II

Las cosas se precipitan. El hito siguiente está muy cercano. Un año después del accidente. El escribano Gaillac me telefonea para pedirme que vaya a su estudio, en la ciudad.

Cuando llego a la cita, el escribano no está visible y el secretario me introduce en su despacho vacío. A su pedido de que "me ponga cómodo" mientras lo espero, me siento en uno de esos sillones de cuero donde tantos traseros fruncidos por la angustia de perder se han posado antes que el mío.

Tiempo muerto. Momento vacío. Mi mirada da una vuelta por la pieza. La encuentro muy deprimente. Detrás de la mesa del señor Gaillac, ocupando toda la pared de arriba abajo, hay una multitud de cajoncitos llenos de asuntos muertos. Evocan esas pequeñas urnas adonde se guardan las cenizas en un columbario. Esa manía de los hombres de clasificarlo todo.

Los cortinados son verde oscuro, verdes las paredes tapizadas de género, y verde también, el cuero que recubre la tapa del escritorio. Y ahí, al lado de un monumental tintero símil oro, hay una estatuita macabra que siempre me fascinó: una rata muerta encerrada en un bloque de materia trasparente como el vidrio. Ella también está clasificada.

Supongo que la habrán sorprendido en tren de roer un expediente y que la condenaron, para castigarla, a prisión perpetua dentro del plástico. Me inclino y la levanto, a ella y a su celda. Es bastante pesada. Y entonces recuerdo que hace treinta años, cuando acompañé a mi tío a lo del escribano, el padre del señor Gaillac lo usaba como pisapapel. Y miro a esa menuda roedora condenada por toda la eternidad. Cuando el señor Gaillac a su vez se retirará, supongo que se la legará a su propio hijo, como también las urnas de su columbario y como el cementerio de expedientes de su desván. Me dan tristeza esas generaciones de escribanos que se pasan la misma rata. No sé por qué, pero eso me hace tener a la muerte muy presente.

El señor Gaillac (hijo) entra. Morocho, alto, cetrino y ya canoso. Me recibe con una cortesía un poco cansada. Luego, dándome la espalda, abre uno de sus cajoncitos, toma un expediente y del expediente, una carta lacrada que antes de darme palpa por el centro con gesto aburrido y furtivo, como si se asombrara de su delgadez.

– Tome, señor Comte.

Y con voz un poco lánguida comienza un largo comentario completamente inútil, porque leo en el sobre con la escritura firme de mi tío: Para entregar a mi sobrino Emanuel Comte un año después de mi muerte si, como creo, ha seguido con la explotación de las Siete Hayas.

Antes de volver a casa tengo algunas diligencias que hacer en la ciudad y durante toda la tarde llevo la carta de mi tío en el bolsillo de mi saco. Recién la abro a la noche, después de comer, encerrado en el pequeño escritorio de la buhardilla de las Siete Hayas. Mi mano tiembla un poco cuando con la ayuda de un cortapapel en forma de daga, que me dio mi tío, abro el sobre.


Emanuel:

Esta noche, sin saber por qué, porque mi salud es buena, estoy pensando en mi muerte y me decido a escribirte esta carta. Me da una extraña sensación el pensar que la leerás cuando ya no estaré y que en mi lugar te ocuparás de cuidar los caballos. Como dicen, no hay más remedio que morirse un día. Prueba de que uno es un estúpido porque no le veo la necesidad.

Entre los bienes que te dejo, que no es solamente las Siete Hayas, están también mi Biblia y mi Diccionario Larousse en diez volúmenes.

Sé muy bien que ya no crees más (¿y de quién es la culpa?), pero de todos modos lee la Biblia de vez en cuando, en memoria mía. En ese libro no hay que tomar en cuenta las costumbres, es la sabiduría lo que vale.

En toda mi vida nadie más que yo ha abierto mi diccionario Larousse. Cuando lo abras comprenderás el porqué.

Bueno, Emanuel, quiero decirte que sin ti mi vida hubiera sido vacía y que me has dado muchas alegrías.

Te acuerdas, al día siguiente de tu fuga, cuando te fui a buscar a Malevil. Te abraza.

Samuel


Leí y releí esa carta. La generosidad de mi tío me daba una sensación de vergüenza. Era él quien me había dado siempre todo y era él el que me agradecía. Su "me has dado muchas alegrías", era como para apretarle a uno el corazón. En sí, una frasecita torpe, pero con un inmenso afecto detrás de las palabras, pero no veo cómo yo hubiera podido sentirme digno de ella.

Releí la carta por tercera vez y, ¿de quién es la culpa?, me detuvo. Ahí otra vez, yo reconocía la modalidad alusiva de mi tío. Me dejaba todas las elecciones posibles para llenar los suspensivos de la pregunta. ¿Culpa de mi padre por haberse convertido a la religión "mala"? ¿De mi madre, con su sequedad de corazón? ¿Del padre Lebas, con su inquisición sobre el sexo?

También me preguntaba por qué tío había hecho alusión a su visita del local del Círculo en Malevil en ocasión de mi fuga. ¿Para darme el ejemplo de un día en que yo le había dado "una gran alegría"? ¿O bien tenía en mente otra idea que no se había decidido a expresar? Demasiado conocía yo las preferencias de mi tío por las medias palabras como para dar por terminado tan pronto el asunto.

Saqué de mi bolsillo el voluminoso llavero de tío y encontré en seguida la llave del armario de roble. La conocía muy bien. Era chata y dentada, y accionaba una cerradura de seguridad que cerraba el armario con una barra metálica vertical que se enganchaba, a la vez, arriba y abajo. Abrí, y ahí delante de mis ojos, encuadrados por anaqueles repletos de legajos, vi en un solo estante el diccionario Larousse y la Biblia, catorce libros en total, porque la misma Biblia era monumental, encuadernada en cuero marrón repujado. Constaba de cuatro volúmenes. Saqué los cuatro tomos, los puse sobre una mesa y los ojeé uno después de otro. Me llamaron la atención las ilustraciones. Tenían cierto aire de grandeza.

Al artista no se le había ocurrido ni por un instante embellecer los personajes sagrados. Por el contrario, les había conservado su aspecto áspero y salvaje de jefes de tribu. Se los veía huesudos, flacos, de rasgos toscos, descalzos; olían a churre de oveja, a bosta de camello, a arena del desierto. Alrededor de ellos palpitaba una vida intensa y ruda. El mismo Dios, como lo había visto el artista, no era distinto de esos bastos nómadas que contaban sus riquezas en términos de hijos y rebaños. Más grande y más salvaje todavía, nada más que con verlo, uno se daba cuenta que había hecho esos hombres "a su imagen". A menos, por supuesto, que no fuera a la inversa.

En la última página de la Biblia vi, escrita a lápiz de mano de mi tío, una larga lista de palabras que me intrigó. Cito las diez primeras: aeródromo, alberchiguero, aleocara, alpargata, anastomosis, bactridio, balanobio, baobab, barbacou, barbasyela.

El carácter calculado y artificial de esta lista saltaba a la vista. Tomé el primer tomo del Larousse y lo abrí en la palabra "Actodromo". Y ahí, entre las dos hojas, fijado con dos pedacitos de scotch en el centro de la página, vi un Bono del Tesoro por un valor de diez mil francos. Otros bonos de diversos valores estaban diseminados en los diez tomos, frente a las extrañas palabras que formaban la lista hecha por mi tío.

