III

Me equivoco. Ese viajecito en auto hasta la estación de la capital del departamento con Colin no es mi último recuerdo del mundo de antes. Otro acaba de surgir, justo antes de la noche. Y sé muy bien por qué casi "lo olvido".

El martes recibo carta de Birgitta. Chica metódica, me escribe todos los domingos. Redacta sus cartas amorosas en un francés simple, gramatical, lleno de expresiones idiomáticas que a veces coloca a destiempo.

La composición es siempre la misma. Con una frase breve pregunta por mi vida y en cuatro páginas me cuenta la suya. En la tercera parte aborda el tema erótico.

Este tampoco varía. El sábado a la noche, antes de dormirme ha releído "la página amarilla" y se ha acostado desnuda entre las sábanas y ha pensado en mí y en todo lo que le descubrí en "la página amarilla" y en mis caricias en particular (¡Ach, Emanuel, tus manos!) y se ha sentido "locamente excitada". Y después, aclara, le costó mucho dormirse.

¿Por qué el sábado a la noche? Probablemente porque no teniendo que trabajar el domingo por la mañana, puede permitirse un pequeño insomnio, sin que redunde, al día siguiente, en su rendimiento.

Reconozco muy bien en eso la conciencia de Birgitta. Leo su carta, la releo, o más bien releo el pasaje erótico, y aunque lo esperaba y me divierte es para mí de una indudable eficacia. Bueno. De todos modos ya es tiempo de ser un poco concienzudo (yo también) y ponerme a trabajar. Me levanto y en el momento de guardar la carta veo la posdata.

El lunes entra en la clínica para hacerse operar de apendicitis, me da la dirección y espera que le escriba.

El apéndice de Birgitta me recuerda que hubiera debido hacerme operar el mío -gran negligencia, ha dicho el doctor- y tomó nota de que después de Pascuas, con o sin trabajo, tengo que prever ocho días de inmovilidad para desembarazarme de él. También escribo a Birgitta y telefoneo a una perfumería de la ciudad para pedirle que envíe un frasco de Chanel Nº 5 a la clínica de Munich.

Pasa una semana sin noticias. Inquieto y temiendo complicaciones, vuelvo a escribir y quince días más tarde me llega la contestación.

Todas las cartas de Birgitta son simples, pero la simplicidad de ésta es una obra de arte. Diez líneas en total.

Birgitta ha encontrado en la clínica a un joven que se ha enamorado de ella. Por su parte, ella también lo ama. Se va a casar con él. Por cierto extrañará mis caricias, porque en cuanto a eso la he malcriado demasiado, y gracias también, Emanuel, por los regalos. Te abrazo muy fuerte, Birgitta. P.D. Soy muy feliz.

Doblo la carta, la vuelvo a poner en el sobre y digo en voz alta "exit de Birgitta". Pero ese tono intrascendente no prospera y allí, sentado ante mi mesa, paso un momento muy malo. Siento la garganta apretada, las manos que tiemblan y una penosa sensación de pérdida, de fracaso, de disminución. No quiero a Birgitta pero de todos modos había un vínculo entre ella y yo. Creo haber sido víctima de la vieja distinción cristiana entre el amor y la lujuria. Porque no quería a Birgitta tenía por desdeñable mi apego por ella.

No es cierto. Mi moral era falsa, mi psicología se equivocaba. Siento lo que me veo obligado a llamar un verdadero sufrimiento. Y que me agarra al revés porque, esta vez, creía jugar sobre seguro. Me decía, amor por Birgitta, cero, amistad, algunas huellas, estima, muy mitigada (a causa sobre todo de su falta de corazón). De donde, respecto a ella, la distancia, la ironía, los numerosos y negligentes regalos. La lujuria, diría el padre Lebas. Y bueno, la lujuria no es lo que todos creen. No entendía nada de nada el padre Lebas. ¿Y cómo, por otra parte, iba a entender algo ese pobre viejo virgen? La lujuria es un vínculo moral muy fuerte, puesto que hace sufrir tanto cuando se rompe. Abandoné la mesa, estoy recostado en la cama y las paso negras. Es un momento terrible. Y cuando trato de pensar, me vuelvo a enredar en esta distinción entre el cuerpo y el alma y veo sin embargo que es falsa. ¡El cuerpo también piensa! Piensa y siente al margen de toda referencia al alma. No estoy en tren de enamorarme de Birgitta, ahora, ¡oh, no! ¡de ningún modo! Es un monstruo de insensibilidad esa chica. La desprecio con toda mi alma -cómo me besa-. Pero la idea de que nunca más tendré entre mis brazos su cuerpo fundente me aprieta el corazón. Digo "el corazón" como en las novelas. Esa palabra u otra. Yo sé muy bien lo que siento.

Cuando hoy pienso en esa desolación, me parece casi cómica. Pena pequeña a escala de una vida pequeña, y ridículamente fuera de proporción con lo que iba a seguir. Porque fue en medio de ese minúsculo drama íntimo "que el día del acontecimiento" sobrevino y nos llenó de terror.

En la sociedad de consumo, el producto que el hombre consume más es el optimismo. Desde los tiempos en que el planeta estaba atiborrado de todo lo necesario para destruirlo -y con él, también a los planetas más cercanos-, habíamos terminado por dormir tranquilos. Cosa extraña, incluso el exceso de las terroríficas armas y el número creciente de las naciones que las detentaban aparecían como un factor tranquilizante. Dado que después de 1945 ninguna había sido todavía utilizada, se auguraba que "no se atreverían" y que no pasaría nada. Hasta le habían encontrado un nombre y la apariencia de una alta estrategia a esa falsa seguridad en que vivíamos. La llamaban "el equilibrio del terror".

