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Después del desayuno, mientras Fulbert en "su" habitación recibe a los penitentes, me dirijo hacia La Maternidad para montar a Malabar y continuar su instrucción. Todavía falta para que a pesar de mis cuidados, el pesado caballo de tiro se convierta en un caballo de silla aceptable. Su boca tiene poca sensibilidad, comprende cuando se le antoja el lenguaje de las ayudas, y detenerlo no es fácil. Me incomoda también el ancho de su lomo que me obliga a separar las piernas más de lo que estoy acostumbrado y hace que mi pinza sea menos eficaz. Es tan pesado este Malabar que me hace el efecto, cuando lo monto, de ser un caballero de la Edad Media. No me falta más que la armadura: no le molestaría para nada, por otra parte. El enorme padrillo es capaz, estoy completamente seguro, de llevar dos o tres veces mi peso. Dispone de una reserva de fuerza increíble y cuando galopa, me da siempre la impresión de cargar. Pero, si me asombro del ancho de su lomo, no critico su comodidad. Uno se siente francamente bien, y,si fuera cuestión de hacer un largo paseo en el que la velocidad tuviera poca importancia, recomendaría a Malabar a las nalgas sensibles.

Me encuentro a Jacquet y Momo limpiando los boxes y en el momento en que voy a ensillar a Malabar, me doy cuenta de que otra vez Momo ha dado a Lindo Amor el doble de paja que a los otros dos caballos. No es que estos se vean perjudicados: es Lindo Amor la que tiene demasiado. Lo reto a Momo y le hago retirar la mitad de la pajaza, lo hago avergonzar de su favoritismo que, al mismo tiempo, es derroche. Le prometo que si lo vuelvo a pescar, le voy a dar un puntapié en las nalgas.

Esta amenaza es de pura rutina. Fue mi tío quien me la transmitió, y como él, nunca la trasladé a los hechos. Podría creerse que convertida hasta tal punto en teórica, hubiera perdido toda eficiencia. Pero no, continúa produciendo un cierto efecto sobre Momo en tanto que una expresión máxima de disgusto parental. Porque aunque Momo tiene algunos años más que yo, considera que al haber heredado los bienes de mi tío, heredé también el poder paterno que el tío ejercía sobre él.

Mientras lo increpo, paso como todas las mañanas por los boxes para verificar el funcionamiento de los bebederos automáticos. Una suerte más que en Malevil la distribución de agua se haga por gravedad, porque si hubiéramos dependido de una bomba, el día J, poniendo fin a la electricidad, nos habría privado para siempre de ella.

Cuando entro en el box de Amaranta, me hace sus arrumacos de costumbre, me empuja por la espalda con su cabeza, pone sus ollares húmedos en mi nuca y me mordisquea la manga. Si tuviera manos, me haría cosquillas. Al mismo tiempo, con el rabo del ojo espía una gallina que se ha introducido en su box por la puerta que he dejado abierta. Por suerte, yo vi primero a la gallina y antes de que Amaranta haya podido pasarla a mejor vida bajo su casco, sorprendo a la yegua con una buena palmada en la grupa y con el pie empujo a la pobre idiota emplumada hacia la salida.

Le doy una ojeada al gran burro gris de Fulbert, o más bien a su balde de agua, porque se alberga en el único box que no tiene bebedero. Y acabada la visita, tomo en mi mano o mejor dicho en el hueco de mi viejo guante, porque le temo a su grueso pico puntiagudo, algunos gramos de cebada, y al punto ¿pero cómo sabe que ha llegado el momento? ¿Adónde estaba escondido hasta entonces? nuestro cuervo surge de no sé dónde y se desploma a mis pies. Y después de haber dado vuelta alrededor de mí con circunspección, en su pose favorita de viejo avaro jorobado con las manos a la espalda, se levanta hasta mi hombro izquierdo, se posa en él y comienza a picotear mi palma sin dejar de escrutarme de lado ni un instante con su ojo vivo. Una vez su comida terminada, no por eso abandona mi hombro, aun cuando entro a ensillar a Malabar. Digo Malabar y no Amaranta porque Craa no ha entrado nunca en el box de la yegua. Y eso también me llama la atención: ¿cómo sabe que Amaranta, dócil con los hombres, es peligrosa para los volátiles?