El total -315.000 francos- me asombró sin deslumbrarme. Aclaro que ese don póstumo en ningún momento me dio una sensación de propiedad. Tenía más bien la impresión de ser el depositario de ese capital, como lo era ya de las Siete Hayas, con el deber de rendir cuentas a mi tío del uso que haría de él.

Mi decisión fue tan rápida que me pregunté si, en realidad, no estaba en mí desde antes de mi descubrimiento. En seguida pasé a su ejecución. Recuerdo que miré mi reloj pulsera. Eran las nueve y media, lo que me produjo una alegría infantil el descubrir que no era demasiado tarde para telefonear. Busqué el número de Grimaud en la libreta de direcciones de tío y lo llamé.

– ¿Señor Grimaud? -El mismo.

– Emanuel Comte, ex director del colegio de Malejac.

– ¿En qué puedo servirlo, señor director?

Su voz era cordial y bonachona, pero para nada el tipo de voz que yo esperaba.

– ¿Le puedo hacer una pregunta, señor Grimaud? ¿El castillo de Malevil sigue en venta?

Un silencio, luego la misma voz, pero ahora medida, circunspecta, una nada más seca.

– Que yo sepa, sí.

A mi vez, dejé pesar un silencio y Grimaud prosiguió:

– ¿Le puedo preguntar, señor director, si usted está emparentado con Samuel Comte de las Siete Hayas?

Esperaba la pregunta y estaba preparado.

– Soy su sobrino, pero no sabía que mi tío lo conocía a usted.

– Sí, me conoce -dijo Grimaud con la misma voz dura y prudente-. ¿Fue él quien le dio el número de mi teléfono?

– Ha muerto.

– ¡Ah! no lo sabía -dijo Grimaud con otro tono.

Me callé para dejarlo hablar, pero no agregó nada más, ni condolencias, ni pésame. Yo seguí:

– Señor Grimaud ¿sería posible encontrarnos?

– Pero cuando usted quiera, señor director -y volvió a retomar su voz clara y cordial del principio.

– ¿Mañana, a última hora?

Ni siquiera fingió estar muy ocupado.

– Pero sí, venga cuando quiera. Siempre estoy aquí.

– ¿A las once?

– Pero cuando quiera, señor director. Estoy a su entera disposición. Venga a las once, si usted quiere.

Y de golpe se puso tan amable y educado, que necesité más de cinco minutos para terminar una conversación de la cual todo lo esencial había sido dicho en dos palabras.

Colgué y miré los cortinados rojos que cerraban la ventana en el escritorio de tío. Me embargaban dos violentos sentimientos contradictorios: estaba contento con mi decisión y estupefacto por lo enorme de la empresa.

Un propietario absentista, un hombre de confianza venal, un comprador decidido: ocho días más tarde, Malevil cambiaba de manos. Los seis años que siguieron fueron plenos hasta el borde de múltiples actividades.

Empecé todo al mismo tiempo: la cría en las Siete Hayas, el desmonte de la propiedad de Malevil, la restauración del castillo. Yo tenía treinta y cinco años cuando me lancé a estas dos últimas empresas; cuarenta y uno cuando llegué a su término.

Me levantaba temprano y me acostaba tarde, y de lo único que me quejaba era de no tener varias vidas para entregarlas todas a mi labor. Y Malevil, entre todos esos trabajos, era mi recompensa, mi delicia, mi locura. Durante el Segundo Imperio, los financistas tenían sus bailarinas. Yo tenía Malevil. También yo tenía mi propia bailarina, pero eso lo contaré más adelante.

Por otra parte, comprar Malevil no era una locura sino una necesidad si pretendía ampliar el negocio de mi tío, porque las desavenencias familiares me habían obligado a vender el Gran Hórreo para darle a mis hermanas su parte de la herencia. Además, en las Siete Hayas no tenía suficiente espacio para el número sin cesar en aumento de mis caballos: los que yo criaba, los que compraba para revender y los que tenía en pensión. Al comprar Malevil mi intención fue la de dividir en dos mi caballería, una parte alojarla en el castillo junto con la Menou, Momo y yo, y la otra parte, bajo el cuidado de mi ayudante Germain, que quedara en las Siete Hayas.

Así pues, la restauración de Malevil no fue del todo el salvamento desinteresado de una obra maestra de la arquitectura feudal.

Por otra parte no tengo ninguna dificultad en reconocer que, por más impresionante que sea, y por más que me sea terriblemente querido, Malevil no llama la atención por su belleza. Precisamente es por eso que se distingue de los castillos de la región, todos de agradables proporciones, de contornos redondeados y que se integran infinitamente mejor que él al paisaje.

Porque aquí, el paisaje es risueño, con frescos arroyos, prados en pendiente, verdes colinas coronadas de castaños. En medio de esas suaves redondeces surge Malevil, salvaje y vertical.

A la orilla de los Rhunes, que en la Edad Media debió ser un ancho río, se yergue a media altura de un abrupto acantilado que lo domina por el norte con su masa a pique. Este acantilado es inaccesible de todos lados y estoy seguro de que el único camino de acceso por el oeste fue construido en terraplén para poder llegar a la plataforma rocosa donde se había proyectado construir el castillo y su burgo.

Del otro lado de los Rhunes, frente a Malevil, se levanta el castillo de Rouzies, también feudal, pero feudal con elegancia, con medida, defendido pero también embellecido por torres redondas, bien distribuidas, de poca elevación, agradables a la vista y en donde hasta los matacanes parecen un ornamento.

Al mirar a Rouzies se ve al primer golpe de vista que su opuesto, Malevil, no es de aquí. Es verdad que las piedras con que fue construido son de las canteras de la región, pero su estilo arquitectónico es importado. Malevil es inglés. Fue construido por nuestros invasores durante la guerra de Cien Años, y sirvió de guarida al Príncipe Negro.

Los ingleses, lejos de sus brumas, debían de estar a gusto en este país, con su alegre sol, su vino, sus muchachas morenas. Trataron de afincarse en él. Aquí, esta intención es manifiesta en todos lados. Malevil fue concebida como una plaza fuerte inexpugnable donde un puñado de hombres armados podía tener a raya a un gran país.

Nada curvo ni elegante. Todo es útil. El castillete de entrada, por ejemplo. En Rouzies es una entrada abovedada que flanquea dos torrecitas redondas: obra elegante en su línea y mesurada en sus proporciones. En Malevil, los ingleses no hicieron más que abrir una puerta en medio punto en las murallas almenadas, y al lado levantaron un edificio rectangular de dos pisos, cuyo alto muro, liso y desnudo, está horadado por largas troneras. Es grande, es cuadrado, y es, estoy seguro, militarmente muy eficaz. AI pie de las murallas y del castillete, cavaron en la roca unos fosos dos veces más anchos que los de Rouzies.

Cuando uno franquea la puerta del castillete de entrada, se encuentra no en el castillo, sino en un primer recinto de cincuenta metros por treinta donde se levantaba el burgo. Era una astuta medida: es cierto que el castillo protegía al burgo, pero también se hacía proteger por él. Un enemigo que hubiera conseguido superar el castillete de entrada y el primer recinto, debería afrontar un combate incierto en sus estrechas callecitas.

Si el enemigo ganaba ese combate, no había terminado con sus penurias. Iba a romperse la nariz contra un segundo recinto, incrustado, como el primero, entre el acantilado y el abismo, y que defendía -defiende todavía- al castillo propiamente dicho.

