XVI

– ¿Estás seguro?

Veo en la penumbra que alza los hombros.

– Lo he reconocido en seguida de acuerdo con la descripción de Hervé. Y también por su forma de caminar. Se creía solo, no se tomaba el trabajo de caminar como una mujer.

Se calla, traga saliva.

– ¿Entonces?

– Lo dejé que me pasara, después me levanté, me apoyé contra ese tronco de árbol que ves ahí, y le dije: Bebella, así, nada, para nada fuerte. Se dio vuelta como si un perro le hubiera mordido la pantorrilla, apretó el atado contra su vientre, y metió su mano derecha dentro del atado. Le dije: "Las manos en la nuca, Bebella", y fue entonces cuando lanzó su cuchillo.

– ¿Lo esquivaste?

– No sé. No sé si lo esquivé o si Bebella sintió atraída su mirada por el árbol. Por costumbre, porque es contra un árbol que debió aprender a tirar. En todo caso, fue en el tronco que lo clavó a unos pocos centímetros de mi pecho. E hice fuego. Aquí está el cuchillo, así que no lo soñé.

Sopeso el cuchillo y con la punta del pie levanto la pollera de Bebella hasta el slip. Después me inclino y en la escasa luz diurna que queda, miro la cabeza. Muy lindos rasgos, finos y regulares, encuadrados por largos cabellos rubios. Con esa cara, uno podría equivocarse. Bueno, Bebella, al fin resolviste tus problemas. La muerte ha elegido por ti. Es como a una mujer que vamos a enterrarte.

– Vilmain quiso hacernos la misma jugada que a La Roque -dice Thomas.

Yo sacudo la cabeza.

– No está en estos parajes. Si no estaría ya aquí.

A pesar de todo es mejor no eternizarse. Bebella esperará para su sepultura. Arrastro a Thomas a la carrera hasta Malevil, Y pongo a Jacquet de guardia sobre La muralla.

Nos reencontramos todos en la cocina del castillete de entrada, apretados alrededor de la mesa, muy iluminados por la lámpara de aceite traída por Falvina de la casa. Nos miramos en silencio. Las armas están apoyadas contra la pared detrás de nosotros y las municiones abarrotan los amplios bolsillos de nuestros blue-jeans y de nuestros monos de trabajo. No tenemos más que dos cartucheras y las hemos reservado para Miette y Cati.

Comida sencilla: hogaza, manteca, jamón, y a voluntad, leche o vino.

Thomas recomienza su relato, escuchado por todos con una profunda atención y por Cati con una admiración que me pica. Un colmo, esta reacción. Hago lo mejor que puedo para reprimirla, pero no es tan fácil.

La opinión general, cuando él ha terminado, es que en efecto, Vilmain y su banda no estaban en estos parajes. Porque al escuchar la detonación, sabiendo que Bebella no había llevado fusil, hubieran caído sobre Thomas. La misión de Bebella no era degollar al portero y abrir, como en La Roque, pero sí de informarse. Como los dos de esta mañana.

La conversación cesa y deja lugar a un largo silencio angustioso.

Al finalizar la comida, tomo la palabra:

– Tan pronto como hayan levantado la mesa daré la comunión si todos están de acuerdo.

Aprobación. Thomas y Meyssonnier se callan. Mientras las mujeres la levantan, Peyssou me lleva al patio.

– Y bueno -dice en voz baja-, quisiera confesarme.

– ¿Ahora?

– Y sí.

Levanto los brazos.

– ¡Pero a tus pecados, mi pobre Peyssou, los conozco de memoria!

– Tengo uno nuevo. Uno gordo.

Silencio. Es una lástima que esté tan oscuro como para que distinga bien su cara. Estamos a unos quince metros de la muralla y ni siquiera veo a Jacquet en el camino de ronda.

– ¿Uno gordo? -digo yo.

– En fin -dice Peyssou- bastante.

Silencio. Caminamos a paso corto en la oscuridad, en dirección a La Maternidad.

– ¿Cati?

– Sí.

– ¿Con el pensamiento?

– ¡Y sí! -dice Peyssou con un suspiro.

Sopeso ese suspiro. Llegamos a La Maternidad y Amaranta, que no me ve pero me ha sentido hace con sus ollares un tierno "pfff". Me acerco, y con la mano, tanteando, busco la cabezota de la yegua para acariciarla. Es tibia y suave bajo mis dedos.

– ¿Es muy afectuosa?

– Sí.

– ¿Te abraza?

– Sí, muchas veces.

– ¿Cómo te abraza?

– Y bueno… -dice Peyssou.

– ¿Te echa los brazos al cuello y te da besitos?

– ¿Cómo sabes eso? -dice Peyssou con terrible estupefacción.

– ¿Y al mismo tiempo se pega contra ti?

– Y, vamos, vamos -dice Peyssou-, hace más que pegarse. ¡Se retuerce!

En ese momento, tengo una idea muy clara de lo que haría Fulbert si se encontrara en mi pellejo. Buena idea, pensar lo que haría Fulbert en una circunstancia dada y hacer a la inversa. He aquí lo que resulta:

– No eres el único, sabes.

– ¿Qué -dice Peyssou-, tú también.

– Yo también.

Todavía un pequeño esfuerzo. Vayamos hasta el final del anti-fulbertismo.

– Y conmigo, mucho peor.

– ¿Mucho peor? -dice Peyssou como un eco.

Le cuento lo que pasó durante mi siesta. Para hablarle, apoyo mi espalda contra el medio-tabique del box y Amaranta posa su cabeza sobre mi hombro. Con la mano derecha, mientras hablo, le acaricio la barbada. Sin morderme, ella, que tiene sin embargo la manía de mordisquear, me atrapa un poco por el cuello con sus labios.

– Y bueno ya ves, has venido a confesarte y soy yo el que me confieso.

– Pero yo -dice Peyssou- no puedo darte la absolución.

Digo vivamente:

– No es eso lo que importa. Lo que importa es decir lo que te preocupa a un camarada y aceptar que el amigote te juzgue.

Silencio.

– No te juzgo -dice Peyssou-. En tu lugar yo hubiera hecho lo mismo.

– Y bueno -dije yo-, ya estás confesado. Y yo también.

No le digo que en "mi lugar", como él dice, se va a encontrar muy pronto. Esta idea me hace sentir celoso. Y bueno, estaré celoso, ya está, y dominaré mis celos, como Thomas. Habrá que superar un día u otro esta posesividad, si queremos vivir en paz en Malevil.

– Y bueno -dijo Peyssou-, Cati y tú, no lo hubiera pensado, más bien creí que la única era Evelina.

Y como me callo, prosigue:

– No es que yo insinúe nada.

– Y haces bien.

– No, no -dice Peyssou-, a mi modo de ver sería más bien papá-hijita.

– Tampoco -digo yo con un tono seco.

Se calla horrorizado, él tan cortés, por haberse arriesgado en terreno tan poco seguro. Lo agarro del brazo al que al punto infla para hacerme sentir sus bíceps. Este viejo Peyssou. Es un hábito que le ha quedado desde los tiempos del Círculo.

– Entremos -digo-. Deben estar esperándonos.

Sé muy bien que Peyssou preferiría una absolución en buena y debida forma. Lo hago lo menos posible. Cada vez que la Menou, por ejemplo, me la exige, me siento molesto Pero ya me he explayado sobre este tema.

La mesa está levantada, limpia de migas y bien repasada. Su lindo nogal oscuro reluce. Delante de mí, un vaso grande lleno de vino. Y sobre un plato, pedacitos de pan que Menou acaba de cortar. Maquinalmente los cuento. Hay doce. Lo contó a Momo.

La mesa del castillete de entrada es mucho más chica que la de la casa. Nadie dice palabra. Estamos muy apretados, los codos se tocan. Todos nos hemos dado cuenta del error de la Menou, y a cada uno de nosotros nos recuerda que quizá mañana los compañeros, para la comida de la noche, deberán quitar su cubierto. Este pensamiento pesa sobre nosotros. No es tanto la idea de morir como la idea de que no se estará más con los demás.

Antes de dar la comunión, digo algunas palabras de las cuales toda retórica y con mayor razón, toda unción, están desterradas. Me tomo el cuidado, al contrario, de pronunciarlas con el tono uniforme. No busco la elocuencia. Busco casi su contrario: traducir sin que surta efecto alguno lo que tengo en la mente.