Mientras le paso el freno a Malabar (con Craa paseándose por su ancho lomo), la Menou llega para ordeñar a la Negrita y hablándome sin verme del box vecino, se queja de que no la ayuden. Le hago notar que Falvina y Miette no pueden al mismo tiempo lavar y secar los platos del día anterior en la gran sala y ordeñar la vaca en la caballeriza, y que por otra parte, para la vaca, conviene siempre la misma mano. A esta observación sigue el silencio, luego en el box de la Menou una larga serie de refunfuños injuriosos e indistintos en los que distingo las palabras "debilidad" "valiente chica" y "nalgas", lo que me permite reconstituir el sentido general.

Me callo y la Menou pasa, en voz alta, a otras quejas. Que la Falvina, delante de mí, hace como que pica nada más la comida, pero se atraca a escondidas (me pregunto cómo se las arreglará porque la Menou tiene las llaves de todo), y que tragando en esa forma con toda esa grasa que tiene, no va a llegar a vieja. Aquí, un paréntesis, para decirme que nos va a faltar jabón y azúcar y que habría que pedir en La Roque cuando se lleven a la vaca. Después volviendo a su tema predilecto -el fin próximo de la Falvina- la Menou me lo describe de antemano como un horrible ahogo debido a la glotonería.

Saco a Malabar bien ensillado de su box y comento, para poner término a esta necrofila, que justamente ahí llega la Falvina. En el box vecino Jacquet ha oído todo, pero no repetirá nada a su Mémé, lo sé. Y ahí llega Falvina, en efecto, rodando con rapidez en mi dirección, a la vez para demostrarme su ardor en el trabajo y para darme una pequeña charla antes de que monte a caballo. Después de las salutaciones, gime y yo gimo con ella, a propósito del: tiempo que hace. Desde la bomba, cielo gris y frío, nada de lluvia, ni un rayo de sol. Si la cosa va a seguir así, es la muerte de todo, dice la Falvina. Palabras totalmente inútiles, porque en eso pensamos todos cien veces por día, en ese sol ausente y en esa lluvia que no llega. Es nuestra permanente angustia desde el día del acontecimiento.

En ese momento aparece la Menou, que le ordena con tono seco que siga con el ordeñe. He hecho a la Negrita, le dice a Falvina en el mismo tono, pero no a Princesa. Y acuérdate de no sacarle más de dos o tres litros, por causa de Príncipe. Yo, me voy a ver a Fulbert. Y se va, flaca y desdeñosa. Miro alejarse esa delgada, esa delgadísima bolsita de huesos que corretea con vigor sobre sus grandes pies en dirección al torreón y me pregunto qué faltas podrá tener que confesar, la Menou, salvo algunas pequeñas porquerías para con Falvina. La Falvina, toda sofocada todavía por su corrida, sigue mi mirada y dice:

– La Menou, cuando lo piensas, es poca cosa. Cuarenta kilos, y soy generosa. No tiene por así decirlo nada de cuerpo. Una suposición que caiga enferma y que el médico (¿qué médico?) la ponga a dieta, ¿con qué vivirá? Agrega a eso que ya no es muy joven. Porque tiene seis años más que yo, y que seis años, a nuestra edad, cuentan. No quería decírtelo, Emanuel, pero desde que estoy en Malevil, me parece que ha dado un bajón. Tiene ausencias, la Menou. Acuérdate lo que te digo, se irá por culpa de la cabeza. Mira, el otro día, le estaba dando un poco de conversación, y me di perfecta cuenta que estaba ida, porque ni siquiera me contestó.

Durante esa plática, con el pretexto de pasear un poco a Malabar, y de distenderlo antes de montarlo, alejé a la Falvina de La Maternidad, porque el Momo, ese sí, repite. Incluso es su juego favorito. Repite adornando, o más bien agrandando, mientras sus ojitos negros y brillantes espían el disgusto de su interlocutor. Yo no me iré por culpa de la cabeza: oigo a la Falvina y con pequeños gruñidos atestiguo que la estoy escuchando. No es la primera vez que cada una de nuestras dos meninas me anuncia el deceso de la otra. Al principio, me divertía. Y ahora, debo decirlo, me entristece. Pienso que el hombre es un extraño animal para desear con tanta facilidad la muerte de su prójimo.