Esa muralla almenada es mucho más alta que la primera, los fosos son más profundos y no ofrecen al agresor, como los del primer recinto, la comodidad de un puente, sino el obstáculo de un puente levadizo coronado de una torrecilla cuadrada.

Esa torrecilla cuadrada tiene su elegancia, pero, según mi opinión, los constructores ingleses no lo hicieron a propósito. No tuvieron más remedio que hacer un local para alojar la maquinaria del puente levadizo. Tuvieron suerte: las proporciones resultaron buenas.

Cuando se baja el puente levadizo (lo he hecho restaurar), uno se siente aplastado, a la izquierda, por la masa de un formidable torreón de cuarenta metros de alto, flanqueado de una torre también cuadrada. Esta torre no es solamente defensiva, sirve también de tanque de agua, porque capta una fuente que brota del acantilado y cuyo excedente -nada se pierde- a su vez llena los fosos.

A la derecha, se ven unos escalones que conducen a esa inmensa bodega que había seducido a mi tío y al frente, en el medio, en escuadra con el torreón, después de tanta austeridad, qué sorpresa da el descubrir una linda casa de un piso, flanqueada de una encantadora torre redonda donde encuentra su lugar una escalera. Esa casa no existía en los tiempos del Príncipe Negro. Fue construida mucho más tarde, durante el Renacimiento, en tiempos más tranquilos, por un señor francés. Pero tuve que restaurar su armazón de madera y su pesado techo de piedras chatas, porque habían resistido peor al tiempo que la bóveda de piedra del torreón.

Así es Malevil, inglés y angular. Lo amo así. Para mi tío y para mí, desde la época del Círculo, tuvo el encanto suplementario de haber servido de asilo, durante las guerras de religión, a un capitán protestante que, en vida, mantuvo a raya con sus compañeros a los poderosos ejércitos de la Liga. Ese capitán que defendió con tanta ferocidad sus principios y su independencia contra el poder fue el primer héroe con quien me identifiqué.

Ya dije que del burgo del primer recinto no quedaban más que piedras. Pero esas piedras -de las que todavía tengo montones- me fueron muy útiles. Gracias a ellas pude construir en voladizo contra la muralla sur -defendiendo un abismo que ya solo se defendía muy bien- y contra el acantilado del lado norte, unos boxes para mis caballos.

Casi en el centro del primer recinto, en el acantilado, se abre una amplia y profunda cavidad. Se encuentran en ella huellas de ocupación prehistóricas, no lo suficientes como para clasificar la gruta, pero lo bastante como para probar que muchos milenios antes de que el castillo fuera edificado, Malevil servía ya de refugio a los hombres.

Arreglé la gruta; a media altura la separé con un piso y sobre ese piso apilé lo más importante de mis reservas de heno. Debajo, construí boxes para los animales que deseaba aislar: un caballo que padece tiro, un torito indócil, una cerda, vaca o yegua a punto de parir. Como las futuras madres eran muchas en esos boxes de la gruta -frescos, aireados, y sin moscas -Birgitta, de la que hablaré luego y que yo no hubiera creído capaz de tener ese humor, llamó al conjunto "La Maternidad".

El Torreón, obra maestra de solidez inglesa, no me costó más que poner unos pisos y, para cerrar las aberturas a bastidor tardíamente horadadas por los franceses, unas ventanas a cuadritos engastadas en plomo. El plano de los tres niveles es idéntico -planta baja, primero y segundo-: un gran rellano de diez por diez que abre sobre dos salas de cinco metros por cinco. En la planta baja, instalé una calefacción y unas "piecitas" para guardar de todo. En el primero, un cuarto de baño y una habitación. En el segundo dos habitaciones.

Mi dormitorio-escritorio lo instalé en el segundo por la razón de que al este tenía una preciosa vista sobre el valle de los Rhunes y, pese a su incomodidad, puse el cuarto de baño en el primero, en el antiguo local del Círculo. Colin me aseguró que el agua recogida en la torre cuadrada no podría subir hasta el segundo por simple gravitación, y quería evitarle a Malevil el desagradable ruido de una motobomba.

Fue en la habitación del segundo piso del torreón, al lado de la mía, donde alojé a Birgitta durante el verano de 1976. Se trata de mi penúltimo hito, y en mis noches de insomnio a menudo vuelvo a él.

Birgitta había trabajado para mi tío en las Siete Hayas algunos años antes y, en la Pascua del 76, recibí de ella una carta urgente ofreciéndome sus servicios para julio y agosto.

Quiero decir aquí, como explicación preliminar, que mi verdadera tendencia, creo, hubiera sido formar con una afectuosa compañera una pareja estable. Pero fracasé por este camino. Es posible, por supuesto, que los dos matrimonios que tuve cerca cuando niño -el de mi padre y el de mi tío- hayan contribuido a este fracaso. En todo caso, por lo menos tres veces, las cosas llegaron suficientemente lejos camino al matrimonio, luego se rompieron. Las dos primeras veces por mi culpa, la tercera, en 1974, por culpa de la elegida.

1974: ese también fue un hito, pero lo he arrancado. Durante un tiempo esa monstruosa muchacha hasta me hizo tomar asco a las muchachas y no quiero ni recordarlo.

Total, desde hacía dos años estaba atravesando un desierto cuando Birgitta apareció en Malevil. No es que me enamoré de ella. ¡Oh, no! ¡Muy lejos de eso! Yo tenía cuarenta y dos años, era demasiado experimentado y al mismo tiempo afectivamente demasiado frágil para albergar esa clase de sentimiento. Pero fue justamente porque ese tal asunto con Birgitta se situó en un nivel humilde, que me hizo bien. No sé quién dijo que se puede curar el alma por medio de los sentidos. Pero lo creo, por haberlo comprobado.

No tenía para nada en mente ese tipo de curación cuando acepté el ofrecimiento de Birgitta. En ocasión de su primera estada en las Siete Hayas, le hice ciertos avances que ella desdeñó. Por otra parte no hice llegar más lejos esas escaramuzas cuando me di cuenta que estaba cazando en el coto de mi tío. Sin embargo, cuando en la Pascua del 76 me escribió, le contesté que se la esperaba. Probablemente me sería de gran ayuda. Era una amazona dotada de una cierta sensibilidad para el caballo, y que aportaba a la doma paciencia y método.

Me asombró, debo reconocerlo: desde la primera comida me envolvió en sus coqueterías. Eran tan evidentes que al mismo Momo le llamaron la atención. Hasta se olvidó de abrir la ventana para llamar a su yegua preferida Lindo Amor con su afectuoso relincho y cuando la Menou, llevándose la sopera, murmuró en dialecto: "Después del tío, el sobrino", Momo exclamó muerto de risa: Memima, Emamonel! (¡desconfía, Emanuel!).

Birgitta era una bávara coronada de cabellos de oro recogidos en casco alrededor de su cabeza, los ojos chiquitos y lavados, la cara bastante poco agraciada y la barbilla demasiado prominente. Pero el cuerpo era lindo, resplandeciente de salud. Sentada frente a mí y para nada cansada después del largo viaje, rosa y fresca como al salir de la cama, devoraba una después de otra unas lonjas de jamón crudo devorándome con los ojos. Todo era provocación: sus miradas, sus sonrisas, sus suspiros, la manera en que hacía bolitas con la miga de pan y en que estiraba su torso.