– En mi opinión -dije-, el sentido de lo que hacemos en Malevil es que tratamos de sobrevivir sacando nuestro alimento de la tierra y de los animales. A la inversa, las gentes como Vilmain y Bebella tienen de la existencia una concepción enteramente negativa. No tratan de construir. Matan, roban, incendian. Para Vilmain conquistar Malevil quiere decir tener una base para sus rapiñas. Si la especie humana debe continuar, lo deberá a núcleos de gente como nosotros que tratan de reorganizar un embrión de sociedad. Los individuos como Vilmain y Bebella son unos parásitos y unos animales de presa. Deben ser eliminados.

Prosigo:

– Sin embargo, no es porque nuestra causa sea buena que necesariamente vamos a ganar. No es tampoco porque yo diga "rezo a Dios para que nos dé la victoria" que obtendremos la victoria.

Esta declaración, en boca del abate de Malevil, asombra a algunos de los nuestros Pero sé muy bien por qué lo digo y continúo:

– Para vencer, hace falta una enorme suma de vigilancia. Hace falta también mucha imaginación. Ustedes han hecho de mí su jefe en caso de peligro; esto no los dispensa a ustedes mismos de hacer un esfuerzo de invención. Si se les ocurren ardides, estratagemas, tácticas o trampas en las que no hayamos pensado hasta ahora, díganmelo. Y si el adversario nos da tiempo, lo discutiremos.

Me hubiera querido quedar en ese tono objetivo. Pero cambio de opinión. De pie, con las dos manos apoyadas sobre la mesa, miro a mis compañeros, sentados bajo la lámpara. Están tan juntos que parecen soldados el uno al otro. Se diría un solo cuerpo. Los rostros están tensos y un poco angustiados, pero la felicidad que sentimos por estar todos juntos me impresiona y quiero también expresarla:

– Ustedes conocen el refrán de nuestra tierra: los unos hacen los otros. (Lo digo primero en dialecto y lo repito luego en francés para Thomas.) Resulta que en Malevil, desde ese punto de vista, tenemos mucha suerte. No creo equivocarme diciendo que el afecto entre nosotros es tal que nadie aquí querría sobrevivir si tuviera que encontrarse sin los demás. Y esto es lo que le pido a Dios: que una vez la victoria conquistada, nos encontremos todos sanos y salvos en Malevil.

Consagro el pan y el vino. El vaso donde he bebido circula, lo mismo que el plato. Todo se hace en un profundo silencio. En mi interior, mido toda la distancia entre las palabras que acabo de pronunciar y la intensa emoción que siento. Me parece sin embargo que esta emoción, de una manera u otra, ha conseguido propagarse. Lo veo en la pesadez de las miradas, en la lentitud de los gestos. En mi alocución he puesto el acento sobre el futuro del hombre, a fin de que los ateos tan resueltos como Meyssonnier y Thomas puedan participar en la esperanza común. Después de todo, no es necesario creer en Dios para tener el sentimiento de lo divino. Este puede definirse también por los lazos de hombre a hombre en Malevil. Meyssonnier parpadea cuando bebe su parte de vino y como me inclino hacia él para preguntarle qué es lo que piensa de todo esto, me dice con su seriedad acostumbrada: "Es nuestra velada de armas".

Yo no hubiera empleado esta expresión, por encontrarla demasiado dramática, pero en el fondo, es exacta. Un sacerdote de oficio hablaría de recogimiento. A pesar de que el machaqueo lo haya deslucido, es una linda palabra. Casi se puede ver lo que describe: después de haberse dispersado se entra en sí mismo y se concentra. Cati, por ejemplo, en general tan petulante, no piensa por el momento en todas las ventajas que puede obtener de su cuerpo y del de los otros. Piensa. Punto. Y como no tiene costumbre de hacerlo, tiene aspecto bastante cansado.

Existe alrededor de esta mesa seriedad y preocupación por los demás. También valor. Y primeramente el de callarnos y el de mirar de frente a nuestra invitada de esta noche. Nadie tiene ganas de nombrarla, pero ahí está.

Thomas, que tenía todos sus colores cuando nos hizo su relato, está ahora un poco pálido. El matar a Bebella lo ha sacudido. Quizá piense que por unos centímetros más o menos, la punta del cuchillo hubiera podido alejarlo también de esta mesa en derredor de la cual estamos sentados, tan frágiles y tan mortales, y sin contar con otra fuerza que nuestra amistad.

Apenas la Menou ha comulgado, la mando a buscar a Jacquet a la muralla. Está muy sorprendida porque no es asunto de ella el relevarlo. Sin embargo, consiente, y apenas se va le pido a Thomas, que en ese momento tiene el plato en sus manos, que tome un pedazo de pan de más. Le pido también que en cuanto llegue Jacquet, lo reemplace.

Cuando todo ha terminado, decidimos que fuera de los no-combatientes -Falvina, Evelina y la Menou-, que se irán a dormir esta noche al primer piso, esta noche nos quedaremos todos en el castillete de entrada. Hay cinco camas: no necesitamos más, porque Colin y Peyssou se van -en la oscuridad de la noche- otra vez a ocupar su puesto en la casamata y no me parece necesario tener más de un centinela en la muralla. Evelina encuentra muy amargo el estar separada de mí, pero obedece sin una palabra.

Esta doble partida: de los dos hombres hacia la casamata y de los tres no-combatientes hacia la casa, se efectúa rápido, en orden, con un mínimo de ruido. Cuando nos quedamos los cinco: Miette, Cati, Jacquet, Meyssonnier y yo; Thomas ya en la muralla, confío el orden de los relevos a un pedazo de papel que coloco bajo el pie de la lámpara después de haber bajado la llama. Me he reservado la guardia de las cuatro de la mañana y he exigido también que en cada relevo, el que regresa me despierte. Esta obligación me será penosa, pero cuento con que mantendrá despierto al centinela. Le pedí a Jacquet que me bajara un colchón y me tiendo en un rincón de la cocina. Los otros cuatro se distribuyen en los dos pisos del castillete, cada cual con su arma en la cabecera de la cama y durmiendo vestido.

En cuanto a mí, duermo poco esa noche o creo dormir poco, lo que viene a ser lo mismo. Tengo sueños tipo Bebella. Me defiendo contra individuos que me acosan y una y otra vez la culata de mi fusil pasa a través de sus cráneos sin herirlos. En mis momentos de insomnio, en los que por lo menos al principio tengo la impresión de descansar mejor, me doy cuenta que he cometido graves omisiones: en caso de zafarrancho de combate no he asignado a cada uno su puesto en las murallas o en el castillete. Ni definido los objetivos.

Otro problema que no he encarado: la comunicación entre la casamata de las Siete Hayas y las murallas. Es indispensable que la casamata que ve acercarse una tropa a la empalizada pueda prevenirnos con una señal que no pueda ser sorprendida por los agresores: ganaríamos así segundos preciosos para la ubicación de los combatientes.

Agito ese problema en mi cabeza durante la segunda parte de la noche, sin encontrarle solución. Sé que es la segunda porque Miette, según las consignas, me ha despertado, y también Meyssonnier al terminar la suya, y durante todo ese tiempo maquino absurdos proyectos de alambres deslizándose entre anillos y uniendo la casamata a las murallas. Debí adormecerme quizás y hasta soñar, porque lo absurdo continúa. En un primer momento, se me ocurre con alegría que un talkie-walkie sería la solución, pero en un segundo momento, pienso con decepción que nunca lo he tenido.

Sin embargo debe haberme vencido el sueño, porque me sobresalto cuando Cati, inclinada sobre mí, me sacude por los hombros y me dice en voz baja que es mi turno y me mordisquea un poco la oreja en la que acaba de hablarme.

Cati ha dejado abierto uno de los vanos de la muralla y no sé quién, quizá Meyssonnier, ha traído aquí uno de nuestros banquitos. Por suerte, porque la abertura es demasiado baja como para que uno pueda apostarse cómodamente sin estar sentado. Hago algunas inspiraciones profundas, el aire tiene una deliciosa frescura y tras esta noche agitada tengo una muy asombrosa sensación de juventud y de fuerza. Estoy seguro de que Vilmain va a atacar. Le han matado a su Bebella, va a querer castigarnos. Pero no tengo ninguna seguridad que se lance al asalto sin hacer una última tentativa para sondear nuestro despliegue. Conociendo por Hervé la existencia de la empalizada debe preguntarse, no sin necesidad, lo que ésta disimula. Si he entendido bien la mentalidad de ese matón, el honor le ordena vengar a Bebella, pero el oficio le manda no atacar a lo ciego.

La noche clarea rápido y es apenas si distingo delante de mí, a cuarenta metros, la presencia de la barricada, tanto más que la madera estacionada con que está hecha tiende a confundirse con el entorno. Esta tensión de los ojos por la mala visibilidad es cansadora al extremo y varias veces paso los dedos de mi mano izquierda sobre los párpados y hago gestos.

