IX

Fulbert nos trajo dos buenas noticias. Marcel Falvine, hermano de nuestra Falvina, estaba vivo, también Cati, la hermana mayor de Miette. Por otro lado, el negocio de plomería y de cerrajería de Colin en el atajo estaba intacto.

Menos por honrarlo que por observar a gusto su asombroso rostro, coloqué a nuestro huésped frente a mí en la mesa, corriendo a Miette un puesto y separándola de Peyssou, con gran disgusto de este último.

Tenía, este recién llegado, abundantes y dóciles cabellos negros, sin el menor rostro de tonsura en la coronilla. Blanqueaban con formalidad sobre las sienes, recaían en amplios y nobles bucles sobre la parte anterior de la cabeza, formando una especie de casco o de melena que hacía realzar su vasta frente, y unos ojos magníficos, brillando de vida y de astucia. Por desgracia, las pupilas un poco descentradas infligían a su mirada una bizquera inquietante. Lástima también que la parte baja del rostro terminara en hocico, acentuando aún más ese aire de falsedad que su estrabismo daba ya a sus ojos.

Pero no era este en Fulbert el único contraste. Sus manos, por ejemplo. Grandes y fuertes con dedos como espátulas. Manos de obrero, que no parecían pertenecer a la misma persona que su bella voz untuosa y su estudiada dicción.

Y su delgadez, también, tan asombrosamente distribuida. Debajo de los ojos, ese abultamiento gemelo, deliciosos de ver en un niño, a los que llamamos cachetes, pero que los médicos designan con menos poesía, como las bolas grasosas de Bicbat; esos cachetes o esas bolas, como se quiera, se habían fundido totalmente, dejando de cada lado de la nariz un dramático hueco que evocaba la idea de una tuberculosis en su último grado y le prestaba un rostro engañador de enfermo o de asceta. Y digo engañador por esto: en el momento de dejar Malevil, Fulbert, como hombre acostumbrado a vivir con los recursos de la región, me rogó "fraternalmente" (en nombre, supongo, de nuestro padre común) que le cediera (fue esa su palabra) una de mis camisas, porque la suya estaba gastada. De todos modos un poco asombrado de tener que soportar solo los gastos de esa fraternidad, lo hice. Y Fulbert, al punto, hizo el cambio revelando en esta ocasión un torso desarrollado, musculoso, bien en carnes y hasta regordete, que no parecía pertenecer al mismo cuerpo que su cabeza descarnada.

Asceta y enfermo, en el transcurso de su primera comida, Fulbert pretendió ser los dos a la vez. Nos confió al empezar que "siempre había vivido con poco", que no tenía "necesidades", y que se había "acostumbrado a la pobreza". Instantes después, llegó más allá en la confidencia. Estaba "minado por un mal sin esperanzas" pero felizmente no contagioso (esto supongo para tranquilizarnos). Ya tenía, dijo, con simplicidad, "un pie en la tumba". Sin embargo, comía como cuatro, y discurría sin parar con su bella voz de barítono, vibrante de vitalidad. También de vez en cuando, entre dos bocados, deslizaba miraditas a su vecina de la izquierda. Y su interés pareció redoblar cuando se enteró que era muda. Y yo, yo comencé a hacerme a propósito de Fulbert unas cuantas preguntas. De acuerdo a lo que contaba de su vida antes del día del acontecimiento -y en apariencia al menos nos confiaba mucho, aunque siempre con cierta vaguedad- había recorrido todo el centro y todo el sudoeste de Francia, viviendo tan pronto en lo del Padre Fulano, tan pronto en lo de la señora Fulana de Tal, tan pronto en lo de los buenos Padres en Z, y siempre como invitado. Cuando el día J lo había sorprendido, vivía desde hacía ocho días en lo del buen padre de La Roque, que ante sus ojos había entregado su alma a Dios.

¿No tenía pues presbiterio, nuestro amigo Fulbert, ni casa propia? ¿Y de qué vivía? No se trataba más, de acuerdo a sus dichos, que de damas caritativas, que subvenían a sus "necesidades" (esas necesidades que él no tenía) y que le hacían mil regalos, disputándose su compañía. En eso, me pareció, que el bello Fulbert no hablaba sin coquetería y parecía consciente de sus encantos.

Estaba vestido con un traje color antracita bastante gastado, pero cuando le hubo cepillado el polvo, muy limpio, una camisa cuyo cuello, de ningún modo eclesiástico, mostraba en efecto la trama, y con una corbata de lana gris oscura. Y sobre todo, colgando sobre su pecho al extremo de un cordón negro, lucía una soberbia cruz pectoral de plata que en mi opinión ningún sacerdote, al menos de ser obispo, se hubiera permitido usar.

– Si eres originario de Cahors -dije (había tomado partido, a pesar de su majestad, de seguir tuteándolo)- debes haber hecho tus estudios en el seminario mayor.

– Pero sí -dijo Fulbert, con sus pesados párpados velando sus ojos estrábicos.

– ¿Y en qué año entraste?

– ¡Me preguntas cada cosa! -dijo Fulbert, con los ojos siempre bajos, ron una risita bonachona-. ¡Hace tanto tiempo de eso! Porque ya no soy un muchacho -agregó con coquetería.

– Vamos, haz un esfuerzo para recordar. Con todo, el año en que se entra al seminario mayor, para un sacerdote, debe importar.

– En efecto -dice Fulbert con su bella voz grave-. Es una fecha.

Y como yo me callaba, forzado en sus reductos por mi silencio, siguió:

– A ver… Debe ser en el 56… Sí -confirmó después de un nuevo esfuerzo mental-, en el 56…

– Justo lo que yo pensaba -dije al punto con aire feliz-. Entraste en el seminario mayor de Cahors al mismo tiempo que mi amigo Serrurier.

– Es que… éramos muchos en el seminario mayor -dijo Fulbert con una sonrisita-. No conocía a todo el mundo.