No hay más remedio que decirlo: nada, absolutamente nada, durante las semanas que precedieron al día J lo habían hecho prever. No faltaban guerras, hambrunas y masacres. Y aquí y allá, atrocidades. Las unas flagrantes (entre los subdesarrollados), las otras más disimuladas (entre las naciones cristianas). Pero nada, en suma, que no hubiéramos ya observado en los pasados treinta años. Por otra parte todo eso se ubicaba a una cómoda estancia, en pueblos lejanos. Uno se emocionaba, firmaba mociones, hasta daba un poco de dinero. Pero al mismo tiempo, muy en el fondo de sí mismo, después de todos esos padecimientos vividos por procuración, uno se tranquilizaba. La muerte le concernía siempre a los demás.

Los mass media -he conservado los últimos números de "El Mundo" y el otro día los he releído- no eran entonces particularmente alarmantes. O lo eran pero a largo plazo. La polución, por ejemplo. Se preveía que de aquí a cuarenta años, pondría al planeta a dos dedos del abismo. ¡Cuarenta años! ¡Me parece soñar! ¡No tenerlos ahora delante de nosotros!

Es un hecho, lo digo sin ironía porque sería demasiado fácil: periódico, radio, televisión, ninguno de los grandes órganos de información que nos informaban tan bien -en todo caso, con tanta abundancia- presintió de ninguna manera y en ningún momento el acontecimiento. Y cuando cayó sobre el mundo, no pudieron comentarlo a renglón seguido: habían desaparecido.

Por otra parte, es posible que el acontecimiento fuera imprevisible. ¿Terrorífico error de cálculo de un estadista a quien su estado mayor había hecho creer que él detentaba la única arma? ¿Súbita locura de un responsable o de un ejecutante, incluso en una escala bastante humilde, que dio una orden que después nadie pudo ya retrotraer? ¿Accidente material que arrastró por reacciones en cadena respuestas automáticas, y éstas a su vez desencadenaron otras de los adversarios, y así siguiendo, hasta el aniquilamiento total?

Se pueden multiplicar las hipótesis. Nunca se sabrá la verdad: los medios para conocerla han sido aniquilados.

La noche empieza ese día de Pascua en donde la Historia se detiene, a falta de objeto: la civilización de la cual ella narraba la marcha ha llegado a su fin.

A las ocho iba a buscar la correspondencia al castillete de entrada adonde se alojaban la Menou y Momo. Como todas las mañanas encontraba ahí al cartero Boudenot, lindo muchacho lleno de rulos, ya un poco colorado y abotargado por el vino de granja en granja. Estaba sentado ante la mesa de la cocina, bebiendo el mío y al verme levantó media nalga en mi honor. Le dije que no se levantara, tomé mis cartas de la mesa, y la Menou, sacando un vaso del armario, lo llenó para mí. Como todas las mañanas lo rechacé y "para no perderlo", se lo bebió.

Vigorizada, pasó a las cosas serias. Emanuel, de todos modos hay que decidirse a embotellar el vino esta mañana, porque pronto no íbamos a tener más. Alzo los hombros con impaciencia. Vamos en seguida, digo, a las diez tengo que ir a La Roque con Germain. Bueno, me voy, dice Boudenot levantándose con tacto. Veo todavía sus cabellos negros enrulados, su amplia sonrisa y sus alegres ojos mientras me tiende la mano por segunda vez, bien plantado sobre sus piernas, con el vino cantando en su estómago, contento de ver tanta gente todas las mañanas y de circular en su autito amarillo de los P.T.T., con el cigarrillo entre los labios y el culo bien acomodado en su almohadón: lindo oficio para un lindo muchacho que tiene instrucción, que nunca se equivoca cuando paga las órdenes de pagó y que "gozará" un día de su jubilación. Luego gira sobre sus talones y veo su ancha espalda encuadrada en el vano de la puerta baja.

A la 2 CV amarilla se consigue más tarde identificarla, retorcida y calcinada. Pero de Boudenot ni rastros, nada, ni un hueso.

Pasé por mi habitación para buscar un pulóver y telefonear a Germán a las Siete Hayas. Le avisé que no llegaría antes de las diez y media para ir a La Roque. En el patio del segundo recinto, al salir del torreón, me encontré con la Menou y le aconsejé que se abrigara porque en la bodega hacía fresco. Oh, yo, dijo, no tengo frío, es más bien para Momo. Mientras hablaba la miraba desde muy arriba y dado su tamaño tenía de ella una vista desde lo alto. Y en su aspecto, en ese minuto, un detalle absurdo me llamó la atención. Estaba vestida con una especie de blusón negro, lustroso por el uso, y justo por debajo del escote cuadrado de ese blusón, vi pegada a la piel, apenas sobrepasando, una serie de alfileres de gancho de los que me preguntaba, lo recuerdo muy bien, con asombro al principio, qué hacían allí y además sobre qué prenda interior estarían prendidas, con seguridad no en un corpiño, ¿qué hubiera podido sostener el pobre? Pero tú también, Menou, dije con los ojos fijos sobre la hilera de alfileres de gancho, tú también busca un pulóver. Hace fresco en la bodega, inútil enfermarse. No, no, no tengo frío, dice la Menou, con austeridad o vanagloria, no hubiera sabido decirlo. De bastante mal humor, instalo mi máquina a pistola y me siento en mi taburete a veinte pasos de la Menou. Porque la bodega es inmensa, "más grande que el cobertizo del patio de recreo de la escuela". Está iluminada por bombillas que he disimulado dentro de nichos y en caso de desperfecto, por gruesas velas fijadas en unos apliques. Ni demasiado seca, ni demasiado húmeda, su temperatura, invierno como verano, se mantiene a unos trece grados, como lo atestigua el termómetro mural que está sobre el tanque de agua. La mejor de las heladeras, dice la Menou, que guarda en ella nuestras conservas y, colgados de la bóveda, nuestros chacinados.