Como me dirijo del fondo del castillete de entrada hacia el segundo recinto, llevando siempre a Malabar de la rienda, con Falvina resoplando a mi izquierda para quedar a mi altura, veo a Miette pasar el puente levadizo y venir hacia mí. Durante los cuarenta metros que nos falta recorrer el uno y el otro para encontrarnos paso un muy buen momento. Está vestida con una blusa azul desteñida, zurcida, arrugada, pero limpia y agradablemente inflada y con una pollerita de lana azul, también muy zurcida, que se detiene arriba de la rodilla y descubre sus piernas desnudas calzadas con botines de goma negra. Piernas y brazos desnudos, robustos y colorados. Miette no es friolenta, porque yo sobre mis viejas bombachas de montar tengo un pulóver de cuello alto y apenas si estoy empezando a entrar en calor. Sus cabellos lujuriosos, tan parecidos a los de su Mémé, pero muy negros, se derraman a torrentes sobre sus espaldas y sus dulces ojos, brillando de inocencia animal, me miran con afecto mientras se acerca a mí y me besa en las dos mejillas, apretándose contra mí toda a lo largo de su cuerpo, no para darse el gusto ella sino para darme el gusto a mí. Le agradezco esa generosidad, porque no ignoro, como nadie aquí, que Miette es ajena a la voluptuosidad. Estoy seguro que si se abriera su ingenuo corazón, incluso se encontraría un cierto asombro ante la manía que tienen los hombres de palpar a las personas de su sexo.

La Falvina se eclipsa con una notoria discreción, y le toca el turno a Malabar de recibir de la mano y de los labios las caricias de Miette. Tomo nota al pasar, no sin envidia, que lo besa en la boca, lo que no hace nunca con los hombres. Terminadas esas pruebas de afecto, se planta delante de mí y comienzan las mímicas. Me explica en primer término que él (ojos blancos, manos juntas) y ella misma (pulgar sobre su corazón), han, como se lo imaginaba ella (índice sobre la frente), hecho el amor (gesto indescriptible). Ella está indignada (mueca de asco), sobre todo viniendo de un (manos juntas), pero lo que más la indigna (nunca trastornada) es que él (ojos bizcos, manos juntas) le haya propuesto (las dos manos extendidas, palmas para arriba, como una bandeja) que se vaya con él (piernas imitando la marcha, mano derecha apretada alrededor de una mano imaginaria) a La Roque (gran gesto con los brazos hacia la lejanía) para servirlo (gestos de lustrado y de lavado). ¡Qué canallada! (dos puños sobre las caderas, entrecejo fruncido, pucheros de asco, los pies aplastando a la serpiente). Se ha negado (no, no, violentamente con la cabeza) y lo ha dejado (se da vuelta a medias, la espalda hostil, la nalga irritada). ¿Ha hecho bien?

Como me quedo silencioso, estupefacto por la audacia de Fulbert, recomienza su última mímica.

– Pero sí, Miette, has hecho muy bien -le digo, la mano izquierda sobre sus pesados y lindos cabellos acariciando su nuca, mientras que con la mano derecha vuelvo a poner en marcha a Malabar que se impacienta. Luego, al vuelo, mientras caminamos, varias veces me da besitos en la mejilla, un poco en cualquier lado, y en un momento hasta creo que va a besarme en la boca, como a Malabar. Pero no, en una de esas se va para ayudar en La Maternidad, de donde veo salir a la Falvina rodando como una bola, con sus anchas caderas bamboleándose como un navío, en dirección al torreón.

Me parece que a Fulbert se le ha ido la mano y que el asunto está tomando para él un giro peligroso. Me desprendo sin embargo de esos pensamientos y me concentro en mi tarea. Monto y trabajo a Malabar alrededor del patio en los tres pasos, no usando más que la brida de abertura para las vueltas, e insistiendo sobre todo en el trote. Tengo espuelas sin roseta, pero las empleo con mucha mesura, y aun cuando se hace el testarudo, no uso casi nunca la fusta que, estoy seguro, no le duele nada, pero que parece considerar como un ultraje. Al cabo de una media hora, estoy bañado en sudor, tanta es la fuerza que tengo que desplegar para dominar al enorme animal.