Recordando sus antiguas negativas, no sabía qué pensar, o más bien tenía miedo de pensar en cosas demasiado simples. Pero la Menou no tenía esos escrúpulos, y al fin de la comida, sin que un solo músculo de su cara flaca se moviera, dijo en dialecto mientras deslizaba en,el plato de Birgitta una buena tajada de torta, "la jaula no le basta, ahora quiere el pájaro".

Al día siguiente me encontré con Birgitta en La Maternidad. Estaba ocupada en hacer pasar por una trampa unos fardos de heno. Me dirigí hacia ella sin una palabra, la tomé en mis brazos (era tan alta como yo) y me puse de inmediato a palpar ese monumento de salud aria. Respondía a mis caricias con un entusiasmo que me sorprendió, porque la creía interesada.

Lo era de verdad, pero en dos frentes. Proseguí en mi empeño, pero fui interrumpido por Momo quien, viendo que no llegaban abajo los fardos de heno, subió la escalerilla, pasó su hirsuta cabeza por la trampa y se puso a reír mientras gritaba Memima, Emamouel! Luego desapareció y lo oí correr hacia el castillete de entrada, probablemente para prevenir a su madre del giro de los acontecimientos.

Del fardo de heno en el que había caído, Birgitta se incorporó, con su casco de oro apenas deshecho, me miró con sus ojitos fríos y dijo en su laborioso y gramatical francés:

– Nunca me daré a un hombre que tiene las ideas que usted tiene sobre el matrimonio.

– Mi tío tenía las mismas -le dije cuando me repuse de la sorpresa.

– No es la misma cosa -dijo Birgitta dando vuelta la cara con pudor-. Su tío era viejo.

Yo estaba pues en edad de casarme con ella. Miré a Birgitta y me reí en silencio de su simplicidad.

– No tengo la intención de casarme -dije con firmeza.

– Ni yo -dijo ella- la intención de entregarme a usted.

No recogí el guante. Pero para demostrarle el poco caso que hacía de esas especulaciones abstractas, seguí acariciándola. Enseguida sus rasgos se ablandaron y se dejó hacer.

Durante los días que siguieron tampoco traté de persuadirla. Pero la acariciaba cada vez que conseguía poner la mano sobre ella, y me daba cuenta que se prestaba a eso porque tales ocasiones tenían tendencia a multiplicarse. A pesar de todo, hicieron falta tres largas semanas para que abandonara su proyecto número uno y se concentrara en su proyecto número dos. Y aun así, no fue una derrota vivida en la anarquía sino una retirada metódicamente ejecutada, según un horario, conforme a un plan.

Una noche que fui a encontrarme con ella en su habitación (en eso estábamos), me dijo:

– Mañana, Emanuel, me entregaré a ti.

Rápidamente le dije:

– ¿Por qué no ahora?

No había previsto este pedido y pareció sorprendida e incluso tentada. Pero su fidelidad al plan ganó.

– Mañana -dijo con firmeza.

– ¿A qué hora? -dije con ironía.

Pero Birgitta no percibió la ironía, y respondió con seriedad:

– A la hora de la siesta.

Fue a partir de esa siesta (era en julio de 1976 y hacía mucho calor) cuando instalé a Birgitta en la pieza del torreón al lado de la mía.

Birgitta estaba encantada con esta cohabitación. Venía a meterse en mi cama a la madrugada, a las dos durante la siesta y a la noche hasta muy tarde. Yo estaba contento de recibirla, pero bastante contento también cuando ella se indispuso: pude al fin dormir a pata suelta.

Era esa simplicidad lo que yo encontraba de calmante en Birgitta. Reclamaba la voluptuosidad como un chico pide una masita. Y cuando la había obtenido, cortésmente me decía gracias. Sobre todo insistía en el placer que le daban mis caricias (¡Ach! ¡Tus manos, Emanuel!) Me llamaba la atención esa gratitud,, porque no le hacía nada de extraordinario, y tampoco veía que tuviera tanto mérito en palparla.

Lo que sobre todo me parecía refrescante era que aparte de mis manos, mi sexo y mi billetera, yo no existía para ella. Y digo mi billetera, porque cuando íbamos a la ciudad, ella se detenía frente a las vidrieras de "fantasías", como decía mi tío, y con sus ojitos un poco porcinos, agrandados por la codicia me señalaba sus elegidas.

Hasta las gentes simples tienen su complejidad. Birgitta no era inteligente, pero comprendía muy bien mi carácter y, sin ser fina, tenía gusto. Así pues, sabía el preciso momento en que debía abandonar sus exigencias y lo que compraba nunca era feo.

Al principio, había tenido mis dudas sobre su ser moral. Pero muy rápidamente me di cuenta que mis investigaciones no tenían objeto. Birgitta no era ni buena ni mala. Era. Después de todo, eso era suficiente. Me gustaba por partida doble: cuando la apretaba entre mis brazos y, también, cuando la dejaba porque me olvidaba de ella en seguida.

Cuando llegó el fin de agosto y le pedí a Birgitta que se quedara una semana más, a mi gran sorpresa, se negó.

– Están mis padres -me dijo.

– De tus padres te importa un cuerno.

– ¡Oh! – dijo Birgitta chocada.

– No les escribes nunca.

– Es porque soy perezosa para escribir.

No lo era de ninguna manera como se demostrará más adelante. Pero una fecha, es una fecha. Y un plan, es un plan. Su partida quedó pues fijada para el 31 de agosto.

En los últimos días Birgitta se tornó melancólica. Era querida en Malevil. El otro muchachito que ayudaba en los servicios domésticos la festejaba. Mis dos ayudantes, sobre todo Germain, admiraban su tamaño. Momo, con sus dos manos en los bolsillos, se babeaba cuando la miraba. Y hasta la Menou, si dejamos de lado su profunda hostilidad, por principio, al desenfreno sexual, le tenía estima. Es una muchacha fuerte y tiene "buen rismo" en el trabajo.

En cuanto a Birgitta le gustaba estar con nosotros. Le gustaba nuestro sol, nuestra cocina, nuestros vinos, nuestras fantasías y mis caricias. Me pongo en último término, pero no sé el lugar que ocupaba yo dentro de la jerarquía de las cosas buenas. Pero estas, de todos modos, no le hacían perder el sentido de los valores. No confundir: de un lado, el paraíso francés y del otro, su porvenir alemán. Y por algún lado, un Doktor de algo que le pediría su mano.

El 23 de agosto fue domingo y Birgitta, que no era mujer de hacer sus valijas al último minuto, empezó a ordenar sus cosas. Pero conoció un momento de locura: acababa de darse cuenta de que no tendría suficiente sitio en sus valijas para llevarse todos mis regalos. Domingo, lunes, los negocios estaban cerrados. Habría que esperar hasta el martes, es decir “el último minuto” -cosa horrible- para comprar una valija.

La saqué de sus angustias dándole una de las mías. Y gracias a su insistente pedido, sobre un papel amarillo cualquiera, el que me cayó en las manos, escribí de mi puño y letra la descripción que yo le había hecho, la noche anterior, en el restaurante, de las caricias que iba a prodigarle cuando volviera a Malevil. Terminada mi narración, se la llevé. Aunque su valor literario fuera muy relativo, leyó el texto con los ojos brillantes y las mejillas encendidas. Me prometió, que cuando estuviera en Alemania, lo releería una vez por semana, en su cama. Yo no había exigido de ella tal promesa. Me la hizo por su cuenta derramando una lágrima y entrojando con prolijidad mi hoja amarilla entre sus otros regalos en el botín que se llevaba.