– Pero no en primer año -proseguí yo-. Y además, un tipo como Serrurier no pasa inadvertido. Un metro noventa y cuatro y pelirrojo como el fuego.

– Ah, claro, seguro, ahora que lo describes -dijo Fulbert.

Había hablado con reticencia y pareció muy aliviado cuando le pedí que nos hablara de La Roque.

– Después de la bomba -dijo con tristeza-, tuvimos que hacer frente a una situación muy dolorosa.

Anoté, al pasar, esa palabra "dolorosa". No lo he oído más que en boca de sacerdotes o de los que los imitan. Entre ellos, es casi un término de oficio. Y a pesar de su desagradable connotación, parece darles una suerte de contentamiento. He oído decir que los sacerdotes jóvenes no lo usaban más. En ese caso, tanto mejor. Es una palabra que me repugna por su complacencia. El dolor -sobre todo el de los demás- no es con todo algo que se paladea o que puede servir de ornamento a las almas bellas.

Pero él, Fulbert, se deleitaba con ello, con su "situación muy dolorosa". Había consistido, para los sobrevivientes, en enterrar lo que quedaba de los muertos. Nosotros también habíamos conocido eso, y no hablábamos jamás de ello.

Como no nos ahorraba ningún detalle, le pregunté, para cambiar de tema, cómo vivía la gente en La Roque.

– Bien y mal -dijo meneando la cabeza y paseando sus bellos ojos melancólicos alrededor de la mesa-. Bien desde el punto de vista espiritual, bastante mal desde el punto de vista material. Desde el punto de vista espiritual -prosiguió cerrando a medias los ojos y poniéndose en la boca un buen pedazo de jamón- debo decir que tengo grandes satisfacciones. La asiduidad a los oficios llama la atención.

Notando en Meyssonnier y yo un cierto asombro (porque en La Roque tenían una alcaldía socialista-comunista), siguió: -Quizá voy a sorprenderlos, pero en La Roque, todo el mundo asiste a la misa y todo el mundo comulga.

– ¿Y a qué atribuyes eso? -dijo Meyssonnier con voz contrariada y frunciendo el ceño.

Como estaba sentado a mi izquierda, di vuelta la cabeza para mirarlo. Me impresionó la severidad de su largo perfil. Sin duda alguna, estaba desquiciado por lo que acababa de escuchar. Aunque el día del acontecimiento hubo reducido a la nada sus esperanzas, Meyssonnier seguía aún pensando al mundo como en términos de alcaldías a conquistar por la unión de las fuerzas de izquierda. Le di una patadita por debajo de la mesa. Hay un momento para ser franco y un momento para serlo menos. Mi desconfianza con respecto a Fulbert crecía minuto a minuto. No dudaba de su ascendiente sobre los sobrevivientes de La Roque y me parecía inquietante.

– Después de la bomba -dijo Fulbert con su bella voz que parecía gozar de sí misma-, las gentes han vuelto a entrar en ellos mismos y han hecho su examen de conciencia. Sus sufrimientos físicos y sobre todo sus sufrimientos morales han sido tales que se han preguntado si no pesaría una maldición sobre ellos en razón de sus errores, de sus pecados, de su indiferencia hacia Dios, del olvido de sus deberes y, en particular, de sus deberes religiosos. Y además, huelga decirlo que nuestra existencia, la de todos, se ha convertido en tan precaria que nuestro instinto es el de dirigirnos hacia el Señor para pedirle su protección.

Al escuchar estas palabras, sospeché que Fulbert había hecho todo lo posible para intensificar el sentimiento de culpabilidad de sus parroquianos a fin de canalizarlos después hacia las ruedas de su molino. Sentí que Thomas se agitaba a mi derecha. Temí una explosión y a él también, por debajo de la mesa, le hice llegar una advertencia. Sobre un punto era categórico: nada de lío con Fulbert sobre la cuestión religiosa. Tanto menos cuanto que con sus ojos aterciopelados, aunque un poco bizcos, su bella cabeza de asceta y la voz profunda de un hombre con "un pie ya en la tumba" (pero el otro, por cierto, bien prendido a la tierra con todos sus dedos), Fulbert, en menos de dos horas, había seducido a las tres mujeres y producido una profunda impresión sobre Jacquet, Peyssou y hasta Colin.

Después de la comida, con los comensales sentados alrededor del fuego, Fulbert insistió sobre las dificultades materiales de La Roque.

Al principio, los larroquenses habían encarado el futuro con optimismo porque la gran tienda de comestibles y la de embutidos, pegadas al pequeño negocio de Colin, habían escapado al incendio que el día del acontecimiento había devastado la ciudad baja. Pero se habían dado cuenta que esas reservas se agotarían un día y que La Roque no podría renovarlas porque todas las granjas de alrededor del burgo habían sido destruidas con sus bienes semovientes. En el castillo, cuyos propietarios vivían en París y podían ser considerados como muertos, quedaban algunos cerdos, un toro y cinco caballos de silla, además del forraje para alimentarlos. En Courcejac, pequeño caserío entre La Roque y Malevil, que también se había salvado y que constaba de seis personas, todas las vacas, salvo una que alimentaba a una ternera, habían muerto. Esta pérdida era tanto más desgraciada por cuanto había en La Roque dos bebés y una huérfana de doce años, pero cuya salud necesitaba cuidados. Hasta ahora, para alimentarlos se habían abastecido con la leche condensada del almacén, pero esa reserva tocaba ahora a su fin.

Fulbert dejó este discurso sin conclusión. Nos miramos. Y como nadie largaba prenda, le hice algunas preguntas a nuestro huésped. Me enteré así que los larroquenses desde el principio sospechaban que había sobrevivientes en Malevil, que, como La Roque y Courcejac, estaba protegido por su acantilado. Esa idea se había afianzado en ellos cuando, hacía alrededor de un mes, les había parecido escuchar nuestra campana. También me enteré que disponían para defenderse de una decena de escopetas, "cartuchos en cantidad" y carabinas.

