VII

Elegí el rifle calibre 22 largo (mi tío me lo había regalado para mis quince años) y Thomas, la escopeta de cañones superpuestos. Se había convenido que los demás quedarían en Malevil con el fusil de dos tiros. Pobre armamento, pero Malevil, por sí mismo tenía sus murallas, sus matacanes y sus fosos.

En el momento de tomar la curva en horquilla que, desde el camino de Malevil lleva al caminito de los Rhunes, eché una larga mirada al castillo metido en el acantilado. Me di cuenta que Thomas también lo miraba. Inútil comunicarnos nuestras impresiones. A cada paso, uno se sentía más desnudo, más vulnerable. Malevil era nuestra guarida, nuestro "nido almenado". Hasta ahora nos había protegido de todo, incluso de los últimos refinamientos de la tecnología. Qué pesadilla dejarlo, y qué pesadilla también esta larga caminata uno detrás del otro. El cielo gris, la tierra gris, los tocones de árboles ennegrecidos, el silencio, la inmovilidad de la muerte. Y al final los únicos seres que vivían todavía en ese paisaje nos esperaban al acecho para abatirnos.

Estaba convencido: el robo de la yegua, dado que las huellas eran imborrables en el suelo polvoroso y quemado, quería decir que los ladrones habían previsto nuestra persecución y que una emboscada nos esperaba en alguna parte, en algún punto del horizonte pelado. Sin embargo, no teníamos otra alternativa. No podíamos admitir que golpearan a uno de los nuestros y que nos robaran un caballo. Si no queríamos quedarnos pasivos, debíamos comenzar a intervenir en el juego del agresor.

Entre el momento en que había visto a Peyssou tendido sin movimiento en el campo de los Rhunes y el momento en que habíamos abandonado Malevil, no pasó más de media hora. Manifiestamente el ladrón había perdido bastante de su adelanto luchando con Amaranta. Veía los sitios donde se había negado a avanzar, pataleado, dado vueltas en redondo. Por más dócil que fuera, estaba apegada a su caballeriza, a Malevil, a Lindo Amor cuyo box era vecino del suyo y a la que ella podía ver a través de la abertura guarnecida de barrotes que las separaba. Además, era un animal joven, y todavía tenía miedo de todo, de un charco de agua, de una manguera de riego, de una piedra en la que hubiera tropezado, de una hoja de diario arrastrada por el viento. Las huellas de pasos al lado de las huellas de cascos demostraban muy bien que el hombre no se había animado a montarla en pelo. Prueba de que la petulancia de la anglo-árabe lo había asustado y de que no era un buen jinete. Milagro era que Amaranta, a pesar de sus resistencias, hubiera con todo consentido en seguirlo.

Los Rhunes formaban una planicie ancha de unos cien metros apenas entre dos hileras de colinas antes arboladas, con los dos brazos del tío corriendo de norte a sur y el camino vecinal siguiendo una vía paralela al flanco de la ladera a orillas de las colinas del este. El ladrón no había seguido la ruta rectilínea la que hubiera sido visible desde muy lejos, sino el bajo de la ladera de las colinas del oeste, cuyo trazado más sinuoso lo ocultaba más a la vista. De todas maneras, me parecía que había poco peligro en tanto no hubiera llegado a su albergue. Él y sus compañeros no iban a entrar en acción hasta tanto no hubieran puesto a Amaranta en lugar seguro, caballeriza o recinto.

Estaba sin embargo en guardia, con el arma no ya a la espalda, sino en la mano, escrutando alternadamente el suelo y el horizonte. No cambiaba una palabra con Thomas. A pesar del frescor del aire, la tensión me hacía transpirar, en particular las manos, y aunque Thomas, en apariencia por lo menos, estuviese tan tranquilo como yo, noté un rastro húmedo en el sitio en que tenía apoyada el arma cuando, para descansar, la puso de plano sobre el hombro manteniéndola por el cañón.

Hacía una hora y media que estábamos caminando cuando la pista de Amaranta salió de los Rhunes y dobló en ángulo recto en dirección oeste entre una colina y un acantilado. La orientación y la disposición del lugar eran las mismas que las de Malevil: el acantilado al norte y al pie del acantilado, un río que en Malevil había desaparecido pero que, aquí, existía aún bajo el aspecto de un pequeño arroyo abundante y saltarín corriendo a ras de tierra. Era de toda evidencia que no se había hecho nada para agrandar su lecho y, con sus desbordes, había podrido completamente el agua de la pequeña planicie apenas de cuarenta metros de ancho entre la colina y el acantilado. Recuerdo que, por esta razón, mi tío la había declarado tabú para los caballos de las Siete Hayas. Por otra parte, hasta en la época del Círculo, no nos habíamos atrevido a entrar a pie en este pantano adonde jamás un tractor había aventurado sus ruedas.

Tampoco ignoraba quién vivía ahí, en una gruta del acantilado cerrada por un muro horadado de ventanas. Gentes que se tenían por brutales, poco conversadoras, sospechosas de malas costumbres y peor todavía, de cazar furtivamente en los predios de los vecinos. El señor Le Coutelier, en razón del carácter de sus habitantes, los llamaba los "troglotipos", nombre que nos encantaba en la época del Círculo. Pero para Malejac, eran simplemente los "extranjeros", y llegando al colmo esta confusión, por ser el padre originario del norte, los "gitanos". Y tanto más inquietantes, esas gentes, que nunca se las veía en Malejac: se abastecían en Saint-Sauveur. Y tanto más temibles, por supuesto, por que no se sabía casi nada de ellos, ni siquiera de cuántas personas se componía la tribu. Se comentaba sin embargo que el padre, del que mi tío me había dicho que por el aspecto y el semblante se parecía al hombre de Cromagnon, había "tomado" dos veces cárcel: una primera vez por golpes y lesiones, una segunda vez por haber violado a su hija. Ésta, el único miembro de la familia que conocí, por lo menos de nombre, se llamaba Cati y servía en la casa del alcalde de La Roque. Era, se comentaba, una linda muchacha con unos ojos muy descarados y una conducta que daba que hablar. Si hubo violación, eso no le hizo tomar ojeriza a los hombres.

La granja de los trogloditas tenía un nombre que nos intrigaba en los tiempos del Círculo: El Estanque. Nos intrigaba porque, por supuesto, no había más estanque, solamente tierras podridas encerradas entre un acantilado y una colina también abrupta. Ni electricidad, ni camino. Una especie de garganta húmeda adonde nadie iba nunca, ni el cartero, que dejaba la correspondencia, es decir, una carta por mes, en Cussac, una linda granja sobre la ladera. Por el cartero Boudenot al menos se sabía cómo se llamaban: los Wahrwoorde. Según la opinión general, no era un apellido cristiano. Boudenot decía que el padre era un "salvaje", pero que no era pobre, lejos de eso. Tenía animales y unas buenas tierras en la ladera.

Alcancé a Thomas y lo detuve tomándolo del brazo, y acercándome a su oído, le dije en voz baja:

– Es aquí. Yo dirijo.

Echó un vistazo a su alrededor, miró su reloj, y dijo en el mismo tono:

– No he terminado mi cuarto de hora.

– Déjame. Conozco el lugar.

Seguí:

– Tú me sigues a unos diez metros.

Lo pasé, tomé un poco de distancia, y haciéndole un signo, a la altura de la cadera, con mi mano derecha bien abierta para pedirle que se detuviera, me detuve a mi vez. Saqué los gemelos del estuche y llevándolos a los ojos escruté el terreno. La estrecha pradera subía en una suave cuesta entre la colina y el acantilado, cortada trasversalmente por taludes y muros de piedras secas. La colina presentaba el mismo aspecto pelado y negro que todas las que habíamos visto hasta ahora. Pero la pradera, bien protegida por el acantilado, al norte, y también por su situación encajonada, había sufrido, como decirlo, un grado de menos en la devastación. Presentaba el aspecto de un lugar cuya vegetación ha ardido pero sin carbonizarse y sin que el suelo, quizá porque antes del día del acontecimiento estaba impregnado de agua, hubiera tomado esa apariencia gris y polvorienta que tenía en todas partes. Hasta se veía, aquí y allá, unas matas amarillentas que debieron ser de pasto, y dos o tres árboles pelados y negruzcos, pero en pie. Guardé los gemelos y avancé con precaución. Pero otra sorpresa me esperaba: el suelo era firme y resistente bajo mis pies. El día del acontecimiento bajo el efecto del calor, el agua había debido brotar de la tierra como los chorros de vapor de un hervidor. Y como después no había llovido, la marisma se había desecado.

