, pero Amaranta, cruel con las gallinas, no patea a sus compañeras. Como mucho las mordisquea un poco en el cuello para señalar su dominio. Siento en mi espalda los ojos de Evelina. Me doy vuelta sobre mi silla y leo en su mirada una interrogación. Digo:

– Hemos hecho dos prisioneros.

Después de esto, me pongo al galope. En las inmediaciones de Malevil, Peyssou, que al principio no veo porque está aplastado contra la parte baja de la ruta, en el puesto de avanzada, surge con cara ansiosa. Le grito: ¡Todos indemnes! Y entonces aúlla de júbilo blandiendo su fusil. Amaranta, sorprendida, pega una espantada. Morgane la imita y Melusina da un pequeño salto que desubica a Colin de la silla y lo pone a horcajadas del cuello, de donde se agarra con las dos manos de las crines. Por suerte, Melusina se detiene al ver a las otras dos yeguas detenidas, y Colin puede retroceder, lo que hace de una manera muy cómica, con sus nalgas tanteando para atrás, la perilla para izarse y recaer sobre la silla. Nos reímos.

– ¡Pedazo de estúpido! -dice Colin- ¡fíjate lo que casi me haces!

– ¡Bueno, hay que ver! -dice Peyssou con la cara hundida- ¡me creía que sabías montar, yo!

Me río tanto que prefiero bajarme. Es una risa pueril que me remonta a treinta años atrás, como me remontan los empujones y los puñetazos de Peyssou quien, desde el momento en que estoy a su alcance, se abate sobre mí como un dogo grandote que desconoce su fuerza. Yo también lo insulto, porque me hace mal, el sinvergüenza, con sus enormes manazas. Por suerte, me arrancan a su afecto Cati y Miette que se han precipitado hacia mí por el camino. Reconocí tu risa, dice Cati. ¡Desde la muralla, la reconocí! Me da un abrazo cariñoso. Este sí que es más dulce, hasta suave. En cuanto a Miette, se deshace. Mi pobre Emanuel, dice la Menou algunos instantes más tarde frotando sus labios secos en mi mejilla. Me dice "pobre" como si ya estuviese muerto. Jacquet me mira sin una palabra, con el pico al extremo de su brazo con el cual cava una fosa para los cuatro enemigos muertos, y Thomas, aparentemente impasible, me dice: He recuperado los zapatos, todavía están buenos. He abierto una sección especial en el almacén.

Falvina está anegada: chorrea por todas partes, como manteca de cerdo al sol. No se atreve a acercarse, acordándose de mi desaire de la víspera. Y yo, yendo hacia ella, le doy un corto y generoso besote, tan contento me siento de encontrarme en Malevil, en el seno de la comunidad, en nuestro capullo familiar.

– Seis de baja y dos de prisioneros -dice el pequeño Colin caminando a grandes pasos, con la mano sobre su estuche.

– ¡Cuenta, Emanuel! -dice Peyssou.

Levanto los dos brazos mientras sigo caminando.

– ¡No tengo tiempo! Volvemos a partir inmediatamente. Contigo, precisamente, con Thomas y con Jacquet. Colin se queda y toma el mando de Malevil. ¿Han comido? -digo dándome vuelta hacia Peyssou.

– Se hizo necesario -dice Peyssou como si yo se lo reprochase.

– Han hecho bien. Menou, prepara siete emparedados.

– ¿Siete? ¿Por qué siete? -dice la Menou ya erizada.

– Colin, yo, Hervé, Mauricio, Meyssonnier, y los dos prisioneros.

– ¡Los prisioneros! -dice Menou- ¡me imagino que encima no vas a darle de comer a esa ralea!

Jacquet enrojece, como cada vez que se alude a la condición que fue la suya.

– Haz lo que te digo. Jacquet, tú atas a Malabar a la carreta. Nada de caballos, solamente la carreta. Evelina, tú desensillas las yeguas con Cati. Yo me voy a lavar un poco la cara.

Hago más que lavarme la cara. Me ducho, me lavo la cabeza y me afeito. Todo muy rápido. Y ya que estoy, en previsión de mi entrada a La Roque, hago algunas concesiones. Me saco la vieja bombacha y las botas deslucidas que no me he sacado desde el día del acontecimiento, y las reemplazo por mi bombacha blanca de los concursos hípicos, botas nuevas o casi y una camisa blanca con cuello volcado. Estoy inmaculado y centelleante cuando aparezco en el primer recinto. La conmoción es tal que Evelina y Cati salen de la Maternidad, rasquetas y estropajos en la mano. Miette se precipita y manifiesta con señas su admiración. Se agarra primero una mecha de pelo y la mejilla (tengo el pelo limpio y el cuero bien afeitado). Pellizca su blusa con una mano, abre y cierra la otra mano varias veces (qué linda camisa centelleante de blancura). Pone sus dos manos en la cintura y la aprieta (mi pantalón de montar me adelgaza) y hasta (gesto viril indescriptible) me sienta muy bien. En cuanto a las botas, abre y cierra las manos varias veces: ese gesto, que simboliza los rayos del sol, quiere decir que mis botas brillan, como también (ver más arriba) mi camisa. Por fin, junta los dedos de la mano derecha contra el pulgar y se los lleva a sus labios varias veces (¡qué lindo eres, Emanuel!) y por fin, me besa.