Birgitta no pudo volver para Navidad y me sentí mucho más decepcionado de lo que hubiera creído. De todas maneras, Navidad nunca fue un buen momento para mí. Peyssou, Colin y Meyssonnier la festejaban con su familia. Yo me quedaba solo con mis caballos. Y Malevil, durante el invierno, pese a todas las comodidades con que lo había dotado, no era muy confortable. Salvo, quizá, para una joven pareja que hubiera sentido calor entre sus grandes murallas y las hubiera encontrado románticas.

No dije una palabra de mi mal humor, pero la Menou lo presintió mientras comíamos durante una fría mañana de nieve, y entonces mi celibato fue el tema de uno de sus largos monólogos murmurados de los que yo, después de mi tío, había resultado beneficiario.

¡Todas las oportunidades que había perdido! Y en particular, a la Inés. Que se había encontrado con ella, con la Inés, esa mañana, en lo de Adelaida, dado que había venido a pasar las fiestas con sus padres en Malejac, y que por supuesto había preguntado por mí, la Inés, por más casada que estuviera con su librero de La Roque. La Inés era una muchacha sólida, me hubiera sido muy útil. En fin. No había que perder las esperanzas. Ya aparecerían otras oportunidades. En el mismo Malejac, vamos, todas esas jóvenes. Que podía elegir cuando se me ocurriera, a pesar de mi edad, en vista de que ahora era rico y todavía buen mozo, y si había que hacerlo mejor era casarse con una muchacha de su país y no con una alemana. Es verdad que Birgitta tenía "buen rismo" en el trabajo, pero no se puede decir de los alemanes que sea gente que se sepa quedar en su lugar. Y la prueba, tres veces nos han invadido. Y aunque mi francesa no fuera tan bien como la alemana, después de todo el matrimonio no era tanto por el gusto que daba como por los hijos, y de qué me servía trabajar tanto, si a Malevil no se lo iba a dejar a nadie.

Durante los meses que siguieron no tuve mujer, pero por lo menos encontré un amigo. Tenía veinticinco años, se llamaba Thomas le Coultre. Me encontré con él en uno de los bosques de las Siete Hayas, en blue-jean con una enorme moto Honda a su lado, y las rodillas sucias de tierra. Estaba dando unos suaves martillazos a una piedra. Me enteré que estaba preparando una tesis del tercer curso sobre piedras. Lo invité a Malevil, le presté dos o tres veces el contador Geiger del tío, y cuando me dijo que estaba muy a disgusto en una pensión familiar en La Roque, le propuse una pieza en el castillo. Aceptó. Desde entonces no me dejó nunca más.

Thomas me gusta por el rigor de sus ideas, y aunque su pasión por las piedras me resulta opaca, me gusta la transparencia de su carácter. Me gusta también su físico: Thomas es lindo, y lo que es mejor, no lo sabe. Tiene no sólo los rasgos, sino también la fisonomía serena y seria de una estatua griega y casi su inmovilidad.

Abril de 1977: el último hito.

Cuando pienso hoy en esas pocas semanas de vida feliz que entonces nos quedaban, experimento un sentimiento angustioso de ironía al recordar que para los del ex Círculo y yo mismo, el asunto crucial del momento, la idea suprema, la empresa que nos apasionaba, el vasto e importante designio que habíamos concebido, consistía en derrocar a la municipalidad de Malejac (412 habitantes) e instalarnos en su lugar en la alcaldía. ¡Oh, éramos tan desinteresados! ¡No teníamos en vista más que el bien común! En abril, con la proximidad de las elecciones municipales, vivimos en el delirio. El 15 o 16, en todo caso un domingo por la mañana, convoqué a la oposición en casa en la gran sala estilo Renacimiento, ya que Paulat, el maestro, tenía escrúpulos -según decía- de que nos reuniéramos en los locales de la escuela.

Había acabado de amueblar esa sala, y estaba orgulloso de ella; caminando de un lado a otro, la contemplaba con alegría mientras esperaba a mis amigos. Rodeada de doce sillas de alto respaldo tapizado en tela de Hungría, una mesa conventual de ocho metros de largo ocupaba el centro. Entre los dos ajimeces, la pared estaba erizada de antiguas armas blancas. En la pared de enfrente la vitrina de los documentos había encontrado su lugar y flanqueándola, dos de las cómodas Luis XV rústico del Gran Hórreo, de las que Meyssonnier había reemplazado las patas y ajustado las puertas. Mathilde Meyssonnier las había lustrado con amor y su nogal cálido y oscuro me parecía muy lindo contra las piedras doradas de la pared. También brillaban las grandes baldosas de piedra, recién lavadas por la Menou. Y a pesar del sol que entraba en rayos oblicuos por los cristales coloreados, la Menou, que parecía pensar que "el fondo del aire está frío", pero juzgando, en realidad, que el fuego aumentaba la dignidad del decorado, había encendido dos grandes fogatas en las monumentales chimeneas que se enfrentaban.

Le había pedido a la Menou que tocara la campana del castillete de entrada cuando oyera que los del Círculo detenían sus autos en la playa de estacionamiento delante del primer recinto, y Momo, que estaba apostado como centinela en la maquinaria del segundo recinto, tenía orden de bajar la plataforma del puente levadizo sobre los fosos en el momento en que mis amigos aparecieran.

Estoy de acuerdo en que había un poco de teatro en estas disposiciones, pero después de todo, no era un castillo cualquiera ni eran unos amigos cualesquiera.

En cuanto oí la campana salí corriendo de la casa y subí a los saltos hasta la torrecita cuadrada donde Momo hacía girar la manija. Todo andaba a las mil maravillas, con un ruido sordo y dramático de cadenas bien engrasadas bajaban con una lentitud llena de majestad los ejes giratorios en el extremo de los cuales otras dos cadenas sostenían el puente. Un juego de poleas y de contrapesos facilitaba en la subida y frenaba en la bajada la operación, y Momo, con su cara seria, con su flaco cuerpo arqueado, retenía el brazo del cabrestante como yo le había enseñado para que muy lentamente el tablero se pusiera en contacto con el suelo.

Por una abertura cuadrada podía ver en el primer recinto a mis tres compañeros caminando a la par para recorrer los cincuenta metros que los separaban de los fosos, con la mirada levantada hacia nosotros. También ellos se movían con lentitud y en silencio, como si tuvieran conciencia de representar su papel en esta escena.

Había además en el aire una especie de solemne espera subrayada por los caballos que en los boxes mostraban a la misma altura una larga fila de cabezas sobresaliendo por arriba de sus puertas y que fijaban con aprensión sus lindos ojos sensibles sobre el puente levadizo al oír el chirriar de las cadenas.

Cuando el tablero estuvo en su lugar, bajé a abrir la puerta a mis compañeros, o más exactamente, la puertita que se abría en el batiente de la derecha de la grande.

– ¡A eso se llama una llegada! -dijo el pequeño Colin con su sonrisa en forma de góndola, mirándome con malicia en sus ojos brillantes.

El gran Peyssou, con la cara partida en una ancha sonrisa, admiró el calibre de los ejes giratorios, el grosor de las cadenas, la solidez del tablero claveteado de hierro. Meyssonnier no dijo nada. En su austero corazón de miembro del P.C., no había lugar para esas chiquilinadas.