Como tengo tendencia a dormirme, me levanto, doy algunos pasos por las murallas y recito en voz baja todas las fábulas de La Fontaine que sé. Bostezo. Me vuelvo a sentar. Un relámpago ilumina el cielo en dirección a las Siete Hayas. Me sorprendo, porque el tiempo no está tormentoso y necesito dos o tres segundos para comprender que Peyssou y Colin me han hecho desde la casamata una señal óptica con la tea. En ese preciso instante, la campana de la empalizada suena dos veces.

Me incorporo con el corazón golpeándome las costillas, latiéndome las sienes, las palmas húmedas. ¿Habrá que ir ahí? ¿Es un ardid? ¿Una trampa de Vilmain? ¿Va a disparar su bazooka en el momento en que abriré la mirilla de la empalizada?

Meyssonnier aparece en la puerta del castillete de entrada, con el arma en la mano.

Me mira y su mirada, que me pide que actúe, me devuelve toda mi sangre fría. Digo en voz baja:

– ¿Todo el mundo está despierto?

– Sí.

– Llámalos.

No hay necesidad de llamarlos. Me doy cuenta de que están todos ahí, atraídos por la campana, con el arma en la mano. Estoy contento de su silencio, de su calma, de la rapidez de su reacción. Digo en voz muy baja:

– Miette y Cati, a las dos troneras del castillete. Meyssonnier, Thomas y Jacquet, sobre la muralla, detrás de los merlones. El tiro, bajo las órdenes de Meyssonnier. Tú, Jacquet, abres el portal del castillete y lo vuelves a cerrar detrás de mí.

– ¿Vas allá solo? -dice Meyssonnier.

– Sí -digo con tono cortante.

Se calla. Ayudo a Jacquet a descorrer el cerrojo del portal sin ruido. Meyssonnier me toca el hombro. En la penumbra me tiende un objeto, lo agarro, es la llave del candado de la gatera. Me mira. Me propondría ir en mi lugar, si se atreviera…

– Despacito, Jacquet.

A pesar de todo el aceite del mundo, los goznes del portal siempre han chirriado, desde el momento que el batiente en su desplazamiento sobrepasa los cuarenta y cinco grados. Lo entreabro apenas y me escurro, hundiendo la barriga, por la abertura.

A pesar de que la noche está fresca, el sudor corre a lo largo de mis mejillas. Atravieso el puentecito, paso entre la pared y los fosos, y me detengo para sacarme las botas. En medias, recorro con lentitud la distancia que me separa de la empalizada tratando, a medida que me aproximo, de ahogar el ruido de mi respiración. A último momento, en vez de levantar la mirilla, con el aliento en suspenso, miro por el visor de seguridad que Colin nos ha instalado. Es Hervé y otro muchacho más bajo. No hay nadie más. Abro la mirilla.

– ¿Hervé?

– Soy yo.

– ¿Quién está contigo?

– Mauricio.

– Bueno. Escúchenme. Voy a abrir la gatera. Pasen primero los fusiles. Después Hervé entrará solo. Digo solo. Mauricio esperará.

– De acuerdo -dice Hervé.

Abro el candado de la gatera, levanto la coliza y la engancho. Digo con tono breve:

– Más lejos, los fusiles. Primero el cañón. Empújenlos al interior.

Obedecen y dejo caer la coliza. Abro las culatas una después de la otra. Ninguna bala en el cañón ni en la recámara. Apoyo las dos armas paradas contra la empalizada y pongo a mano el Springfield que llevaba en bandolera.

Hecho esto, dejo entrar a Hervé, vuelvo a cerrar la gatera, conduzco a Hervé a la puerta del castillete de entrada y cuando la puerta se ha cerrado tras él, solamente entonces vuelvo a buscar a su compañero.

Antes de esa mañana no me había dado cuenta con exactitud cómo debíamos utilizar la ZDA. En realidad, debe funcionar como una esclusa. Nos da la posibilidad de admitir los visitantes de a uno, después de haberlos desarmado. De vuelta al castillete de entrada, tomo el papel sobre el cual había redactado la víspera la orden del relevo y atrás, con lápiz, antes de volver a interrogar a Hervé, consigno la nueva regla que acabo de poner a punto.

Mientras termino de redactarla, la Menou, Falvina y Evelina aparecen. La primera se pone en seguida a encender el fuego y con tono seco, ordena a la segunda, que de buena gana quisiera rezagarse, ir a ordeñar. En cuanto a Evelina, se pega a mi flanco y como no la echo, toma mi brazo izquierdo y lo pasa alrededor de su cintura sujetando mi mano con firmeza por el pulgar. Se queda callada y sin movimiento, mirándome escribir, temiendo que tal beneficio le sea retirado si lo exagera demasiado. Cuando dudo sobre una palabra y levanto los ojos del papel veo a los visitantes que miran a Miette y a Cati con interés. Interés recíproco, de lo que me aseguro echándole una ojeada a Cati. Ésta está parada, muy guerrera, apoyándose con la mano izquierda sobre el caño de su arma, el pulgar derecho enganchado en su cartuchera. Se contonea, con el ojo fijo sin ninguna vergüenza en Hervé.

Estamos lejos de estar completos; Peyssou y Colin aún están de guardia en la casamata de las Siete Hayas y Jacquet en las murallas. Thomas, lo noto, no mira a Cati y se ha sentado en la otra punta de la mesa. Meyssonnier, de pie detrás de mí, lee por encima de mi hombro lo que escribo. Pone de manifiesto así a los ojos de todos que por algo es mi adjunto.

Cuando he terminado con mis "escrituras", la Menou apaga la lámpara de aceite y yo interrogo a Hervé.

Me cuenta cosas interesantes. Anoche, Bebella, para reconocer a Malevil no estaba solo. Un antiguo lo acompañaba. Y los dos habían salido de La Roque en bicicleta. Pero Bebella escondió la suya a doscientos metros de Malevil y ordenó al antiguo no intervenir bajo ningún pretexto. El antiguo se escondió, oyó el tiro, vio caer a Bebella y se volvió a La Roque. Al punto, Vilmain declaró que Malevil le había matado "dos tipos" y que iba a "cobrarse" a Malevil. Pero antes, para "asegurarse los posteriores" y también para enjugar el fracaso, ordenó una expedición nocturna sobre Courcejac: seis hombres bajo el mando de los hermanos Feyrac. Desgraciadamente, esa misma mañana al alba, el antiguo, que había reconocido Courcejac, había robado dos gallinas. Los muchachos de Courcejac velaban y cuando el comando apareció, hicieron fuego y mataron a Daniel Feyrac. Juan Feyrac se volvió loco furioso y ordenó el asalto y masacró todo.

– ¿Qué quiere decir "todo"?

– Los dos muchachos, una pareja de viejos, la mujer y el bebé.

Un silencio. Nos miramos.

Digo al cabo de un momento:

– ¿Y Vilmain qué dijo de esta hazaña?

– El golpe es regular. Te matan un tipo. Te cobras con la aldea.

De nuevo un silencio. Hago señas a Hervé de que continúe. Tose para afirmar su voz.

– Después de Courcejac, Vilmain quería en seguida abalanzarse sobre Malevil. Pero los antiguos no estaban de acuerdo. Tampoco Juan Feyrac: uno no puede lanzarse así contra Malevil, hay que reconocerlo primero.

– ¿Fue Juan Feyrac el que dijo eso?

– Fue él.

Desbordo de asco. "Cobrarse una aldea", sí, cuando es fácil. Pero Malevil es otra cosa, Malevil hace reflexionar a esos señores. La prueba: cuando Vilmain pide otra vez voluntarios, no encuentra ni uno entre los antiguos. Y a Hervé y Mauricio no les cuesta nada hacerse designar.

– ¿Qué dijo Vilmain?

– Si estos pequeños estúpidos tienen éxito, pasan a antiguos. Si se hacen agujerear, nos largamos ¿comprendido?

– ¿Y los antiguos?

– Nada calientes.

– Sin embargo, si Vilmain da la orden de atacar ¿atacan?

– Sí. Todavía le tienen miedo a Vilmain.

– ¿Por qué "todavía"?

– Digamos que tienen menos miedo desde ayer a la noche.

– ¿Desde la muerte de Bebella?

– La muerte de Bebella y de Daniel Feyrac. El clan de los duros está amputado. En fin, es así como yo veo las cosas.

Y las ve bien, me parece. Sigo:

– ¿Si Vilmain fuese muerto, habría alguno para reemplazarlo?

– Juan Feyrac.

– ¿Y si Feyrac fuese muerto?

– Nadie.

– ¿Eso se dislocaría?