En tanto que con inteligencia clara registraba todos esos detalles con perfecta nitidez, el cuerpo, ese, me jugaba malas pasadas: abundante transpiración en el hueco de las palmas, corazón muy acelerado, sienes palpitantes y hasta, cuando guardé los gemelos en el estuche, un ligero temblor en las manos, nada bueno como augurio para mi puntería, si tuviera que ejercitarla. Me apliqué a hacer inspiraciones lentas y profundas ritmándolas con mi paso, con el ojo fijo tan pronto sobre la pista de Amaranta a mis pies, como sobre la pradera que se extendía ante mí. Ni un soplo de viento, y ni un ruido, ni siquiera lejano. Frente a mí, a diez metros, un murete de piedras secas.

Todo pasó muy rápido. Reparé en un montón de estiércol que me pareció fresco. Me inmovilicé y me agaché para examinarlo: más exactamente, tenía la intención de tantearlo con el dorso de la mano para ver si aún estaba caliente. En el mismo instante algo silbó por encima de mi cabeza. Un segundo más tarde, Thomas surgió a mi lado, en cuclillas él también, con una flecha en la mano. Su punta negra y muy acerada estaba manchada de tierra.

En el mismo momento se oyó un nuevo silbido, tan intenso como el primero. Me tendí y me puse a reptar hasta el muro de piedras secas. Creía haber dejado a Thomas en el mismo lugar pero ante mi gran sorpresa, cuando deposité mi carabina a mi lado y me di vuelta hacia la izquierda, lo encontré tendido cuan largo es, tratando de construir una tronera disponiendo sobre el muro las piedras desprendidas. Cosa extraña, se le había ocurrido llevarse a la flecha con él. Ahí estaba a su lado, en el suelo, con las plumas amarillas y verdes de su penacho, como únicas manchas de color en el paisaje. La miré. ¡No podía dar crédito a mis ojos! ¡Los trogloditas nos tiraban con un arco!

Eché un rápido vistazo por encima del muro. A cincuenta metros de nosotros, cortando el estrecho valle, otro muro de piedras secas se elevaba. En el medio, un grueso nogal, quemado pero en pie. Buen emplazamiento, pero de todos modos habían cometido un error: debieron dejarnos franquear el pequeño murete y atacarnos en terreno descubierto. Habían tirado demasiado temprano, animados sin duda por la inmovilidad que me sobrecogió en el momento en que había visto el montón de estiércol.

Oí un nuevo silbido y no sé por qué, encogí las piernas. Fue un reflejo feliz, porque la flecha que parecía salir del cielo se incrustó profundamente en la tierra, a cincuenta centímetros de mis pies. Esa flecha debió ser tirada al aire con la inclinación necesaria para dar la curvatura a su trayectoria. Y el blanco del tirador, me di cuenta enseguida, era la tronera de Thomas. Hice señas a Thomas de seguirme y me aparté algunos metros hacia la izquierda reptando a lo largo del muro.

Una flecha silbó, precisamente en el eje de la tronera que acabábamos de abandonar, pero a un metro de la anterior. A partir del momento en que se clavó en la tierra, me puse a contar con lentitud, uno, dos, tres, cuatro, cinco. Al cinco, un nuevo silbido: le hacían falta pues cinco segundos al tirador para tomar una flecha, empulgarla, apuntar y largar el penacho. No había dos arcos, no había más que uno. Las flechas llegaban una después de otra, nunca juntas.

Saqué de mi carabina la mira telescópica. Sólo permitía una puntería muy lenta, por el mismo hecho de su aumento. Dije en voz baja: Thomas, ve a colocarte del otro lado de la tronera, y cuando yo haya tirado dos veces, saca la cabeza por encima del muro, pega donde te parezca tus dos tiros y cambia en seguida de emplazamiento. Thomas se alejó. Lo seguí con la mirada. Cuando estuvo apostado, retiré el seguro, me puse de rodillas con la cara pegada al suelo y con la carabina sujeta con las dos manos, casi paralela al muro. Bruscamente me levanté, me puse el arma al hombro al mismo tiempo, giré el busto, creí divisar la punta del arco detrás del nogal, hice fuego y desaparecí. En seguida y mientras cambiaba mi emplazamiento oí los dos ¡pum! ¡pum! de la escopeta de Thomas, mucho más fuertes que los pequeños estallidos secos de mis balas.

Esperé la respuesta. No llegó. De pronto, ante mi inmenso estupor, vi a Thomas, distante de mí unos diez metros, levantarse y quedarse de pie en una actitud tranquila, con la cadera apoyada sobre el murete y el arma recostada en su antebrazo. Si es posible vociferar en voz baja, eso es lo que hice:

– ¡Acuéstate!

– Han puesto una bandera blanca -dijo con calma dando vuelta la cabeza hacia mí con una lentitud exasperante.

– ¡Acuéstate! -grité con una voz furiosa.

Obedeció. Llegué hasta la tronera y eché un vistazo por encima del muro contrario. El arco bien visible ahora estaba blandido, sin que se viera la mano que la blandía, y en su extremidad colgaba un pañuelo blanco. Llevé los gemelos a mis ojos y escudriñé la cresta del muro de una punta a la otra. No vi nada. Solté mis gemelos, puse las manos como megáfono alrededor de mi boca y dije en dialecto:

– ¿Y tú, que quieres con tu trapo blanco?

No hubo respuesta. Repetí la pregunta en francés.

– ¡Rendirme! -dijo en francés una voz joven.

Grité:

– Pasa tu arco detrás de la cabeza, manténlo con las dos manos y acércate.

Hubo un silencio. Volví a tomar mis gemelos. El arco y la bandera blanca no se habían movido. Thomas frotó su pie contra el suelo al cambiar de posición. Le hice señas de quedarse inmóvil y escuché con todas mis fuerzas. No percibí un solo sonido.

Esperé un buen minuto y grité, pero sin largar mis gemelos:

– ¿Y bueno, qué estás esperando?

– ¿No me tirarán? -gritó la voz.

– Seguro que no.

Otra vez pasaron algunos segundos, luego vi al hombre surgir de detrás de su murete, muy alto según mis gemelos, con su arco detrás de la cabeza y mantenido con las dos manos como le había dado orden. Solté mis gemelos y agarré mi carabina.

– ¿Thomas?

– ¿Sí?

– Cuando llegue acá, ponte en la tronera y vigila. No saques los ojos del murete.

– De acuerdo.

El hombre creció poco a poco. Caminaba con paso rápido, casi corría. Para mi sorpresa, era joven, con unos cabellos hirsutos y rubios tirando a pelirrojo. Sin afeitar. Se detuvo del otro lado de nuestro murete.

– Tira el arma de nuestro lado -dije-, pasa el murete, pon tus manos detrás de la nuca e híncate de rodillas. Recuerda que tengo ocho balas en el Cargador.

Obedeció. Era un alto y sólido muchacho, vestido con un blue-jean descolorida, una camisa a cuadros remendada y una vieja chaqueta marrón descosida en el hombro y de la que colgaba un bolsillo. Pálido, con los ojos bajos.

– Mírame.

Levantó los párpados y su mirada me sorprendió. No era para nada lo que yo esperaba. Nada de astuto ni de duro. Al contrario. Unos ojos marrones dorados, casi infantiles y que condecían con sus rasgos redondeados, su nariz bonachona, su amplia boca de labios carnosos. Nada de solapado tampoco. Le había dicho que me mirara: me miraba. Con vergüenza, con terror, como un chico que espera una filípica. Me senté a dos metros de él, con el caño apuntando en su dirección. Dije, sin alzar la voz:

– ¿Estás solo?

– Sí.

Lo había dicho demasiado rápido.

– Escúchame bien. Repito: ¿estás solo?

– Sí. (Imperceptible vacilación antes del sí.)

Cambié de tema de golpe:

– ¿Cuántas flechas te quedaban?

– ¿Allá?

– Sí.

Se quedó pensando.

– Una docena -dijo con aire incierto. Se corrigió-; Quizá no tantas.

¡Extraño arquero, al que no se le había ocurrido contar sus municiones! Dije:

– Pongamos diez.

– Diez, sí, quizá diez.

Yo lo miraba y de pronto dije con voz rápida y brutal:

– ¿Y entonces, si te quedaban diez flechas todavía, por qué te rindes?

Enrojeció, abrió la boca, sus ojos se enloquecieron, se quedó sin voz. No se había esperado esta pregunta. Lo tomó de sorpresa. Y ahí estaba completamente perdido, incapaz de imaginar una respuesta, hasta incapaz de hablar. Le dije rudamente:

– Date vuelta y pon las manos encima de la cabeza.

Giró pesadamente sobre sus rodillas.

– Siéntate sobre los talones.

Obedeció.

– Escucha, ahora. Te voy a hacer una pregunta. Una sola. Si mientes, te hago saltar los sesos.

Apoyé el cañón de mi carabina contra su nuca.

– ¿Estás listo?

– Sí -dijo con una voz apenas audible.

Sentía su nuca temblar contra mi arma.