Peyssou en seguida quiso trepar a la torrecita cuadrada y levantar él mismo el puente levadizo, lo que hizo en medio de un despliegue muscular completamente inútil, ya que el pequeño Colin, insistiendo en relevarlo a mitad de camino, terminó la operación sin ningún esfuerzo. Por supuesto, una vez levantado el tablero, hubo que bajarlo en seguida porque el señor Paulat no había llegado todavía. Pero aquí Momo intervino en términos enérgicos: mébouémdabéoneieu! (¡Pero déjense de joder por Dios!) para retomar en sus manos la máquina. Meyssonnier nos había seguido, pero sin decir una palabra ni participar, asqueado de nuestro entusiasmo reaccionario por la arquitectura feudal.

En cuanto nos sentamos alrededor de la monumental mesa de la casa, Peyssou me preguntó por Birgitta y cuándo se dejaría ver de nuevo esa linda chica. En Pascua. ¿En Pascua? dijo el gran Peyssou. Y bueno, trata de no dejarla vagar por el bosque sobre un penco porque si me la encuentro no me sería ninguna molestia entablar conversación. Señorita, le diría, muy cortés, usted tiene un caballo que está perdiendo la herradura. Imposible, dice, muy asombrada, y se baja. Ah, sí, te imaginas, apenas en el suelo, me la tumbo y zas, en el pasto, con las botas. Ten cuidado con las espuelas, dice el pequeño Colin.

Nos reímos. Y hasta Meyssonnier sonríe. No porque esta broma sobre Birgitta sea novedosa, Peyssou la hace cada vez que nos encontramos. Ahora bien, Peyssou, a esta altura de la vida, era un cultivador de mediana edad, serio y que no engaña a su mujer. Pero sigue fiel a la idea que nos hicimos de él en los tiempos del Círculo y le agradecemos esta fidelidad.

La conversación tomó un giro más serio desde el momento en que el señor Paulat, mi sucesor en la escuela, hizo su aparición. Estaba vestido de negro, con las mejillas enjutas, de color bilioso, las palmas académicas en el ojal. Lo recibimos con cortesía, prueba de que no estaba integrado. En contraste con nuestro acento del sudoeste (que tira un poco hacia el centro), su acento agudo nos molestaba, y sobre todo su francés apagado, átono, sin sabor. Además, sabíamos muy bien que aunque estaba, en principio, asociado a nuestros esfuerzos, estaba a nuestro respecto lleno de reticencias y reservas mentales.

Por ejemplo a Meyssonnier le daba la mano con la punta de los dedos. Meyssonnier era miembro del P.C., y en tanto que tal, era el diablo. A cada instante amenazaba con establecer células para sus aliados, y arrancarles, a pesar de ellos, su alma (enamorada de libertades formales) en espera de eliminarlos físicamente en caso de victoria del Partido. Colin, un buen hombre, por cierto, era plomero; Peyssou, un cultivador ignorante y bastante tonto, y en cuanto a mí ¡dejar la escuela para criar caballos!

– Señores -dijo el señor Paulat- permítanme primeramente agradecer al señor Comte por haber tenido la gentileza de acordarnos su hospitalidad, porque estimaba en conciencia que la escuela, dependiendo de la alcaldía para su cuidado, no podía albergar nuestra reunión.

Se calló, satisfecho. Nosotros lo estábamos mucho menos. Porque todo nos pareció fuera de lugar en su discursito, tanto el tono como el contenido. El señor Paulat olvidaba un gran principio republicano: la escuela laica pertenecía a todos. Se podía entonces sospechar que el señor Paulat apoyaba a la oposición en secreto mientras conservaba en público buenas relaciones con el alcalde.

Yo miraba a mis compañeros mientras él hablaba. Meyssonnier inclinaba sobre la mesa su estrecha frente y su cara como filo de cuchillo. Sus ojos, muy juntos el uno al otro, eran invisibles, pero yo sabía exactamente lo que pensaba del de enfrente en ese preciso segundo.

Peyssou -lo leía en su cara de bueno-, no lo apreciaba tampoco. Tal como lo pensaba el señor Paulat no era, en efecto, muy inteligente y para nada instruido. Pero en mi opinión poseía una cualidad desconocida del señor Paulat: una sensibilidad que hacía las veces de fineza. El lado cabra y repollo del maestro no se le escapaba y por añadidura, se daba cuenta del poco caso que hacía de él. En cuanto al pequeño Colin, en el momento en que lo miré, sus ojos se pusieron a brillar.

Se hizo un silencio, del que el señor Paulat no entendió el significado, porque volvió a tomar la palabra.

– Estamos hoy aquí para discutir sobre recientes acontecimientos que han sucedido en Malejac y encarar una respuesta a esos acontecimientos. Pero antes, creo que sería conveniente precisar los hechos, porque en lo que me concierne, he escuchado dos versiones del asunto, y me gustaría mucho ponerme al corriente.

Habiéndose colocado así por encima de la contienda y arrogándose ventajosamente el papel de árbitro, el señor Paulat se calló, dejando a los otros el honor de comprometerse incriminando al alcalde. "Los otros" eran, evidentemente, Meyssonnier, a quien miró en forma significativa cuando dijo que sería conveniente precisar los hechos, como si la "versión" de Meyssonnier, por emanar de un comunista, no pudiera más que despertar a priori la desconfianza de un hombre honesto.

Meyssonnier comprendió todo eso. Pero había en su espíritu cierta rigidez a la que correspondía en su lenguaje una falta de flexibilidad. Y en su respuesta se reveló una rabia que casi pareció darle la razón al adversario.

– No hay dos versiones -dijo con tono arrogante- no hay más que una, y todo el mundo aquí la conoce. El alcalde, reaccionario empedernido, no ha tenido empacho en presentarse ante el obispado para que éste nombre un cura para Malejac. Respuesta del obispado: sí, pero con la condición de que ustedes restauren el presbiterio y le pongan agua corriente. Y el alcalde, de inmediato, ha obedecido las órdenes. Han cavado una zanja, traído el agua de una fuente e invertido una fuerte suma en el acondicionamiento de la casa. Y todo esto, bien entendido, a costillas nuestras.

El señor Paulat cerró a medias los ojos, y poniendo los codos sobre la mesa, apoyó unas contra otras las extremidades de sus dedos, pulgares incluidos. Habiendo colocado en su lugar ese símbolo de equilibrio y de mesura, lo balanceó de adelante hacia atrás y dijo con una equidad aplastante:

– Hasta ahora, no veo en eso nada condenable.

Se permitió una fina sonrisa sobre condenable para mostrar bien que no asumía del todo la responsabilidad de esa palabra clerical.

– El señor Nardillon tiene detrás de él una mayoría católica, a decir verdad bastante débil, y que esperamos derrocar. Es normal que trate de darle la satisfacción de tener en Malejac un cura pleno (nueva sonrisa), en lugar de compartir un sacerdote con La Roque, como se ha hecho hasta ahora. Por otra parte, el presbiterio es una vieja casona del siglo XVII con tragaluces esculpidos y puerta con frontón, y hubiera sido una lástima dejarla venirse abajo.

Meyssonnier se puso colorado y bajó su rostro acerado como si fuera a lanzarse al ataque. Yo no le di tiempo y tomé la palabra.