– Creo que sí.

El desayuno estaba listo. Los tazones humean sobre el nogal encerado. Qué apacible escena, y a pocos kilómetros de aquí, seis cadáveres, de los que uno es muy chiquito, en un patio de granja. Estamos helados de horror y de estupor. ¡Qué terrible prestigio tiene la crueldad para el hombre como para que éste le haga el homenaje de tales sentimientos! El desprecio sería suficiente. Todavía más que el sadismo, lo que choca en esa masacre, es su estupidez. Unos hombres que se encarnizan contra la vida humana y se autodestruyen entre su propia especie.

Acerco mi tazón. No quiero pensar más en Courcejac. Quiero reflexionar sobre el combate que se prepara. Comemos en silencio, un silencio perturbado por la irreprimible charla de la Falvina, de regreso del ordeñe. Es verdad que no ha oído la narración de la carnicería y que no puede estar al unísono con nuestros pensamientos. Esta mañana, en todo caso, está peor que nunca. A esta charla falviniana, la Menou, en sus días buenos, la compara a un molino, a una catarata, a una tronzadora, y en sus días malos, a una diarrea. Después de lo que hemos sabido, con el pensamiento sólo ocupado en esa pequeña granja que conocíamos tan bien, comemos sin decir una palabra. Y el parloteo infinito de la Falvina que no se dirige a nadie, se ve multiplicado por el silencio y es doblemente inextinguible puesto que nadie le responde. Es un ruido por completo exterior a la comunidad, como un chorro de agua que cae desde el techo sobre el pavimento, o en Malejac, antes, la hormigonera del albañil, o la cinta de un aserradero. Por más que ese flujo verbal esté compuesto de palabras, francesas o en dialecto, no tiene al fin de cuenta nada de humano: es lo contrario de una comunicación, puesto que no responde a una espera, que todos los oídos lo rechazan y que fluye para nada, repelido por todos. Al fin, cansado tal vez por mi noche y ya en tensión por la que llega, digo, con riesgo de proporcionarle nuevas armas a la Menou:

– ¡Pero cállate, Falvina! ¡No me dejas pensar!

¡Ya está! ¡Llora! ¡De una manera o de otra, algo tiene que correr! ¡Y si todavía corriera en silencio! Pero, no son más que sollozos, suspiros, resoplidos, sonadas de nariz. No la veo porque le doy la espalda. Pero la oigo. Ese gimoteo es mucho más insoportable que su interminable discurso. Tanto más porque ahora tengo derecho, de yapa, a un continuo refunfuño de la Menou, del que no distingo las palabras, pero que la Falvina debe oír y que debe avivar su herida vertiendo en ella una buena dosis de ácido. Si esto continúa, Cati va a intervenir. No es que adore a su Mémé. Cuando se da el caso también la picotea. Pero sin embargo es su Mémé. La sangre lo exige, no puede dejar que la desplumen ante sus ojos, sin dar, a su vez, con el pico y los espolones. Y a ella le gusta. Es dura y rápida. Y picotea bien, "tan jovencita como es". ¡La chica buena, tirando esa piedra en el gallinero! ¡El cacareo, las plumas que vuelan, las alas que baten, la sangre que salpica! ¡Y pensar que era silencio lo que yo quería! Gracias, Miette, por ser muda. Y gracias a ti, joven Evelina, por tener aún demasiado miedo de mí (ya se te pasará) como para callarte cuando yo saco chispas.

Hay que remediar lo más urgente. Mato en el embrión el inminente contraataque de Cati.

– ¿Cati, acabaste de comer?

– Sí.

– ¿Y tú, Falvina?

– Y bueno, ya ves. Emanuel, he acabado.

Una palabra no le basta como a Cati: le hacen falta siete.

– Entonces, vayan las dos a limpiar las caballerizas. Jacquet no está disponible esta mañana.

Cati obedece en seguida. Se pone de pie. Mantiene la promesa hecha ayer: un verdadero soldadito.

– ¿Y los platos? -dice la Falvina, concienzuda con ostentación.

– La Menou los lavará con Miette.

– Y conmigo -dice Evelina.

– Pero son muchos platos -dice la Falvina fingiendo dudar.

– ¡Vete! -le dice la Menou irritada-. Me arreglaré muy bien sin ti.

– Ven, Mémé -dice Cati, también irritada.

Cati sale, delgada y rápida como una flecha arrastrando en pos de ella a esa gorda bola de sebo que se bambolea y rueda sobre sus enormes piernas.

Al precio de una abundante vajilla, la Menou queda dueña del terreno. Pero ese precio le es liviano. Es lo que expresa sin equívocos, en un último refunfuño que dosifica en duración y volumen para festejar su tanto sin por eso recibir de mi parte ninguna observación que arruinaría su ventaja. Todo eso se pierde gradualmente en lo inaudible. Luego el silencio, y por fin puedo reflexionar.

El combate ya no es tan desigual. Vilmain ha perdido tres antiguos y dos de sus nuevos han desertado. Su banda, con diecisiete hombres, fuerte antes de ayer, no cuenta más que con doce. Por mi parte, con Hervé y Mauricio, dispongo ahora de diez combatientes. Y mi armamento se ha enriquecido al mismo tiempo con tres fusiles 36.

Si le creo a Hervé la autoridad de Vilmain se ha quebrantado. Con sus tres muertos, la moral de la banda ha mermado y mermará aún más con las deserciones de Hervé y de Mauricio que serán, también ellas, interpretadas como pérdidas.

Tres problemas se me presentan:

1.Encontrar un despliegue de combate que me permita explotar al máximo las ventajas brindadas por el terreno.

2.Inventar una estratagema para acelerar, si se puede, la desmoralización del adversario.

3. Si se retira, impedir a cualquier precio que vuelva a La Roque y prosiga contra nosotros una guerra de emboscadas. Es sobre todo este último punto el que me parece importante.

Hay un continuo vaivén en esta cocina del castillete desde que mandé a Falvina y a Cati a las caballerizas. Thomas fue a montar guardia sobre la ruta de La Roque y Jacquet vino a comer. Meyssonnier fue a buscar a Peyssou y a Colin, volvió con ellos y se fue otra vez a enterrar a Bebella, con Hervé.

Para interrogar a Mauricio, esperaba únicamente la partida de Hervé. Quería hacer este interrogatorio fuera de su presencia, a fin de asegurarme de que el relato de su camarada corroboraba el suyo.

Mauricio es un euroasiático. Aunque a mi modo de ver no tenga más que dos o tres centímetros más que Colin, parece mucho más alto, de tal manera es flaco, de caderas estrechas y nalgas reducidas a dos puños. Es por el contrario, relativamente ancho de espaldas (aunque el esqueleto es endeble), lo que le da la silueta elegante de un bajorrelieve egipcio. La tez es ambarina. Sus cabellos de un negro intenso caen en un flequillo lacio alrededor de la cabeza, encuadrando a lo Juana de Arco una cabeza fina y grave, animada de vez en cuando con una sonrisa inquebrantablemente educada. Por otra parte, educado lo es hasta la punta de los dedos. Se tiene la impresión de que aunque se esforzara, no conseguiría ser grosero.

Me explica que es hijo de un francés casado con una indochina de Sainte-Livrade, en Lot-et-Garonne. Su padre dirigía una pequeña explotación cerca de Fumel y Hervé había ido a pasar unos días a su casa para Pascua cuando la bomba ha estallado. A partir de ahí, su relato corrobora en todos sus puntos el de Hervé, cualquiera sean mis esfuerzos para pescarlo en falso. La sola diferencia es que Mauricio parece tener más presente en su espíritu el degüello de su camarada René y alimentar un resentimiento más vivo hacia Vilmain. No expresa con palabras ese resentimiento. Pero cuando evoca el asesinato, de golpe sus pupilas de jade se endurecen y las hendiduras oblicuas de sus párpados se cierran a medias. Como Hervé, me hace buena impresión. Mejor todavía. Hervé tiene la palabra fácil, verba y dotes de comediante. Mauricio, sin ser tan brillante, es un hombre de un acero mejor templado.

Me doy vuelta hacia Peyssou.

– Peyssou, cuando hayas acabado de comer tengo un trabajo para ti.

– Te escucho.

– Tenemos anillas en el almacén. Quisiera que fueras a cimentarlas en la pared de la bodega con Mauricio. Quisiera atar al toro, las vacas y a Lindo Amor durante el combate. Quisiera también que me construyeras un box provisorio para Adelaida.

– ¿Lindo Amor sola? -dice Peyssou-. ¿Y los otros jamelgos?