Con el rabo del ojo, mientras doy vueltas alrededor del patio, he visto a Jacquet salir para el torreón, con los brazos caídos, las manos a medio abrir, sus pesados hombros hacia adelante. Estoy cansado, Malabar también. Desmonto y llevo al padrillo a La Maternidad. Colin surge con los labios apretados, entra conmigo en el box, y cuando le saco filete y silla y los pongo en el tabique, sin una palabra hace una bola de paja y frota con rabia los flancos lustrosos de sudor del padrillo. Yo hago otro tanto, pero sin rabia, del otro lado, lanzándole al gran arquero algunas miradas por encima de la cruz, esperando que estalle. Y bueno, ya está, se largó. Ha visto a Meyssonnier y a Thomas. Estaban arreglando en el depósito el botín del Estanque, y Meyssonnier le contó cómo había pasado la noche Miette. Lo escucho. Mi función principal, en Malevil, es la de escuchar. Una vez terminada la explosión, le doy consejos de moderación. Comienzo a estar inquieto. La cosa anda demasiado mal para Fulbert. Me pregunto si no voy a tener que mitigar su derrota para que nos separemos sin escándalo.

– ¿Has visto a Peyssou?

– No.

– Bueno, si lo ves, no se lo digas. Me oyes, no se lo digas.

Asiente de mala gana y cuando voy a suspender filete y silla en el guardarnés, el gran burro gris de Fulbert se pone a rebuznar como para romper el tímpano. El pequeño Colin se alza sobre la punta de los pies y echa una ojeada en su box.

– ¿Y bien -dice con desdén-, pretendes ser un padrillo, pequeño pretencioso, como para darte el lujo de que se te pare? ¿Te figuras que nuestras yeguas son para ti, especie de asno? ¿Y si te largáramos, a ti y a tu patrón, a los fosos? ¡En el agua bien helada! ¡Eso sí que les iba a refrescar el culo!

Me río a causa de la mezcolanza y prolongo mi risa con prudencia para quitarle toda seriedad a la proposición.

– En todo caso -dice Colin un poco calmado por su propia broma- puedes estar seguro que no iré a confesarme. -Le doy una palmadita en el omóplato y me dirijo hacia el torreón para cambiarme.

En el puente levadizo me cruzo con la Menou, que me parece preocupada. Me detengo, alza hacia mí su calaverita donde brillan unos ojos vivos

– Justamente, quisiera decirte, Emanuel, que el Fulbert, después, de la confesión, me ha dicho que le preocupaban nuestros deberes religiosos, que seguramente no se podría ir todos los domingos a La Roque, era demasiado lejos y que en esas condiciones se preguntaba si no iría a formar un vicario y enviarlo a vivir definitivamente en Malevil.

La miro, boquiabierto. Ya me parecía, me dice la Menou, que eso no te haría muy feliz.

¡No muy feliz! ¡Es un eufemismo! Veo demasiado bien lo que se oculta detrás de esa solicitud. Como Colin hace un rato y por una razón distinta, me rechinan los dientes mientras trepo por la escalera caracol del torreón. Cuando desemboco en el primer piso, una de las dos puertas se abre y aparece Fulbert, acompañando a Peyssou. Jacquet está parado en el rellano, esperando su turno.

– Buen día, Emanuel -dice Fulbert con una cierta frialdad. (Ya sabe que no tengo la intención de confesarme.)- ¿Podría verte unos minutos en mi pieza antes de la misa?

– Te esperaré en la mía -digo-. Es en el segundo, la de la derecha.

– Entendido -dice Fulbert.

Mi desaire no lo ha hecho perder nada de su majestad y es con un gracioso gesto que hace seña a Jacquet de entrar.

– Peyssou -digo en seguida-. ¿Quieres hacerme un favor?

– Pero con mucho gusto.

– Voy a instalarte en la pieza al lado de la mía y pedirte que limpies las escopetas. ¡Y como un sol, carajo!, ¡como choto de padrillo!

Ese lenguaje militar le gusta, asiente, y yo estoy contento, no de tener las escopetas limpias, pero sí de retirar a Peyssou de la circulación hasta la misa. Las cosas son ya demasiado complicadas como para cargar, además, con el problema de Peyssou.

En mi habitación me saco el pulóver y la camiseta y con el torso desnudo, me acicalo. No puedo estar más nervioso y preocupado. Pienso constantemente en la entrevista que se aproxima y me dirijo a mí mismo consejos de moderación. Abro mis cajones y para cambiarme las ideas, me doy el pequeño gusto de elegir una camisa. Mis camisas son mi lujo. Tengo dos buenas docenas, de lana, de algodón y de popelina. La Menou las cuida. Ni se les ocurra que ella va a dejar "a algún otro" chapucerarlas con el lavado o quemarlas con la plancha.

Apenas me he abotonado cuando golpean. Es Fulbert. Ha debido despachar a Jacquet. Entra, su mirada recae sobre mis cajones abiertos y es aquí donde se ubica el episodio de la "petición fraternal" que ya he contado.