– Escucha bien, ahora. No te haré dos veces la misma pregunta. Si mientes, hago fuego.

Hice una pausa y dije con el mismo tono rápido y brutal:

– ¿Quién estaba contigo detrás del murete?

Dijo con una voz apenas perceptible:

– Mi padre.

– ¿Quién más?

– Nadie más.

Apoyé el cañón con fuerza contra su nuca.

– ¿Quién más?

Respondió sin vacilar:

– Nadie más.

Esta vez no mentía, estaba seguro de eso.

– ¿Tu padre tiene otro arco?

– No, tiene una escopeta.

Vi a Thomas darse vuelta, con la boca abierta. Le hice señas de que siguiera vigilando, y repetí, estupefacto:

– ¿Tiene una escopeta?

– Sí, una escopeta de caza de dos tiros.

– ¿Tu padre tenía la escopeta y tú el arco?

– No, yo no tenía nada.

– ¿Por qué?

– Padre no me deja tocar la escopeta.

– ¿Y el arco?

– El arco tampoco.

– ¿Por qué?

– Desconfía.

Amables relaciones familiares. Una cierta imagen de los trogloditas comenzaba a precisarse en mi espíritu.

– ¿Fue tu padre el que te dijo que te rindieras?

– Sí.

– ¿Y que dijeras que estabas solo?

– Sí.

Y nosotros, por supuesto, terminada la guerra, nos levantábamos, tranquilos y confiados y para recuperar a nuestra Amaranta, caminábamos derecho hacia la jeta del padre que nos esperaba detrás de su murete con su escopeta de dos tiros. Un tiro para cada uno.

Apreté los labios y dije con tono duro:

– Desabróchate el cinturón del pantalón.

Obedeció, luego él mismo sin que se lo dijera, volvió a poner sus manos en la cabeza. Su docilidad me daba un poco de lástima: a pesar de su estatura y de sus anchas espaldas, un chico. Un chico aterrorizado por su padre, y ahora por mí. Le dije que pusiera las manos a la espalda y se las até con su cinturón. Recién cuando hube terminado recordé la cuerda en mi bolsillo: la usé para atarle los pies, y desatando su pañuelo de la extremidad del arco, lo amordacé. Hice todo esto con prontitud y decisión, pero al mismo tiempo me desdoblaba y asistía a mis propios actos como si fuera un actor en una película. Fui a hincarme al lado de Thomas.

– ¿Has oído?

Dio vuelta la cabeza hacia mí, estaba un poco pálido. Prosiguió en voz baja, con lo que se asemejaba en él a algo de emoción:

– Gracias.

– ¿Gracias por qué?

– Por haberme hecho acostar hace un rato.

No contesté. Reflexionaba. El padre debía saber ahora que su trampa había sido descubierta, pero no iba a renunciar por tan poca cosa. Y nosotros no podíamos ni quedarnos ahí ni irnos.

– Thomas -dije en un susurro.

– ¿Sí?

– Vigila el muro, el acantilado y la colina. Voy a tratar de rodearlo por la colina.

– Te van a descubrir.

– No al principio. Tú, por tu lado, desde el momento en que ves cualquier cosa, incluso el cañón de un arma, tiras. Y sigues. Aunque más no sea para obligarlo a bajar la cabeza.

Me fui reptando a lo largo del murete en dirección a la colina. Al cabo de algunos metros, la mano que sostenía la carabina se puso a transpirar y mi corazón a latir. Pero estaba contento de haber encontrado la manera de desbaratar el ardid del troglodita. Me sentía confiante y concentrado.

La colina en la tierra de nadie entre los dos muretes antagónicos hacía una especie de saliente que iba a morir en la pequeña llanura en un contrafuerte redondeado. Confiaba en esa saliente para esconderme de la vista del padre mientras tomara altura para dominarla. Pero no había contado con la dificultad de la ascensión. La cuesta era muy abrupta, el terreno rocoso y friable y habiendo desaparecido la vegetación, los apoyos inseguros. Tuve que poner mi carabina en bandolera para usar las dos manos. Al cabo de diez minutos estaba empapado, con las piernas temblando y tan sofocado que debí detenerme para recobrar aliento. Estaba de pie, prendido con las dos manos y con la punta del pie en una saliente. Podía ver, a algunos metros por encima de mí, la cumbre de la saliente, con más exactitud el sitio en donde ésta se perdía entre el relieve de la colina. Una vez llegado a ese punto, estaría expuesto a la vista del hombre desde detrás del murete, y me preguntaba con angustia cómo llegaría a conseguir el suficiente aplomo como para soltar el arma de mis hombros y apuntar sin perder el equilibrio. Y estaba ahí, con los ojos anegados por el sudor, con los miembros temblando por el brutal esfuerzo que les había impuesto, el pecho con la respiración agitada y tan descorazonado, que estuve a punto de abandonar mi proyecto y bajar de nuevo. Fue en ese momento cuando con las sienes zumbantes de sangre, pensé, no sé por qué, en Germán. Más exactamente, volví a ver a Germán en mangas de camisa en el patio de las Siete Hayas serruchando madera. Era alto y gordo, y como sufría de un enfisema tenía, cuando hacía un esfuerzo demasiado grande, una respiración muy especial, irregular, sofocada, sibilante. Y mientras la mía se calmaba y mis sienes dejaban de latir, de golpe tomé conciencia de un hecho que me trastornó. Estaba oyendo la respiración de Germán. No era la mía, con la que al principio la había confundido. La oía distintamente, provenía del otro lado de la saliente, separada de mí por el espesor de algunos metros de guijarral. El padre estaba siguiendo, del otro lado de la saliente, un camino que convergía con el mío.

El sudor me inundó de la cabeza a los pies y creí que mi corazón se iba a inmovilizar. Si el padre llegaba antes que yo a la cumbre, me vería primero. Estaba perdido. De todos modos, estaba acorralado, no tenía ni tiempo para volver a bajar. De golpe me di cuenta que mi vida se iba a jugar dentro de dos o tres segundos, y que mi única chance era seguir hacia adelante y caer sobre él. Recomencé mi ascensión con una energía demente, y sin prestar ya atención a los guijarros que rodaban bajo mis pies, convencido de que el hombre, ensordecido por el ruido de su propia respiración, no me oía.

Llegué a la cumbre, estaba desesperado, estaba casi seguro de que me encontraría con el cañón de su arma apuntando hacia mí, de tal modo su respiración, tan ruidosa como el fuelle de la forja, me pareció cercana. Emergí. No vi nada. Fue como si me retiraran el peso de una tonelada de encima del pecho. Y ahí, una tras otra, tuve la suerte inaudita de encontrar apenas a un metro de mí un tocón de árbol bastante sólido, que me permitió apoyar la rodilla izquierda y mantenerme en equilibrio sobre la pendiente, con la pierna derecha extendida todo a lo largo, tomando apoyo sobre una piedra. Pasé la correa de la carabina por encima de mi cabeza, empuñé el arma, le quité el seguro y la sostuve con la culata sobre el brazo, listo para llevarla al hombro. Oía la respiración ruidosa y jadeante que se acercaba y con los ojos fijos en el lugar exacto donde apenas a diez metros de mí el hombre iba a surgir, me resistía a la tentación de dar un vistazo a la pequeña planicie de abajo y a Thomas detrás de su murete. Me apliqué, concentrado e inmóvil, a distenderme y regular mi respiración.

Mi espera que, según creo, no duró más que unos pocos segundos, me pareció interminable, mi rodilla izquierda sobre el tocón se anquilosaba y sentía en todos mis músculos, incluso en los de la cara, un endurecimiento doloroso como si poco a poco me fuera trasformando en piedra.

Apareció la cabeza, luego los hombros, después el pecho. En su esfuerzo, o buscando un punto de apoyo para sus pies, el hombre tenía la cara inclinada y no me veía. Eché el arma al hombro, afirmé la culata en el hueco de la clavícula, apoyé la mejilla en ella y contuve la respiración. En ese momento sucedió algo que no estaba previsto: tenía en el extremo de mi línea de mira el corazón del padre. A esa distancia estaba seguro de matarlo. Pero mi dedo reposaba inerte sobre el disparador. No conseguía tirar.

El padre levantó la cabeza, nuestras miradas se cruzaron. En seguida, con una increíble rapidez, echó al hombro su arma. Hubo una serie de chasquidos secos y pude ver las balas penetrar en su camisa y rasgarla. Una ola de sangre que me pareció increíblemente fuerte y potente brotó de la herida, los ojos se pusieron en blanco, la boca se abrió en un frenético esfuerzo de succión, luego todo el cuerpo cayó hacia atrás. Lo oí rodar a lo largo de la pendiente que acababa de trepar, con un gran ruido de piedras que iba arrastrando en su caída y que resonó en eco prolongado en la quebrada.