Paré la oreja cuando Fulbert habló de nuevo de los caballos de silla, pero no le pregunté por ellos. Los conocía muy bien. Fui yo quien se los vendió a los Lormiaux. Los Lormiaux eran unos industriales parisienses que habían comprado muy caro un castillo histórico deteriorado, gastado sumas locas para restaurarlo, y venían a él una vez por año. Durante ese mes, se les había metido en la cabeza jugar a los castellanos y andar a caballo. Los tres montaban mal, pero tuvieron necesidad, ellos tres, nada menos que de tres anglo-árabes, pese a mis esfuerzos, en suma muy meritorios, por venderles cabalgaduras un poco menos brillantes. Por otro lado, antes del día J, no podía impedir de todos modos que los esnobs me hicieran ganar dinero. Aparte de los tres anglo-árabes castrados, los Lormiaux me habían comprado también dos yeguas blancas, pero de estas hablaré más adelante.

Observé que Fulbert, elocuente de buena gana, contestaba brevemente mis preguntas. Deduje que su descripción de las condiciones materiales de La Roque comportaba una conclusión, pero que pese a su considerable aplomo, no se había atrevido o conseguido todavía formularla. Me callé, con los ojos fijos en el fuego.

Al cabo de un momento Fulbert tuvo una tosecita que traicionaba no su incomodidad, sino el hecho de que teniendo ya un pie en el más allá, le costaba bastante retornar a este mundo para ocuparse de los asuntos de los hombres.

– Debo decir -repitió- que estoy muy preocupado por la suerte de esos dos bebés y de nuestra pobre huerfanita. Existe ahí una situación muy dolorosa y a la que no le veo salida. Sin leche, no veo cómo vamos a conseguir criarlos.

De nuevo, dejó pesar un silencio. Todas las miradas estaban fijas en él, y nadie tenía ganas de hablar.

– Sé muy bien -siguió Fulbert con su voz profunda- que lo que les voy a pedir va a parecerles enorme, pero en fin, las circunstancias son excepcionales, los dones de Dios desigualmente repartidos, y para vivir, para sobrevivir incluso, deberemos tener que recordar que somos hermanos y que debemos ayudarnos entre nosotros.

Lo escuchaba. Considerado en sí, todo lo que decía era verdad. Pero dicho por él, todo sonaba falso. Tenía la impresión de que este hombre, que se ocupaba de los sentimientos humanos, no los experimentaba.

– Es en nombre -prosiguió- de nuestros pobres bebés de La Roque que les hago este pedido. He observado que tenéis varias vacas. Les estaríamos profundamente agradecidos si pudieran cedernos una.

Silencio de muerte.

– ¿Ceder? -dije yo-. ¿Has dicho "ceder"? Entonces estás encarando un intercambio.

– Para decir verdad, no -dijo Fulbert con aire altanero-. No había encarado el asunto como una transacción comercial. La había concebido más bien como un deber de caridad, o también como un deber de asistencia a personas en peligro.

Henos aquí prevenidos. Si nos negamos, seremos a los ojos de Fulbert unos hombres sin entrañas y sin moral.

– Entonces -digo yo- no se trata de ceder, sino de dar.

Fulbert inclina la cabeza y fuera de Thomas, todos nos miramos estupefactos. ¡Pedir a unos campesinos que den una vaca! ¡Esas sí que son gentes de ciudad!

– ¿No sería más sencillo -digo yo con voz suave (pero no tan suave, de todos modos, como la de Fulbert)- que criáramos en Malevil a los dos bebés y a la huérfana?

Miette está sentada entre Fulbert y yo, y como me doy vuelta hacia Fulbert para hacerle la pregunta, veo su dulce rostro y veo que el proyecto de una guardería infantil en Malevil la trasporta de felicidad. Al margen de la discusión le dirijo una sonrisa, me mira durante un buen segundo con sus lindos ojos de niña, trasparentes e insondables, luego, bruscamente, me devuelve la sonrisa. Me la devuelve, si me atrevo a decir, al céntuplo, como si recogiera en la misma todo su afecto para dármelo de una sola vez.

– Sería muy posible para la huérfana -dice Fulbert- porque nos plantea un gran problema. Tiene trece años, es tan delgada y pequeña que parece de diez, tiene crisis de asma y además, tiene un carácter muy especial. Da pena decirlo, pero me parece que difícilmente haya alguien en La Roque capaz de ocuparse de ella.

Su bello rostro de asceta está sumido por un breve instante en la melancolía. Medita sobre el egoísmo de los hombres, y siento que nosotros formamos parte de su meditación. Sin embargo, no pierde de vista su propósito y sigue con un suspiro:

– En cuanto a los bebés, es desgraciadamente imposible confiárselos. Las mamás no quieren separarse de ellos.

Como no pudo saber de antemano si teníamos vacas, ni que le íbamos a hacer esa proposición de tomar con nosotros a los bebés para su crianza, no ha podido preguntárselo a sus madres. Sospecho por consiguiente, que está mintiendo, y que no son sólo los bebés de La Roque los que estarían felices de tener leche.

Lo presiono un poco más:

– En ese caso, no tendríamos inconveniente en recibir a las madres en Malevil al mismo tiempo que a sus bebés.

Menea la cabeza.

– No es posible, vamos. Cada una tiene un marido, otros hijos. No se puede desmembrar así una familia.

Al mismo tiempo, dando un corte con la mano, rechaza con tuerca mi sugestión. Y ahora, se calla. Nos ha acorralado sin piedad ante un dilema: o damos una vaca o los bebés mueren. Y espera.

El silencio se prolonga.

– ¿Miette -digo yo-, quisieras hacer el favor de dar tu pieza a Fulbert por esta noche?

– Pero no -dice Fulbert bastante flojamente-, no quisiera molestar a nadie. Una gavilla de pasto en el establo me bastará.