También por el lado masculino, estoy agobiado por las pullas. Apuro el paso. Me aguanto sin embargo unas cuantas. Peyssou, especialmente con el paquete de sandwiches bajo el brazo me sigue diciéndome que tan de punta en blanco como estoy, tengo todo el aspecto de ir a hacer mi primera comunión.

– ¡De veras -dice Cati-, si te hubiera visto así en La Roque, no sería con Thomas con quien me hubiera casado, hubiera sido contigo!

– ¡Me escapé arañando! -dije yo de buen humor, saltando a la carreta y aprestándome a sentarme.

– ¡Espera!, ¡espera! -dice Jacquet, corriendo con una bolsa vieja bajo el brazo. La dobla en dos y la pone en mi lugar para que no me ensucie con el contacto del banco. La alegría se hace general y le sonrío a Jacquet para darle aplomo.

Colin, que al principio se había mezclado a las risas, se mantiene alejado, y pone cara triste. Me acuerdo de golpe, mientras Malabar arranca en la ZDA que yo estaba vestido como lo estoy hoy cuando, una semana antes del día del acontecimiento, a la salida de un concurso hípico lo invité al restaurante con su esposa. Muy cerca el uno del otro después de quince años de matrimonio, se agarraban las manos debajo de la mesa mientras yo ordenaba el menú. Fue durante esa comida cuando me confió su preocupación por Nicolasa (10 años) que tenía una angina por mes y por Didier (12 años), que andaba mal en ortografía. Y ahora, todo eso está convertido en cenizas, encerrado en una cajita, junto con lo que queda de la familia Peyssou y de la familia Meyssonnier.

– Colin -digo con voz fuerte-, no vale la pena que me esperes. Tú les contarás. Una sola consigna: no salir de Malevil en nuestra ausencia. El resto, bajo tus órdenes.

Parece como si despertase, y me hace una seña con la mano, pero se queda en el mismo lugar mientras corren al lado de la carreta, Evelina, Cati y Miette por el camino de Malevil, después de pasados los desvencijados batientes de la empalizada. Entre el ruido de los cascos de Malabar y el rechinar de las ruedas, le grito a Miette que cuide mucho a Colin que tiene morriña.

Jacquet, parado, tiene las riendas en la mano. Thomas está sentado a mi lado. Peyssou en frente con sus largas piernas tocando casi las mías.

– Voy a enseñarte algo que te va a dejar pasmado -dice Thomas-. He examinado los papeles de Vilmain. ¡No era oficial, para nada, era tenedor de libros!

Me río, pero Thomas se queda impasible. No ve en esto nada de gracioso. Que Vilmain haya mentido sobre su identidad le parece que abulta sus crímenes. A mí no. Tampoco estoy muy asombrado. Varias veces, de acuerdo a los cuentos de Hervé, me pareció que Vilmain exageraba, que su lenguaje forzaba la nota. ¡Pero cuando pienso en eso! Un falso sacerdote, un falso paracaidista. ¡Qué de impostores! ¿Es acaso la nueva época que se merece esto?

Thomas me tiende la tarjeta profesional, la miro de reojo, la deslizo en mi cartera y a mi vez cuento la intervención de Fulbert en los peligros que hemos corrido. Peyssou invectiva. Y Thomas aprieta los dientes sin decir una palabra.

En el lugar de la emboscada, encontramos a Meyssonnier, Hervé, Mauricio y los prisioneros. Los cargamos, lo mismo que los fusiles, el bazooka, las municiones y la bicicleta. Nueve hombres, es bastante peso, hasta para nuestro Malabar, y en las subidas un poco abruptas, menos Jacquet, bajamos todos para aliviarlo. Aprovecho eso para explicar mi plan.

– Primero, una pregunta, Burg. ¿A ti o a Jeannet, las gentes de La Roque tienen algo que reprocharles?

– ¿Y qué tendría que reprocharnos? -dice Burg con una pizca de indignación.

– No sé. Brutalidades, "extralimitaciones".