Es alrededor del tanque de agua donde la Menou ha agrupado sus "herramientas": limpia-botellas fijados sobre una cuba alimentada con agua por una canilla, escurridero, y tapa-botellas automático. Está entregada a su tarea y su humor contrasta con el mío. Para ella, que sin embargo no bebe más que con moderación, embotellar el vino es un ritual sagrado, una fiesta antigua, el exaltante testimonio de nuestra abundancia, la promesa de futuras alegrías. Para mí es una lata. Y una lata de la que no me puedo salvar. Bastarían dos personas para la operación, una para aspirar, la otra para tapar, pero ni la una ni la otra puede ser Momo. Si aspira, apenas comienza el sifonaje asegura la correcta llegada del vino llevándose el tubo a los labios antes de introducirlo en el gollete de la botella. Si tapona, prueba un trago de cada botella antes de cerrarla.

Yo me ocupo del envase, la Menou del taponaje y Momo, del transporte del uno al otro, y por turno, de las botellas vacías y de las botellas llenas. Incluso así, los incidentes se suceden con frecuencia. De vez en cuando oigo a la Menou gritar: "Momo, ¿quieres una patada en el culo?" No tengo necesidad de levantar la cabeza. Sé que Momo vuelve a colocar apuradísimo en la cesta metálica la botella empezada. Y lo sé porque al mismo tiempo, no teniendo en cuenta para nada la acusación del testigo ocular, Momo grita con voz indignada: A ien fé! (¡No he hecho nada!).

Cuando aspiro, el vino sube tan rápido en la botella que exige una atención constante. Es asombroso cómo un trabajo manual, hasta maquinal como éste, impide toda reflexión útil. Es cierto también que la melodía llorona que brota del transistor que Momo lleva en bandolera (regalo reciente y malhadado de la Menou) no ayuda a la concentración. Superé poco a poco mi malhumor inicial, pero sin poner demasiado entusiasmo en lo que estaba haciendo. Embotellar vino no es una operación embriagadora, salvo concebida a lo Momo. Pero había que hacerlo. Era mi vino. Yo estaba bastante orgulloso de su calidad, bastante contento de trabajar con la Menou, bastante fastidiado al mismo tiempo por los manejos de Momo y su musiquita. Total, vivía un momento bien mediocre y bien cotidiano de mi vida, con pequeñas emociones en medias tintas, contradictorias y fugitivas, ideas o esbozos de ideas que no me interesaban mucho, y una dosis muy moderada de aburrimiento residual.

Golpearon violentamente a la puerta, como en las tragedias de Shakespeare, y Meyssonnier, seguido de Colin y del gran Peyssou, hizo una entrada bastante poco dramática, por más que estuviera contrariado hasta el último grado de lo que me di cuenta en seguida sólo por la manera en que parpadeaba.

– Te hemos buscado por todos lados -dijo avanzando hacia el fondo de la bodega, seguido por los otros dos.

Noté con fastidio que había dejado abiertas las dos puertas del corredor abovedado que precedía la bodega.

– Es grande tu chisme. Por suerte encontramos a Thomas que nos informó.

– ¡Cómo! -dije tendiéndole la mano izquierda por encima del hombro, con la mirada fija en el nivel del vino- ¿todavía no se fue Thomas?

– No, estaba sentado al sol, en los peldaños del torreón, mirando sus mapas.

Meyssonnier dijo eso con un especial tono de voz, porque un muchacho que se pasaba tanto tiempo estudiando las piedras le inspiraba consideración.

– ¡Mis respetos, señor Comte! -dijo Colin, que encontraba divertido llamarme así desde que yo había comprado Malevil.

– ¡Hola! -dijo el gran Peyssou.

Yo no los miraba. Tenía la mirada fija sobre la subida del vino en la botella. Hubo un silencio que me pareció molesto.

– ¿Y entonces -dijo el gran Peyssou, sintiendo esa molestia-, y tu alemana, viene o no?

Este es por lo menos un tema sin historia. Eso era lo que él creía.

– No vendrá -dije con jovialidad-. Se casa.

– No me lo habías dicho -recalcó la Menou con un tono de reproche-. ¡Qué les parece! -prosiguió con un tono de burla-. ¡La señorita se casa!

Vi que se le iba la lengua por ponerse a dar una lección de moral, pero debió acordarse de las circunstancias en que ella misma se casó con su marido, y se calló.

– ¡Imposible! -dijo el gran Peyssou-. ¿Se casa? Ah, bueno, qué lástima, con relación a lo que quería hacerle.

– Te vas a encontrar sin ayuda -dijo Colin.

No podía darme vuelta para mirar a Meyssonnier, el nivel del vino subía tan rápido… Pero me daba cuenta que no había abierto la boca.

– Voy a tener tres en casa a fin de mes -dije al cabo de un momento.

– ¿Chicas o muchachos? -dijo Peyssou.

– Un muchacho, dos chicas.

