XII

La partida de Armand fue como una señal. De nuevo aparecieron las cabezas en la ventana. Un instante más tarde, todos los larroqueses invadieron la calle principal. En parte porque el pedazo de hogaza y de manteca que acababan de engullir les había devuelto un cierto vigor, y en parte también porque la derrota de Armand, observada desde detrás de los vidrios, había fortificado la moral, su actitud había cambiado. El miedo no había desaparecido del todo, lo comprobaba en las miradas furtivas lanzadas a Fabrelâtre y también por el hecho de que nadie comentaba la pelea ni se animaba a ir a dar una mano a Colin, ni siquiera acercarse a la carreta. Pero todos hablaban más alto, tenían el gesto más animado. Y se sentía en las miradas una excitación contenida. Subí los dos escalones del puesto de Lanouaille, golpeé las manos y dije bien fuerte:

– Tengo la intención, antes de llevarme las dos yeguas, de hacerles hacer algunos ejercicios de equitación en la explanada del castillo, para ablandarlas. En realidad, como hace mucho tiempo que no han sido montadas, me parece que va a haber jaleo. Si les interesa ¿quieren que le pida a Fulbert que les permita estar presentes?

Todas las manos se levantan a la vez y hay una explosión de alegría que me sorprende. Aunque tenga el tiempo limitado me entretengo en observar este alborozo, a tal punto, en el fondo, lo encuentro lastimoso. La vida de los larroqueses es pues tan vacía y tan triste que la perspectiva de ver a alguien sobre un caballo los pone en tal estado… Siento en mi mano izquierda una manita tibia. Es Evelina. Me agacho.

– Ve a buscar a Cati a la carreta y dile que la espero en lo de su tío.

Espero que Fabrelâtre me dé la espalda y me voy a la casa del zapatero. Marcel llega unos minutos después. Él también está más alegre.

– ¡Ya puedes decir que les vas a dar un gusto a los de La Roque con tu número, Emanuel! Lo que nos mata aquí, no es solamente la injusticia, es el aburrimiento. No hay un cuerno que hacer. Todavía yo, trabajo un poco en mi oficio. Claro, mientras tenga cuero. ¿Pero los demás? ¿Pimont, Lanouaille, Fabrelâtre? ¿Y los cultivadores que no podrán sembrar hasta octubre? Y ni radio, ni tele, ni siquiera un tocadiscos. Al principio, la gente iba a la iglesia nada más que para estar juntos y que alguien les hablara. Fulbert, los primeros días, reemplazó a la tele. Desgraciadamente, el cura, muy pronto te cansas de lo que cuenta, es siempre la misma cosa. No lo podrás creer, pero todos nos presentamos como voluntarios todos los días para ir a limpiar al castillo la bosta de los caballos. ¡Casi se ha convertido en una recompensa limpiar la bosta! En mi opinión, la tiranía de Fulbert sería mucho más tolerable si nos tuviera más ocupados. Yo no sé en qué. Por ejemplo, despejar la ciudad baja, hacer montones con las piedras, recuperar los clavos. Y hacer todo eso juntos, ves, en equipo. Porque aquí el drama es que no hay ninguna vida comunitaria. Nada. Cada uno en su casa. ¡Y que las cosas caigan del cielo! Si seguimos así, muy pronto no seremos ni hombres.

No tengo tiempo de contestar. Precedida de Evelina, que al punto viene a meterse entre mis piernas, la Cati entra corriendo.

– Cati -digo- tengo poco tiempo y no lo voy a perder en discursos. ¿Estarías dispuesta a venir a vivir con Evelina? Tu tío está de acuerdo.

Se pone roja y una expresión ávida invade su rostro. Pero se recupera en seguida.

– Ah, y bueno, eso sí que no sé -dice bajando los ojos, como con aire de pensar en algo.

– No parece que te encantara, Cati. Puedes negarte, si quieres. No fuerzo a nadie.

– Pero no, pero no, más bien es porque no me hace feliz dejar al tío.

– Vamos, vamos -dice Marcel.

– Si te da tanta lástima -digo yo- entonces quizás es mejor que te quedes. No hablemos más de eso.

Se da cuenta al instante que me estoy burlando de ella, se pone a sonreír, y me dice con un descaro campesino que me gusta muchísimo más que esos airecitos que se daba hasta hace un momento:

– ¡No hablas en serio, claro! ¡Estaría muy contenta de irme con ustedes!

Me pongo a reír, en efecto, y Marcel también. Ha debido notar los cortos diálogos y las largas miradas delante del puesto del carnicero.

– ¿Entonces, vas? ¿Sin mucha pena?

– ¿Sin mucha pena de dejar a tu tío? -dice Marcel.

Se ríe a su vez, con franqueza, con ímpetu, y su risa, prolongándose de un extremo al otro de su cuerpo, hace ondular sus espaldas, su pecho, sus caderas. El espectáculo me gusta y mis ojos se entretienen en él. Por supuesto, en seguida se da cuenta de ello y redobla su pequeña danza, mientras me lanza unas miradas…

Prosigo:

– Escucha bien, Cati. Te imaginas que si le pidiéramos autorización a Fulbert, no la conseguiríamos. Tú y Evelina se van a ir a escondidas. Dentro de unos minutos, todos los del burgo probablemente se van a dirigir a la explanada para asistir a un número que voy a hacer con los caballos. No los seguirás. Te quedarás en tu pieza, aparentemente para cuidar a Evelina que habrá sufrido un ataque de asma. Cuando todo el mundo esté en el castillo, harás tu valija y la de Evelina, las llevas a la carreta, las disimulas con cuidado bajo las bolsas vacías que nos han servido para envolver las hogazas. Después de eso, saldrán a pie por la puerta sur, tomarán la ruta a Malejac, y nos esperarán a cinco kilómetros de aquí, en el cruce de la Rigoudie.

– Lo conozco -dice Cati.

– No se hagan ver antes de habernos reconocido. Y tú, Evelina, obedece a Cati en todo.

Evelina hace sí con la cabeza, sin decir nada, mirándome con un mudo fervor. Hay un silencio.

– Te agradezco, Emanuel -dice Cati emocionada-. ¿Puedo decírselo a Thomas?

– No le dices nada. No tienes tiempo. Vuelas con Evelina a tu pieza.

Y vuela, en efecto, no sin darse vuelta para ver si sigo con la mirada su salida.

– Bueno, Marcel, te dejo, no quiero que Fulbert me vea en tu casa. Eso te comprometería.

Me abraza. Apenas en el corredor, vuelvo sobre mis pasos, saco de mi bolsillo un paquete y lo pongo sobre la mesa.

– Dame el gusto de aceptarlo, vamos. Compensará un poco la disminución de las raciones cuando se dé cuenta de la fuga de Cati.