– Se quedan en la Maternidad, podemos necesitarlos. Cuando hayas acabado, me lo dices, y haremos todos el traspaso del heno de la Maternidad a la bodega.

Peyssou, con la nariz en su tazón y sus ojos emergiendo apenas del borde, me mira, con expresión ansiosa.

– ¿Crees que estamos por perder el primer recinto?

– No creo nada por el estilo, tomo precauciones.

Me levanto.

– Menou, deja los platos por un instante, ven conmigo.

El tiempo de tomar el repasador de manos de Miette y de secarse los bracitos nudosos, y me sigue. La arrastro en mi estela (hace dos pasos cuando yo he hecho uno) y la llevo hasta el cuarto de máquinas, arriba del puente levadizo.

– ¿Te parece que en caso de necesidad vas a poder maniobrar esto sola, Menou? ¿O prefieres hacerte ayudar por la Falvina?

– No me hace falta ese montón de grasa -dice Menou.

Le muestro. Y después de dos o tres ensayos, arqueando su pequeño cuerpo delgado y apretando los dientes consigue maniobrar perfectamente los brazos del cabrestante. Es la primera vez que hago funcionar el torno de mano después del día, justo antes de Pascua, en que habíamos discutido sobre las elecciones municipales del 77 con el señor Paulat. El rechinar sordo de las gruesas cadenas bien aceitadas me devuelve con una extraordinaria agudeza al tiempo pasado. Bueno. No hay tiempo para las reminiscencias y la melancolía.

Aconsejo a Menou frenar un poco más cuando después de haber levantado el puente levadizo lo baje de nuevo. El piso debe posarse con suavidad sobre el reborde de piedra de los fosos. Por la pequeña ventana del cuarto de máquinas veo a Peyssou y a Colin aparecer en la puerta del castillete y mirar en nuestra dirección. A ellos también el rechinar de las cadenas les debe traer recuerdos.

– Este es tu puesto de combate, Menou. En cuanto empiece a arder, te metes aquí y esperas. Si se pone feo, y debemos retirarnos al segundo recinto, subes el puente levadizo. ¿Quieres hacer un segundo ensayo? ¿Te acordarás?

– No soy idiota -dice Menou.

Y de golpe, sus ojos se llenan de lágrimas. Me quedo pasmado, porque no tiene el llanto fácil.

– Vamos, Menou.

– Déjame en paz -me dice, con los dientes apretados.

No me mira, mira ante sí. Está derecha, con la cabeza levantada, inmóvil. Las lágrimas corren por su cara curtida (sólo su frente está blanca, porque en el verano se protege la cabeza con un gran sombrero de paja). Y ahí está de pie, rígida, con las dos manos aferradas sobre los dos brazos del cabrestante como si dirigiera un barco durante un vendaval. Ese torno de mano era Momo quien lo maniobraba el día de la visita de Paulat. Estaba resplandeciente, bailaba de alegría. Lo estoy viendo, y ella lo ve y llora, con la mandíbula contraída, parada delante de la máquina, sin soltar las manos. No se enternece. No se apiada de sí misma. No es más que un momento, nada más. Va a pasar a través del mal tiempo y, en un segundo, emerger del vendaval. Le doy la espalda para no molestarla y miro por el tragaluz. Pero con el rabo del ojo veo su formidable pequeña silueta, alzada la cabeza, llorando con los ojos bien abiertos, sin el menor sollozo. Su imagen se refleja en el vidrio abierto de la ventanita y lo que sobre todo me llama la atención son sus dos puños cerrados con fuerza sobre los brazos del cabrestante como si, poco a poco, afianzara su posesión sobre la vida.

La dejo. Es lo que ella desea, me parece. A paso largo llego al torreón y del torreón, a mi cuarto. Me siento delante de mi escritorio y en mi cajón, que no he revisado desde hace mucho tiempo, encuentro lo que busco: dos marcadores, uno negro y el otro rojo. Encuentro también lo que no busco: el gran silbato de cana que en un loco arrebato de generosidad le di a Peyssou el día que le pegamos una paliza para sacarle las ganas de querer ser el jefe del Círculo. Si lo tengo yo es porque abusando del buen corazón de Peyssou, al día siguiente lo persuadí de que me lo revendiese a buen precio. Incluso hoy es con placer que lo hago girar varias veces entre mis dedos. Es siempre la misma maravilla. Su cromado ha resistido a los años, emite un sonido estridente que se oye desde muy lejos. Me lo pongo en el bolsillo del pecho de mi camisa y sacrificando el cuarto de una hoja grande de papel de dibujo, vuelvo a mi tarea.

Apenas hace cinco minutos que trabajo cuando golpean a la puerta. Es Cati.

– Siéntate, Cati -digo sin levantar la cabeza.

Mi mesa está en diagonal contra la pared frente a la ventana y Cati debe contornearla para sentarse frente a mí, de espaldas a la luz. Al pasar, deja arrastrar su mano izquierda como distraídamente por mi nuca y mi cuello. Al mismo tiempo echa un vistazo sobre lo que estoy haciendo. Trato de esconderle el efecto que su presencia produce sobre mí. No se engaña. Está sentada al borde de su silla, el vientre hacia adelante, mirándome con insistencia, con los ojos entornados, una media sonrisa en sus labios.

– ¿Acabaste con esas caballerizas, Cati?

– Sí, y hasta me duché.

Esto, no sin intención me parece. Pero conservo los ojos bajos sobre mi tarea. El buen entendedor entiende mal. -¿Querías hablarme? -le digo al cabo de un momento.

– Y sí -dice con un suspiro.

– ¿De qué se trata?

– Se trata de Vilmain. Tengo una idea.

Sigue:

– Dijiste que si a uno se le ocurría algo que viniera a decírtelo.

– Es exacto.

– Y bueno, aquí estoy. Tengo una idea -me dice con aire modesto.

– Te escucho -digo con los ojos fijos en mi tarea.

Un silencio.

– No quisiera incomodarte -dice ella- sobre todo que tienes cara de trabajar muy bien, ¡Y de verdad! ¡Cómo escribes de bien! -prosigue, tratando de leer al revés las grandes letras, de imprenta que estoy trazando con mi marcador.

– ¿Qué es lo que haces, Emanuel? ¿Un cartel?

– Una proclama para Vilmain y su banda.

– ¿Y qué dice tu proclama?

– Cosas muy desagradables para Vilmain y mucho menos desagradables para su banda.

Sigo:

– Si quieres, intento explotar la baja moral de la banda y disociarla de su jefe.

– ¿Y eso va a caminar, te parece?

– Si las cosas se les estropean, sí. En caso contrario, no. Pero a mí, de cualquier manera, no me habrá costado más que una hoja de papel.

Detrás de mí, alguien golpea a la puerta. Grito: "entre" sin darme vuelta y prosigo mi tarea. Noto que Cati frente a mí se endereza en su silla y como el silencio se prolonga, giro el busto hacia atrás para mirar al visitante. Es Evelina.

Frunzo las cejas.

– ¿Qué haces ahí?

– Meyssonnier ha vuelto de enterrar a Bebella y he venido a decírtelo.

– ¿Meyssonnier te lo pidió?

– No.

– ¿No te ofreciste como voluntaria para ayudar con los platos?

– Sí.

– ¿Acabaron?

– No.

– Entonces, vuelve para ayudar. Cuando uno empieza una cosa no la planta por la primera ocurrencia que se le pasa por la cabeza.

– Voy -dice sin moverse una pulgada, con sus grandes ojos azules fijos en mí.

Esta inmovilidad le costaría, en tiempos normales, unos gritos. Pero no quiero humillarla delante de Cati.

– ¿Entonces? -digo más bien gentilmente.

Esta gentileza la desarma.

– Voy -dice al borde de las lágrimas, cerrando la puerta detrás de ella.

– ¡Evelina!

Reaparece.

– Dile a Meyssonnier que lo necesito. Inmediatamente.

Me hace una sonrisa luminosa y cierra. Tres pájaros de un tiro: necesito realmente a Meyssonnier. Tranquilizo a Evelina. Y saco del medio a Cati, con la que no me quedo ahí sin peligro. Es cierto que en esta ocasión no es el miedo el sentimiento dominante, pero hay de todos modos un orden en las urgencias.

Cati vuelve a repantingarse en su silla. No es que levante mi vista hacia ella, no al menos hasta la altura de su cara. He vuelto a mi tarea. Por suerte no tengo más que copiar, había preparado el texto en una hojita borrador. Cati deja oír una risita.

– ¡Viste cómo volvió! ¡Está loca por ti!

– Es recíproco -digo con tono seco alzando la cabeza.

Me mira con una sonrisa que me exaspera.