– ¡Dos chicas! -dijo Peyssou. Pero no insistió, y el silencio volvió a pesar de nuevo.

– Menou -dije-, vete a buscar tres vasos para estos señores.

– No vale la pena -dijo Peyssou humedeciéndose los labios.

– Momo -dijo la Menou- vete a buscarlos, ves muy bien que yo estoy ocupada.

En realidad, no tenía ganas de dejar la bodega en el momento en que la conversación se iba a volver interesante.

Nieba! (¡No voy nada!) -dijo Momo.

– ¿Quieres una patada en el culo? -dijo la Menou levantándose con aire amenazador.

Momo de un brinco se puso fuera de su alcance, y repitió, pateando el suelo rabioso:

Nieba!

– ¡Irás! -dijo la Menou dando un paso hacia él.

Momo nieba! -gritó Momo desafiante, con la mano en la manija de la puerta, listo a escapar.

Menou midió la distancia que lo separaba de ella y se volvió a sentar con calma.

– Si vas -le dice con tono apacible mientras acciona la palanca del tapabotellas-, te haré buñuelos esta noche. La codicia invade la cara mal afeitada de Momo y hace brillar sus ojitos negros, ojos de animal, vivos y cándidos.

Emomi? -dice con vivacidad, hurgando con una mano su negra e hirsuta pelambre, y con la otra su bragueta.

– Prometido -dice la Menou.

lbé -dice Momo con una sonrisa encantada. Y desapareció tan rápido que omitió cerrar las puertas detrás de él. Se oyeron sus zapatones claveteados golpear en las lajas de la escalera.

El gran Peyssou se dio vuelta hacia la Menou.

– Hay que reconocer que tu muchacho te da trabajo -le dice con cortesía.

– ¡Oh, sí, tiene sus pequeños caprichos, es cierto! -dice la Menou con aire satisfecho.

– Y ahora ya ves, tienes que meterte en la cocina esta noche -dice Colin.

La calavera de la Menou se arrugó.

– ¡De todos modos -dice en dialecto- da la casualidad que hoy es mi día de hacer buñuelos! ¡Pero ni se ha acordado, el pobre tonto!

Y por qué era en realidad mucho más divertido dicho en dialecto que en francés, no sabría decirlo. Quizás a causa de la entonación.

– Son vivas las mujeres -dice el pequeño Colin con su sonrisa en góndola-. ¡Lo llevan a uno de la punta de la nariz!

– De todas las puntas -dice Peyssou.

Nos reímos, y los tres miramos a Peyssou, enternecidos. Y así era. Era el gran Peyssou. Siempre el mismo. Siempre con las cochinadas.

Silencio. Uno se tomaba todo su tiempo, en Malejac. No se entraba así como así en el meollo del tema.

– ¿No les molesta que siga con mi vino, mientras me hablan?

Vi que Colin invitaba con la mirada a Meyssonnier, pero éste siguió silencioso. Su cara de hoja de cuchillo parecía más larga todavía y sus párpados batían.

– Bueno -dijo Colin-. Te vamos a poner al corriente, en vista de que aquí, en Malevil, estás un poco apartado. De la carta al alcalde, no nos hemos ocupado del todo mal. Ha circulado y la gente ha reaccionado bien. Por ese lado, anda bien. El viento cambia. Es del lado de Paulat que el asunto no marcha.

– ¿Se agita, el Paulat?

– Y sí. Sobre todo cuando ha visto que soplaba contra el alcalde. Explicó por todas partes que, en cuanto a la carta, estaba de acuerdo. Hasta da a entender que es él quien la ha redactado…

– ¡Está bueno! -digo yo.

– Si no la ha firmado -siguió Colin- es porque no quiso poner su firma al lado de la de un comunista.

– Sin embargo -digo yo-, aceptaría figurar en una lista electoral con un comunista, a condición de que el comunista no sea el primero de la lista.

– ¡Eso es! -dice Colin-. Has comprendido.

– Y el primero, por supuesto, sería yo. Sería elegido alcalde, Paulat sería el primer teniente, y como yo estoy con mucho trabajo como para ocuparme de la alcaldía, se apoderaría de ella.

Paré de llenar y me di vuelta hacia ellos.

– Bueno. ¿Y? ¿Qué nos importan los tejes y manejes de Paulat? No le llevemos el apunte, nada más.

– Pero es que la gente está bastante de acuerdo -dice Colin.

– ¿De acuerdo en qué?

– En que tú seas alcalde.

Me puse a reír.

– ¿Bastante de acuerdo?

– Manera de decir -dice Colin-. Incluso lo están del todo.

Miré a Meyssonnier y volví a trasegar con mi sifón. En Malejac, en el 70, cuando había dimitido de mi puesto de director de la Escuela, para seguir con lo de mi tío, me habían tachado de muy imprudente. Y cuando compré Malevil, es muy sencillo, Emanuel, a pesar de su instrucción, es tan loco como su tío. Pero las sesenta y cinco hectáreas de impenetrables montes bajos se habían trasformado en feraces praderas. Pero la viña de Malevil había sido replantada y daba un excelente vino. Pero iba a ganar "cientos y miles" dejando visitar el castillo. Y sobre todo, había vuelto al seno de la ortodoxia malejaciana: había vuelto a comprar vacas. En seis años, me había pues beneficiado en la opinión pública de mi pueblo, con una rápida promoción. De demente, me había convertido en vivo. ¿Y un vivo que hace tan bien sus negocios, por qué no puede hacer también los de la comuna?