– Señor Paulat -dije con cortesía-, si la mayoría de Malejac quiere un cura estable y trata de tener uno arreglando el presbiterio, soy de su opinión: no encuentro eso demasiado "condenable" (intercambiamos finas sonrisas). Y por otra parte, que una municipalidad tenga la obligación de no dejar venir abajo los edificios que están a su cuidado, estoy de acuerdo. Pero de todos modos hay que respetar ciertas prioridades, porque el presbiterio no estaba amenazado por la ruina. Incluso, su techo estaba en excelente estado. Y es una lástima que hayan rehecho los pisos antes de reparar el cobertizo del patio de recreo de la escuela que, ese sí, recibe a todos los niños de Malejac, sin distinción de credos. Asimismo, es una lástima que hayan hecho llegar el agua sólo al presbiterio, antes de poner el agua corriente en todos los hogares de Malejac, como se hubiera debido hacer hace mucho. Y es todavía más lamentable que ante el hecho de que la canalización del presbiterio que pasa delante de la casa de una viuda que no tiene ni pozo ni cisterna, el alcalde no haya pensado hacer un empalme para evitar que esa viuda, que tiene cinco hijos, tenga que ir a buscar el agua a la bomba.

El señor Paulat, con los ojos bajos y las puntas de los dedos juntas, meneó la cabeza varias veces y dijo:

– Evidentemente.

Meyssonnier quiso entonces hablar, pero le hice un signo de que no lo hiciera, deseando darle al señor Paulat todo el tiempo necesario para que expresara con claridad y en público su desaprobación. Pero se limitó a menear la cabeza de nuevo, repitiendo con aire desconsolado:

– Evidentemente, evidentemente.

– Lo peor, señor director -dijo el pequeño Colin, con un respeto que desmentía su sonrisa-, es que todos los gastos que se hicieron para el presbiterio lo fueron en balde. Porque cuando el viejo cura de La Roque se fue, hace de eso apenas una semana, el obispado, como de costumbre, nombró un nuevo cura a caballo entre La Roque y Malejac, recomendándole sin embargo que viviera en Malejac. Pero el nuevo prefirió La Roque.

– ¿Dónde le contaron esa historia? -dijo el señor Paulat mirando a Colin con severidad.

– Pero el mismo cura nuevo, el padre Raymond -dijo Colin-. Como quizás usted sepa, señor Paulat, yo vivo en Malejac, pero tengo una pequeña empresa de plomería en La Roque, y el alcalde de La Roque me ha encargado obras en el presbiterio.

Paulat frunció el ceño.

– Y el nuevo cura le habría dicho…

– No me "habría dicho", señor Paulat, ese condicional no tiene razón de ser. Me ha dicho.

Esta impertinencia fue administrada con una gentil sonrisa, sin elevar la voz. El rostro flaco y bilioso del señor Paulat se vio recorrido por un temblor.

– Me ha dicho: -prosiguió Colin- para mi alojamiento me han dado a elegir entre Malejac y La Roque, haciendo hincapié en Malejac. Pero Malejac, ustedes están todos de acuerdo, es un agujero. En La Roque, por lo menos, hay juventud. Y considero que mi lugar está con los jóvenes.

Hubo un silencio.

– Evidentemente -dijo Paulat.

Y eso fue todo. Dicho esto, Meyssonnier se puso a hablar de la "respuesta" a dar al acontecimiento y disminuí mi atención porque esa "respuesta", yo ya la había preparado y era de naturaleza tal como para poner en un aprieto a Paulat. Esperé pues a que la discusión llegara a un punto muerto para proponerla, y para esperar ese momento, oír a medias me bastaba.

Miré a Colin sonriéndole con los ojos. Me sentía feliz de que le hubiera bajado tan bien los humos al maestro, en nombre de la gramática y del condicional.

Mientras Meyssonnier hablaba, yo tecleaba sobre la mesa y me permitía ciertas fantasías. Antes de la llegada de Paulat las cosas eran claras: en las elecciones municipales, la oposición presentaría contra la lista del alcalde una lista homogénea de Unión Progresista que sería elegida por escaso margen. Colin, Peyssou, Meyssonnier, yo y otros dos cultivadores que compartían nuestras ideas seríamos consejeros municipales y Meyssonnier cooptado como alcalde.

A pesar de sus ataduras partidistas sería un buen alcalde, Meyssonnier. Servicial, desinteresado, desprovisto de toda vanidad personal y ni la mitad de lo intolerante que parecía ser. Con él, instalaríamos el agua corriente en Malejac, la electricidad en las esquinas, un terreno de fútbol para los muchachos y una estación de bombeo en los Rhunes para permitir a los cultivadores regar tabaco y maíz.

Al menos por el momento Paulat trastornaba esos planes. Tenía una concepción urbana de la política y perseguía en secreto un sueño centrista. Tener un pie en cada bando y hacerse elegir por la izquierda para gobernar con la derecha. Pero en Malejac no éramos tan pervertidos.

Como Paulat estaba sentado frente a mí, yo lo miraba en tanto que el debate continuaba. Tenía un color caramelo, una nariz ganchuda y algo de blando y gomoso en el perfil. Su lengua parecía demasiado grande para su boca, se la veía constantemente aparecer entre sus espesos labios, haciendo papilla su dicción y obligándolo a escupir con frecuencia. Unas profundas arrugas alrededor de su boca anunciaban una mala digestión, y yo veía por encima de su cuello blanco su nuca tendinosa enrojecida por pequeños forúnculos. Preveía otros accesos de esos forúnculos para cuando yo hubiera terminado con él. Pero al mismo tiempo sentía por él una cierta lástima. He observado que ese tipo de hombre amarillento, dispéptico y forunculoso nunca es feliz en la vida. Se deja llevar por la ambición, es decir, que no se entrega a las cosas que realmente le darían placer sino a aquellas que los demás encuentran importantes.

Hay veces en que hay que escuchar a la gente y hay otras en las que el oído es inútil y basta con mirarlas. Colin, a la vista, chispeaba como el buen vino. Paulat se parecía a una babosa. Meyssonnier evocaba a uno de esos muchachos eficaces y apegados a la regla que hacen la fuerza de los ejércitos o de los partidos políticos. Y Peyssou, pese a su rústica apariencia, vibraba con todo como una chica. Pero en ese momento, por otra parte, no vibraba para nada. Echado en su silla Luis XIII y al verlo en tren de hurgarse las narices con la punta del pulgar, comprendí que se aburría en forma y que la discusión había llegado a un punto muerto. Pesqué al vuelo algunas palabras que me lo confirmaron.

– De todos modos hay que hacer algo -dije yo- no podemos dejar pasar eso sin reaccionar. Tengo una proposición que formular, y que someto a votación.

Hice una pequeña pausa y proseguí:

– Propongo que escribamos una carta al alcalde. Además ya he preparado esa carta y si ustedes me lo permiten, voy a leérsela.

Y enseguida, sin esperar el permiso que pedía, saqué el texto de mi bolsillo y lo leí.

– ¡No! ¡No! -exclamó Paulat con voz temblorosa, sacudiendo las dos manos delante de él-. ¡Nada de carta! ¡Nada de carta! ¡Soy completamente hostil a ese tipo de procedimiento!

Escupía, tartamudeaba, estaba completamente fuera de sí. Era evidente, un escrito y en especial un escrito contra el alcalde, puede difícilmente desdecirse una vez firmado.

Paulat emprendió durante una hora y media una batalla en retirada, al cabo de la cual, refugiándose en el procedimiento, pidió el aplazamiento de nuestro debate. Sobre ese preciso punto reclamé en seguida votación. Paulat exigió previamente un voto sobre la oportunidad del voto. Fue batido dos veces.