Desdeño con cortesía su proyecto evangélico.

– Después de tu largo camino -digo a Fulbert levantándome- necesitas descanso. Y mientras duermas, discutiremos tu pedido. Te daremos la respuesta mañana por la mañana.

Se levanta también, se yergue con toda su estatura y nos mira con ojos serios y escrutadores. Sostengo su mirada con placidez y al cabo de un momento, sin apuro, doy vuelta la cabeza.

– Miette -digo-, dormirás por esta noche con Falvina.

Hace que sí con la cabeza. Fulbert ha renunciado a fascinarme. Envuelve a sus fieles con su mirada paternal y separa de su cuerpo sus dos manos bien abiertas.

– ¿A qué hora -dice-, desean ustedes que diga misa mañana por la mañana?

Consulta de miradas. La Menou propone las nueve y todos aceptan, menos Thomas y Meyssonnier, que se ausentan del debate.

– A las nueve -dice Fulbert majestuosamente-. Bueno, digamos a las nueve. Desde las siete hasta las nueve, estaré en mi habitación (tomo nota de ese "mi" al pasar) para confesar a los que quieran comulgar.

Ya está. Se ha apoderado de nosotros, cuerpos y almas. Puede ahora irse a acostar.

– Miette -digo-, conduce a Fulbert a tu pieza. Cámbiale las sábanas.

Fulbert da con mucha seriedad sus "buenas noches" llamándonos por nuestros nombres, uno después de otro, con su bella voz de barítono. Luego sigue a Miette, que lo precede con paso alerta hacia la puerta de la gran sala. Uno que está muy pesaroso de verla alejarse así, es el pequeño Colin, al que esta noche le tocaba el turno de ser el invitado de Miette y que no podrá serlo por falta de local. La sigue con un ojo, un poco celoso también de Fulbert. Y yo mismo, recordando ciertas miradas en la mesa, me pregunto si he hecho bien en dar a Miette como guía a nuestro huésped. Miro mi reloj: las diez y veinte. Tomo nota de que debo consultarlo nuevamente cuando Miette esté de vuelta.

Una vez la puerta cerrada, un alivio se lee en las caras. La presión ejercida sobre nosotros por Fulbert había llegado a tal punto que era apenas soportable. Y una vez que se hubo ido Fulbert, nos sentimos liberados. A medias liberados, porque Fulbert deja detrás de sí sus exigencias.

No leo únicamente alivio en los rostros, sino también mucha turbación y sentimientos confusos. Me felicito por haber impedido a Meyssonnier y a Thomas desencadenar en la mesa una disputa religiosa, porque seguramente hubiera dividido Malevil y agregado aún más a la confusión.

Miro a mis compañeros uno después de otro. Gorgona o Medusa, en el atrio, la Menou teje, impenetrable, con los ojos bajos, los labios cerrados. El Momo a quien nada le interesa desde que Miette ha abandonado la pieza, empuja con el pie un leño a medias consumido, y su madre le pregunta en voz baja y furiosa, pero sin levantar la vista, si quiere una patada en el culo si está empeñado en quemarse los tamangos. La Falvina sopla y suspira entre sus pliegues y repliegues, con su vientre sujeto por su rodilla derecha reposando sobre la izquierda, sus pechos encajados en su vientre y las papadas de su cuello cayendo sobre sus pechos. Nunca se ha visto ni oído cosa parecida, eso es lo que su gemido quiere expresar. El prisionero Jacquet, a quien Colin por embromar llama el "siervo" y que, en menos de un mes, ha conseguido pescarme en la trampa de unas relaciones casi filiales a fuerza de seguirme por todos lados, y de espiar todos mis movimientos con sus bonachones ojos marrón dorado tan parecidos a los de un perro, Jacquet, por supuesto, me mira y su pensamiento es simple y tranquilizador: si Emanuel da la vaca, tendrá su razón para darla. Si no la da, tampoco estará mal. A la buena cabezota redonda y en falsa escuadra de Peyssou, en la que la nariz está plantada como un cuchillo de campo en una papa, da lástima verla, de tal modo está torturada por la incertidumbre. Me doy cuenta que está tratando de conciliar su naciente veneración por Fulbert y el carácter escandaloso de sus demandas. Colin no se siente menos perdido, aunque lo demuestra menos. Sin cesar mira hacia la puerta, agitado y frustrado por las razones que ya he dicho.

En los ojos de Thomas, en cambio, ni la más mínima incertidumbre: Fulbert es un infame. Y piensa eso, estoy seguro, sin darse cuenta para nada del sacrilegio que acaba de cometer Fulbert ante los ojos de todos nuestros compañeros: la vaca. Ha osado tocar a la vaca. Después de Dios (y hasta quizás antes) nuestro valor, el más sagrado. No se trata de que una vaca coincida para nosotros con su valor comercial. De ninguna manera. Si exigimos dinero cuando ella cambia de manos, es para manifestar por medio de especie el respeto cuasi religioso que le profesamos.

Meyssonnier, sí, resiente con fuerza las dos infamias de Fulbert: su infamia por así decir teórica, en tanto que representante de "la religión, opio del pueblo" y su infamia en los hechos, en tanto que persona que ha exigido con un cinismo sin límite la cesión gratuita de una vaca. Lo miro. ¡Qué poco ha cambiado desde las municipales! Siempre la misma cara larga como hoja de cuchillo con la frente estrecha, los pelos como cepillo, los ojos grises muy juntos el uno del otro y que parpadean cuando está emocionado. Y como desde el día del acontecimiento no ha podido ir al peluquero de La Roque, sus cabellos, por la fuerza de la costumbre, crecen derecho, derecho hacia el cielo, y su largo rostro se ha alargado aun más.