En una palabra, Malejac se equivocaba dos veces: la primera vez, tomándome por loco. La segunda vez, queriendo confiarme la alcaldía. Porque no hubiera sido un buen alcalde, no me interesaba lo suficiente. Y al buen alcalde, Malejac, fiel a su ceguera, lo tenía en las narices y no lo veía.

Dejando las dos puertas abiertas, pero es cierto, tenía las manos ocupadas, Momo volvió trayendo no tres vasos sino seis, prueba de que no tenía la intención de olvidarse de él. Los seis uno dentro del otro y con sus dedos sucios metidos hasta el fondo del de arriba. Me levanté.

– Dame eso -le dije rápidamente desembarazándolo de la carga. Y empezando por él, le di el vaso sucio.

Trasegué una botella del año 75, la mejor para mi gusto, e hice la distribución a la ronda, en medio de los acostumbrados rechazos y protestas. Cuando estaba por terminar, entró Thomas, pero él, por supuesto, cerró con cuidado las dos puertas detrás de él y avanzó, sin una sonrisa, más que nunca semejante a una estatua griega a la que se hubiera vestido con un casco de motociclista y un impermeable negro.

– Toma un vaso -le digo tendiéndole el mío.

– No, gracias -dice Thomas-, no bebo por la mañana.

– Rebuendía -dice el gran Peyssou con una amable sonrisa.

Y como Thomas lo mira sin contestar, ni a su sonrisa, ni a su rebuendía, agregó con aire molesto:

– Ya nos vimos, esta mañana.

– Hace unos veinte minutos -dice Thomas, la cara inmóvil. Era de toda evidencia que no veía la necesidad de decir de nuevo buen día, puesto que ya lo había hecho.

– He venido a avisarte que no vengo a almorzar -dice Thomas mirándonos.

– ¡Para un poco la musiquita -le grito a Momo- que estamos hartos!

– ¿Oyes lo que Emanuel te dice? -grita la Menou.

Momo se alejó unos pasos, apretando su transistor bajo el brazo izquierdo con gesto huraño y sin disminuir para nada el volumen del sonido.

– ¡Tuviste una buena idea, eh, para Navidad! -le digo a la Menou.

– El pobre -me contesta, cambiando de bando al instante-. ¡Tiene derecho a entretenerse un poco cuando limpia tus caballerizas!

La miraba, pico cerrado. Después tomé el partido de sonreír frunciendo un poco el ceño, lo que, según, espero, reconocía la ventaja de la Menou salvaguardando mi autoridad.

– Te decía que no volveré a almorzar.

– Entendido -y como Thomas giraba sobre sus talones, le dije a Meyssonnier en dialecto:- Vamos, no te preocupes por las elecciones, ya encontraremos un modo de neutralizar al Paulat.

En mi recuerdo, todo se ha inmovilizado en ese preciso segundo, como en una escena del museo Grévin, en la que los personajes históricos quedan para siempre extáticos en sus actitudes familiares. En el centro, el grupo formado por Meyssonnier. Colin, el gran Peyssou y yo, con el vaso en la mano, la cara animada, muy ocupados los cuatro por el porvenir de un pueblo de 412 habitantes, sobre un planeta que contaba con cuatro mil millones de seres humanos.

Alejándose del grupo a grandes zancadas y dándole la espalda, Thomas. Entre Thomas y nosotros, Momo, mirándome todavía desafiante, teniendo en una mano su vaso del que ya tragó más de la mitad y en la otra, su transistor de donde seguía brotando, al mayor volumen, la idiota canción de un ídolo. A su lado, como para protegerlo, y tanto más pequeña, la Menou, arrugada como una manzanita pasada, pero con los ojos aún brillantes por su victoria sobre sí. Y por fin, alrededor y por encima de nosotros, ese inmenso sótano y sus grandes bóvedas a nervaduras iluminadas desde abajo, reflejando la luz sobre nuestras cabezas y atenuándola.

El fin del mundo, o más bien, el fin del mundo en el cual hasta ahora habíamos vivido, comenzó en la forma más sencilla y la menos dramática. La electricidad se cortó. Cuando se hizo la noche, hubo risas, alguien dijo, es un desperfecto, un encendedor chasqueó dos veces y se prendió, iluminando el rostro de Thomas. ¿Quieres prender las velas? le dije avanzando hacia él. O mejor, vamos, pásame tu encendedor, lo hago yo. Sé dónde están los apliques. Me puedo encontrar la boca a pesar de todo, se oye la voz de Peyssou. Y alguien, quizá Colin, dice a media voz con una risita, es lo bastante grande como para eso. Con la llama del encendedor vacilando ante mí, pasé delante de Momo y me di cuenta que su transistor no berreaba más, pero que el cuadrante seguía iluminado. Encendí los dos apliques más cercanos, en total cuatro velas, y la luz después de la oscuridad, nos pareció casi intensa aunque dejaba en la sombra la mayor parte de la bodega. Los apliques habían sido colocados bastante bajos en las paredes para respetar el dibujo de las bóvedas y sobre éstas nuestras sombras parecían gigantes y quebradas. Devolví su encendedor a Thomas, que se lo volvió a poner en el bolsillo del impermeable y se dirigió hacia la puerta.

– ¡Apagaste por fin tu chisme! -digo a Momo.

A ten aété -dice Momo mirándome con aire de reproche como si yo le hubiera hecho el mal de ojo a su aparato-. A macheblu!

– ¡No anda más! -gritó la Menou indignada-. ¡Un transistor completamente nuevo! ¡Y que además le hice reponer las pilas, ayer, en La Roque!