Al bajar vi que Thomas había franqueado el murete, atravesado la pequeña pradera en diagonal, con la escopeta bajo el brazo, para ir a reconocer el cadáver. Una vez en el llano, primero fui a desatar al hijo. Cuando me vio, la estupefacción y el temor agrandaron sus ojos. A tal punto tenía anclado en su espíritu la creencia en la invencibilidad de su padre que no creía volverme a ver vivo. Y tampoco me creyó cuando le dije que su padre estaba muerto. Y bueno, ven a ver, dije yo empujándolo suavemente delante de mí con el cañón de mi carabina.

Mientras me dirijo hacia el cuerpo, Thomas vuelve de su inspección y se cruza conmigo. Ha recuperado la cartuchera del padre y su escopeta, que lleva de la correa sobre el hombro izquierdo, por estar inmovilizado el derecho por la suya. En pleno corazón, dice un poco pálido. Varias balas juntas. Mientras me habla saco el cargador de mi carabina. Está vacío. He tirado pues cinco balas. Pero Thomas mueve la cabeza cuando le digo que me ha parecido verlas atravesar la piel. Con la velocidad con que salen del cañón, mis ojos no han podido seguirlas. Lo que he visto han sido los sucesivos desgarrones de la camisa después de que las balas, una a una, la han perforado. Puedes estar tranquilo, me dice, ha muerto en seguida. Agrega: te dejo, voy a ir a recuperar las flechas. Con esas palabras, hace una tentativa un poco chapucera para sonreír y se va.

Está bastante impresionado, y yo también cuando veo el cuerpo. ¡Qué estropicio en ese pecho! Y ese rostro blanco, vacío de sangre, inolvidable. No consigo percibir la más mínima cosa en común entre la insignificante presión de mi dedo sobre el disparador y la destrucción que ha operado. Me digo que el canalla que ha apretado el botón para desencadenar la guerra atómica debe de tener hoy la misma impresión, si es que ha sobrevivido dentro de su refugio hormigonado.

El troglodita anda por los cincuenta años. Muy robusto. Un grueso hombre rubio rojizo, vestido con un pantalón de corderoy marrón muy sucio y una chaqueta hecha jirones del mismo color. Miro ese cuerpo enorme, tan lleno de fuerza y tan falto de vida. Miro también a su hijo. No siente la más mínima tristeza. Parece a la vez estupefacto y aliviado. De golpe, se da vuelta hacia mí, me observa con un temeroso respeto, y tomándome la mano derecha, se inclina para besarla. Lo rechazo. No quiero saber nada con esa transferencia. Sin embargo, como veo que el miedo y el desasosiego invaden su rostro, le pregunto su nombre. Se llama Jacquet (diminutivo de Jacques). Jacquet, digo con voz apagada, vete a ayudar a Thomas a juntar las flechas.

Es tiempo de que se aleje. Creo que me voy a desmayar. Tengo las piernas como de algodón, los ojos turbios. Me siento al pie de la cuesta, a tres metros del troglodita; luego, como no se me pasa, me recuesto cuan largo soy sobre el plano inclinado y cierro los ojos, me siento muy mal. Luego de golpe el sudor corre. Tengo una sensación increíblemente viva y linda de frescura. Vuelvo a nacer. Sigo estando débil, pero es la debilidad del nacimiento, no la de la muerte.

Al cabo de un momento, me siento, miro al troglodita. Mi tío lo comparaba con el hombre del Cromagnon. Tiene algo de eso. Prognato, la frente baja, los arcos superciliares prominentes. Pero con todo, lavado, afeitado, manicurado, con el cabello corto, su robusto cuerpo bien ceñido dentro de un uniforme nuevo, no tendría un aspecto más primitivo que el de un buen oficial superior de las tropas de choque. Ni más tonto. Ni menos enterado de este conjunto de ardides animales elementales: la trampa para estúpidos. La emboscada. La seudo-capitulación. Mantener al enemigo en el centro para rebasarlo por su derecha.

Me levanto y voy al encuentro de los otros dos. No se han dado cuenta de mi malestar. Han creído que estaba retomando el aliento. Thomas me tiende el arco y lo examino. Es un arma de un metro setenta de alto por lo menos y que no me parece mucho mejor trabajado que el que yo mismo regalé a Birgitta.

Thomas ha terminado su recolección. Ha hecho un pequeño haz, al que ata con la cuerdita de nylon.

– Es allá -dice Jacquet con los ojos bajos, sin hacer otra alusión a Amaranta.

Remontamos la estrecha pradera salpicada de amarillentas matas de pasto las que, por más feas que sean, de todos modos me gustan. Miro a Jacquet, con su cabezota rubia rojiza y sus rasgos bonachones. Sorprendo sus ojos infantiles fijos en mí. Como ya he dicho, son marrón dorado, pero cosa extraña, el iris lo invade todo, por así decir, no tiene casi blanco, lo que, con sus cejas levantadas le da el aire humilde, triste y pedigüeño de un perro. Un perro que ha cometido una falta y que estaría muy deseoso de que se le perdone y se le hable. Desborda de buena voluntad, de sumisión, de afección lista para entregarse. Desborda también de fuerza, una fuerza de la que apenas es consciente y que irradia de su cuello de toro, de sus anchas espaldas y de sus largos brazos de homínido anudados de músculos que no llegan a desplegarse del todo. Al extremo de sus brazos, sus gruesas manos, a medias apretadas sobre un mango invisible, no llegan tampoco a abrirse. Camina entre Thomas y yo contoneándose, mirando al uno, mirando al otro, pero sobre todo a mí, puesto que tengo más o menos la edad de su padre.

Le muestro el arco que llevo en la mano derecha y le digo en francés (ya sé que no habla el dialecto).

– ¿De dónde sale que tu padre utilizara este instrumento?

Está tan contento de que le dirija la palabra y tan deseoso de informarme que tartamudea un poco. Habla un francés un poco neutro, que no lo siento ni coloreado ni rítmico por el trasfondo del dialecto. Y tiene un acento que no es ni del todo de aquí, ni del todo del norte. La influencia del padre y la del ambiente escolar han debido yuxtaponerse hasta formar esa curiosa mezcla. En resumen, como se dice aquí, un "extranjero".

– Lo aprendió en el norte -dice redondeando sus palabras-. En una sociedad de tiro. Era campeón, decía él.

Y agregó: -A las flechas, fue él quien le arregló las puntas… para cazar.

Lo miro, estupefacto.

– ¡Para cazar! ¿Cazaba con esto? ¿Por qué no con una escopeta?

– Se oye, una escopeta -dijo Jacquet, con una sonrisa a mitad camino de la connivencia. Debe saber que yo no soy cazador y que mis bosques están abiertos a todos.

No digo nada. Creo que empiezo a entender la vida cotidiana de los trogloditas: los golpes y las heridas, la violación familiar, la caza furtiva, digamos en general, la indiferencia hacia las leyes. Y la flecha, lo que me parece muy astuto. Mucho más seguro que un lazo, porque un lazo queda, un guardamonte puede encontrarlo, mientras que la flecha es cuestión de un segundo, sobre todo eso, mata casi en silencio, no asusta a los animales y no alerta a los vecinos. Éstos, el día de la apertura, no debían encontrar gran cosa de sus bosques.

Como me quedo callado, Jacquet cree ver en mi silencio un signo de desaprobación y dice con una calculada humildad para desarmarme, a mí, al señor de Malevil, que nunca conoció el hambre:

– Si no hubiera sido por eso, no hubiéramos comido carne todos los días.

Y todos los días ha comido carne, con seguridad, no hay más que verlo. Ha aprovechado muy bien de la caza paterna. Pero sin embargo, una cosa me llama la atención: ¿Un conejo clavado en su carrera por una flecha?

Protesta:

– ¡Mi padre -dice con orgullo- traspasaba un faisán en pleno vuelo!

Y bueno, en ese caso, ahora sé por donde desaparecían los faisanes de mi tío. Largaba dos o tres yuntas por año y no los volvía a encontrar nunca más, ni a ellos ni a su descendencia.

Arrastrado por su entusiasmo, Jacquet agrega:

– Saben, normalmente con la primera flecha que les tiró, hubiera debido acertarles.

Frunzo el ceño y Thomas dice con tono seco:

– No hay de qué jactarse.

Me parece por otra parte que ya es tiempo de dar a la conversación un giro un poco menos informal. Digo con severidad: -Jacquet, ¿fuiste tú quien golpeó a nuestro compañero y robó a Amaranta?

Se pone rojo, baja su cabezota rubia rojiza y se bambolea caminando con aire desgraciado.

– Fue el padre quien me dijo que lo hiciera.

Prosigue rápido:

– Pero me había dicho que matara a su compañero y yo no lo hice.

– ¿Por qué?

– Porque es un pecado.