– Vamos, señor Paulat -dije yo con tono conciliador- ¿cuáles son los puntos de este texto con los que usted no está de acuerdo?

Protestó. ¡Yo lo atropellaba! ¡Le ponía el cuchillo en la garganta! ¡Eso era tiranía!

– ¡Y además -agregó- no podría decirle eso a ojo! ¡El texto es largo, habría que releerlo!

– Aquí hay una copia -dije tendiéndole por encima del ancho de la mesa, una copia de mi carta al alcalde. El papel era amarillento y por más apasionado que estuviera en la discusión, fugitivamente pensé en Birgitta.

Paulat representó una extraordinaria escena teatral.

– ¡No! ¡No! -dijo con la voz, la cabeza y los hombros, mientras aceptaba la copia y cuando estuvo en sus manos, haciendo el gesto de rechazarla.

Prosiguió con tono exasperado:

– Por otra parte, no soy partidario de textos preparados con anterioridad. Sabemos demasiado cómo los partidos políticos, y en particular el P.C., usan y abusan de ese procedimiento.

Le hice un signo a Meyssonnier de que no contestara a esa provocación. Y por otra parte, en este caso, lo que decía Paulat no era falso.

– Ese texto -dije yo con modestia- resume las ideas que hemos discutido cien veces. Es claro, no es largo, es moderado en el tono, y no contiene ninguna novedad. No veo pues lo que le disgusta en ese texto.

– Pero yo no dije que me disgustara -dijo Paulat desesperado-. En general, estoy de acuerdo…

– ¡Y bueno, entonces, vótelo! -interrumpió Meyssonnier con rudeza, con la púa de Paulat contra el P.C. que le pesaba en el corazón.

Paulat desdeñó esta interrupción.

– Vamos, señor Paulat -dije con una amable sonrisa- ¿no quiere usted decirnos en qué estriban sus divergencias?

– ¡No a las 13 y 30 de la tarde! -dijo Paulat consultando su reloj pulsera-. Señores -prosiguió con voz temblorosa- veo muy bien que están resueltos a violentar mis escrúpulos. Bueno. Pero en ese caso, tengo la obligación de prevenirlos, no tendrán mi voto.

Hubo un silencio.

– Y bueno, votemos -dijo Colin-. Yo a favor.

– A favor -dijo Meyssonnier.

– A favor -dijo Peyssou.

– A favor -dije yo.

Miramos a Paulat. Estaba amarillo y crispado. Dijo con los labios cerrados.

– Negación de voto.

El gran Peyssou lo miró, boquiabierto, después dando vuelta hacia mí su carota tosca, me dijo, con los ojos desorbitados:

– ¿Qué quiere decir "negación de voto"?

– Me niego a votar, muy simplemente -dijo Paulat con acritud.

– ¿Pero él tiene derecho a hacer eso? -me preguntó Peyssou en el colmo de la estupefacción y diciendo "él", como si Paulat no estuviera ya en la pieza.

Incliné la cabeza.

– El señor Paulat está en todo su derecho.

– Para mí -dijo Peyssou al cabo de un momento- negarse a votar o votar en contra es la misma cosa.

– ¡Pero de ningún modo! ¡De ningún modo! -dijo Paulat muy agitado-. No confunda. No estoy en contra de ese texto. Me niego a votarlo porque estimo que no me han dado tiempo para discutir sobre él.

Peyssou giró lentamente la cabeza hacia él y lo observó en silencio con aire pensativo.

– De todos modos -dijo- usted no está a favor. Si no, hubiera votado a favor.

– No estoy a favor ni en contra -dijo Paulat escupiendo a más y mejor bajo el efecto de la emoción-. Me niego a votar. Es muy diferente.

Peyssou rumió esa respuesta, con su mirada gris asombrada, fija en el señor Paulat. Meyssonnier se removió en su silla, como si fuera a hablar y levantarse, pero con una ojeada le hice señas de no moverse. Escuchaba. Colin también escuchaba. Y Meyssonnier nos imitó. Esperábamos la continuación. Y la continuación vino.

– Hay una cosa que no comprendo -prosiguió Peyssou con lentitud-. Es para qué viene usted con nosotros, si no está a favor ni en contra.

Paulat palideció y se levantó.

– Si mi presencia les desagrada, puedo retirarme -dijo de una manera apenas audible, como si se hubiera ahogado con su propia lengua.

Me levanté a mi vez. -Pero no, vamos, señor Paulat, Peyssou no ha querido decir nada por el estilo, etcétera…

Y continuó con el mismo tono durante unos buenos cinco minutos, poniéndole bastante aceite a su partida para que pudiera realizarse sin dolor. Sin embargo, observé que mientras me respondía, Paulat plegaba en cuatro la copia de mi carta al alcalde y se la metía en el bolsillo. Se la reclamé de inmediato para mis "archivos". Hizo un movimiento de vacilación, se sobrepuso y me devolvió el papel con una sonrisa forzada. Esa sonrisa fue lo último que vi de él.

Después de la partida de Paulat, acompañé a los compañeros a la playa de estacionamiento delante del primer recinto sin decir una palabra. Quizás un poco cansado por esa larga sesión pasé por un momento de depresión. Todo eso, en el fondo, no era más que pequeña, muy pequeña historia. No menos mínimas, las elecciones municipales que apasionaban a nuestros compatriotas a principios del año 1977. Y no menos irrisorios, quizá, los problemas que agitaban en ese mismo minuto a nuestro gobierno y que le daban la ilusión de que aún conservaba el dominio de nuestros destinos.

En la pequeña playa de estacionamiento delante de Malevil hubo un incidente técnico. El Renault de Colin se negó a arrancar. Colin conoció un momento de pánico. Tenía que ir a buscar a su mujer y a sus dos hijos a la capital del departamento a la llegada del rápido de las 14 y 52. Ahora bien, era domingo, ningún mecánico iba a arreglárselo y apenas le quedaba tiempo para recorrer los sesenta kilómetros que nos separaban de la ciudad. Tuvimos una corta discusión. Y al final, tomé mi auto y llevé a Colin al tren.

Me detengo, releo la frase que acabo de escribir, y siento como un choque. Sí, claro, en sí misma no merece el asombro. "Tomé mi auto y llevé a Colin al tren." ¿Qué hay de más sencillo? Y sin embargo, al releerla, lo que siento es una terrible ruptura. El auto, el tren: la falla está ahí, en esas dos palabras, partiendo en dos nuestra vida. En realidad, el foso que separa las dos mitades de nuestra existencia es tan irremediable que no alcanzo por completo a creer que -antes- yo podía ejecutar esta sucesión de actos asombrosos: sacar mi auto del garage, detenerme en una estación de servicio para cargar nafta, llevar a un amigo al tren, estar de vuelta en casa a la hora de la siesta después de haber recorrido en dos horas ciento veinticinco kilómetros, y eso por un camino perfectamente seguro, y sin correr otro riesgo que la velocidad de la máquina que piloteaba. ¡Qué lejos me parece todo eso! ¡Y qué maravilloso universo aquel en el que se podían hacer esas cosas!

Gracias a Dios, nunca pienso en eso. Salvo a la vuelta de un recuerdo. O cuando me entretengo, como en este momento, en descubrir ese mundo de antes… tan protegido, tan fácil, tan infantil.

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