– Es realmente asombroso -dice Thomas volviéndose hacia nosotros, con su cara surgiendo de nuevo a la luz-. ¡Pero si recién andaba, vamos!

Prosiguió:

– ¿No le habrás andado tocando las pilas?

– No, no.

– Déjame ver eso -dice, poniendo sus mapas sobre un taburete.

Esperaba verlo a Momo prenderse a su transistor, pero enseguida se lo dio a Thomas, con el aire de una madre inquieta que confía a un médico su bebé enfermo. Thomas apagó el cuadrante, luego lo prendió, le dio el máximo de volumen, y paseó lentamente la aguja a lo largo de las estaciones. Se oyeron chisporroteos, pero no emitió sonido alguno.

– ¿Cuando se apagó la luz lo dejaste caer? ¿Lo golpeaste?

Momo dijo que no con la cabeza. Thomas sacó un cuchillo de mango rojo de su bolsillo y con la hoja más pequeña sacó los tornillos de la tapa. Hecho eso, acercó el transistor a un aplique e inspeccionó su contenido.

– No veo nada de anormal. Todo me parece perfectamente en orden.

Puso los tornillos uno después de otro, y creí que le iba a dar el aparato a Momo e irse, pero no hizo nada por el estilo. Se quedó inmóvil, con gesto preocupado, paseando la aguja del transistor a lo largo de las estaciones.

Los siete estábamos silenciosos, escuchando, si así puedo decir, el silencio del transistor, cuando estalló un batuque del que no puedo dar una idea sino por comparaciones las que todas me parecen irrisorias: fragor de tormenta, martillos, neumáticos, sirenas ululantes, aviones trasponiendo la barrera del sonido, locomotoras enloquecidas. En todo caso, algo de restallante, de taladrante, de estridente, lo máximo de lo agudo y lo máximo de lo grave llevado a un volumen sonoro que sobrepasaba la percepción. No sé si el ruido cuando llega a tal paroxismo es capaz de matar. Creo que lo hubiera hecho si hubiera durado. Desesperadamente aplastaba las manos contra mis oídos, me agachaba, me hacía un ovillo y me di cuenta que estaba temblando de pies a cabeza. Ese temblor convulsivo, estoy seguro, era una respuesta puramente fisiológica a una intensidad de tal estrépito que el organismo apenas podía soportar. Porque en ese momento aún no había empezado a tener miedo. Estaba demasiado estúpido y jadeante como para forzar una idea. Ni siquiera me decía que ese estruendo debía ser el colmo de lo desmesurado como para llegar hasta mí a través de muros de dos metros de espesor y un piso bajo el suelo.

Apoyaba las manos contra mis sienes, temblaba y tenía la impresión de que mi cabeza iba a estallar. Al mismo tiempo, ideas estúpidas me pasaban por la mente. Me preguntaba indignado quién había volcado el contenido de mi vaso que veía en el suelo a dos metros de mí. Me preguntaba también por qué Momo estaba tendido de barriga sobre las baldosas, de cara al suelo y con la nuca cubierta con sus dos manos, y por qué la Menou, que lo sacudía por los hombros, abría muy grande la boca sin emitir un solo sonido.

Cuando he dicho "estruendo, estrépito, tempestad", no he dado ninguna idea de la inmensidad del ruido. Cesó al cabo de un tiempo que no puedo precisar. Algunos segundos, creo. Me di cuenta cuando dejé de temblar y cuando Colin que, durante todo ese tiempo, estaba sentado en el suelo a mi derecha me dijo al oído algo entre lo que distinguí la palabra "gresca". Al mismo tiempo, oí una serie de pequeños gañidos quejumbrosos. Era Momo.

Con precaución despegué mis manos de mis torturados oídos y los gañidos se hicieron más agudos, mezclados con las protestas en dialecto de la Menou. Luego los gañidos cesaron, la Menou se calló y sucediendo al inhumano estruendo que acabábamos de padecer, un silencio cayó sobre la bodega, tan profundo, tan anormal y tan doloroso que me dieron ganas de gritar. Se hubiera dicho que me había apoyado sobre el ruido y que al cesar el ruido, me encontraba suspendido en el vacío. Al mismo tiempo me sentía incapaz de moverme y mi campo visual se había estrechado: aparte de la Menou y Momo que estaban tendidos delante de mí, no veía a nadie ni siquiera a Colin, aunque luego me aseguró que no se había movido de su lugar.

Sumado no sé cómo al silencio, un sentimiento de horror me invadió. Al mismo tiempo noté que me sofocaba y que estaba bañado en sudor. Me saqué, o mejor dicho, me arranqué el pulóver de cuello alto que me había puesto antes de entrar en la bodega. Pero apenas si sentí la diferencia. La transpiración seguía brotando de mi frente y corría por mis mejillas, bajo mis axilas y por la cintura. Padecía una intensa sed, mis labios estaban secos y mi lengua se pegaba al paladar. Al cabo de un momento me di cuenta que estaba con la boca abierta y que jadeaba como un perro, a rápidos golpecitos, pero sin llegar a vencer la sensación de ahogo que tenía. Sentía al mismo tiempo un gran cansancio y, sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra un tonel, era incapaz de hablar ni de moverme.