Lo hago, de bastante mala gana con todo. Cada uno tiene sus debilidades: a mí me importan mis camisas. Es verdad sin embargo que la suya, si no tiene más que esa, muestra su trama y que parece muy contento de cambiarla, al instante, por una de las mías. Me quedo estupefacto, ya lo he dicho, cuando veo a Fulbert sin ropa. Porque en contraste con su rostro descarnado, su torso es corpulento. No es que le falten músculos a Fulbert, pero sus músculos están disimulados como los de los boxeadores negros. Todo es pues engañoso en él, incluso la apariencia.

Le cedo con cortesía el sillón de mi escritorio, pero es una cortesía interesada, porque sentado en el canapé le doy la espalda a la luz y le oculto mi cara.

– Gracias por la camisa, Emanuel -dice con dignidad.

Termina de abotonar su cuello y de anudar su corbata de tejido gris y mientras, me mira con cara seria corrigiendo su seriedad con una sonrisa dulce. Es muy inteligente, Fulbert. Hasta sutil. Debe darse cuenta que hay algo que no anda, que sus planes están amenazados, que yo represento un peligro para él: su mirada es como una larga antena que se pasea con circunspección por todo el contorno de mi persona.

– ¿Me permites que te haga algunas preguntas? -dice por fin.

– Habla.

– Me dijeron en La Roque que tú eras bastante tibio con respecto a la religión.

– Es verdad. Era bastante tibio.

– Y que llevabas una vida poco edificante.

Atempera su frase con una sonrisita, pero yo no contesto a esa sonrisa.

– ¿Qué entienden en La Roque por una vida poco edificante?

– Poco edificante del lado mujeres.

Reflexiono. No voy a dejar pasar esto. Tampoco quiero ni escándalo ni ruptura. Busco la réplica mínima.

– No ignoras, Fulbert, qué difícil es para un hombre vigoroso, como tú y como yo, pasarse sin mujer.

Diciendo esto, levanto la vista y lo miro. No rechista. Se queda completamente impasible. Demasiado, quizá. Porque en nombre de la "enfermedad que no perdona" y del "pie en la tumba", debería protestar contra el vigor que le atribuyo. Prueba que no es este el aspecto de mi frase el que lo ha afectado.

De golpe, sonríe.

– ¿No te molesta contestar a mis preguntas, Emanuel? No quisiera parecer como queriéndote confesar a pesar tuyo.

De nuevo no contesto a su sonrisa. Digo con una seriedad un poco fría:

– No me molesta.

Prosigue:

– ¿Cuándo te acercaste por última vez a la santa mesa?

– Tenía quince años.

– Se dice que estabas muy influenciado por tu tío protestante.

¡No me va a agarrar sin perro! Rechazo con fuerza la sospecha de herejía.

– Mi tío era protestante. Yo soy católico.

– Sin embargo, te habías vuelto muy tibio.

– Sí, así era.

– ¿No lo eres más?

– Tú debes saberlo.

Lo digo sin amenidad y los bellos ojos bizcos parpadean un poco.

– Emanuel -dice con su voz más profunda- si con eso quieres hacer alusión a tus lecturas, durante la velada, del Antiguo Testamento, tengo que decirte que aun reconociendo la pureza de tus intenciones, no creo que esas lecturas sean muy buenas para tus compañeros.

– Fueron ellos quienes me lo pidieron.

– No lo ignoro -dijo con mal talante.

No digo nada, ni siquiera pido una explicación. Por otra parte, la explicación ya la conozco.

– Tengo la intención -retoma Fulbert- de formar un vicario en La Roque y con tu permiso, nombrarlo en Malevil.

Lo miro fingiendo estupor.

– Pero, vamos, Fulbert. ¿Cómo puedes ordenar a un sacerdote, si no eres obispo?

Baja los ojos con humildad.

– En tiempos normales no, por supuesto, no puedo. Pero las circunstancias no son normales. Y hace falta con todo que la Iglesia continúe. ¿Qué pasaría si yo me muriera mañana? ¿Sin sucesor?

Esto es de una impudicia tal que decido de inmediato reaccionar. Le sonrío.

– Por supuesto -digo siempre sonriendo-. Por supuesto. Comprendo muy bien que en la hora actual no es cuestión de ir a seguir los cursos en el Seminario Mayor de Cahors, con o sin Serrurier.