Ya en la calle me aborda una señora alta y maciza vestida con un pulóver azul y un amplio pantalón. Tiene los pelos tupidos, cortos y canosos, una mandíbula fuerte y ojos azules.

– Señor Comte -dice con una voz grave y bien impostada- permítame que me presente: Judith Médard, profesora de matemáticas, soltera. Digo soltera, y no solterona, para prevenir las confusiones.

Encuentro que la presentación es divertida y como no tiene ni sombra del acento de aquí, le pregunto si es larroquesa.

– Normanda -dice, apoderándose de mi brazo y apretándolo con su potente mano-. Y vivo en París. O mejor dicho, vivía en París, en la época en que había un París. Tengo también una casa en La Roque, lo que me ha permitido sobrevivir.

Nueva presión sobre mi bíceps. Hago un discreto movimiento para liberarlo del apretón de esta vikinga, pero sin siquiera darse cuenta, lo juraría, afianza sus falanges sobre mi músculo.

– Lo que me ha permitido sobrevivir -retoma ella- y tomar conocimiento de una muy extraña dictadura teocrática.

Por fin, al menos, que no se deja aterrorizar por los oídos de Fabrelâtre. Sin embargo, por ahí se arrastran esos pesados cernícalos, a menos de cinco metros de nosotros, pero nuestra vikinga no les acuerda ni una mirada.

– Observe -prosigue con voz fuerte e impostada- que soy católica (tercera presión sobre mi brazo). Pero como un eclesiástico de esta índole, a la verdad, no he visto con frecuencia. ¿Y qué decir de la pasividad de nuestros conciudadanos? ¡Lo aceptan todo! ¡Es como para creer que les han retirado sus atributos viriles!

De esos atributos en cambio, ella debe haber recibido su parte, a pesar de su sexo. Porque ahí está, bien plantada dentro de sus pantalones, la mandíbula cuadrada emergiendo de su pulóver de cuello alto, con sus ojos azules relampagueantes. Y desafía el poder en voz alta en plena calle principal de La Roque.

– Menos uno -dice-: Marcel. ¡Ese sí que es un hombre!

¿Le palpará también los bíceps a Marcel? Podría hacerlo. Tendría con qué. Marcel, con más de sesenta años es todo músculos, y hay algunas mujeres (no solamente solteras) a quienes todavía les gusta frotarse a ellos.

– Señor Comte -prosigue con su voz de tribuno- le digo bravo. Bravo por la inmediata distribución de los víveres (presión sobre el brazo), única posibilidad para nosotros de tener nuestra parte. Y bravo también por haberse opuesto al SS local (nueva presión). No estaba levantada, si no fuera por eso lo hubiera apoyado.

Se inclina de golpe hacia mí. Digo se inclina porque me da la impresión de sobrepasarme en estatura unos 3 o 4 centímetros y me dice al oído:

– Si algún día usted intenta algo contra este triste señor, yo lo ayudaré, señor Comte.

Me ha dicho: yo lo ayudaré, en voz baja, pero con mucha energía.

Se levanta y dándose cuenta que Fabrelâtre está casi detrás de ella, suelta mi brazo, se da vuelta bruscamente y lo empuja con el hombro, lo que hace tambalear a ese gran cirio.

– ¡Aire! ¡Aire! -dice Judith con su vozarrón y un amplio movimiento de brazos-. ¡Diablos! ¡Hay espacio en La Roque!

– Disculpe, señora -dice Fabrelâtre débilmente.

Ella ni lo mira. Me tiende su ancha mano, se la estrecho y me voy, con el bíceps dolorido. Estoy contento de haber descubierto esa aliada.

Bajo hasta la carreta. La carga se ha hecho muy rápido y llega a su fin. Cra, que había ido a picotear las migas hasta bajo los pies de Lanouaille, se pasea con un aire doctoral sobre la amplia espalda de Malabar. Cuando me acerco, lanza un graznido amable, viene a posarse sobre mi hombro y me hace arrumacos. Thomas, rojo y tenso, con ojos inquietos, mira continuamente del lado de la zapatería, me lleva aparte y me dice:

– Qué pasa, ¿por qué Cati nos ha dejado?

Yo admiro al pasar ese "nos".

– Evelina tiene un ataque de asma y Cati se queda a su lado.

– ¿Es absolutamente necesario?

– ¡Desde luego que es necesario! -dije con tono molesto-. ¡Es muy doloroso un ataque de asma! Uno necesita ser reconfortado.

Baja los ojos confuso, luego levantándolos de golpe, parece tomar impulso y me dice con una voz sin timbre:

– Dime, ¿verías algún inconveniente en que Cati venga a vivir a Malevil con su hermana y su abuela?

Lo miro. El "con su hermana y su abuela", a mi entender, es aún más lindo que el "nos".

– Yo vería un muy gran inconveniente -digo con gravedad.

– ¿Cuál?

– Sucede que Fulbert prohíbe toda emigración de La Roque y se opondría seguramente a su partida. Habría que raptarla.

– ¿Y entonces? -dice con voz vibrante.

– ¿Cómo, y entonces? ¿Quieres arriesgar una ruptura con Fulbert por una chica?

– Quizá no sea necesario llegar a eso.

– ¡Oh sí! Fulbert, figúrate, se pirra por esta chica. Le ha pedido que vaya a servirlo al castillo.

Thomas palideció.

– Razón de más.

– ¿Razón de más por qué?

– Para sustraerla de ese individuo.

– Pero vamos a ver, Thomas, eres extraordinario, no has pedido la opinión de la Cati. Puede ser que le guste el Fulbert.

– Seguro que no.

– Y después -dije- a Cati, en el fondo, no la conocemos. No hace una hora que la hemos encontrado.

– Es muy bien.

– ¿Quieres decir moralmente?

– Sí, desde luego.

– ¡Ah! si esa es tu opinión, cambia todo. De una manera general, tengo confianza en tu objetividad.

Subrayo con la voz: objetividad. Trabajo de más. Ya en tiempos normales, Thomas es impermeable al sentido del humor. Con más razón ahora.

– ¿Entonces, es sí? -dice con ansiedad-. ¿La llevamos?

Yo lo miro, esta vez, muy seriamente.

– Me vas a prometer una cosa, Thomas. No tomar ninguna iniciativa en este asunto.

Vacila, pero algo en mi tono y mis ojos lo hace reflexionar, porque dice:

– Te lo prometo.

Doy vuelta la espalda, hago volar a Cra que me resulta muy pesado en el hombro y remonto la calle principal. En el fondo, el gran portal verde oscuro acaba de abrirse y las conversaciones, de golpe, se paran. El primero en franquear el umbral es Armand, trompudo y callado. Después viene alguien bien especial, a quien no conozco, pero que de acuerdo con la descripción de Marcelo imagino que es Gazel. Y por último aparece Fulbert.