La puerta de la sala grande se abre. Es Miette. Miro el reloj, 10 y 25. Cinco minutos. Ni el tiempo material, incluso sobreestimando (o subestimando) a Fulbert. Mientras que en la penumbra de la gran sala Miette avanza hacia nosotros ondulando sin balandronada, propaga una ola de calor que la precede y nos envuelve. Gracias, Miette. Veo en la cara de Colin y en su renacida sonrisa que le ha vuelto la tranquilidad. Que si nuestro gran arquero no puede gozar esta noche de la presencia de Miette, que al menos nadie se la sople.

Estamos todos y nunca hasta ahora hemos tenido una asamblea plenaria con las tres mujeres, con el Momo, con el "siervo". Nos estamos democratizando. Se lo diré a Thomas.

La Menou se agacha para reanimar el fuego, porque después de terminada la comida, por economía, se ha apagado la monumental lámpara de aceite y desde ese momento, el hogar es nuestra sola luz. Sin atizador ni pinzas, nada más que acomodando los leños con astucia, la Menou consigue hacer brotar una llama y como si no hubiera esperado más que una señal para arder él también, Meyssonnier estalla:

– Cuando he visto llegar al cura -dice mezclando francés y dialecto en su furia- me di muy bien cuenta que no venía aquí por nuestros lindos ojos. Pero de todos modos, no lo hubiera creído. Es algo -dice con indignación, como si ninguna otra expresión fuera capaz de reflejar la enormidad del acontecimiento. Repite varias veces seguidas: es algo, golpeándose la rodilla con la palma de la mano.

Y sigue, fuera de sí:

– ¡Estaba ahí, sentado muy tranquilamente sobre su culo, como Dios Padre en persona y te pide tu vaca, como si te hubiera pedido un fósforo para encender su pipa! La vaca que has criado, y atendido dos veces por día durante años, que en el invierno, cuando el grifo estaba helado, te has llevado a cuestas los baldes de agua de la cocina al establo para hacerla beber, y el veterinario que te ha costado, sin contar los remedios, y el cuidado de la paja y del heno que disminuyen en tu hórreo y te preguntas si vas a poder durar hasta la otra cosecha. Ni hablo de la mala sangre que te haces cuando pare. ¿Y entonces? -prosigue con fuerza-. ¡Te recitan unos padrenuestros y te birlan tu vaca! ¿Es el retorno a la Edad Media? ¿Estamos en eso? ¿Es el clero que viene a reclamar su diezmo? ¿Y por qué no la talla y la prestación personal, ya que estamos?

Ese discurso, aunque impío, causa impresión, hasta sobre los piadosos. En la región, todavía se rememoran los señores y hasta los que van a misa desconfían del poder del cura. Sin embargo, me callo. Espero. No quisiera estar en minoría una segunda vez.

– Con todo, están los bebés -dice Colin.

– Justamente -dice Thomas- ¿por qué no confiarlos a Malevil? Me cuesta creer que haya madres que no consientan en separarse de ellos para asegurar su supervivencia.

Nada mal, Thomas. Sobrio y lógico, aunque un poco demasiado abstracto, quizá, para convencer.

– Sin embargo eso es lo que Fulbert nos ha dicho -señala Peyssou con su enorme buena fe.

Meyssonnier se encoge de hombros y dice con violencia:

– ¡Fulbert, pero si ha dicho todo lo que se le ha antojado!

Aquí, me parece, va un poco demasiado lejos para su auditorio. Porque en términos indirectos acaba de tratar a Fulbert de mentiroso y aparte de Thomas y yo mismo, nadie aquí está dispuesto a aceptar todavía tal juicio. Después de esto, hay un largo silencio. Y yo no hago nada por romperlo.

– De todos modos hay que ver qué mal hechas están las cosas -dice por fin la Menou dejando su tejido sobre las rodillas y alisándolo con la mano porque tiene tendencia a enrollarse sobre sí mismo-. Los de La Roque son veinte y, entre esos veinte, no tienen más que un toro y cinco caballos, valiente negocio.

– Nadie te impide que les des tu vaca -dice Meyssonnier con irrisión.

No me gusta esto. Atención. Lo mío y lo tuyo me parecen nociones muy peligrosas. Intervengo.

– No estoy de acuerdo con esa manera de expresarse. Aquí no existe lo de la vaca de la Menou, ni la vaca del Estanque, ni los caballos de Emanuel. Existen los animales de Malevil, eso es todo. Y los animales de Malevil pertenecen a Malevil, es decir a todos nosotros. Si hay alguien que piense distinto, no tiene más que tomar su o sus animales e irse.

He hablado con mucho énfasis y un silencio un poco incómodo sucede a mi declaración.

– ¿Y con eso qué quieres decir? -pregunta el pequeño Colin al cabo de un rato.

– Quiero decir que si debemos separarnos de un animal, tenemos que decidirlo todos nosotros.

He dicho "separarnos", no he dicho "dar". El matiz no se le escapa a nadie.

– Tenemos que ponernos en su lugar -dice la Falvina, y todos la miramos extrañados, porque desde hace un mes que está aquí la Menou la ha acariciado tan fuerte con el pico que vacila en abrirlo. Animada por nuestra atención da un gran suspiro para liberar su aliento de los pliegues en que se pierde y agrega: -Si en Malevil tenemos tres vacas para diez y nada para los veinte de La Roque, por fuerza algún día habrá envidiosos.

– No dices nada más que lo que yo ya he dicho -dice la Menou con una voz hiriente para reponer a Falvina en su lugar.

Y yo ya estoy harto de ese terrorismo, y repongo a la Menou en el suyo.

– Bien dicho, Falvina.

Los mofletes refluyen, todo en ella se dilata, mira a la redonda, y sonríe de gusto.

– Bien que nos han robado un caballo -dice el Peyssou-, sin querer ofender a nadie -agrega al ver al pobre Jacquet encogerse en su silla-. ¿Y por qué no nos pueden robar una vaca en el pastoreo?

– ¿Una? -digo yo-. ¿Por qué no las tres? En La Roque tienen cinco caballos, bastaría con cinco hombres a caballo. ¡Se vienen para acá, matan a nuestros guardias, y adiós las vacas!