– En esas condiciones -dice- no veo lo que…

– ¿En esas condiciones, si me dijeras tu idea?

Suspira, se retuerce en la silla, se rasca la pierna. Total, que está bien pesarosa de tener que abandonar el apasionante tema de mis relaciones con Evelina.

– Bueno -dice-. Vilmain ataca. Como tú dices se pela la frente -sólo Dios sabe por qué, pero se ríe-. Vuelve a La Roque, nos hace una guerra de emboscadas y eso te joroba.

– Hace más que jorobarme. Es una catástrofe. Nos puede hacer mucho mal.

– Y bueno, entonces -dice- cuando se vaya hay que impedirle que vuelva a La Roque, hay que perseguirlo.

– Tendrá una maldita ventaja.

Me mira con aire de triunfo.

– ¡Sí, pero nosotros, nosotros tenemos caballos!

Me quedo estupefacto. ¡No era solamente un pretexto: tenía verdaderamente una idea! Y yo que me pasé la vida entre los caballos, no la había tenido. La guerra y el arte hípico no tenían ninguna vinculación en mi mente. Sí, sin embargo. Los había aunado una vez, una sola, cuando había querido convencer a mis compañeros de dar nuestra vaca a Fulbert en cambio de dos yeguas: argumento para una discusión, nada más. ¡Tenía sobre Vilmain esta enorme superioridad, una caballería, y no la iba a usar!

Me enderezo en la silla.

– ¡Cati, eres genial!

Enrojece y por la brusca alegría que la inunda y le entreabre los labios y le hace esos ojos de niña feliz, mido cuánto le cuesta soportar que la subestime.

Reflexiono. No le digo que vamos a tener que estudiar bien su idea, porque así no más no se puede llegar por detrás de la banda de Vilmain en la ruta, con los cascos de los animales resonando sobre el macadam. Nos oirían, nos esperarían en una curva y, ¡qué blancos seríamos para ellos!

– Bravo -digo- bravo, Cati, me voy a ocupar de eso y mientras tanto no se lo digas a nadie.

– Por supuesto.

Y entusiasmada por el peso nuevo de sus virtudes, le suma la discreción:

– Vaya -dice-, me largo, veo que trabajas, te dejo.

Me levanto, bastante imprudente, pues habiendo dado vuelta a la mesa, se me echa al cuello y se me enrosca. Peyssou tiene razón: se retuerce.

Golpean a la puerta, grito "¡entre!" sin pensar. Es Meyssonnier. Cosa rara, es él quien se pone rojo y parpadea. Y yo estoy muy desolado de ser la piedra del escándalo.

La puerta golpea detrás de Cati y Meyssonnier no se permite nada, ni el "y bueno" que hubiera dicho Peyssou en un caso semejante, ni la sonrisa que hubiera hecho Colin.

– Siéntate -le digo-. Te pido un minuto.

Toma el lugar, aún tibio, de Cati. Resueltamente sentado en la silla, guarda silencio y no se mueve para nada. Es muy descansado estar entre hombres. Termino mi cartel mucho mejor y mucho más rápido de lo que lo había empezado.

– Toma -le digo, tendiéndole la proclama- ¿qué te parece?

Lee en voz alta:


Dominio de Malevil y de La Roque

Los criminales cuyos nombres están a continuación son condenados a muerte:

Vilmain, fuera de la ley, jefe de la banda. Juan Feyrac, verdugo de Courcejac.

En cuanto a los demás, si deponen las armas a la primera conminación, nos contentaremos con desterrarlos de nuestro territorio con víveres para ocho días.

Emanuel Comte Abate de Malevil.


Después de haberlo leído en voz alta, Meyssonnier lo relee en voz baja. Miro su larga cara, sus largas arrugas a lo largo de sus mejillas. La palabra "conciencia" está escrita en cada uno de sus rasgos. Ha sido un buen militante comunista, pero hubiera podido ser también un buen sacerdote, un buen médico. Y con su pasión por servir y su atención a los detalles, un muy buen administrador. ¡Qué lástima que no haya sido alcalde de Malejac! Estoy seguro que aún ahora, le sucede a veces lamentarlo.

– ¿Qué piensas de esto?

– Guerra psicológica -dice sobriamente.

Esto es sólo una comprobación. La apreciación vendrá más tarde. Reflexiona nuevamente. Dejémoslo masticarlo. Sé que es lento, pero sé que el resultado de sus rumiadas vale la pena.

Prosigue:

– Pero en mi opinión, esto no servirá más que si Vilmain y Feyrac mueren. En ese caso, evidentemente, en vista de que no tendrán quien los mande, los otros pueden preferir la vida salva al combate.

A Cati le declaré: si las cosas se les estropean. Meyssonnier es mucho más conciso: si Vilmain y Feyrac son muertos. Es él quien tiene razón. El matiz es importante. Tendré que recordarlo cuando dé las consignas de tiro, en el momento del combate.

Me levanto. -Bueno. ¿Me puedes buscar una chapa de madera, pegarle esto y hacerle dos agujeros?

– Es muy practicable -dice Meyssonnier, levantándose a su vez.

Rodea mi escritorio, con el cartel en la mano y se para a mi lado.

– Quería decirte una cosa. ¿Siempre quieres que no se utilicen más que las troneras de los merlones?

– Sí. ¿Por qué?

– No hay más que cinco. Con las dos troneras del castillete, son siete. Y ahora somos diez.

Lo miro.

– ¿Qué conclusión sacas de eso?

– Que hacen falta tres muchachos afuera y no dos. Te lo señalo porque la casamata es muy chica para tres.

¡Meyssonnier, después de Cati! Todo Malevil reflexiona, busca, inventa. Todo Malevil está tendido hacia una meta única, con todas sus fuerzas. Tengo la impresión, en ese minuto, de formar parte de un todo que comando pero al cual yo mismo estoy subordinado, del que yo soy además, únicamente, un engranaje porque piensa y actúa por cuenta propia, como un solo ser. Es una impresión embriagadora que nunca tuve en mi existencia de antes, en donde todo lo que yo hacía se reducía mezquinamente nada más que a mí.

– Pareces contento -dice Meyssonnier.

– Lo estoy. Me parece que marcha bien Malevil.

Esta frase, mientras la pronuncio, me suena irrisoria en comparación con lo que siento.

– A pesar de todo -dice Meyssonnier- ¿no sientes de vez en cuando un vacío en el estómago?

Me largo a reír.

– ¡Y claro!

Se ríe él también y agrega:

– ¿Sabes a lo que me hace acordar? ¡La víspera del certificado de estudios!

Me sigo riendo y lo acompaño hasta la escalera caracol, con la mano sobre su hombro. Se va y vuelvo sobre mis pasos para agarrar mi Springfield y cerrar la puerta.

En el patio del primer recinto, Colin, Jacquet y Hervé me esperan, los dos últimos pala en mano; Colin, con las manos vacías y un poco alejado. La proximidad de estos dos gigantes le debe resultar un poco opresiva a su pequeña talla.

– Guarden sus útiles -les digo-. Tengo trabajo para ustedes. Esperamos a Meyssonnier.

Cati sale de la Maternidad al oír mi voz, con la rasqueta en una mano y la broza de grama en la otra. Sé lo que hace: aprovecha que Amaranta tiene una litera propia para limpiarla. Porque Amaranta tiene pasión por revolcarse, así su box esté embarrado o no. Falvina está sentada sobre un grueso tocón cómodamente instalada a la entrada de la gruta y se levanta con aire culpable al verme.

– Pero quédate sentada, Falvina, te toca el turno de descansar.

– No, no -dice con una ostentación que me molesta-. Te imaginas si tengo tiempo para sentarme.

Se queda parada entonces, pero sin hacer por otra parte más trabajo parada que sentada. Se calla, y ya es algo. La bronca de esta mañana le hace todavía efecto.

Ese comportamiento irrita también a Cati, tanto más que para sacar la litera, debió, como ella dice, "chuparse" lo más pesado del trabajo. Como la siento lista para picotear a su Mémé, intervengo:

– ¿Acabaste con Amaranta?

– ¡Y no demasiado pronto! ¡Y lo que he tragado de polvo de bosta! ¿Valía la pena ducharse? ¿Y es fácil, te parece, rasquetear con un fusil en bandolera? -se ríe al pronunciar esta palabra- ¡Y esta idiota que no piensa más que en matar gallinas! ¡A propósito, te aviso! ¡Ya está, una más! ¡Que le encajé una bofetada en la nariz, a tu Amaranta, que se va a acordar!

Pido ver a la víctima. Por suerte es una gallina vieja. Se la paso a Falvina.

– Toma Falvina, la vas a desplumar y vaciar y se la llevarás a la Menou.