Nadie decía una palabra. La bodega estaba ahora muda como una tumba, y aparte del jadeo de las respiraciones, no se escuchaba un solo sonido. Distinguía ahora a mis compañeros, pero era una imagen borrosa, unida a una sensación de debilidad y de náusea, como si fuera a desmayarme. Cerré los ojos. Hacer un esfuerzo para mirar a mi alrededor me parecía agotador. Estaba encogido, inerte en mi rincón como un animal en agonía, jadeaba, transpiraba, y tenía una sensación de angustia abominable. Iba a morir, tenía la absoluta seguridad.

Vi el rostro de Thomas aparecer en mi campo visual y precisarse un poco. Thomas estaba con el torso desnudo, pálido, cubierto de sudor. Dijo en un soplo: desnúdate. Me quedé estupefacto de no haberlo pensado antes. Me saqué la camisa y la camiseta. Thomas me ayudó. Por suerte no tenía puestas mis botas de equitación, porque aun con su ayuda no me las hubiera podido sacar. El más mínimo gesto me agotaba. Intenté tres veces antes de poder sacarme el pantalón y no lo conseguí sino gracias a Thomas. De nuevo, acercó su boca a mi oído y escuché:

– Termómetro… encima de la espita… setenta grados.

Lo oí con claridad, pero tardé un momento antes de darme cuenta que había comprobado por el termómetro colocado encima del tanque de agua que la temperatura en la bodega había subido de trece a más de setenta.

Me sentí aliviado. No estaba en tren de morirme de una enfermedad incomprensible, me moría de calor. Pero para mí la expresión no era más que una imagen. No me imaginé ni por un minuto que la temperatura podía seguir subiendo y hacerse mortal. Nada, en mi experiencia anterior, podía darme la idea que se pudiera, literalmente, morir de calor en una bodega.

Conseguí ponerme de rodillas y me acerqué en cuatro patas, al precio de un terrible esfuerzo, a la tina de enjuagar botellas. Me prendí con las dos manos de la tina y, con el corazón golpeándome contra las costillas, con la mirada turbia, a medias ahogado, conseguí ponerme de pie y zambullir mis dos brazos y mi cabeza en el agua. Me dio una deliciosa sensación de frescura lo que quería decir, me imagino, que no había tenido tiempo todavía de ponerse a la temperatura ambiente. Me quedé tanto tiempo que sin ninguna duda me hubiera ahogado si mis dos manos al encontrar el fondo de la tina no hubieran tomado apoyo para hacerme emerger. Me di cuenta entonces que a esa agua sucia y vinosa que al enjuagar las botellas había quedado en la tina, yo me la estaba bebiendo. Después de eso, conseguí quedarme de pie y ver con claridad a mis compañeros. Fuera de Colin que debía haber escuchado lo que Thomas me había dicho, todos estaban aún vestidos. Peyssou tenía los ojos cerrados y parecía dormir. Momo, cosa extraña, tenía todavía su suéter. Estaba tendido, inerte, con la cabeza descansando sobre las rodillas de la Menou. Y ella estaba apoyada contra un tonel, con los ojos cerrados, su flaco rostro completamente sin vida. Meyssonnier me miraba con unos ojos en los que se leía la desesperación y la impotencia. Me di cuenta que me había visto beber, que quería hacer lo mismo pero que no tenía fuerzas para arrastrarse hasta la tina.

Le dije:

– Sáquese la ropa.

Había querido hablar con autoridad, pero mi voz me sorprendió. Salía de mis labios, tenue, sin timbre, sin fuerza. Agregué con una cortesía absurda:

– Por favor.

Peyssou no se movió. La Menou abrió los ojos e hizo un esfuerzo para sacarle a Momo el suéter, pero no consiguió levantar el torso de su hijo y volvió a caer, bañada en sudor, contra la panza del tonel. Tenía una manera horriblemente penosa de abrir y cerrar la boca como un pescado que se asfixia. Meyssonnier me miró y sus dedos empezaron a desabrochar su camisa, pero con tal lentitud que comprendí que nunca llegaría hasta el fin.

Yo mismo volví a caer sentado al lado del tonel, jadeando, pero con los ojos fijos en los ojos desesperados de Meyssonnier, y decidido a ayudarlo si encontraba la fuerza necesaria. Apoyándome sobre el codo empujé uno de los dos cestos metálicos de seis divisiones que le habían servido a Momo para ir y venir entre su madre y yo. Conté seis botellas. Y de tal modo mi mente funcionaba mal, que tuve que contar dos veces. Tomé la que estaba más cerca de mí. Me pareció muy pesada. Con mucho esfuerzo me la llevé a los labios, y bebí, estupefacto de haber consumido agua sucia, cuando tenía a mi alrededor tanto vino. El líquido estaba caliente y acre. Bebí más o menos la mitad de la botella. Traspiraba de tal modo que mis cejas, sin embargo muy tupidas no conseguían retener el sudor. Caía sin parar en mis ojos y me cegaba. Sin embargo me sentí de nuevo vigorizado, y me dirigí hacia Meyssonnier no en cuatro patas, sino arrastrándome sobre mi lado izquierdo, llevando la botella llena hasta la mitad en mi mano derecha.

Observé que las baldosas bajo mi cadera estaban muy calientes. Me detuve para retomar aliento, mientras las gotas de sudor inundaban mi rostro y mi cuerpo como si saliera de un baño. Eché la cabeza hacia atrás para despejar mis ojos y percibí las bóvedas a nervaduras por encima de mi cabeza. Las vi mal, a causa de la débil luz de las velas, pero tuve la impresión de que irradiaban tanto calor como si estuvieran al rojo blanco. Y entonces, alelado, sofocándome, mirando mi traspiración caer sin fin sobre las baldosas hirvientes, pensé que estábamos encerrados en esta bodega como pollos para asar en un horno, con la piel abotargada y chorreando grasa derretida. Incluso entonces, incluso en ese instante en que había conseguido en suma darme una idea bastante exacta de la situación, consideré esa idea como si fuera una imagen, y de tal modo estaba paralizada mi lógica, que no imaginé.ni por un segundo lo que estaba pasando en el exterior. Muy por el contrario, si hubiera tenido fuerzas para abrir las dos puertas del corredorcito abovedado, subir la escalera y salir, lo hubiera hecho, convencido de que iba a reencontrar la misma frescura que había dejado una hora antes.