Estoy contento de haber introducido los caballos y sé muy bien por qué.

– Estamos armados -dice Colin.

Lo miro.

– Ellos también. Y mejor que nosotros. Nosotros tenemos cuatro escopetas. En La Roque tienen diez. Y, te cito a Fulbert, cartuchos en cantidad. No es nuestro caso.

Silencio. Pensamos con angustia en lo que sería una guerra entre La Roque y nosotros.

– ¡No puedo creer eso de las gentes de La Roque! -dice la Menou meneando la cabeza-. Son gentes de aquí. Son buena gente.

Señalo a los tres nuevos.

– ¿Buenos? ¿Y ellos, no son buenos? Y has visto, sin embargo…

Agrego en dialecto:

– Basta con una manzana mala para pudrirte todo el canasto.

Veo a Thomas que se inclina hacia Meyssonnier, se hace traducir el refrán en francés y lo aprueba. ¡Prestigio de los estereotipos milenarios! Mi proverbio ha recibido la unanimidad. Fulbertistas y antifulbertistas están de acuerdo. Solamente es en la identidad de la manzana mala en lo que diferimos. Para unos, es precisa, para los otros, indeterminada.

Después de mi éxito, no digo una palabra más. La conversación se generaliza. La discusión se estanca, y la dejo estancarse. En las voces, en las posturas, en la nerviosidad, siento ahora el cansancio. Mejor que se cansen: yo espero.

Y no espero mucho, porque al final de un largo silencio, Colin, dice:

– ¿Y bueno, tú, Emanuel, qué piensas de esto?

– Ah, yo me pondré de parte de la opinión general.

Me miran. Están desconcertados por mi modestia. Menos Thomas, que me mira con ironía. Pero Thomas no dirá nada. Ha progresado. Ganó en prudencia.

Me callo. Y como me lo esperaba, insisten.

– Con todo, Emanuel -dice el Peyssou- algo se te habrá ocurrido.

– Sí, algo se me habrá ocurrido. Y lo que se me ha ocurrido, por empezar, es que nos han hecho el chantaje con esos bebés. -Y el "nos", por supuesto, es la manzana mala, pero siempre indeterminada- ¿Porque en fin, te ves, Menou -aquí me deslizo hacia el dialecto- con el Momo aún bebé en los brazos, ni una gota de leche para alimentarlo y negarse a confiarlo a gentes que tienen? Y todavía el caradurismo de decirles: ¡No es la leche para Momo lo que quiero, es la vaca!

No he dicho otra cosa que lo que dijo Thomas hace unos instantes. Pero lo digo en concreto. Las mismas flores, pero no el mismo ramo. Di en la tecla, lo leo en las caras.

– Bueno -digo- cuando vayamos a La Roque aclararemos toda esta historia, y le preguntaremos a las madres qué pasa. Queda, como ustedes lo han dicho, que nosotros tenemos tres vacas y los de La Roque, ninguna. Y a partir de eso, se imaginan cómo les pueden calentar la cabeza contra nosotros (el "les" siempre sin precisar), y meterles ideas. Y esas ideas, estén seguros, no pueden ser más que malas, dado que ellos son más numerosos que nosotros y mejor armados.

Silencio.

– Entonces -dice el Peyssou- más desconcertado que nunca-. ¿Te parece, a ti, Emanuel, que hay que darles la vaca?

Exclamo de inmediato:

– ¡Darles! ¡Ah, no! ¡Jamás! De ningún modo darles. ¡No nos vamos a poner en el caso, como dice Meyssonnier, de pagarles un diezmo! ¡Como si les fuera debido! ¡Como si fuera un derecho de la ciudad hacerse alimentar de balde por el campo! ¡No faltaría más que eso! Pero si hasta no nos respetarían más, los de La Roque, si fuéramos tan estúpidos como para darles una vaca.

Las miradas brillan de indignación compartida. Unanimidad absoluta entre los fulbertistas y los antifulbertistas. Millares de generaciones de campesinos me sostienen, me acompañan y me empujan. Siento bajo mis pasos el terreno sólido y avanzo.

– En mi opinión, hay que hacerles pagar la vaca. ¡Y caro! Ya que nosotros no somos vendedores. Son ellos los que quieren comprar.

Hago una pausa y les guiño el ojo con descaro, como para decir, no soy sobrino de tratante de caballos y tratante de caballos yo mismo por nada. Digo recalcando las palabras:

– Por nuestra vaca les vamos a pedir dos caballos, tres escopetas y quinientos cartuchos.

Hago una segunda pausa para hacer resaltar mejor el carácter exorbitante de mis exigencias. Silencio. Activas consultas con las miradas. Mi logro -me lo esperaba- es bastante mitigado.

– Por las escopetas, comprendo -dice Colin-. Ellos tienen diez, les tomamos tres. Les quedan siete. Y nosotros, con nuestras cuatro escopetas y las tres que les tomamos, tenemos siete. Estaremos pues iguales. Y los cartuchos también, es una buena idea, ya que tenemos tan pocos.

Silencio. Los miro. Por más que nadie tenga voluntad para decirlo es la primera parte del trueque lo que no comprenden. Me siento bastante cansado, pero hago un esfuerzo y retomo la palabra:

– Evidentemente, ustedes se dicen: los caballos, tenemos bastantes ya: Malabar, Amaranta, Lindo Amor, sin contar a Malicia. Ustedes se dicen, no son los caballos los que dan leche. Bueno. Pero traten de ver la situación real en cuanto a los caballos en Malevil. Malicia, por el momento, inutilizable. Lindo Amor también, ya que alimenta a Malicia. Quedan dos caballos, para montar o para hacer trabajar: Malabar y Amaranta. Yo digo que dos caballos para montar para seis hombres válidos, no es bastante, porque entiendan bien una cosa (me inclino hacia adelante y acentúo con fuerza), es necesario que todos aquí un día u otro aprendan a montar. ¡Todos! Y les voy a decir por qué: antes del día del acontecimiento, en el campo, el muchacho o hasta la chica que no había aprendido a manejar, era el pobre tipo. Y el pobre tipo, ahora, va a ser el tipo que no sabe montar y que no tiene caballo. En tiempo de paz, como en tiempo de guerra. Porque si combatimos, para caer como el rayo sobre el adversario, o para huir si perdemos, no queda más que el caballo. El caballo, ahora, reemplaza todo: la moto, el auto, el tractor y la autoametralladora. Sin caballo, en la hora actual, no eres nada. Eres de la infantería, eso es todo.