Es un buen comediante. No se contenta con aparecer. Hace su entrada. Dejando a Gazel el cuidado de cerrar la puerta detrás de él, se inmoviliza, paseando la mirada sobre la multitud con aire paternal. Viste el mismo completo antracita, la camisa que yo le he "cedido", corbata tejida gris, y lleva al pecho su cruz pectoral, de la cual sostiene la extremidad entre el pulgar y el índice de la mano izquierda, como para extraer de ella su inspiración. El sol hace brillar su casco de cabellos negros y marca su máscara ascética iluminada por sus bellos ojos bizcos. No saca pecho, Fulbert al contrario, deja su cuerpo un poco como detrás de su cabeza, para marcar bien el poco caso que hace de sí mismo. Los ojos fijos sobre los larroqueses, tiene un aire benigno, paciente, listo para el martirio.

En cuanto me ve, yendo hacia él, y abriéndome paso ante la pequeña multitud, sale de su inmovilidad y se adelanta hacia mí, con las manos tendidas al extremo de sus brazos con un aire alegre y fraternal.

– Bienvenido a La Roque, Emanuel -me dice con su bella voz grave tomando mi mano en su diestra y apoyando encima por añadidura su mano izquierda como para aprisionar un tesoro-. ¡Qué alegría de verte! Desde luego, no hay ningún problema -continúa dejando con pena mis falanges-. Ya que Colin no es larroqués, no hay ni qué decir que los decretos de La Roque no se aplican a él. Puede, entonces, mudar su negocio.

Esto lo dijo muy rápido y con un tono negligente, como si el problema no se hubiera presentado nunca.

– Aquí está la vaca -empalma con un tono maravillado dándose vuelta hacia ella y levantando el brazo como si la fuese a bendecir-. ¿No es acaso un milagro que el buen Dios haya creado un animal que, a partir del heno y del pasto, pueda hacer leche? ¿Cómo se llama?

– La Negrita.

– La Negrita nos dará sin embargo leche blanca -prosiguió con una risita eclesiástica, que sólo Fabrelâtre y Gazel contestaron-. Pero veo también a tus amigos, Emanuel. Buen día, Colin. Buen día, Thomas. Buen día, Jacquet, -dijo con bondad pero sin adelantarse ni estrecharles la mano, mostrando así que pone cierta distancia entre el maestro y sus compañeros. Para Miette y Falvina se conforma con un movimiento de cabeza-. Sé también, Emanuel, que nos has hecho hermosos regalos -dijo, dirigiendo hacia mí sus ojos húmedos de bondad-. ¡Pan, carne, manteca!

A cada exclamación, sus dos brazos se levantan al mismo tiempo en el aire.

– Las dos hogazas y la manteca son regalos -digo con voz clara-. Pero no la carne. Ven a ver, Fulbert.

Lo precedo hasta el puesto del carnicero.

– Como puedes constatar, no es poco. La mitad de un ternero. Le he dicho a Lanouaille que no espere para cortarlo, dado que el día se presenta caluroso y que no hay más heladeras.

Continúo:

– En cuanto al pan y la manteca, digo una vez más que son regalos. Pero el ternero, no. Por el ternero, Malevil espera de La Roque una contrapartida de azúcar y de jabón.

Tres cosas por lo menos desagradaban a Fulbert en este discurso: lo llamo Fulbert en su feudo; el corte del ternero es desde ese momento irreversible, y exijo de él vituallas. Pero no deja traslucir su descontento. Admira el ternero con suavidad.

– Es la primera carne fresca que tendremos para comer después de la bomba -dice con su hermosa voz de barítono, paseando sus ojos melancólicos sobre mí, sobre mis compañeros y sobre los larroqueses siempre silenciosos-. Me alegro por todos nosotros. En lo que me concierne, como tú sabes, Emanuel, tengo muy pocas necesidades. Te imaginas que un hombre en el estado en que estoy yo, con un pie en la tumba, ya no puede tragar gran cosa. Pero por otro lado, mientras viva, me considero como responsable de las magras reservas de La Roque y me disculparás de tratarlas contigo con parsimonia.

– Los regalos son los regalos -digo fríamente-. Pero el trueque es el trueque. Si los intercambios entre Malevil y La Roque deben continuar, no puede ser que la contrapartida sea irrisoria. Me parece que no soy demasiado exigente pidiendo diez kilos de azúcar y quince paquetes de lejía por la mitad de un ternero.

– Veremos, Emanuel -dice Fulbert con voz dulce-. Yo no sé cuánto nos queda de azúcar (y veo que fulmina a Gazel que iba a hablar), pero haremos lo imposible para satisfacerte, por lo menos para satisfacerte bastante. Te habrás dado cuenta ya que vivimos aquí en la más completa pobreza. Nada en común, por cierto, con la abundancia que reina en Malevil. Aquí, (mira a sus parroquianos con aire entendido) tendrás que perdonarnos, Emanuel, ni siquiera los podemos invitar a almorzar.

– De todas maneras -dijo-, pensaba irme en cuanto me hubieran entregado los caballos, los fusiles y los comestibles. En fin, no del todo, pues es necesario que antes de partir me tome el tiempo de hacer distender a las yeguas.

Lo pongo al corriente de mi proyecto sobre la explanada.

– ¡Pero, es una idea excelente! -dice Fulbert, de inmediato seducido con la idea de hacer de príncipe bueno sin que le cueste nada-. No tenemos, ¡ay! muchas distracciones en la parroquia. Tu número será bienvenido, Emanuel, sobre todo si no es muy peligroso para ti. Y bien, vamos -dijo, con un gran gesto generoso de sus dos brazos para atraer hacia sí a sus ovejas.

– No perdamos tiempo, puesto que estás apurado. Pero no veo a Cati -prosiguió, mientras que Gazel y Armand, obedeciendo un gesto, abren de par en par los batientes del portón, y los larroqueses se adelantan por la alameda del castillo algo más animados, pero sin levantar la voz.

– Evelina tiene un ataque de asma y Cati la cuida -dije-, lo acabo de oír hace un momento.

Y para evitar que dé marcha atrás, avanzo por la alameda con paso rápido.

Quiero reservar los caballos para el último bocado y pido a Fulbert que me dé primero los fusiles, los cartuchos y los comestibles. Fulbert me confía al cuidado de su vicario, después de haberle dado su manojo de llaves y decirle algunas palabras en voz baja. Jacquet y Colin me siguen con dos grandes bolsas.