La Falvina asiente, feliz de ese trabajito de sentada, muy de su competencia.

Bueno, se espera a Meyssonnier. La vida en Malevil continúa. Jacquet con los brazos colgantes, sorprendido de verse desocupado, me mira con sus buenos ojos de perro, plañideros, querendones y húmedos de afecto. Hervé, elegantemente apoyado sobre un pie, frota su atractiva barba en punta y mira a Cati que no lo mira pero que se hace la interesante, en parte para él, en parte para mí, moviendo sin ninguna utilidad diversas partes de su cuerpo. Colin, apoyado en la pared, observa la escena desde lejos, con su sonrisa en góndola. Y Falvina se ha vuelto a sentar, con la gallina sobre sus rodillas. Aún no ha empezado a desplumarla, pero ya llegará. Se está preparando.

– Finalmente -dice Cati siguiendo con sus contoneos-, tu Amaranta no tiene más que defectos. Tira, se revuelca en el barro, mata a las gallinas.

– Tal vez sea secundario para ti, Cati, pero Amaranta es también un muy buen caballo.

– ¡Oh, por supuesto, la adoras! -dice con desparpajo-. ¡A ella también! -Se ríe- No importa, deberías de todos modos poner un pedazo de enrejado en la parte baja de su box. No vale la pena tener ocho hombres en la casa si no hay ni siquiera uno para hacer eso! -Se ríe y mira a Hervé con el rabo del ojo.

Dejo el grupo, me dirijo a paso largo hacia el almacén del torreón, tomo un rollo de alambre y una pinza, anoto lo que saqué en la pizarra destinada a Thomas. Mientras hago esos gestos maquinales vuelvo a pensar en Cati y en su sugestión sobre el uso de nuestra caballería, y en Meyssonnier y su preciosa observación acerca de las troneras de los merlones. De golpe, me doy cuenta de una cosa: todo lo que estamos haciendo en Malevil, y con apremio, es aprender el arte de la guerra. La evidencia es enceguecedora: se acabó el estado tutelar. El orden son nuestros fusiles. Y no solamente nuestros fusiles: nuestras estratagemas. Nosotros que en Pascua teníamos solamente la apacible preocupación de ganar las elecciones de Malejac, estamos tratando de inculcarnos, una a una, las implacables leyes de las tribus guerreras primitivas.

Cuando salgo del almacén, me encuentro con Meyssonnier llevando mi cartel. Se lo agarro. Está perfecto. Y hasta artístico. Meyssonnier ha dejado un margen de madera contrachapada todo alrededor de la hoja de dibujo. Volviendo con él al primer recinto, releo mi proclama. De golpe, siento también un pequeño vacío en el estómago. No tiene importancia, va a pasar.

Apenas llegamos a la altura del grupo, Cati me pregunta qué hay sobre mi tabla y se la tiendo estirando bien el brazo para que todos puedan leer. Colin, a su vez, se aproxima.

– ¡Cómo! ¿Usted es abate? -dice Hervé, estupefacto, y su súbito cambio de tratamiento provoca sonrisas.

– He sido elegido abate de Malevil, pero puedes seguir hablándome de tú.

– Está bien -dice Hervé, retomando su aplomo-, tiene razón de haberlo puesto en el papelucho, hay muchachos en la banda sobre los que eso va a producir su efecto. Y también tienes razón en llamar a Vilmain “fuera de la ley”. Poco le falta a ese canalla para presentar sus exacciones como legales, dado el grado que tenía en el ejército

Estas dos observaciones me producen placer. Confirman lo que yo pensaba: que en los tiempos anárquicos en que vivimos, no existen únicamente relaciones de fuerza. Contrariamente a lo que pudiera pensarse, un grado, un título, una función, continúan importando, con el caos general, los hombres se aferran a lo que subsiste del orden desaparecido. La más mínima apariencia de legalidad los fascina. Le he pues asestado a Vilmain un golpe sensible al arrancarle, sobre el papel al menos, sus galones de oficial.

– Cati, eres tú quien va a hacernos salir a los cinco por la gatera. Y te quedarás próxima al castillete de entrada todo el tiempo que estemos fuera. Tú, Falvina, le vas a avisar a Peyssou que salimos. Está en la bodega con Mauricio.

– ¿En seguida? -dice la Falvina sin levantarse, con la gallina aún intacta sobre sus rodillas.

– En seguida -le digo con un tono seco- Y muévete.

Cati se ríe y girando con arrogancia su busto joven sobre su cintura delgada, mira partir a la Mémé, bamboleándose como una gelatina.

Cuando estamos todos afuera, en el camino, tomo vivamente la delantera con Meyssonnier, y le doy en voz baja mis instrucciones. Le toca a él cavar un agujero individual sobre la colina que linda con la de las Siete Hayas, con unas buenas vistas sobre la empalizada.

Asiente. Lo dejo con Hervé y Jacquet y me meto con Colin en el atajo forestal. Camino delante de Colin y le recomiendo poner sus pasos sobre mis huellas, esto porque si me topo con mis ramas con sus ligaduras, haría un rodeo por la espesura para evitar romperlas.

Las encuentro a todas. El adversario no ha descubierto pues el atajo que me lleva a La Roque. Lo suponía, por todas las razones que ya dije. Estoy contento de haberlo verificado. Resta la segunda parte de mi misión. La última vez que fui a caballo a La Roque por la ruta, me llamó la atención un pasaje encajonado entre dos colinas, enfrentándose con dos troncos de árboles calcinados, de cada lado del camino. Tengo la intención de tender el alambre que he traído entre esos dos troncos y colgar la proclama destinada a Vilmain. Desgraciadamente, a pie, hasta por el atajo, es bastante lejos. Siento a mi espalda a Colin que pena y resopla, y recuerdo de pronto con remordimiento que ha dormido poco la última noche, habiéndola pasado en la casamata. Me doy vuelta.

– ¿Estás roto?

– Un poco.

– Media hora más ¿aguantas? Apenas haya terminado de colgar mi cartel, hacemos una pausa.

– No te preocupes -dice Colin frunciendo las cejas y avanzando la mandíbula.

A pesar de haber pasado los cuarenta, lo encuentro muy infantil cuando pone esa cara. Me cuido muy bien de decírselo. Le da mucho valor a su virilidad, quizá no en el estilo brillante de Peyssou pero, en el fondo, igual.

Hace mucho calor. Transpiro en abundancia. Me abro el cuello y me arremango la camisa. Me doy vuelta de vez en cuando y retengo una rama para que no golpee a Colin al retomar su lugar. Le veo el rostro pálido, los ojos un poco hundidos, los labios apretados. Siento alivio por él cuando llegamos.

Desde el sendero forestal a la ruta, la marcha al principio es en pendiente suave, pero termina con unos veinte metros abruptos y rocosos. Para bajar, se puede en última instancia dejarse deslizar. Es para volver a subir donde está la dificultad La configuración del terreno es la misma del otro lado de la ruta, lo que da, por lo demás, algo de opresivo a la ruta misma en ese lugar. Parece estrangulada entre dos declives.

Bajo, propulsado más rápido de lo que quisiera. Aterrizo bastante brutalmente en la ruta. Paso el alambre por los dos agujeros del cartel y lo fijo en un tronco antes de tenderlo a través del camino y de fijarlo al tronco de enfrente. No demoro mucho. Colin, a quien no veo, está acostado en el extremo de la maleza sobre el reborde a pique, con el fusil delante de él, cubriéndome en la dirección de La Roque. Buena protección, si tenemos que enfrentarnos con un individuo aislado. ¿Pero si es una banda? En ese caso yo sería muy vulnerable, al no tener detrás de mí más que un terreno completamente pelado, sin foso ni arbustos, hasta la próxima curva y con la perspectiva, si quiero llegar a la maleza, de trepar de uno o de otro lado veinte metros de talud muy en pendiente y a plena vista del adversario.

Me doy cuenta que con el arma en bandolera, es decir no inmediatamente utilizable, y con la ayuda de mis dos manos, con gran dificultad llego a subir la cuesta y al precio de repetidos esfuerzos, de resbaladas, de medias caídas y, todo eso, con una extrema lentitud.

Llegado a la cima, Colin está tan bien camuflado en la maleza que no lo veo por ningún lado. Él me ve, estoy seguro, pero no me atrevo a llamarlo, de miedo de hacer ruido. Oigo una lechuza que chilla. Me detengo, estupefacto. Porque desde el día del acontecimiento, todo es silencio: ni zumbido de un insecto, ni grito de un pájaro. El chillido recomienza, muy cerca. Me dirijo hacia él y tropiezo con las piernas de Colin.