A la Menou y a la Falvina no sé si las he conmovido, pero a los hombres, sí. No es el argumento guerrero, es el del estatus el que ha ganado. El pobre tipo definido como el hombre sin caballo. Exactamente como estaba definido antes del día del acontecimiento el cultivador sin tractor. ¡Ah, esa locura del tractor en nuestro rincón! ¡Un tractor para propiedades de diez hectáreas, y hasta dos! Uno compraba uno nuevo de 50 CV endeudándose y se quedaba con el viejo de 20 CV, para ayudar. ¡Como el vecino! ¡Uno no se podía arreglar con menos! ¡Para diez hectáreas cultivables y el resto de bosques!

Para algo sirve la locura, puesto que he podido operar la transferencia de prestigio del tractor al caballo.

Se vota. Incluso las mujeres están a favor. Doy un suspiro de alivio y de fatiga. Me levanto, todos me imitan y en la algazara que sigue me acerco a Meyssonnier y a Thomas y les digo en voz baja que quisiera hablar con los dos en mi habitación. Están conformes. Vuelvo a pedir silencio y digo:

– Mañana tengo la intención de asistir a la misa y comulgar, por lo menos si Fulbert me autoriza, porque no tengo intención de confesarme.

Esta declaración los deja pasmados. Siembra la cólera entre los unos (pero estos se contienen, puesto que en seguida van a verme en privado) y la alegría entre los otros. Y especialmente en la Menou, por una razón particular. Porque se había peleado a muerte con el cura de Malejac antes del día del acontecimiento, porque por falta de confesión, no le había querido dar la hostia a Momo. Y ahora espera a que si Fulbert me lo concede, su hijo podrá pasar por la brecha que yo habré practicado.

– Los que se confesarán, harán muy bien en ser muy prudentes si se le hacen sobre Malevil -siempre el "se"- preguntas indiscretas.

Silencio. -¿Preguntas cómo? -dice de pronto Jacquet que ya tiene miedo, sabiéndose débil e influenciable, de decir demasiado.

– Bueno, preguntas sobre las armas que tenemos, y también sobre nuestras reservas de vino, de grano y de chacinados.

– ¿Y qué tengo que decir si hace preguntas como esas? -dice Jacquet, lleno de buena voluntad.

– Dices: eso, no lo sé. Habrá que preguntarle a Emanuel.

– Vamos a ver -dice el gran Peyssou, con la carota partida por una sonrisa y poniendo su grueso brazo sobre la musculosa espalda de Jacquet. (Se entienden muy bien, esos dos, desde cuando el segundo aporreó al primero.)-. Vamos a ver, para estar seguro de no equivocarte respondes así a todo. Ejemplo: el Fulbert te pregunta: ¿Hijo mío, has cometido el pecado de la carne? Y tú contestas: ah, eso, no lo sé. Hay que preguntárselo a Emanuel.

Nos reímos. Nos reímos con Peyssou, porque está tan contento con su broma, y nos reímos de Jacquet quien recibe algunas palmadas. Está encantado. Con todo, en Malevil hay otra atmósfera que en El Estanque.

En mi habitación, unos minutos después, la charla es bastante tensa con Thomas y Meyssonnier. Me reprochan vivamente que entre en el juego de Fulbert (y hasta, horror, el comulgar) en lugar de poner de patitas en la calle a ese sacerdote abusador. Les explico mi posición. Tengo miedo de un conflicto armado con La Roque, ese es el fondo del asunto. Y no quiero dar a Fulbert el más mínimo pretexto -material o religioso- para fomentarlo. Por eso le he cedido la vaca arreglándomelas para debilitar su poder combativo. Y por eso también abrazo la religión de la mayoría. Es un compromiso. Y un compromiso, por lo menos deberías comprender lo que es eso, Meyssonnier. Tu partido bastante los ha usado, antaño. (Meyssonnier pestañea.) En cuanto a Fulbert estoy casi seguro que no es un sacerdote. ¡Al seminarista pelirrojo lo inventé de cabo a rabo y Fulbert se acordó de él! Total, un impostor, un aventurero, un hombre totalmente sin escrúpulos. E incluso muy peligroso. Si ustedes fueran sensatos, tú y Thomas, también asistirían a la misa. No es una verdadera misa puesto que Fulbert no es sacerdote, y no será una verdadera comunión, puesto que no habrá consagración.

No puedo llegar más lejos, creo, con mis esfuerzos de persuasión y gozo en secreto ese colmo de la ironía: convencerlos de asistir a la misa asegurándoles que es "falsa".

En ese momento rascan en la puerta de la pieza. No golpean, rascan. Me quedo quieto, miro a mis dos huéspedes, luego mi reloj. Una de la mañana. En el silencio, vuelven a rascar. Tomo mi carabina de la repisa que Meyssonnier me ha instalado contra la pared frente a mi cama, hago una señal a Meyssonnier y a Thomas de armarse, levanto el cerrojo y apenas entreabro la puerta. Es Miette.