No me lo esperaba, pero tomo nota, y sigo preguntando a Jacquet. Me confirma lo que ya había adivinado del plan del padre: atraernos hacia su albergue de a pocos y matarnos a los cinco para convertirse en dueño de Malevil. Es para volverse loco. Después del día J, podía tener a Francia entera, pero lo que él quería, era Malevil, incluso al precio de cinco asesinatos. Porque no hubiera matado, dice el hijo, a los "domésticos". Ni a mi alemana.

– ¿Qué alemana?

– La que se paseaba a caballo por los bosques.

Lo miro. Servicio de informaciones en carencia y móvil suplementario a no sobreestimar. El castillo y la dama. Motín salvaje con sentencia de muerte para el señor y violación subsiguiente de la castellana. El señor o los señores. Porque me entero de que para el padre, Thomas, Colin, Peyssou, Meyssonnier y yo éramos "los señores de Malevil" y que hablaba a menudo de nosotros, de nosotros que nunca lo habíamos visto, con rabia, con odio. Por su orden su hijo nos espiaba. Me detengo, le hago frente a Jacquet y lo miro a la cara:

– ¿Nunca te dijiste que habrías podido advertirnos a fin de impedir todos esos asesinatos?

Está parado frente a mí, con los ojos bajos, las manos a la espalda, transido de arrepentimiento. Me pregunto si no sería capaz de ahorcarse, si yo se lo sugiriera.

– Ah, sí, pero mi padre se hubiera enterado y me hubiera matado.

Porque por supuesto, el padre no sólo era invencible, sino omnisciente. Lo miro: complicidad de asesinato, atentado contra uno de nuestros compañeros, robo de un caballo.

– ¿Y bueno, Jacquet, qué vamos a hacer contigo?

Sus labios tiemblan, traga saliva, me mira con su mirada buena y temerosa y dice, ya resignado:

– No sé. Matarme, quizá.

– Eso es lo único que te mereces -dice Thomas, blanco de rabia, con los labios apretados. Lo miro. Debió sentir mucho miedo por mí cuando escalé la colina, y le parezco ahora demasiado indulgente.

– No, no te mataremos. Primero, porque matar es un pecado, como has dicho tú. Pero te vamos a llevar a Malevil y te privaremos de libertad durante un tiempo.

No miro a Thomas. Pienso, no sin una ligera diversión, hasta qué punto debe de estar asqueado viéndome utilizar una noción tan "clerical" como la de pecado. ¿Qué otra cosa, sin embargo, puedo hacer, sino hablarle a Jacquet en el idioma que entiende?

– ¿Solo? -dice Jacquet.

– ¿Cómo, solo?

– ¿Me llevan solo a Malevil?

Y como lo miro arqueando las cejas, agrega:

– Porque también está la Mémé…

Tengo la impresión de que va a continuar enumerando, pero se detiene.

– Si la Mémé quiere seguirnos, la llevaremos también.

Me doy cuenta de que hay otra cosa que lo inquieta. No es, me parece, la privación de su libertad, porque su rostro que es un libro abierto se oscurece, y se oscurece mucho más, en realidad, que cuando tuvo miedo de que lo mataran. Sigo caminando y voy a acosarlo a preguntas, cuando en el silencio de la quebrada desierta y devastada por donde vamos caminando entre los cadáveres verticales de los árboles negros todavía en pie de tanto en tanto en medio de las matas amarillentas y de la tierra quemada, estalla, bastante cercano, un relincho.

No es un relincho cualquiera. Y no es el de Amaranta, sino el triunfante, imperioso y tierno, de un padrillo que, antes de cubrir una hembra, da vueltas alrededor de ella y la pone en condiciones o, como decía mi tío, la anima.

– ¿Tienen pues un caballo?

– Sí.

– ¡Y no lo han castrado!

– No. El padre estaba en contra de eso.

Miro a Thomas. No creo lo que oigo. ¡Estoy en el colmo de la alegría! ¡Por una vez, bravo por el padre! Me pongo a correr como un chico. Mas, como el arco me incomoda se lo tiendo a Jacquet que lo recibe sin asombrarse, corriendo a mi lado, con su amplia boca bien abierta. Thomas, por supuesto, nos distancia en seguida en unas cuantas zancadas y a cada segundo aumenta su ventaja, tanto más cuanto yo aminoro mi esfuerzo, ya sin aliento.

Pero el puerto está ahí. Unos gruesos postes de castaño, negros pero en pie, de alrededor de un metro cincuenta de alto, con dos hileras de alambre de púa, encerrando delante de la "casa troglodítica" (3/4 gruta, 1/4 casa) un recinto de mil metros. En medio, atada a un esqueleto de árbol, trémula pero no rehacia, está mi Amaranta, con su pelo alazán recorrido por estremecimientos y su rubia crin echada para atrás con coquetas impaciencias. ¡Quién hubiera podido pensar que ese sacrilegio, aunque todavía no haya sido consumado, me colmaría de alegría! ¡Un pesado percherón de tiro montar a una anglo-árabe! No porque sea feo este esposo proletario. Gris oscuro, casi negro, tiene una grupa enorme, miembros fornidos, un potente lomo, un cogote que mis dos brazos no podrían rodear. En realidad, no deja de asemejarse, por el tamaño, a los amos del lugar. Y da vueltas alrededor de Amaranta, agitado y caracoleando, con una pesada agilidad, largando roncos relinchos, con el fuego saliéndole por los ojos. Espero que tenga conciencia del inaudito honor que le ha tocado, y que sepa notar la diferencia entre una gorda jamona de percherona y la graciosa Amaranta, a la que las necesidades de la supervivencia libran a sus requerimientos en la flor de la edad, apenas tres años cumplidos, y con ella, a una antigua casta de distinguidos ancestros.

En todo caso, la corteja con ardor pero sin brutalidad, dándole mordisquitos en los belfos, con la cabeza pegada a la suya, luego dándose vuelta patas contra cabeza, lamiéndole por debajo de la cola, presente de golpe en el otro flanco, luego posando su enorme cabeza sobre su cogote, retirándola, volviendo a la grupa, encerrando poca a poco a la potranca dentro de su pesada danza seductora, comunicándole su loca excitación, imponiéndole sin atropellarla, su autoridad, su potencia y su olor.

¿Cómo sabe cuál es el momento preciso en que Amaranta está lista para aceptarlo, sin coces ni defensas? Se yergue, gigantesco, sobre sus patas de atrás, batiendo el aire con sus patas delanteras para conservar su equilibrio, su larga crin negra agitada y acercándose así, alzado, torpe y formidable, a Amaranta, y se deja caer de nuevo sobre sus lomos. Ella cede con un gemido bajo el impacto de esa tonelada de músculos. Aguanta el choque, sin embargo, con la cola en alto por complacencia y él puede estrechar sus flancos con sus gruesas patas fornidas. Como tantea, Jacquet se adelanta con paso rápido, agarra a manos llenas el enorme miembro y lo desliza en su alojamiento. Amaranta se afianza sobre sus patas delanteras, tensas y temblorosas, para resistir las violentas sacudidas que su pareja le imprime. En ese momento, el padrillo se me presenta de perfil, y no he visto nunca la idea de potencia mejor expresada que en esa soberbia cabeza tendida hacia adelante, la crin negra agitada, los ollares dilatados y los ojos fieros, relampagueantes, clavados sin ver ante sí. Noto que no muerde la nuca de Amaranta para asegurarse la presa y que sigue suave en el momento de su triunfo.

Cuando el apareamiento ha terminado, se inmoviliza, con sus patas traseras temblando ligeramente. Cae ahora su cabeza hasta tocar con el belfo la crin de Amaranta. Se queda en esta posición un largo minuto con una expresión de agotamiento, la boca como caída y el fuego retirándose de sus ojos para dar lugar a la tristeza. Al fin se separa de la potranca con pesadez y, volviéndose a poner en cuatro patas, deja caer en tierra una pequeña parte del semen del que acaba de liberarse. Luego se sacude y de golpe, levantando la cabeza, volviendo de nuevo a ser él mismo, pega alrededor del recinto un potente galopito que lo trae con un relincho guerrero y a toda carrera hacia nosotros, como si fuera a aplastarnos. Apenas a un metro, hace un brusco desvío para evitarnos, mirándonos de lado, con aire travieso, con sus ojos presumidos y alegres, mientras que otra vez se aleja hacia el fondo del recinto, sin moderar la marcha. Hasta mucho tiempo después de haber dejado ese lugar, guardaré en mi oído el ritmo de los cuatro pesados cascos golpeando la tierra. En ese paisaje muerto y mudo, ese martilleo sordo me parece tan excitante como el recomienzo de la vida.