Yo no sé si en la pareja famosa de cómicos americanos, es Laurel el gordo y Hardy el flaco, pero Gazel, en todo caso, me hace pensar en el más flaco. Tiene el mismo cuello largo, la cara delgada, el mentón puntiagudo, los ojos saltones, un aire de tonto. A diferencia de su sosias, sin embargo, sus cabellos entrecanos no son hirsutos sino muy bien peinados, con rulos hechos con tijera como los de mis hermanas. Tiene los hombros estrechos, el talle fino, las caderas anchas y está envuelto en una blanca blusa, inmaculada, de enfermero, que se ciñe, no a la altura del ombligo como lo hubiera hecho un hombre, sino mucho más arriba. Su voz no es ni masculina ni femenina, es neutra.

Camino a su lado por una interminable galería embaldosada de mármol del castillo.

– Gazel -le digo-, tengo entendido que Fulbert tiene la intención de ordenarte sacerdote.

– No, no, no exactamente eso -dice Gazel con su voz indefinida-. El señor cura tiene la intención de presentarme al voto de los fieles de La Roque.

– ¿Y de mandarte a Malevil?

– Si por lo menos ustedes me quieren -dice Gazel con una humildad que, cosa curiosa, no suena nada falsa.

– Nosotros no tenemos nada contra ti, Gazel. Por otra parte, supongo que te daría mucha pena dejar el castillo de La Roque y tu casita del pueblo.

– Sí -dice Gazel, con una franqueza que me sorprende-. Sobre todo mi casa.

– Y bien -le digo- no tendrás que hacerlo, he sido elegido el domingo a la noche abate de Malevil por unanimidad de los fieles.

Oigo a mi espalda una risita y supongo que es Colin, pero no me doy vuelta. En cuanto a Gazel, se detiene y me mira con sus ojos saltones. Tienen una expresión de permanente asombro a causa de esa misma prominencia y también de la distancia anormal que separa las cejas de los párpados. Es esa conformación lo que le da a Gazel ese aire de tonto, aire engañoso, pues no es tonto. También observo una hinchazón a un lado de su largo cuello. Es, me parece, un principio de paperas, y eso me sorprende, porque son casi siempre, entre nosotros, las viejas las que padecen esa enfermedad… Pero de todas maneras, al pobre muchacho, no le deben funcionar normalmente ninguna de sus glándulas.

– ¿Usted se lo ha dicho al señor cura? -pregunta Gazel con su voz aflautada.

– Todavía no he tenido oportunidad.

– Es que el señor cura va a estar muy contrariado -dice Gazel reemprendiendo su marcha a mi lado por el corredor.

Lo que quiere decir, supongo, que él no lo está en absoluto.

La perspectiva de dejar La Roque y de no poder todas las mañanas frotar una casa ya limpia debe haberle parecido horrible. En el fondo nada antipático, este Gazel. Dulce maniático que adora a su cura, que sueña entrar intacto en el paraíso con sus bellos bucles, su blusa blanca sin mancha, su pequeña alma bien frotada, y una vez allí echarse en regazo de la virgen María. Inofensivo. No, quizá no. No del todo inofensivo, puesto que ha aceptado un maestro como Fulbert y que cierra los ojos ante la injusticia.

La puerta de la bodega está cerrada a doble llave y Gazel la abre. Es ahí donde Fulbert ha almacenado los tesoros arrancados a La Roque por la persuasión. La bodega está dividida en dos. En la que estamos, los bienes no comestibles. En otra bodega, separada de la primera, por una puerta munida de un enorme candado, el almacén, la fiambrería, el vino. En esta, Gazel no me permite entrar. Lo que alcanzo a ver en ella, es por dos ojeadas cuando entra y cuando sale.

En la primera bodega, los fusiles están ordenados en un armero, y sobre un estante que corre a lo largo del armero, las municiones están clasificadas con el mayor cuidado.

– Aquí están -dice Gazel con su voz sin timbre. Elige.

Me quedo estupefacto ante tal generosidad. Me doy cuenta al instante que eso se debe a la ignorancia de Fulbert y de Gazel, pero no dejo traslucir nada de mi sorpresa, y miro a Colin para que no haga comentarios. Cuento once escopetas, y entre esas once, la mayoría escopetas de caza campestre, veo, brillando como un pur sang en medio de humildes rocines, una magnífica Springfield que Lormiaux debe de haber comprado para participar en un safari de lujo. Arma costosa, capaz de voltear un búfalo a ciento cincuenta metros (con dos o tres buenos tiradores escondidos para suplir la torpeza del cliente). No la tomo en seguida, verifico primero las municiones… El calibre correspondiente está ahí, y en cantidad. Las otras dos elecciones son rápidas: Un 22 largo, rifle a mirilla que ha debido pertenecer al hijo de Lormiaux, y en tercer lugar, la mejor de las escopetas de doble tiro. Para esta también abundan las municiones. Ocupan su lugar en el fondo de la bolsa donde coloco las tres armas pidiendo a Jacquet que las ate para que no se golpeen entre ellas durante el transporte. Gazel agarra entonces la segunda bolsa, rogándonos nos quedemos donde estamos, es la regla, dice excusándose; entra solo en el almacén y sale al cabo de un momento tendiéndome la bolsa llena.

Un poco más tarde, en el box de los caballos, sobrevienen con Armand algunas dificultades. Las dos yeguas, de las que explicaré más tarde las particularidades, no han debido comer mucho después del día del acontecimiento. Porque las encuentro bastante flacuchas, sucias por añadidura y no queriendo montar animales tan sucios, paso un buen rato limpiándolas y cepillándolas, bajo la pálida mirada de Armand. No se me separa ni de un dedo, pero no me ayuda. Sólo interviene cuando me ve camino al guarnés, para elegir dos monturas, y colocarlas a caballo una después de otra sobre el tabique.

– ¿Y qué vas a hacer con esas monturas? -me pregunta con tono arrogante.

– Ensillar las yeguas, por supuesto.

– ¡Ah, pero no -me dice-, no estoy de acuerdo! Tengo orden de darte las yeguas, pero no las monturas. O si no, las traes aquí después de tu número.

– ¿Y cómo quieres que lleve los caballos a Malevil? ¿En pelo? ¿Semejantes caballos?

– Eso a mí no me importa. Hubieras traído tu equipo.

– En Malevil tengo monturas para los caballos que me quedan, pero no para estos.

– Mala suerte.

– Pero vamos, Armand, no privo a La Roque. Les quedan tres monturas para sus tres capones.

– ¿Y la usura? ¿Y el reemplazo? Sobre todo que no has tomado las más feas. Monturas de lo de Hermés que yo mismo he ido a comprar a París con el viejo Lormiaux. Doscientos mil mangos cada una. ¡Ah, no te has equivocado! ¡Tienes buen ojo! ¡Pero yo también!

No le contesto. Me pongo a marcar a una de las yeguas. No está en Armand tomar a pecho los intereses de su patrón, ya sea Lormiaux o Fulbert. ¿A qué viene esta oposición? ¿Pequeña venganza por el negocio de Colin?