– Te voy a decir -dice Burg-, reluciendo de virtudes. Ser brutal, no es mi estilo, ni la de Jeannet. Y para el resto, también te lo voy a decir -agrega con una brusca explosión de sinceridad-, no tenía ningún derecho. Una suposición que yo me hubiera querido "extralimitar", me hubiera hecho castigar por los antiguos.

Con una oreja, oigo a Peyssou a mi espalda, preguntarle a Meyssonnier lo que quiere decir, "extralimitarse".

Yo prosigo:

– Otra pregunta: ¿en La Roque la puerta sur está vigilada?

– Sí -dice Jeannet-, Vilmain ha encajado de guardia a un muchacho de La Roque llamado Fabre, Fabre y algo.

– ¿Fabrelâtre?

– Sí.

– ¿Qué? ¿Qué? -dice Peyssou que se acerca al oírme reír.

Se lo repito. Se ríe a su vez.

– ¿Y le han dado un fusil, a Fabrelâtre?

– Sí.

Las risas redoblan. Yo prosigo:

– No hay problema. Llegando a La Roque, sólo se mostrarán Burg y Jeannet. Se hacen abrir. Nosotros desarmamos a Fabrelâtre y Jacquet lo cuida al mismo tiempo que a Malabar.

Hago una pausa.

– Y es aquí donde la farsa comienza -digo, guiñando el ojo a Burg con aire sonriente.

Me devuelve la sonrisa. Está maravillado de esta complicidad que establezco entre él y yo. Es de buen augurio para el porvenir. Más todavía cuando me interrumpo para abrir el paquete traído por Peyssou y del que distribuyo los emparedados. Burg y Jeannet están maravillados con la hogaza, sobre todo Burg en su calidad de cocinero.

– ¿Es usted el que cocina este pan? -dice Burg con respeto.

– ¡Y entonces! -dice Peyssou-. Sabemos hacer de todo, en Malevil, de panadero, de albañil, de carpintero, de plomero. Y también tenemos a Emanuel que hace muy bien de cura. Yo soy el albañil -agrega con modestia.

No va a hablar, por supuesto, de la elevación de la muralla, pero veo muy bien que lo piensa y que le calienta el corazón poder legar esa obra maestra a los siglos venideros.

– Lo que hay, es la levadura -dice Jacquet mezclándose en la conversación desde lo alto de la carreta. Tenemos más bien de más.

– Está lleno en el castillo de La Roque -dice Burg, contento de prestarnos un servicio.

Muerde con sus fuertes dientes blancos el emparedado mientras piensa que la casa es buena.

– Este es el plan -digo-. Una vez que neutralizamos a Fabrelâtre, Burg y Hervé entran solos en La Roque, con el arma al hombro. Van a buscar a Fulbert y le dicen: Vilmain ha tomado Malevil. Han capturado a Emanuel Comte y te lo mandan. Debes juzgarlo inmediatamente en presencia de todos los larroquenses reunidos en la capilla.

Las reacciones son diversas: Peyssou, Hervé, Mauricio y los dos prisioneros se divierten. Meyssonnier me interroga con la mirada. Thomas desaprueba. Jacquet se da vuelta en la carreta y me mira, tiene miedo por mí.

Yo prosigo:

– Ustedes se aseguran de que esté todo el mundo reunido en la capilla, y vienen a buscarme a la puerta sur. Yo aparezco entonces solo y sin armas, rodeado de Burg, Jeannet, Hervé y Mauricio, con los fusiles al hombro. Y el proceso comienza. Hervé, ya que eres tú el portavoz de Vilmain, deberás permitir que me defienda y dejar hablar a los larroquenses que quieran intervenir.

– ¿Y nosotros, entonces? -dice Peyssou, desconsolado por perderse el espectáculo.

– Ustedes intervendrán al final, cuando Mauricio vaya a buscarlos. Vendrán los cuatro y traerán a Fabrelâtre con ustedes. ¿Has pensado en el cabestro para Malabar, Jacquet?

– Sí -dice Jacquet, con la mirada cargada de aprensión.

Prosigo:

– He elegido a Burg porque en su calidad de cocinero, es conocido por Fulbert y he elegido a Hervé por su talento de actor. Hervé será el único que hablará. Así estarán seguros de no contradecirse.

Un silencio. Hervé acaricia con aire competente su barba en punta. Me doy cuenta que ya está ensayando su personaje.

– Pueden volver a subir, ahora -dice Jacquet deteniendo a Malabar.

– Ustedes, váyanse -digo haciendo un gesto con los brazos que comprende a los nuevos y a los prisioneros-. Tengo que hablar con mis compañeros.

Observo que Thomas tiene un absceso en formación y quiero reventarlo antes que se hinche. Dejo que la carreta se aleje una decena de metros. Thomas está a mi izquierda, Meyssonnier a mi derecha. Peyssou a la derecha de Meyssonnier. Caminamos en una sola fila.