Ahí, se traiciona. Aunque su cara sigue inmóvil, sus ojos, durante medio segundo han fulgurado. Bastante terrorífico, Fulbert. Porque en esa breve mirada he sentido una violencia y un odio apenas contenidos. He sentido también que no era cobarde. Y que un desafío más desembozado lo encontraría listo a la respuesta.

– No ignoras -prosigue con una calma perfecta- que en la Iglesia primitiva los obispos eran elegidos por la asamblea de los fieles. Con la autoridad de ese precedente, podría pues muy bien presentar mi candidato a los sufragios de los fieles de La Roque.

– De Malevil -digo con tono seco-. De Malevil, puesto que tendría que oficiar en Malevil.

No hace caso de mi interrupción. Prefiere volver a un terreno más sólido.

– Noto -prosigue con tono serio- que no has venido a confesarte. ¿Acaso eres hostil, por principio, a la confesión?

¡La trampa de la herejía, de nuevo!

– Pero de ningún modo -digo con énfasis-. Más bien es porque personalmente la confesión no me ayuda.

– ¿No te ayuda? -exclama con un aire de escándalo admirablemente representado.

– No.

Como sigo callado, sigue con tono más suave:

– Explícate, por favor.

– Y bueno, aun cuando me sean absueltos mis pecados, continúo reprochándomelos.

Por otra parte, es verdad. Es verdad que tengo ese tipo de conciencia desgraciada que se resiste a los lavados. Todavía recuerdo el hecho preciso, hace quince años, que me hizo palpar la inutilidad, en lo que a mí concierne, de la confesión. Una acción muy cruel, aunque infantil, de la que el remordimiento persiste, apenas atenuado, veinte años más tarde.

Mientras pienso así, oigo a Fulbert recitar frases de su profesión. Las recita, me parece, con mucho ardor. Cuando un laico se pone a imitar a los sacerdotes es más sacerdote que todos los sacerdotes del mundo.

Fulbert ha debido darse cuenta de que no lo escuchaba más que a medias, porque se interrumpe abruptamente.

– Total -dice- no te quieres confesar.

– No.

– En ese caso, no sé si podré admitirte a comulgar como lo deseas.

– ¿Por qué?

– No ignoras -dice con un pequeño latigazo en su voz dulce- que hay que estar en estado de gracia para recibir la comunión.

– Ah, vamos -digo- me parece que ahí, exageras un poco. No pocos sacerdotes en Francia, antes del día del acontecimiento, vinculaban ya la comunión con la confesión.

– ¡Y estaban en un error! -dice Fulbert con tono cortante.

Sus labios se fruncen, sus ojos relampaguean. Estoy impresionado. Este impostor es también, cosa extraña, un fanático. Un integrista de estilo fascistoide.

Interpreta mal mi silencio y sigue empujando el carro.

– No me pidas lo imposible, Emanuel. ¿Cómo podría darte la comunión, si no estás en estado de gracia?

– Y bueno, en ese caso -digo mirándolo en los ojos- vamos a pedir a Dios que tenga a bien ponernos en él. A mí, después de todos estos años en que he vivido alejado de los sacramentos y a ti, después de la noche que acabas de pasar en Malevil.

Es el golpe más fuerte que le puedo dar sin llegar a una abierta ruptura. Pero Fulbert debe tener un colosal aplomo, porque no rechista, no dice nada. Hasta parece que no hubiera entendido. En un sentido, ese silencio lo acusa, porque debería, si quisiera aparecer inocente, pedirme explicaciones sobre lo que quiero significar con su "noche en Malevil".

– Rezaremos, Emanuel -dice al cabo de un momento con voz profunda-. Siempre tenemos necesidad de rezar. Y yo rezaré muy especialmente para que aceptes recibir en Malevil al padre que voy a enviarte.

– Eso no depende únicamente de mí -digo con vivacidad-, sino de todos nosotros. Las decisiones son tomadas por mayoría de votos, y cuando estoy en minoría, lo acepto.

– Lo sé, lo sé -dice poniéndose de pie. Y mirando su reloj, agrega:- es tiempo de que piense en mi misa.

Me levanto también y le informo de la contrapartida que pedimos para dar una vaca a La Roque. Cuando menciono las escopetas, lanza una ojeada a la panoplia de armas que Meyssonnier ha instalado en mi pieza, parece asombrado de encontrarla vacía, pero no dice nada. En cambio, pone mala cara cuando le hablo de los caballos.