– ¡Eh, cuidado, estoy aquí! -dice en voz baja.

– ¿Oíste la lechuza?

– Soy yo -dice Colin riéndose sin ruido-. Era para llamarte.

Y de un golpe seco, triunfalmente, vuelve a poner el seguro a su arma.

– ¿Eres tú? ¡Pero, oye, estaba muy bien! Me hiciste equivocar.

– ¿No te acuerdas de las imitaciones en la época del Círculo? Yo era el mejor.

Está orgulloso de ello, hasta hoy. Se destacaba, Colin, en todo lo que no exigiese fuerza: el arco, la honda, el billar, la prestidigitación. Y por supuesto, hacer malabarismos con tres pelotas, fabricar una flauta con una caña, construir una guillotina de papel para moscas, abrir una cerradura con un alambre y simular una caída espectacular subiendo a la tarima del maestro.

Le sonrío.

– Diez minutos de pausa. Puedes echarte un sueñito.

– ¿Sabes lo que pensaba cuando te cubrí, Emanuel? Que este pedazo de ruta es la curva soñada para una emboscada. Con cuatro tipos, dos de cada lado de la ruta, te limpiarías toda una banda.

– ¡Bueno, duerme, duerme! Harás estrategia después.

Y para que se duerma más rápido me alejo, pero esta vez para no perderlo de nuevo tomo puntos de referencia en la maleza.

Miro a Colin cuando me voy yendo. Apenas acostado, se apaga, aplastando con su espalda dos o tres helechitos, con su fusil en el hueco del brazo, como una mujer muy amada.

Miro mi reloj. Camino de un lado a otro. Mis botas cortas no hacen ningún ruido. Esta ladera mira al norte y con las lluvias que hemos tenido, el musgo lo ha invadido todo. Me asombra otra vez la exuberancia tropical de la maleza. Pero es muy poco diversificada. Tengo la impresión de que los helechos, por su aplastante vitalidad, están conquistándolo todo. El silencio, la ausencia de vida son oprimentes. La más leve tela de araña, el hilo más fino de una rama a la otra me daría un placer. Pero a menos que no emigren hacia nosotros de regiones atacadas, tengo miedo de que no volveremos a ver más insectos. ¿Y los pájaros? Suponiendo que en otro lado hayan sobrevivido ¿cómo podrían vivir aquí sin insectos? El bosque antes de un cuarto de siglo se reconstituirá, pero la naturaleza seguirá mutilada.

El estar envuelto por ese silencio asfixiante, en la humedad pegajosa de la maleza, sin un soplo de viento que haga mover las hojas me hace sentir solo, y paso un mal rato. No es la aprensión del combate. Las tripas revueltas, el vacío en el estómago, el corazón a los golpes, eso ya lo conozco, gracias. No, lo que siento es peor. Es otra clase de angustia. Colin duerme, y sin él, sin mis compañeros, lejos de Malevil, tengo la impresión de que no soy absolutamente nada. Floto como un traje vacío.

Encuentro ese vacío tan insoportable que despierto a Colin. Qué egoísmo. Lo despierto unos buenos cinco minutos antes de la hora que me había fijado. Abre los ojos, se despereza, me habla y su primera palabra es para insultarme. No importa, desde el momento que me habla, me reencuentro. Con mis lazos de afecto, mis responsabilidades, el papel que mis compañeros me han confiado y el carácter que me conocen. Entro en mi pellejo, muy aliviado de tener uno.

– ¿No podías dejarme de joder? -dice Colin en voz baja-. ¡Tenía uno de esos sueños!

Se muere por contármelo, pero le hago señas de que se calle. En este sitio estamos demasiado cerca de la ruta. Nos metemos en la maleza y cuando por fin estamos en el sendero se ha olvidado de su sueño, pero no de su preocupación subyacente. Es curioso que el peligro no consiga reprimir del todo nuestros pensamientos cotidianos. Me mira, con la ceja en circunflejo y una media sonrisa.

– ¿Cati no te anda un poco atrás?

– Sí.

– ¿Y no anda atrás de Peyssou?

– ¿Lo notaste?

– ¿Y atrás de Hervé?

– Puede ser.

Un silencio.

– Y bueno, dime. ¿Y Thomas?

– Thomas se dice que en Malevil hay dos mujeres para seis.

– ¿Y entonces?

– Se pregunta si ha sido prudente casarse con Cati.

Un silencio, y Colin prosigue:

– Según tu opinión ¿por qué crees que hay tan pocas mujeres?

– Por las bandas errantes, cae de su propio peso. O bien los jefes de banda no las quieren, o bien, físicamente, han sido eliminadas. Cuando casi no hay qué comer, los más fuertes son los que comen.

– ¿Pero para la gente como nosotros?

– ¿Quieres decir los sedentarios?

– Sí.

– Ese es otro fenómeno, me parece. Antes del día del acontecimiento, las mujeres desertaban del campo hacia la ciudad en la proporción de un ochenta por ciento.

– ¿Y crees que todas las ciudades han sido destruidas?

– No lo sé. Pero hasta ahora, las bandas con las que nos hemos encontrado no estaban compuestas de gente de ciudad.

Un silencio.

– Está mal -dice Colin con aire sombrío-. Sería mejor para todos que cada uno tuviera su mujer.

Reflexión que, pensándolo bien, no me parece muy gentil para Miette. Pobre Miette. Uno más ya se ha cansado un poco de su funcionalidad.

Cambio de tema.

– Colin, quisiera que esta tarde duermas a todo trapo.

Como lo había previsto, se resiste.

– ¿Y por qué yo? -dice cuadrándose de hombros.

Efectivamente ¿por qué él? No es porque sea pequeño que lo digo.

Agrego muy serio:

– Quiero confiarte un papel muy importante en el despliegue de la defensa.

– Ah -dice serenándose.

– Quisiera que ocuparas el agujero individual que Meyssonnier está cavando.

– ¿Y quién va a ocupar la casamata?

– Hervé y Mauricio.

– ¿Y yo el agujero?

– Sí, y eso quiere decir que no dormirás en toda la noche. Ellos podrán dormir cada uno por turno, pero tú no.

– No es una noche en blanco lo que me da miedo -dice Colin con aire negligente. Y agrega-: ¿qué tendré como arma?

– Un fusil 36.

– ¡Ah! -dice muy satisfecho.

Levanta la cabeza para mirarme.

– ¿Y los otros?

– ¿Hervé y Mauricio?

– Sí.

– Los suyos.

Un silencio.

– ¿Por qué los tres fusiles 36?

– Para que los muchachos de Vilmain, cuando ustedes empiecen a tirarle en el traste, no puedan notar la diferencia, al oído, con sus propios fusiles.

Se detiene y me mira con una sonrisa en góndola.

– Al oído, pero no al tacto. -Agrega-: tienes ideas que no se le ocurrirían a nadie.

– Tú también.

– ¿Yo?

– Te lo diré más tarde. No he acabado. Esta noche te confiaré mis gemelos.

– ¡Ah! -dice Colin.

Y agrego:

– Creo que Vilmain atacará al amanecer. Cuento contigo para que lo detectes el primero y para que me señales su presencia.

– ¿Con la linterna eléctrica?

– De ningún modo. Te revelarías.

– ¿Cómo entonces?

Lo miro.

– El grito de la lechuza.

Me mira a su vez, me hace una sonrisa radiante y tiene un aspecto tan ingenuamente orgulloso que su reacción me da un poco de pena, por más que la hubiera anticipado. Si fuera posible daría con gusto la mitad de los centímetros que tengo de más para que él dejara de buscar compensaciones a su altura en las cosas más mínimas.

– Hablaste de una idea mía -dice Colin al rato.

– Una idea de Cati y una idea tuya.

– ¿Una idea de Cati? -dice Colin.

– Ves, no lo hubieras creído. En tu pensamiento, quizá la habías especializado un poco demasiado.

El tiempo de permitirnos una risita "entre hombres" y prosigo:

– Si Vilmain se retira vamos a perseguirlo a caballo, pero no por la ruta. Por el atajo donde estamos. Llegaremos mucho antes que él al lugar del cartel. Y allí le tenderemos una emboscada.

– ¡El de la idea de la emboscada soy yo! -dice Colin con un discreto orgullo-. ¿Y Cati?

– Cati pensó en los caballos. Y yo, en el sendero.

Lo dejo bañarse en su gloria. Caminamos durante unos buenos cinco minutos en silencio y vuelve a hablar con una voz un poco cambiada:

– ¿Crees que se la vamos a dar a Vilmain?

– Sí, lo creo.

Y agrego:

– Ahora no le tengo miedo más que a una sola cosa: que no venga.

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