– ¿Qué significa este cine? -dice Thomas con voz baja y furiosa-. ¿A qué viene, todo esto? ¡Es absolutamente inútil, no hay más que tomar a Fulbert por el pellejo del pescuezo, pegarlo contra la pared y fusilarlo!

Me doy vuelta hacia Meyssonnier.

– ¿Estás de acuerdo con este análisis de la situación?

– Depende -dice Meyssonnier-, de lo que se vaya a hacer en La Roque.

– Se va a hacer lo que se ha dicho: tomar el poder.

– Me imaginaba -dice Meyssonnier.

– ¡Oh!, no es porque eso me entusiasme, pero es lo que hay que hacer. La debilidad de La Roque nos debilita, constituye un peligro permanente para nosotros. La primera banda que venga puede adueñarse de ella y usarla como base para atacarnos.

– Y además -dice Peyssou-, tienen muy buenas tierras, en La Roque.

También lo he pensado yo. No lo he dicho. No quisiera que Thomas me acusara de codicia. Nada sería menos exacto. El problema se me presenta bajo el ángulo de la seguridad y no de la posesión. Me he despojado, en pocos meses, de todo sentimiento de propiedad personal. Ni siquiera me acuerdo que Malevil me haya pertenecido. Lo que temo, es que un jefe enérgico se adueñe un día del burgo y que la riqueza de las tierras pueda traducirse un día en término de poderío. No quiero tener un vecino capaz de esclavizarnos. Tampoco quiero esclavizar a La Roque. Yo quiero una unión entre dos comunidades gemelas que se ayuden y se socorran, pero donde cada uno conserve su propia personalidad.

– En ese caso -dice Meyssonnier-, no se puede fusilar a Fulbert.

– ¿Y por qué? -dice Thomas agresivamente.

– Hay que evitar una toma de poder derramando sangre.

Yo intervengo.

– Y en particular, la sangre de un sacerdote.

– Es un falso sacerdote -dice Thomas.

– Poco importa, desde el momento que hay gente que lo tiene por verdadero.

– Admitámoslo -dice Thomas-. Lo que no entiendo es la razón de tu puesta en escena. ¡No es serio, es teatro!

– Es teatro. Pero con una meta bien clara: obligar a Fulbert a revelar delante de todos los larroquenses su complicidad con Vilmain, cosa que hará con tanto más cinismo cuanto que se creerá en una sólida posición.

– ¿Y entonces?

– Es una confesión de la que nos vamos a servir contra él en un contraproceso.

– ¿Pero sin condena a muerte?

– Nada me daría más placer, créeme, pero ya te lo hemos dicho, no es posible.

– ¿Entonces?

– No lo sé, el destierro…

Thomas se para y nosotros nos paramos con él, dejando que la carreta acentúe su adelanto.

– ¿Y es para eso -dice con voz baja e indignada- nada más que para desterrarlo, vas a poner tu vida en manos de esos cuatro tipos que no conoces ni por asomo? ¡Gentes de la banda de Vilmain!

Lo miro. Acabo de comprender, por fin, la verdadera razón de su hostilidad a mi "teatro". Es la misma, en el fondo, que la de Jacquet. Teme por mi seguridad. Levanto los hombros. Para mí, es un riesgo que no existe. Desde ayer, Hervé y Mauricio tenían todas las ocasiones posibles para traicionarnos. No lo han hecho, han combatido con nosotros. En cuanto a los otros dos, no piensan más que en una cosa: integrarse lo más rápido posible en nuestra comunidad.

– Además estarán armados y tú no.

– Hervé y Mauricio conservarán sus 36 y sus cargadores completos. Burg y Jeannet recibirán fusiles, pero sin municiones. Y yo, tengo esto.

Saco del bolsillo el pequeño revólver del tío que se me ocurrió buscar en el cajón de mi escritorio cuando me cambié. Es un chiche. Pero habituado como lo estoy, después del golpe de los Rhunes, a llevar constantemente un fusil al hombro, me sentiría desnudo sin un arma. Y esta, por más pequeña que sea, tranquiliza a Thomas, ya lo veo.

– Yo -dice Meyssonnier, que viene de rumiar todo el problema en los sucesivos buches de su cerebro- opino que es una buena idea. Habiéndose ido del castillo Josefa y Gazel, los larroquenses no saben hasta qué punto Fulbert era culo y camisa con Vilmain. Y solamente si aceptan condenarte él va a revelárselos. Ya está -prosigue Meyssonnier con aire serio y competente-. Es una buena cosa, finalmente. Vamos a forzar al enemigo a revelarse.

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