– Yo no veo por qué tanto celo -digo después de un momento-. A Fulbert le importan un cuerno las monturas.

– Estoy de acuerdo -dice Armand-. Al Fulbert, de todo lo que no sea la bufonada, no entiende nada. Por otro lado, si yo le digo: cuidado, no hay que darle las monturas, valen doscientos mil mangos cada una, puedes estar seguro de una cosa, no las tendrás. No gratis, en todo caso.

Distingo dos cosas, en este comentario. Primero, el pequeño asomo de un chantaje. Y segundo, la total falta de respeto de Armand por su cura. Lo que deja suponer un secreto reparto del poder entre los dos ladrones, a los que siguen Gazel y Fabrelâtre, pero a distancia, sin decir una palabra.

– Veamos, Armand -digo levantándome con el cepillo en una mano, la almohaza en la otra- ¡no irás a decirle todo esto a Fulbert!

– No tendría inconveniente.

– No tienes ningún interés.

– Tampoco tengo interés en no hacerlo.

¡Ya estamos! Le hago una sonrisita para demostrarle que he comprendido y que estoy dispuesto a hacer un sacrificio. Pero no pasa nada. Me pongo de nuevo a cepillar la yegua. Su pelo blanco se ha beneficiado grandemente con la lentitud de la negociación. Podría rivalizar con el bluzón de Gazel.

Armand, con los codos apoyados en el tabique, me mira, sus pestañas parpadean sobre sus ojos pálidos.

– Tienes un lindo anillo de oro -dice por fin.

– ¿Quieres probártelo?

Me lo saco de mi anular y se lo tiendo. Se lo pone adelantando sus gruesos labios con expresión de gula y después de haber probado, consigue colocárselo en su dedo meñique. Hecho esto, posa su mano sobre el reborde del tabique y se absorbe en su contemplación. Coloco en seguida en su lugar el cepillo y la almohaza y empiezo a ensillar las yeguas. No hemos cambiado una sola palabra.

Estas dos yeguas se las compré a un calavera que debió abandonar sus calaveradas. Una se llamaba Morgane, la otra Melusina: nombres que deploro, pero concedo que debían de hacer su efecto en un afiche. Las dos de una blancura inmaculada, con la cola larga y la crin espesa.

El señor Lormiaux las vio en mi casa, y además de tres anglo-árabes castrados, los quiso. En vano le objeté que eran animales de circo o de cine, por lo tanto peligrosos para los que no conocen su lenguaje. Se encaprichó y, arrogante como era, puso el negocio en mis manos. O los cinco o nada. Se los cedí. Manera de hablar, tuvo que pagarlos a un buen precio.

Pensé que Lormiaux se cansaría de tener en su caballeriza animales a los cuales no se animaría a confiarles su pellejo. Pero nada de eso. Se enorgulleció de ello. Durante el verano del 76, le pidió a Birgitta, dos veces, que los montara ante sus invitados. Le pagó doscientos francos la sesión. Es cierto que el número comportaba algunas caídas. Pero a ese precio, Birgitta, que no era desinteresada, se hubiera caído todas las tardes.

Los larroqueses estaban todo a lo largo de la terraza del castillo cuando llegué sobre la explanada llevando a Morgane y Armand siguiéndome con Melusina. Me acerqué a ellos y les pedí que, si me caía, no se movieran ni gritaran. Recomendación superflua. Era yo, hoy, el que reemplazaba a la tele y los larroqueses se habían instalado ya en su beata impasividad de espectadores. Su alegría infantil junto con su delgadez y las miradas furtivas que no paraban de echarle a Fulbert -casi como si se sintieran culpables de divertirse- me apretaron el corazón.

El día del acontecimiento había tostado pero no destruido la hierba de la explanada y le hice dar dos vueltas a pie a Morgane sobre ese colchón, tanteando con el ojo y con el pie la consistencia del terreno. No era mala, porque aunque la lluvia había ablandado la tierra, no lo fue al punto de volverla esponjosa.

Monté y di dos vueltas al paso, después una tercera vuelta con una serie de vueltas para asegurarme que Morgane no había olvidado nada de su adiestramiento. Inicié la cuarta vuelta y le di a Morgane la señal, o mejor dicho las señales de su número. Apreté las piernas contra sus flancos, tomé las dos riendas en mi mano izquierda y de golpe, cerrando mi tenaza, levanté al mismo tiempo mi mano derecha en el aire y hacia adelante: Morgane se puso entonces a hacer una prodigiosa serie de saltos de carnero que daban a los espectadores la impresión que trataba de voltearme. En realidad no hacia más que obedecerme. Y aunque me sacudiera de lo lindo, no corría ningún peligro en el mismo momento en que desesperadamente batía el aire con mi brazo derecho, como si a duras penas me mantuviera sobre el lomo de un caballo salvaje.

Hice tres series de saltos de carnero cortados por suertes de vuelta a la calma, y después de una vuelta al paso, desmonté.

Rodeado de Fabrelâtre y de Gazel, Fulbert, que se había colocado en primera fila, con el aire benigno, apoyado sobre la balaustrada de piedra, me gritó un seco bravo e hizo el gesto de golpear sus palmas una contra la otra. Pasó entonces algo inesperado. Fulbert fue sumergido por el entusiasmo de los larroqueses. Aplaudieron a rabiar y persistieron aplaudiendo hasta mucho después de que hubiera acabado su cortés simulacro. Yo, que estaba ocupado en regular el largo de los estribos de Melusina, prolongué la operación y de reojo observé a Fulbert. Estaba pálido, con los labios apretados, la mirada inquieta. Más los aplausos persistían -totalmente desproporcionados, en realidad, al breve espectáculo que acababa de dar- más debía tener la impresión de que era contra él que aplaudían.

Monté de nuevo. Con Melusina, el asunto era diferente. El número consistía en caerse. ¡Qué hermoso y buen animal era esta Melusina! Y qué de dinero debía haber ganado para su empresario cuando, en el rodaje de un film de acción, se desplomaba bajo las balas adversarias. Los preliminares fueron bastante largos. Hacía falta que todos sus músculos estuvieran bien calientes para que pudiera caerse sin peligro. Cuando la sentí preparada, me saqué los estribos y crucé las estriberas delante de la montura. Después hice un nudo a las riendas para acortarlas y así evitar que Melusina se enganchara las patas en la caída. Hecho esto, la puse al galope. Había decidido que la caída se haría en la curva antes de la recta más cercana al castillo, y en el lugar en que esta curva se achicaba, le tiré de la rienda izquierda e incliné mi cuerpo del otro lado, lo que por fuerza la desequilibró. Se desplomó, fulminada por el cañoneo enemigo. Salté por encima de su cuello y rodé, yo también, sobre el campo de batalla. Hubo un ¡oh! de estupor, después un ¡ah! cuando me levanté. Melusina mientras tanto estaba tendida de costado, con una rigidez mortal, su cabeza reposaba en el suelo y tenía los ojos cerrados.