No hay una, sino dos casas de trogloditas, una al lado de otra, la primera para usar como habitación y la segunda para servir, me imagino, de henil, de establo y de pocilga. Están hechas con habilidad, con un saledizo en mampostería de alrededor de un metro y un techo en colgadizo que se empalma con la abertura de la gruta y que incluye una chimenea. Para el establo han dejado los ladrillos a la vista, pero para la casa, los han revocado con bastante cuidado. Han hecho una abertura en la pared de la planta baja para una puerta-ventana y una ventana, y en el primer piso, otras dos aberturas. Todas estas tienen vidrios y están flanqueadas de macizos postigos que todavía guardan rastros de pintura rojo oscuro. El conjunto, aunque hecho con poco gasto, no es miserable.

Por encima del colgadizo y de un cuarto del techo, hay aún unos quince metros de acantilado. Y su parte superior, abultada en redondo, domina la casa, protegiéndola de la lluvia y hasta dándole un aire de intimidad. Pero al mismo tiempo, ese voladizo es bastante horrible. Uno espera verlo resquebrajarse, agrietarse y aplastarse delante de la habitación. Sin embargo, probablemente hace milenios que conserva así su peligroso equilibrio. Y el Wahrwoorde, al instalarse ahí debió pensar que lo conservaría aun durante el breve período de una vida humana.

La disposición del conjunto es idéntica a la de nuestra Maternidad (salvo que yo no he hecho saledizo) y es esta disposición la que, el día del acontecimiento, ha salvado la vida de los trogloditas.

No veo ninguna otra instalación, aparte de, en el recinto, una casita que parece un amasadero.

Se me hace consciente una presencia y una mirada. Parada en el umbral de la habitación, una voluminosa vieja, vestida con un blusón negro bastante sucio, nos observa con cara de supersticioso asombro… Me pregunto si será esa la madre de mi enemigo, me adelanto y le digo molesto:

– Adivinas lo que ha pasado, y que no es por gusto que estoy aquí.

Inclina la cabeza sin contestar en seguida y también lo noto, sin tristeza. Es de poca estatura, con una cara hinchada, mejillas que cuelgan, un cuello tan largo y tan flácido que prolonga la barbilla sin ninguna saliencia hasta su enorme pechera, la que se bambolea al más mínimo movimiento como dos bolsas de avena sobre el lomo de un burro. Dentro de esta grasa viven unos ojos negros bastante lindos y sobre la frente un poco baja, se encrespa por todos lados una cabellera irreprimible, tupida, espesa, rizada y del más puro blanco.

– Ha debido de suceder como me imagino, puesto que te veo -dice con serenidad.

Ni la más mínima emoción y, cosa extraña, el acento de aquí y hasta el giro de la frase.

– Créeme que lo siento, pero no tenía opción. Era tu hijo o yo.

Me da una respuesta del todo inesperada.

– Entra pues -dice, dejando el umbral-, que tomarás algo con nosotros.

Y agrega en dialecto con un suspiro y levantando los hombros:

– Gracias a Dios, no era mi hijo.

La miro.

– ¿Pero hablas dialecto?

– Pero si soy de aquí -dice en dialecto.

Se yergue con un sobresalto altanero, que imprime un considerable bamboleo a las bolsas de avena de las que ya hablé, como diciendo: "no soy una salvaje yo".

– He nacido en La Roque -prosigue-. ¿Conoces al Falvine de La Roque?

– ¿El zapatero que había amaestrado un cuervo?

– Es mi hermano -dice la Falvine con un aire de inmensa respetabilidad-. Entra pues, muchacho, estás en tu casa.

Incluso en una Falvina, hermana del honorable zapatero originario de La Roque, no confío del todo. Pongo el arma en la mano, engrano un cargador en la carabina y cerrando la culata, introduzco la bala en el cañón. Hecho esto, en lugar de pasar primero, empujo a la Falvina delante de mí dentro de la casa so pretexto de cordialidad. Tengo la sensación, cuando toco su espalda, de que mi mano se hunde en manteca.

Nada de sospechoso. Suelo de cemento, emparchado en algunos lugares, paredes del fondo y de los costados conformadas por la roca blanca-gris de la gruta. La han dejado tal cual, sin buscar aplanar su relieve y sus irregularidades. Ni trazas de humedad. En el techo, las vigas y el suelo del otro piso, al que debe dar acceso esa puertita del ángulo del saledizo de mampostería. En la fachada, una ventana, la puerta-ventana y la chimenea. En el interior, los ladrillos no han sido revocados y dejan ver aún la rebarba de la argamasa que los une. Amable fuego en el atrio. Bajo la ventana, una estantería con botas. Un gran armario Luis XV, rústico, al que abro murmurando por fórmula, ¿permites? A la derecha ropa blanca, vajilla a la izquierda. En el centro de la pieza, una gran "mesa de granja" como dicen los parisienses, pero ellos, las flanqueaban con bancos por lo pintoresco, mientras que nosotros preferimos las sillas por lo cómodo. Cuento siete sillas de paja, pero cuatro solamente alrededor de la mesa. Las otras están de adorno. No sé si esto tiene interés, pero lo anoto. Me dirijo a la extremidad de la mesa, imagino que es ahí donde el padre debía presidir y me siento, con la carabina entre las piernas, de espaldas al fondo de la gruta. Domino así la vista de las dos puertas. Hago seña a Thomas de sentarse a mi derecha para que su cuerpo no me tape las dos entradas, y Jacquet, de motu proprio, se sienta con humildad en la otra punta de la mesa, de espaldas a la luz.

Cuando saco de mi bolsillo el paquetito de jamón que la Menou me ha dado antes de irme, la Falvina se siente ofendida y se pone a zumbar a mi alrededor. ¡Que voy a comer sobre un plato y no sobre la mesa! ¡Que me va a hacer freír un huevo para comer con lo demás! ¡Que tengo que aceptar una gota de vino! Acepto todo, menos el vino del que tengo mis sospechas que es malo y en cambio pido leche, que ella me vierte en abundancia en un bol floreado acompañándola con un chorro de palabras; que justamente han vendido el ternero antes del día del acontecimiento, que no saben qué hacer con la leche, que están inundados, y que incluso haciendo la manteca, aún tienen para el chancho.

Los ojos casi se me salen de las órbitas cuando la veo poner sobre la mesa una hogaza y manteca.

– ¡Pan! ¡Tienen pan!

– Pero nuestro pan -dice la Falvina- siempre lo hemos hecho en El Estanque, porque el Wahrwoorde, siempre original, sembraba suficiente trigo como para que nos durara todo el año, y más también. Hasta había que hacer la harina en el molino a rueda, ya que no hay electricidad en El Estanque, y para la manteca, lo mismo, en la mantequera a mano. No quería comprar nada, el Wahrwoorde.

Calzando la hogaza en el cajón del extremo de la mesa y cortando rebanadas para todos como el padre había debido hacerlo en vida, medito sobre esas informaciones. En suma, ese hosco Wahrwoorde quería vivir en su rincón, de sus recursos, con autarquía. Hasta el amor extraconyugal por lo mismo no salía de la familia.

– En cuanto a ese asunto -dice con pudor- no hay ninguna duda. Pero la pobre Cati, por empezar, lo provocaba. Y después, por otro lado, tampoco era su hija. Como tampoco lo es la Miette. Son hijas de mi hija Raimunda.

Al oír nombrar a Miette, me parece que Jacquet, en la otra punta de la mesa, levanta la cabeza y mira a la Falvina con aprensión. Pero esa mirada es cosa de un segundo y desaparece tan rápido que casi dudo de haberla interceptado.

Apenas pruebo el pan. Quiero esperar el huevo prometido. Sin embargo, el gusto de la rebanada de pan campesino bien enmantecada (salan su manteca, en El Estanque, y no con la escasez con que se acostumbra por aquí) me parece deliciosa y un poco melancólica también, de tal modo evoca la vida de antes.

– ¿Y quién cuece el pan aquí? -digo como para testimoniar mi gratitud.

– Hasta estos últimos tiempos -dice la Falvina suspirando- era el Luis. Pero después de su muerte, es el Jacquet.

Habla, habla, la Falvina, mientras da vuelta en redondo en la pieza, sofocada y suspirando, multiplicando los pasos inútiles y pronunciando diez palabras cuando una sola sería suficiente. Para freír tres huevos, porque ostensiblemente no se hace uno para ella (supongo que debe zamparse uno de vez en cuando, cuando está sola, al mismo tiempo que una "gota de vino") tarda una buena media hora, durante la cual, si no estoy bien alimentado, porque espero el huevo para comer mi jamón, estoy por lo menos bien informado.

La Falvina, único punto de semejanza con la Menou, es una vieja que sabe genealogía. Y que tiene que remontarse a los bisabuelos para explicarme que su hija Raimunda tuvo dos hijas de su primer matrimonio, Cati y Miette, y que una vez viuda se volvió a casar con el Wahrwoorde que a su vez era viudo, con dos hijos, el Luis y el Jacquet.