Llegué hasta Meyssonnier, le tendí la botella, pero me di cuenta que era incapaz de agarrarla. Puse entonces el gollete entre sus labios secos y pegados entre sí. Al principio, se derramó mucho vino, pero cuando su boca llegó a humedecerse, sus labios se apretaron más contra el vidrio y sus tragos se apuraron. Sentí un inmenso alivio cuando vi la botella vacía, porque mantenerla delante de su boca me representaba un enorme esfuerzo y apenas tuve fuerzas para ponerla en el suelo cuando hubo acabado. Meyssonnier dio vuelta la cabeza hacia mí, sin hablar, pero con una expresión de gratitud a la vez tan lastimosa y tan infantil que, en el estado de debilidad en que me encontraba, casi me pongo a llorar. Pero al mismo tiempo el hecho de haberlo socorrido me dio fuerzas. Y lo ayudé a desnudarse. Cuando estuvo hecho, coloqué su ropa debajo de él y de mí para aislarnos de las baldosas ardientes, y con la cabeza apoyada al lado de la suya debo haberme desmayado durante algunos segundos, porque de golpe me encontré preguntándome dónde estaba y qué hacía ahí. Delante de mí todo era turbio y vago, creí que el sudor me iba a enceguecer. Gracias a un inaudito esfuerzo pasé mi mano delante de mis ojos pero la bruma siguió subsistiendo durante algunos segundos, no tenía ni fuerzas para acomodar mi mirada.

Cuando mi misión volvió a ser clara, vi a Colin y Thomas dar vueltas alrededor de Peyssou para desnudarlo y hacerlo beber, y moviendo penosamente la cabeza hacia la derecha, divisé a Momo y a su madre, juntos y completamente desnudos, la Menou con los ojos cerrados y encogida como esos pequeños esqueletos de la prehistoria que se encuentran en los túmulos. Me preguntaba cómo había conseguido desvestirse y desnudar a su hijo, pero de inmediato dejé de pensar en eso, acababa de concebir un plan que demandaba todas mis fuerzas: arrastrarme hasta la tina y zambullirme en ella. Cómo llegué hasta ella, no lo sé, porque las baldosas estaban ardiendo, pero me veo de nuevo al pie de la tina, haciendo desesperados esfuerzos para subirme, apoyando mi mano izquierda de plano contra la pared y retirándola de inmediato como si hubiera tocado una plancha de metal al rojo. Sin embargo, hay que admitir que lo conseguí, puesto que me encontré sentado en el agua, con las rodillas tocando la barbilla y sirviendo de apoyo a mi cabeza, lo único que sobresalía de la superficie. Estoy seguro, como lo pensé después, que ese fue el baño más caliente que nunca me di, pero en ese momento, tuve una sensación de frescura maravillosa. Recuerdo también haber bebido repetidas veces. Y supongo que también dormité, porque de golpe me desperté con un terrible sobresalto al ver abrirse la puerta de la bodega y dar paso a un hombre.

Lo miro. Avanza dos pasos y se tambalea, de pie. Está desnudo. Sus cabellos y sus cejas han desaparecido, su cuerpo está tan rojo e hinchado como si acabara de pasar unos minutos dentro de agua hirviendo, y lo que me parece más horrible y me hiela de terror, jirones de carne sanguinolenta cuelgan de su pecho, de sus caderas y de sus piernas. Y a pesar de eso, se mantiene de pie, no sé cómo, me mira y aunque su cara no es más que una llaga sangrante, lo reconozco por sus ojos: es Germán, mi capataz de las Siete Hayas.

– ¡Germán!

Y de pronto, como si no hubiera esperado más que ese llamado, se desploma, rueda sobre sí mismo y queda tendido de espaldas, sin un movimiento, las piernas estiradas, los brazos en cruz. Al mismo tiempo, de la puerta que quedó abierta, llega en pleno sobre mí una corriente de aire tan quemante que decido salir de la tina e ir a cerrarla, y cosa inaudita, lo consigo, arrastrándome o en cuatro patas, ya no recuerdo, pero empujo con todo mi cuerpo el pesado batiente de roble, al fin se pone en movimiento y oigo con inmenso alivio el ruido del pestillo en la cerradura.

Jadeo, el sudor me chorrea, las baldosas me queman, y me pregunto con una angustia indecible si voy a conseguir volver a la tina. Estoy postrado sobre los codos y las rodillas, con la cabeza colgando, a unos metros apenas de Germán y no tengo ni fuerzas para llegar hasta él. Pero es inútil. Ya lo sé. Está muerto. Y entonces, de golpe, aun cuando no tengo ni siquiera fuerzas para levantar la cabeza, con los codos y las rodillas quemadas por el piso, luchando contra las ganas de dejarme llevar y de morir, miro el cadáver de Germán y comprendo por primera vez, en una súbita iluminación, que estamos rodeados por un océano de fuego donde todo lo que es hombre, animal o planta ha sido consumido.

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