Me acerqué a ella, recogí las riendas y restallé con la lengua. Se levantó en seguida.

Provoqué sólo dos caídas más y no habiendo sido la segunda de las más suaves, decidí que había dado bastante tiempo a Cati y distraído bastante a los larroqueses. Desmonté y no sin malicia ni con un cierto aire de desafío, le tendí las riendas a Armand que, por amor propio, las aceptó. Como ya sostenía a las de Morgane, se encontró inmovilizado de las dos manos.

Fue el delirio. Los aplausos sobrepasaron en intensidad incluso diría en violencia consentida a los que habían saludado mi primer número. En parte porque veían a Armand temporariamente neutralizado, en parte también porque el entusiasmo deportivo les proporcionaba una cómoda coartada, los larroqueses se largaron corriendo escaleras abajo, invadieron la explanada y me rodearon aclamándome. Fulbert se quedó solo en la terraza flanqueado por Gazel y Fabrelâtre, pequeño grupo ridículo y solitario. Armand estaba sobre el terraplén, pero muy ocupado con los dos animales a los que el brusco movimiento hacia adelante de la multitud había enloquecido y luchando con ellos me daba la espalda. Enardecidos por su desconcierto, los larroqueses, no contentos con aplaudirme se pusieron a corear mi nombre como si me plebiscitaran. Incluso algunos, cuidando de no ser vistos por Fulbert, inmóvil y mudo en la terraza, pero con los ojos atentos y llenos de relámpagos, gritaron con intención: "¡Gracias por la distribución, Emanuel!"

La situación tenía algo de furtiva insurrección que me sorprendió. Se me ocurrió la idea de aprovechar tal oportunidad para voltear al momento el poder de Fulbert, pero Armand estaba armado. Para montar, había confiado mi fusil a Colin, quien estaba muy ocupado en conversar con Inés Pimont. Thomas estaba perdido en sus pensamientos. Yo no veía por ninguna parte a Jacquet. También creía, siempre creo que esa clase de asuntos no se improvisa. Me desprendí de la multitud dirigiéndome hacia Fulbert.

Entonces bajó a mi encuentro por la escalera de la terraza; Gazel y Fabrelâtre detrás de él, con la mirada vacía e imperiosa fija no en mí sino en los larroqueses que me rodeaban y me aclamaban un segundo antes y que ahora, al acercarse él, se callaban y se apartaban. Me dirigió unas frías felicitaciones, sin mirarme, con la vista demasiado ocupada en recorrer aquí y allá entre los larroqueses para volver a su rebaño al buen camino. A pesar de todo lo odioso que me resultaba, admiré, debo decirlo, su calma y su ascendiente. Me escoltó en silencio hasta la puerta del castillo, pero no más lejos. Parecería que le repugnara, yendo más allá, encontrarse una vez que me fuera yo, solo en medio de sus feligreses. Al despedirse, su unción había desaparecido. No se prodigó en palabras amables ni me invitó a devolverle la visita. Una vez afuera el último de los larroqueses y los caballos traídos por Colin, el portón verde se cerró detrás de él, de Gazel, de Fabrelâtre y de Armand. Saqué en conclusión que iba a celebrarse de inmediato un consejo parroquial para encarar con urgencia la recuperación de sus ovejas.

Jacquet nos había precedido y nos esperaba con la carreta y Malabar fuera del pueblo, temiendo la agitación del padrillo en presencia de las dos yeguas en la estrecha calle y en medio de la multitud. En el momento de pasar la puerta sur, advertí contra el muro de una de las dos pequeñas torres redondas que la flanqueaban, el buzón de la P.T.T. Había perdido su lindo color amarillo y ya no tenía ni color, estaba descascarado y ennegrecido y el relieve de las inscripciones borrado.

– Ves -me dijo Marcel, que caminaba a mi lado- la llave está todavía puesta. El pobre cartero fue carbonizado en el mismo momento en que iba a retirar la correspondencia. En cuanto al buzón el metal ha debido ponerse al rojo, pero a fin de cuentas, aguantó el golpe.

Hizo girar la llave en la cerradura. La puertita abría y cerraba perfectamente. Aparté a Marcel y lo arrastré hacia el camino de Malejac.

– Saca la llave y guárdala. Si tengo un mensaje para ti, lo haré poner en ese buzón.

Hace que sí con la cabeza y miro amistosamente sus negros ojos inteligentes, su verruga que tiembla en la punta de su nariz y sus enormes hombros del todo impotentes para protegerlo de la tristeza que veo insinuarse en él. Le hablo todavía unos minutos. Sé hasta qué punto Marcel va a sentirse solo cuando vuelva a su casa, sin Cati, sin Evelina, con la poco agradable perspectiva de hacer frente durante los días siguientes al resentimiento de Fulbert y a la disminución de las raciones. Pero yo no llego a concentrarme del todo. Pienso demasiado en Malevil, tengo apuro por reencontrarme allí. Sin los muros de Malevil a mi alrededor me siento tan vulnerable como un ermitaño bernardino sin su cueva.

Mientras hablamos, mi mirada se pasea sobre la gente que nos rodea, todos los sobrevivientes de La Roque sin excepción, incluidos los dos bebés, el de María Lanouaille, la mujer del joven carnicero, y el de Inés Pimont. Miette va del uno al otro, completamente en éxtasis, mientras que la Falvina, agotada por tantos pañales lavados aquí y allá en el pueblo, está ya instalada en la carreta con Jacquet, éste manteniendo lo mejor posible a Malabar, agitado y relinchante.

Los larroqueses, bajo el claro sol de mediodía, tienen aspecto feliz por haber salido algunos minutos de sus asfixiantes muros. Observo, sin embargo, que aun en ausencia de Fabrelâtre, no se dejan llevar por ningún comentario, ni sobre su buen pastor, ni sobre la distribución de víveres, ni sobre el fracaso de Armand. Me temo que Fulbert, gracias a un juego de pequeñas perfidias y de indiscreciones calculadas, ha conseguido crear entre ellos un clima de delación, de desconfianza y de inseguridad. Noto que no se animan ni a acercarse a Judith ni a Marcel ni a Pimont, como si la autoridad religiosa los hubiese marcado como prohibidos. Y a mí mismo, como si la frialdad que me demostró Fulbert al despedirse, hubiera bastado para considerar peligrosa mi frecuentación, ya no me rodean, como lo hicieran en la explanada. Y dentro de un momento, cuando les diga un hasta luego colectivo -ese hasta luego que Fulbert se había cuidado muy bien de decirme- me contestarán con la mirada, pero de lejos, sin atreverse a un gesto, a una palabra. Está bien claro, la tirada de la rienda ya ha empezado. Se dan perfecta cuenta de que Fulbert les va a hacer pagar cara esta distribución equitativa. Y bastante con que si, mi pan y mi manteca apenas digeridos, no me lo estén reprochando ya…

Su actitud me entristece, pero no los culpo a ellos. Hay una lógica horrible en la esclavitud. Escucho a Marcel -¡Marcel que se ha quedado con ellos para defenderlos!- y a quien ninguno de La Roque le dirige la palabra ya, salvo Pimont y Judith. ¡Esta es un regalo del cielo! ¡La Egeria de la revolución! ¡Nuestra Juana de Arco! -salvo que no es virgen, punto que ha aclarado para evitar confusiones.