– Y lo que pienso de ese casamiento, te lo imaginas, sobre todo cuando mi pobre Gastón habiendo muerto también, tuve que venir a vivir aquí, lo mismo que decir como los salvajes, sin electricidad, sin agua en la pileta, y ni siquiera el gas butano porque el Wahrwoorde no quería ni oír hablar de ponerlo y a cocinar en la chimenea, como antaño. El pan que no comes en tu casa -prosigue en dialecto mirando al cielo- es muy amargo de tragar. Aunque en diez años, no le haya comido mucho al Wahrwoorde.

Frase que confirma de inmediato mis sospechas sobre su gula clandestina a título de compensación por la tiranía del yerno. Por supuesto, su hija Raimunda, como el pobre Gastón, también ha muerto, en parte por los malos tratos de quien te imaginas, en parte por una mala digestión en el vientre, por lo que su ausencia le hacía más amargo aún el pan del extranjero.

Todo esto me condujo al cabo de mi jamón, de mi huevo y de mi leche, sin que la Falvina, atareada como una gallina en no hacer nada, se hubiera sentado una sola vez a la mesa con nosotros o hubiera comido el más mínimo bocado, continuando con la ficción de su abstinencia más allá de la muerte del Wahrwoorde. Por más charlatana que sea, no me lo ha dicho todo. Entre nosotros, y supongo que también en otras partes, hay dos formas de disimulación: callarse o hablar mucho.

– Jacquet -digo limpiando el cuchillo de mi tío en la miga de mi último resto de pan-, vas a tomar una pala, una azada y vas a ir a enterrar al padre. Thomas te vigilará.

Agrego, haciendo crujir la hoja en su vaina y metiendo el cuchillo en mi bolsillo:

– He observado que sus zapatos estaban en buen estado. Harás el favor de recuperarlos. Los necesitarás.

Jacquet, un poco encorvado y con la cabeza baja para testimoniar su obediencia, se levanta. Me levanto también, con la carabina en la mano, me acerco a Thomas y le digo en voz baja: -Dame la escopeta del padre, no lleves más que la tuya, haz caminar al muchachito delante de ti y cuando cave, mantente a distancia y no le saques los ojos de encima-. Al mismo tiempo, noto que Jacquet, aprovechando este aparte, se acerca a la Falvina y le dice algo al oído.

– ¡Está bien, Jacquet! -le digo con tono autoritario.

Se estremece, se pone rojo y sin una palabra, con los brazos colgando de sus poderosos hombros, enfila la puerta, seguido de Thomas. En cuanto salen miro a la Falvina con seriedad.

– Jacquet ha golpeado a uno de nosotros y ha robado un caballo. No, no lo defiendas, Falvina, sé muy bien que ha obedecido. Pero por otro lado, merece de todos modos un castigo. Vamos a confiscar sus bienes y llevarlo preso con nosotros a Malevil.

– ¿Y yo, entonces? -dice la Falvina, perdida.

– A ti te dejo elegir. Vienes a vivir a Malevil con nosotros, o te quedas aquí. Si te quedas aquí, te dejaré con qué.

– ¿Quedarme aquí? -grita, aterrorizada-. ¿Pero, qué voy a hacer aquí?

Sigue un raudal de palabras que escucho con atención y que me intriga, porque en él falta la única palabra que hubiera esperado de ella: "sola".

Porque quedar "sola" en El Estanque es lo que la debería asustar. Y ella que lo dice todo, no lo ha dicho. Levanto la nariz y huelo el aire como un perro de caza. Sin resultado. Sin embargo, algo me oculta esta menina. Lo supe desde el principio. Algo o alguien. No la escucho más. Y ya que me falta el olfato, utilizo mis ojos. Miro la pieza, la inspecciono minuciosamente. Frente a mí, sobre el tabique de ladrillos a la vista del saledizo, a unos cuarenta centímetros del piso observo una estantería en la que están alineadas todas las botas de la casa. Interrumpo a la Falvina y digo con voz breve:

– Tu hija Raimunda ha muerto. Luis también, Jacquet está enterrando al Wahrwoorde. La Cati estaba colocada en La Roque. ¿Estamos de acuerdo?

– Pero sí -dice la Falvina, desconcertada.

La miro y digo haciendo restallar mi voz como un látigo:

– ¿Y Miette?

La Falvina abre la boca como un pescado. No le doy tiempo a contestar.

– Sí, Miette. ¿Dónde está Miette?

Parpadea y contesta con voz débil:

– También estaba colocada en La Roque. Y solo Dios sabe lo que ella…

La interrumpo.

– ¿En casa de quién?

– En lo del alcalde.

– ¿Como Cati, entonces? ¡Tenía dos sirvientas el alcalde!

– No, espera, me equivoco. En la posada.

Me callo. Bajo los ojos. Miro sus pantorrillas, son enormes.

– ¿Sufres de las piernas?

– ¡Si sufro de las piernas! -dice, jadeante, tranquilizada, feliz con este cambio-. Es mi circulación. Las ves -se levanta las polleras para mostrármelas-, y las varices y de todo.

– ¿Cuando llueve te pones botas?

– Nunca. ¡Te imaginas, no podría! Sobre todo después de que tuve mi flebitis…

En el capítulo de sus piernas es inagotable. Pero esta vez, ni simulo escucharla. Me levanto, con la carabina en mano, y dándole la espalda a la Falvina, me dirijo a la estantería de las botas. Hay tres pares de goma amarilla de gran tamaño, 44 ó 46, y al lado un par mucho más chico, negro, con tacos más altos, del 38, no más. Paso la carabina a la mano izquierda, agarro el par chico con la mano derecha, me doy vuelta y de donde estoy, sin dar un paso, lo levanto por encima de mi cabeza y revoleándolo lo hago llegar hasta los pies de la Falvina, sin decir una palabra.

La Falvina da un paso atrás, mira las dos botas tiradas sobre el cemento como serpientes listas para morder. Lleva sus dos gordas manos a su cara y las planta sobre las mejillas. Está violeta. No se atreve a mirarme.

– Vete a buscarla, Falvina.

Un corto silencio. Me mira. Se tranquiliza. Su expresión cambia. En medio de su cara abotargada, se nota en sus ojos negros un hipócrita descaro.

– ¿No prefieres ir tú mismo? -dice con intención.

Y como no contesto, sus mofletes refluyen de cada lado de su boca, sus dientes, pequeños y puntiagudos, aparecen, y me dirige una sonrisa glotona. Me pregunto si, después de todo, la quiero lo suficiente a la Falvina. Ah, ya sé que desde su punto de vista es muy natural. He vencido y matado al padre. A mi vez soy pues el padre, un respeto religioso me rodea, todo me pertenece. Miette también. Pero precisamente, estoy tratando de renunciar, no sin esfuerzo, y más por razón que por virtud, a mi derecho señorial.

Digo sin alzar la voz:

– Te he dicho que la vayas a buscar.

Su sonrisa se desvanece, baja la cabeza y se va. Se va temblando como una gelatina. Los hombros, las caderas, las nalgas, las enormes pantorrillas, todo se mueve.

Vuelvo a sentarme en el fondo de la mesa, frente a la puerta. Mis manos, que apoyo en la tabla de roble ennegrecida por las lavadas, tiemblan, casi con desesperación trato de controlarme.

Sé muy bien que lo que va a aparecer ante mí dentro de un instante será a la vez una alegría muy grande y un peligro muy grande. Sé muy bien que esta Miette, que va a vivir sola en una comunidad de seis hombres, sin contar a Momo, va a plantearnos problemas terroríficos, y que yo no tengo que cometer ni un solo error, si quiero que la vida siga siendo posible en Malevil.

– Esta es Miette -dice Falvina, empujándola delante de ella en la pieza.

Si tuviera cien ojos, tampoco serían suficientes para mirarla. Veinte años, quizás. Y qué engañador es ese nombre de Miette (miguita). De su Mémé, tiene los ojos negros y la cabellera lujuriosa, en ella como ala de cuervo. Pero de altura tiene unos buenos diez centímetros más, las espaldas anchas y bien delineadas, el pecho alto y redondeado como una adarga, la cadera curva y la pierna musculosa. Ah, por cierto, si tuviera ganas de criticarla podría encontrar que su nariz es un poco larga, su boca un poco grande, su barbilla un poco demasiado preminente. Pero no puedo, lo admiro todo, incluso su rusticidad.

No lo veo, pero sé por el movimiento que me imprimen, que mis manos tiemblan cada vez más. Las escondo debajo de la mesa y contra su borde me apoyo con el pecho y los hombros, la mejilla contra el cañón de mi escopeta, devorando a Miette con los ojos, privado de voz. Comprendo lo que sintió Adán cuando una linda mañana encontró a su lado una Eva recién torneada.