– ¡Dos! -dice con un sobresalto-. ¡Dos! ¡Me parece demasiado! No te debes imaginar, Emanuel, que no me intereso en los caballos. En realidad, le he pedido a Armand que me dé lecciones.

Conozco muy bien a Armand. Es el hombre que mete mano en todos los asuntos del castillo. Pero tiene más manos para recibir propinas que para trabajar. Además, es solapado y brutal. Y sé de qué manera monta. En el castillo tienen tres castrados y dos yeguas, pero los Lormiaux (y Armand cuando ellos no estaban) no montaban más que los castrados. Le tenían miedo a las yeguas, y sé muy bien por qué.

– Los dos que tengo en vista -digo-, son las yeguas. Nadie pudo montarlas jamás. Por otra parte, yo le había desaconsejado a Lormiaux que las comprara. Armand te lo debe haber dicho. Sin embargo, si quieres guardártelas, guárdatelas, es asunto tuyo.

– Vaya -dice Fulbert- ¿darte las dos? ¿Por una sola vaca? ¿Y además las escopetas? Encuentro que las condiciones son un poco duras.

Digo con una nada de sequedad.

– No son las mías, son las de Malevil. Han sido estipuladas por unanimidad de votos ayer a la noche y no puedo cambiarlas en nada. Si no te convienen, abandonemos la transacción.

Esta falsa ruptura de tratante de caballos lo impresiona y lo hace vacilar. Por su cara, ya sé que va a ceder. No quiere volver a La Roque con las manos vacías. Pero mira de nuevo su reloj, se disculpa y sale de mi habitación con paso rápido.

Una vez solo, me decido, como decía mi madre, a "ponerme lindo" para la misa. (¡Ah, las sesiones de rizado con mis hermanas, para la confección de unos lindos rulos!) Me saco las botas y mi pantalón de montar y me pongo, cito a la Menou, "mi completo de entierros". Es verdad que en el campo, en estos tiempos, había cinco funerales por un casamiento. Aun antes de la bomba, esta región estaba en tren de morir.

Estoy contento, sin estarlo del todo. El balance es muy positivo. He desbaratado las presiones y las maniobras de Fulbert, no me he confesado y sin embargo estoy seguro de que no me negará la comunión, ni a los demás tampoco. Quiere decir que en Malevil he impedido vincular la comunión a un interrogatorio del tipo inquisitorial como ha debido hacerlo en La Roque. He cercenado lo que se hubiera vuelto en manos tan poco escrupulosas un poder temible, y he conseguido eso sin que Fulbert pueda hacerme pasar en La Roque como un impío o un herético.

El trueque de la vaca es uno de los más importantes elementos para inscribir en mi crédito. Mas aún por los caballos que por las escopetas. Porque esas dos yeguas, Fulbert me las va a dar, estoy seguro. Por más inteligente que sea es un habitante de la ciudad, no tiene el instinto campesino. No se da cuenta que al recibir de él las dos yeguas, poseo al mismo tiempo que el único padrillo, todas las yeguas del lugar. No se da cuenta que una vez sus tres castrados muertos de su bella muerte, dependerá de mí para su remonta, y que además me concede el monopolio de la cría hípica en tiempos en que el caballo representa una fuerza de trabajo muy importante y también una fuerza militar. Se ha, pues, debilitado. Yo me he reforzado mucho. Desde ese punto de vista, a mi entender, no tengo ya miedo a nada. Salvo la traición. Y dado el hombre, no la descarto a priori. Me acuerdo del brillo de odio en sus ojos cuando hice alusión a su impostura y a su noche con Miette. Porque me vi obligado a jugar mis cartas, a descubrirme, a contestar a su chantaje con un contrachantaje. Conozco ese género de hombre: no me lo perdonará jamás.

Cuando acabo de anudar mi corbata, Thomas entra como una ráfaga. Su cara no tiene ya ni la menor huella de su acostumbrada calma. Está rojo y agitado. Sin una palabra, pasa detrás de mí, abre su ropero y toma su impermeable, su casco de motociclista, sus anteojos herméticos, sus guantes y el contador Geiger.

– ¿Y adónde te vas?

– El barómetro baja. Me parece que va a llover.

– ¡Imposible! -digo lanzando una ojeada hacia la ventana. Me dirijo a ella y la abro de par en par. El cielo, gris esta semana, se ha oscurecido mucho y sobre todo hay en el aire esa inmovilidad y esa espera que siempre preceden a la lluvia. Sin embargo, todos los días después de la bomba, hemos hecho tantas promesas para que venga que no llego a creerlo. Me doy vuelta y miro a Thomas.