El tiempo de sonreír a Thomas, a quien esperaba encontrar ahí, y a Meyssonnier cuya presencia le extraña, y luego con sus manos, sus labios, sus ojos, sus pestañas, su torso, sus piernas y hasta sus cabellos, me habla. Es un método espontáneo que no tiene nada que ver con el lenguaje manual de los sordomudos que nunca aprendió, y que por otra parte yo no comprendería. Me cuenta cosas sorprendentes. Cuando acompañó a Fulbert, después de la comida, a su pieza, él le pidió que volviera con él cuando todo el mundo se hubiera dormido (un dedo girando circularmente para decir "todo el mundo" y las dos manos planas sobre su mejilla recostada para decir "dormir"). Tiene la sospecha que es para hacer el amor (aquí un gesto de una crudeza indescriptible). Habiendo visto luz en mi cuarto (el dedito de la mano derecha levantado y con la otra mano dibujando una aureola en la extremidad del dedito para significar la llama), subió para preguntarme si yo estaba de acuerdo.

– No me opongo -dije al fin-. Haces lo que quieres, Miette. Nadie te fuerza, ni en un sentido ni en otro.

Bueno, voy, dice su mímica, por cortesía y por gentileza. Pero sin ningún entusiasmo.

– ¿Entonces no te gusta, Miette?

Bizquera y manos juntas (Fulbert), luego la mano derecha sobre su corazón y por fin el índice de la misma mano es sacudido de derecha a izquierda con vigor delante de su nariz. Hecho esto sale y cierra la puerta detrás de ella. Los tres estamos clavados delante de la puerta cerrada.

– Hay que ver, ese -dice Thomas.

– Hubieras podido oponerte -dice Meyssonnier, con la mirada dura y el entrecejo fruncido.

Me encojo de hombros. -¿En nombre de qué? Sabes muy bien que el principio es dejarla hacer lo que quiere.

Los miro. Están furiosos y ultrajados como maridos engañados. Es un sentimiento paradójico y hasta un poco cómico, porque al fin y al cabo no estamos celosos los unos de los otros. Probablemente porque todo sucede en el interior del grupo, a la vista y paciencia de todo el mundo. No hay engaño ni desvergüenza. Nuestro arreglo comporta incluso un aspecto institucional completamente tranquilizador. Mientras que Fulbert, no sólo no pertenece a nuestro grupo, sino que ha actuado con la mayor hipocresía. Thomas y Meyssonnier me hacen ver que si Miette no hubiera sido tan leal, ni se hubieran enterado de su "adulterio". No pronuncian la palabra, porque de todos modos tienen el sentido del ridículo, pero la cosa no está muy lejos de su mente. No hay más que verlos hervir de rabia.

– ¡Qué puerco! -dice Meyssonnier, y como el francés no le basta, lo dice también en dialecto.

Thomas asiente, saliendo por una vez de su impasibilidad.

– En todo caso -dice Meyssonnier con tono amenazador- vas a ver cómo les voy a decir mañana a Colin y a Peyssou de qué modo el Fulbert ha pasado la noche.

Exclamo, asustado:

– ¡No se lo vas a decir!

– ¿Por qué? -dice Meyssonnier-. Tienen derecho a saberlo ¿no te parece?

Es verdad, tienen derecho a saber cómo también ellos han sido engañados. Sobre todo Colin, que lo fue doblemente.

– Y hasta se lo diré a Jacquet -agrega Meyssonnier con los puños cerrados-. El siervo tiene los mismos derechos que nosotros.

Intervengo otra vez, cediendo algo para no perderlo todo.

– Díselo a Colin, pero no a Peyssou. O mejor espera para decírselo cuando Fulbert se haya ido. Conoces a Peyssou ¡sería capaz de romperle la jeta!

– Y haría muy bien -dice Thomas, con los labios apretados.

En cuanto a Miette, ni una palabra, y hasta estoy seguro, ni un pensamiento de reprobación, sino al contrario, la certidumbre que el furbo de Fulbert ha abusado del sentimiento del deber y de la hospitalidad de la pobre chica. Estoy seguro también que si propusiera ir a despertar en seguida a Colin, Peyssou y Jacquet, y entre todos derribar la puerta de Fulbert y tirarlo afuera con su burro, la proposición sería aclamada. No deseando de ninguna manera vivir esta escena, me contento con soñarla. Y cuando imagino a los seis maridos engañados precipitándose a la habitación y dándole una paliza al amante de su mujer, me pongo a reír.

– No hay de qué reírse -dice Meyssonnier con severidad.

– Vamos, vete a acostar. Lo que está hecho está hecho.

Ese truismo tranquilizador no surte efecto en él, en ellos debería decir, porque Thomas, aunque hable menos, rabia igual.

– Lo que me asquea -dice Meyssonnier- es pensar que ha tratado de aprovecharse del impedimento de la chica. Se dijo: es muda, no lo va a contar.

– ¡Como para asistir mañana a su misa -agregó levantando la voz- nada más que para verlo soltar todas esas idioteces sobre el pecado sabiendo lo que yo sé! Vamos, me voy a acostar -agrega al darse cuenta de mi impaciencia.

Se va, cabizbajo. Mientras tanto, mi cara es de piedra para que Thomas se calle. No hago un drama del asunto. Primero, Fulbert no es sacerdote. Y por otra parte, que un sacerdote haga el amor, después de todo ¿por qué no? Y que lo haga ocultándose, pobre diablo, es su estigma.

No le culpo a Fulbert el habernos soplado a Miette a lo largo de una noche. Mañana utilizaré sin vergüenza este incidente contra él, pero por otras razones. Porque es, estoy seguro, un hombre sin bondad y sin justicia, que no quiere bien a Malevil, y contra quien reharé la unidad de Malevil. Esa unidad en la que la cuestión religiosa casi consiguió, esta noche, abrir una brecha.

El candelero apagado, me acuesto, pero como me lo esperaba, sin lograr dormirme. Thomas tampoco lo logra. Lo oigo dar vueltas y vueltas en su canapé. Hace una tentativa de hablarme, pero lo rechazo con violencia. A falta de sueño, quiero tener silencio al menos.

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