Judith debe haber notado la tristeza de Marcel, porque surge a su lado y al instante se apodera de su bíceps que él le abandona, me parece, con un marcado placer. Sus ojos negros se pasean con gratitud sobre las vastas proporciones de la Vikinga.

Pimont me parece menos condenado al ostracismo. Lo veo en conversación con dos hombres que parecen cultivadores.

Busco con los ojos a Inés. Aquí está. Colin, que ha confiado Morgane a Thomas, mudo y nervioso, y que contiene a Melusina con gran dificultad, encuentra sin embargo la manera de mantener con Inés una conversación muy animada. Fuimos rivales, en otros tiempos. Se borró él mismo, luego como dice Racine: "llevó su corazón a otra parte". Tanto que Inés, cuando yo me alejé de ella, se encontró sin novio después de haber tenido dos. Algo como para amargarla, si ella fuese capaz de amargarse. Advierto que le hace no pocas gracias a Colin, al tiempo que éste se cuida de Melusina, y que Miette aprovecha de su distracción para mimar a su bebé. Cosa extraña, no siento nada de celos. La emoción que sentí al volver a verla ha pasado ya.

Dejo a Marcel, me acerco a Thomas y le digo en voz baja:

– Monta a Morgane.

Me mira y mira a Morgane, despavorido.

– ¡Estás loco! ¡No después de lo que he visto!

– No has visto más que circo, Morgane es la docilidad misma.

Le explico en dos palabras las señales que no hay que darle y como Malabar se ha puesto insostenible, retomo a Melusina de las manos de Colin, la monto y tomo un poco la delantera, seguido al momento por Thomas. En cuanto llegamos a la primera curva, me pongo al paso, temiendo que Malabar no ande demasiado ligero si pierde de vista a las yeguas. Enseguida Thomas se coloca bota a bota conmigo y da vuelta hacia mí, pero sin decir una palabra, una cara que no tiene ya nada de impasible.

– ¿Thomas?

– Sí -dice con un ardor contenido.

– En la próxima curva vas a poner a Morgane al trote y tomarás la delantera. A cinco kilómetros de aquí hay un cruce con una cruz de piedra. Me esperarás allí.

– Más misterios -dice Thomas de mal humor, pero dándole a pesar de todo un golpecito de talón a Morgane. Sale en seguida, con su trote bien acompasado.

Reflexión hecha, lo alcanzo.

– ¿Thomas?

– Sí -siempre de mal humor y sin mirarme.

– Si ves algo que te sorprende, acuérdate que estás sobre Morgane, y no levantes el brazo derecho. Te encontrarías al instante en el suelo.

Me observa con estupor, y luego comprende. En seguida su cara se ilumina y olvidando su miedo a Morgane, se pone a galopar. ¡El loco! ¡Sobre el macadam! ¡Si por lo menos hubiese tomado la banquina!

Yo retengo a Melusina. Malabar, a cincuenta metros atrás de mí, inicia una bajada suave y no es el momento de hacerla trotar demasiado rápido. No estoy descontento de estar solo, para poder repensar en nuestra pequeña visita a La Roque. Quince kilómetros apenas de Malevil. Otro mundo. Otro tipo de organización. Toda la ciudad baja, que el acantilado del norte no protegía, o no bastante, destruida. Las tres cuartas partes de la población aniquilada. Ni sombra de una vida comunitaria, como lo ha observado muy bien Marcel. El hambre, la ociosidad, la tiranía. Y además, la inseguridad. Plaza fuerte mal defendida, a pesar de sus buenas defensas. Armas suficientes, pero que no se animan a distribuir. Las tierras más ricas del cantón, pero cuyos productos cuando los trabajen, se repartirán injustamente. Pequeño pueblo desgraciado, hambriento y desunido, cuyas probabilidades de supervivencia son mediocres.

No les tengo más miedo a los larroqueses. Sé ahora que Fulbert no los hará nunca marchar contra mí. Pero tengo miedo por ellos, los compadezco. Y en ese momento, levantándome al compás del trote de Melusina, tomo la decisión de ayudarlos con todas mis fuerzas en las semanas y meses por venir.

Al caer mi mirada sobre las riendas, me sorprende ver mi mano sin anillo. La escena en el box me vuelve. ¡Qué idiota ese Armand! ¡Lo mismo que darle una piedra! ¡Como si el oro, dos meses después del acontecimiento, tuviera valor! No estamos más en eso, o si se prefiere, aún no estamos en eso.

Hemos retrocedido a un estadio mucho más primitivo que el metal precioso: al trueque. La época de las alhajas y de la moneda está lejos, muy lejos aún delante de nosotros. Nuestros nietos la conocerán quizá. No nosotros.

Melusina para sus orejas, tropieza y en la curva siguiente, una pequeñísima silueta se yergue a algunos metros de nosotros, en el medio del camino, con sus cabellos iluminados de atrás por el sol. Detengo la yegua.

– Estaba segura que te volvería a encontrar -dice Evelina, avanzando sin temor alguno y pareciendo más pequeña y frágil, al lado del corpulento caballo-. ¡Planté a esos dos! ¡Se están besando, hay que ver! ¡Como si yo no existiera!

Me río y desmonto.

– Ven, vamos a alcanzarlos.

La izo adelante de la montura, donde ocupa realmente muy poco espacio.

– Agárrate con las dos manos de la perilla.

Subo de nuevo al caballo y paso las riendas de un lado y otro de su pequeño cuerpo. La punta de su cabeza no sobrepasa mi mentón.

– Apóyate contra mi pecho.

Pongo a Melusina al trote y siento temblar a Evelina.

– ¿Vas bien?

– Tengo un poco de miedo.

– Apóyate más fuerte. No te pongas dura, déjate ir.

– Se mueve mucho.

– No te puedes caer, mis brazos te sirven de parapeto.

Me las arreglo para apretarla un poco más y hago doscientos o trescientos metros en silencio.

– ¿Vas bien, ahora?