No es posible estar más petrificado de admiración ni más embobado de ternura de lo que yo estoy. En esta gruta en el fondo de la que estoy metido con mis armas, luchando por mi supervivencia, Miette derrama luz y calor. Su blusita remendada estalla, su pollera de tela roja desteñida, gastada y en muchas partes comida por la polilla, se comba muy por encima de la rodilla. Tiene las piernas un poco fuertes, como las mujeres esculpidas por Maillol y con sus largos pies desnudos se apoya en el suelo del que parece sacar su fuerza. Es un magnífico animal humano, es futura madre de todos los hombres.

Me arranco a mi contemplación, me enderezo en la silla, tomo el borde de la mesa con mis dos manos, con los pulgares arriba, los dedos debajo, y digo:

– Miette, siéntate.

Mi voz me suena débil y ronca. Anoto que tengo que reafirmarla en lo sucesivo. Miette, sin una palabra, se sienta ahí adonde antes estaba Jacquet, separada de mí por todo el largo de la mesa. Sus ojos son bellos y dulces. Me mira sin ninguna turbación, con ese aire serio que tienen los niños cuando miran a un recién llegado a la casa.

– Miette -me gusta ese nombre: Miette-, llevamos a Jacquet con nosotros.

Una inquietud atraviesa sus ojos oscuros y agrego en seguida:

– No te inquietes, no le haremos ningún mal. Y si tu Mémé y tú no se quieren quedar solas en El Estanque, pueden venir a vivir con nosotros en Malevil.

– ¡Y bueno, a la verdad, quedarnos solas en El Estanque! -dice la Falvina-, y que te estoy muy agradecida, muchacho…

– Me llaman Emanuel.

– Y bueno, gracias, Emanuel.

Me doy vuelta hacia Miette.

– ¿Y tú, Miette, estás de acuerdo?

Inclina la cabeza sin decir una palabra. No es conversadora, pero sus ojos hablan por ella. No me abandonan. Están en tren de juzgar y de aquilatar al nuevo amo. Vamos, Miette, tranquilízate, no encontrarás en Malevil más que amistad y cariño.

– ¿De dónde te viene el nombre de Miette?

– En realidad se llama María -dice la Falvina- pero cuando nació era muy chiquita, ya que había nacido antes de término, la pobre, a los siete meses. Y Raimunda la llamaba siempre Mauviette (alondra). Y entonces nuestra Cati, que en esa época tenía tres años, le decía "Miette" y le quedó así para siempre.

Miette no dice nada, pero quizá porque me he interesado por su nombre, me sonríe. Sus rasgos son a lo mejor un poco marcados, por lo menos según los cánones de la belleza urbana, pero cuando sonríe se iluminan y suavizan de una manera inimaginable. Es una sonrisa deliciosa, plena de buena fe y confianza.

La puerta se abre y entra Jacquet, seguido de Thomas. A la vista de Miette, Jacquet se detiene, palidece, la mira, se da vuelta hacia la Falvina y hace un gesto como para tirarse encima de ella exclamando furioso:

– Sin embargo te había dicho…

– ¡Eh, vamos, despacio! -dice Thomas que toma muy en serio su papel de guardián.

Se adelanta para moderar a su prisionero, ve a Miette que el cuerpo de Jacquet ocultaba y se inmoviliza, petrificado. La mano que iba camino del hombro de Jacquet recae a lo largo de su cuerpo.

– Jacquet, no fue tu Mémé la que me dijo que Miette se escondía. Fui yo quien lo adivinó.

Jacquet me mira, boquiabierto. Ni un instante pone en duda mi palabra. Me cree. Mejor todavía: se arrepiente de haber tratado de ocultarme algo. Soy el sucesor del padre: soy infalible y omnisciente.

– ¡De todos modos no te ibas a creer más vivo que los señores de Malevil! -dice la Falvina con irrisión.

Ya soy plural, ahora. "Mi muchacho" o los señores. Nunca el término preciso. Miro a la Falvina. En su caso, sospecho un poco de bajeza. Pero no la quiero juzgar demasiado rápido. ¿Quién no se hubiera corrompido en diez años de esclavitud en lo del troglodita?

– Jacquet, cuando te fuiste para enterrar al padre ¿qué le dijiste en voz baja a la Mémé?

Con las manos a la espalda, la cabeza sobre el pecho, los ojos al suelo, dice con vergüenza:

– Le pregunté dónde estaba Miette, y me dijo en el hórreo. Y le dije que no se lo dijera a los señores.

Lo miro.

– ¿Era porque esperabas evadirte de Malevil para venir a buscarla y escaparte con ella?

Está como la grana. Dice en voz baja:

– Sí.

– ¿Y adónde hubieras ido? ¿Cómo la hubieras alimentado?

– No sé.

– ¿Y la Mémé? ¿Se hubiera quedado en Malevil?

La Falvina, que se ha puesto de pie a la entrada de los dos hombres (¿reflejo inculcado por el Wahrwoorde?), está parada al lado de Miette, y como está bastante cansada, con las dos manos se apoya en la mesa.

– No había pensado en la Mémé -dice Jacquet, confuso.

– ¡Y bueno, hay que ver! -dice la Falvina, y una gruesa lágrima desborda de sus ojos.

Me figuro que tiene el llanto fácil, pero de todos modos, seguro que Jacquet era el preferido. Hay por qué estar un poco triste.

Miette pone su mano sobre la de la Falvina, levanta la cabeza hacia ella y la mira moviendo la cabeza con aire de decir, pero yo, yo no te hubiera abandonado. Me gustaría mucho oír la voz de Miette, pero por otro lado, comprendo que no hable, su mirada lo dice todo. Quizá sea del tiempo del Wahrwoorde y del silencio que aquél debía imponer cuando tomó la costumbre de esas mímicas. Prosigo:

– ¿Jacquet, estabas de acuerdo con Miette para ese plan?

Miette sacude la cabeza con energía y Jacquet la mira, abatido.

– No -dice con una voz que apenas oigo.

Un silencio.

– Miette -digo- viene a Malevil con nosotros, por su propia voluntad. La Mémé también. Y a partir de este momento en que te estoy hablando, Jacquet, nadie tiene el derecho de decir: Miette es mía. Ni tú. Ni yo. Ni Thomas. Ni nadie en Malevil. ¿Has comprendido?

Dice que sí con la cabeza. Sigo:

– ¿Por qué has tratado de ocultarme la presencia de Miette en El Estanque?

– Sabes muy bien por qué -dice con voz débil.

– ¿Tenías miedo de que me acostara con ella?

– Ah, no, para eso, si ella está de acuerdo, es tu derecho.

– ¿Que la fuerce, entonces?

– Sí -dijo en voz baja.

En mi opinión, el matiz es por completo a su favor. No pensaba en él mismo, sino en Miette. Sin embargo, siento que tengo que ser un poco severo. Me desarma con sus dulces ojos de perro. Es un error. Tengo que inculcarle una conducta, puesto que va a vivir con nosotros.

– Escucha, Jacquet. Hay algo que es necesario que comprendas. Es en El Estanque donde se viola, se golpea a la gente y se roba el caballo al vecino. En Malevil, no se hace nada por el estilo.

¡Con qué cara recibe esta reprimenda! Y yo, no debo estar muy dotado para hacer la moral. Lo que quiere decir, supongo, que no soy un sádico: la vergüenza del otro no me produce placer.

Corto en seco.

– ¿A tu caballo, cómo lo llamas?

– Malabar.

– Bueno. Vas a enganchar a Malabar al remolque. Hoy no vamos a poder mudar más que una parte. Volveremos mañana con Malabar, y además, con Amaranta enganchada en nuestro remolque. Haremos tantos viajes como sea necesario.

Jacquet, camino en seguida hacia la puerta, contento de hacer algo. De bastante mala gana, me parece, Thomas gira sobre sus talones para acompañarlo. Lo llamo.

– No vale la pena, Thomas. ¡Te imaginas si se va a escapar ahora!

Thomas vuelve sobre sus pasos, contento de no verse privado de la vista de Miette. Se vuelve a engolfar de nuevo. Encuentro bastante idiota su aire fascinado, olvidándome que yo mismo, hace un rato, debí tener el mismo. En cuanto a Miette, sus ojos magníficos no dejan los míos, o más exactamente mis labios de los que parece seguir, cuando hablo, todos los movimientos.

Insisto. Me preocupa que todo quede claro.

– Miette, hay algo que quiero decirte. En Malevil, nadie te forzará a hacer lo que tú no quieras.

Y como no contesta, sigo:

– ¿Has comprendido?

– Pero, seguro que ha comprendido -dice la Falvina.

Digo con impaciencia:

– Pero déjala hablar, Falvina.

La Falvina se da vuelta hacia mí:

– No puede responderte. Es muda.

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