– ¡Oh, sí -dice con voz cambiada y vibrante- ¡Es formidable! Yo soy la novia del señor y me lleva a su castillo.

Ha debido imaginar eso para curarse de su mieditis. Cuando me habla, da vuelta la cabeza hacia mí y siento su aliento en mi cuello. Sigue después de un momento:

– Deberías conquistar La Roque y Courcejac.

– ¿Conquistar cómo?

– Con las armas en la mano.

Esta expresión debe ser un recuerdo de su última clase de historia. La última para siempre.

Y entonces, ¿qué cambiaría eso?

– Pasarías a cuchillo a Armand y al cura y te convertirías en el rey del país.

Me pongo a reír.

– Ese es un programa que me resultaría muy bien, en particular lo de "a cuchillo".

– Entonces, ¿lo hacemos? -dijo Evelina, dándose vuelta y mirándome con expresión solemne.

– Voy a reflexionar.

Melusina se pone a relinchar, Malabar, que trota firme a treinta o cuarenta metros detrás de nosotros, le contesta y ante nosotros revelada de golpe por la curva, Morgane, con el mentón apoyado tranquilamente sobre la cabeza de Thomas en tren de besar apasionadamente a Cati.

– ¡Oh, pero qué graciosos que quedan los tres! -dice Evelina.

– Emanuel -dice Thomas considerándome con ojos un poco vagos- ¿puedo llevar a Cati en la grupa?

– No, no puedes.

– Pero tú has montado a Evelina sobre Melusina.

– No es el mismo peso, no es el mismo volumen y no es…

Iba a agregar: no es el mismo jinete, pero me retuve a causa de Cati.

En eso llega Malabar, muy excitado y Jacquet, no pudiendo hacerlo más desde la carreta, Colin tiene que bajar para sujetarlo mientras Cati sube al lado de la abuela. Los del Estanque demuestran alegría pero no extrañeza, pues Miette, al salir de La Roque, ha descubierto las valijas esparcidas bajo las bolsas y ha reconocido al abrirlas las cosas de su hermana.

– Ven, Thomas, tomemos la delantera. Malabar se va a poner insostenible si nos quedamos cerca.

Cuando me parece que hemos adelantado lo suficiente, me pongo de nuevo al paso.

– Emanuel -me dice Thomas con una voz entrecortada como si hubiese corrido-. Cati quisiera que nos casaras mañana.

Lo miro. Nunca ha estado tan hermoso. La estatua griega en el interior de la cual ha vivido encerrado hasta ahora, acaba de animarse. El fuego de la vida sale por sus ojos, por sus fosas nasales, por sus labios entreabiertos. Yo repito incrédulo:

– ¿Cati quiere que yo los case?

– Sí.

– ¿Y tú?

Me mira con estupor.

– ¡Y yo también, naturalmente!

– No es tan natural como todo eso. Después de todo, eres ateo.

– Si vamos al caso -dice con tono ácidos- tú no eres un verdadero sacerdote.

– Desengáñate -dije en seguida-. Fulbert no es un verdadero sacerdote, porque miente. Yo no. No soy un impostor. Mi sacerdocio está garantido por la fe de los creyentes que me han elegido. Yo soy una emanación de su fe. Es por esto que considero con la mayor seriedad los actos religiosos que ellos esperan de mí.

Thomas me mira, boquiabierto.

– Pero tú mismo -dice al cabo de un momento- no eres creyente.

Digo secamente:

– No hemos discutido nunca sobre mis sentimientos religiosos. De todas maneras, lo que crea o que deje de creer no tiene nada que ver con la autenticidad de mis funciones.

Hay un silencio y dice con voz temblorosa:

– ¿Vas a rehusar casarnos porque yo soy un ateo?

Yo exclamo:

– Pero no, vamos, por supuesto que no. Tu matrimonio es válido, por el mismo hecho de que lo deseas. Es tu voluntad y la de Cati las que crean la unión.

Y sigo, después de un momento:

– Puedes estar tranquilo, los casaré. Es una locura, pero los casaré.

Me mira escandalizado:

– ¿Una locura?

– Seguro. Te casas porque Cati, fiel a las ideas del mundo de antes, no se concibe sino casada, aunque no tenga la intención de ser fiel.

Se estremece y tira tan fuerte de las riendas que Morgane se detiene. Melusina se inmoviliza de inmediato.

– Yo me pregunto qué te hace decir eso.

– Pero nada, hombre, es una hipótesis.

Rozo ligeramente con mis talones los flancos de mi yegua. Thomas me imita.

– ¿Y a tu criterio es una locura porque va a engañarme? -dice Thomas con menos ironía que aprensión.

– De cualquier manera es una locura, tú conoces mi posición: la monogamia no tiene sentido en una comunidad donde hay dos mujeres para seis hombres.

Se hace un silencio.

– La quiero -dijo Thomas.

Si no tuviese las riendas, levantaría los brazos al cielo.

– ¡Pero yo también, la quiero! ¡Meyssonnier también! ¡Y Colin! ¡Y Peyssou, en cuanto la vea!

– Yo no lo tomo en ese sentido -dice Thomas.

– ¡Oh, sí, lo tomas en ese sentido! La prueba es que no hace dos horas que la conoces.

Espero su respuesta, pero por una vez, este gran discutidor no tiene ganas de discutir.

– Entonces -dice con tono ronco- ¿nos casas o no nos casas?

– Los caso.

Me dice gracias con tono seco y se encierra como una ostra. Lo miro. No tiene ganas de hablar. Tiene sobre todo ganas de estar solo y de pensar en su Cati puesto que Malabar le impide estar cerca de ella. Veo en su cara una especie de luz que le brota de todos los poros. Estoy impresionado por esta gran efusión íntima. Lo envidio, a mi joven Thomas, y al mismo tiempo me da un poco de lástima. No debe haber conocido muchas chicas para que una Cati le haga tanto efecto. Dejémosle esos minutos felices. Su corazón lo hará sufrir demasiado pronto. Apuro a Melusina y paso delante de Thomas, con el pretexto de hacer trotar mi yegua al costado del camino. Él me sigue.

Durante una buena hora, no se oye otro ruido que el sordo redoble de los cascos de las yeguas sobre la tierra y detrás de nosotros, a una distancia variable, el golpeteo seco de los cascos de Malabar contra el macadam y el rodar de la carreta.

¿Por qué mi corazón tendrá que ponerse a golpear como un loco cada vez que vuelvo a ver a Malevil? A quinientos metros del castillete de entrada, veo enderezarse a Peyssou, el arma en bandolera, con la facha rajada por una sonrisa. Me detengo.

– ¿Qué haces aquí? ¿Qué pasa?

– Nada más que buenas noticias -dice agrandando su sonrisa.

Y agregó con tono triunfal:

– ¡El trigo de los Rhunes ha brotado!

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