– ¿Y para qué todos esos pertrechos?

– Para verificar si la lluvia no es radiactiva.

Lo miro y cuando por fin me vuelve la voz, ya no la reconozco, de tal modo ha perdido su timbre.

– ¿Puede serlo? ¿Tanto tiempo después del día J?

– Pero por supuesto. Si hay cenizas radiactivas en la estratosfera, la lluvia va a arrastrarlas. Y eso sería una catástrofe, imagínate. El agua de nuestra toma de agua se contaminaría, el trigo que has sembrado también, y nosotros mismos si nos exponemos a la lluvia. El resultado, es la muerte, dentro de algunos meses, o algunos años. La muerte a pedacitos.

Lo miro, los labios secos. No me había dado cuenta de eso. Como todos en Malevil, deseaba la lluvia para que hiciera renacer la tierra. No pensé que podía, al contrario, dos meses más tarde, terminar la obra de la bomba.

Esta muerte lenta de retardo es abominable. En este instante, estoy transido de miedo. No creo en el diablo, pero si creyera, ¿cómo no pensar que el hombre es satánico?

– Tendríamos que reunimos todos -sigue Thomas con fiebre-. Y sobre todo, recomendar a la gente que no salga cuando empiece a llover.

– ¡Pero ya están reunidos en la sala grande para la misa!

– ¡Y bueno, vamos, rápido, antes de que empiece!

No es momento para la ironía y es apenas que me roza la idea de que, después de todo, Thomas va a asistir a la misa. Sale, lo oigo y en la escalera del primer piso, me doy cuenta que me he olvidado de Peyssou en la pieza al lado de la mía, con las escopetas. Subo solo a buscarlo, en dos palabras le explico la situación, y bajamos de cuatro en cuatro. En la planta baja, al atravesar el depósito llamo a Meyssonnier, pero no lo veo por ninguna parte, Thomas ha debido ya prevenirlo y llevárselo. Atravesamos el patio a todo lo que damos, llegamos a la gran sala, la puerta está abierta, entramos y Peyssou la cierra de un golpe detrás de mí.

Veo del primer vistazo que todo el mundo está ahí, pero en mi enloquecimiento, cuento y recuento, encuentro once personas ¡una de más!, y cuento por segunda vez antes de comprender que el onceno es Fulbert.

Thomas ya les ha avisado. Me miran, pálidos, sin una palabra. Fulbert está blanco, según lo que puedo distinguir de sus rasgos, porque está de espaldas a los dos ajimeces, nuestras sillas haciéndole frente, en dos filas, del otro lado de la mesa conventual. No sé quién tuvo la idea de encuadrar su pequeño altar portátil con dos enormes velones sacados de los apliques de la bodega, pero es más bien una buena idea, porque afuera oscurece de minuto en minuto y no deja pasar más que una luz macilenta de fin del mundo.

Hay una silla libre en la primera fila, al lado de Miette, pero justo en el momento en que la voy a tomar veo que a mi derecha tendré a Momo como vecino y el acostumbrado reflejo actúa, aun en la loca inquietud en que me encuentro. Cambio de rumbo en mi camino para colocarme en la segunda fila, al lado de Meyssonnier. Peyssou, que ha entrado detrás de mí, toma la silla que acabo de evitar.

Jamás misa alguna, creo, no habrá sido menos escuchada, a pesar de la bella voz de Fulbert y el responsorio de Jacquet, que le oficia de acólito. Porque todos tenemos los ojos fijos, no en el oficiante, sino en las ventanas detrás de él, con una mezcla de esperanza y de ansiedad. Y de golpe, el sudor chorrea por mi espalda, ¿y los animales? Nosotros por lo menos siempre tendremos vino. ¿Pero los animales? ¿Qué beberán si la toma de agua está contaminada? ¿En cuanto a la tierra, si es penetrada de cenizas radiactivas arrastradas a su superficie y en profundidad por la lluvia, quién puede decir cuándo se detendrá el progreso del veneno en la cosecha? Estoy asombrado de que Thomas no me haya comentado nunca sus temores. ¡En qué engañosa seguridad su silencio nos ha hecho vivir después del día J! Yo me decía que la única catástrofe natural que podría amenazarnos ahora, sería una interminable sequía que agotaría los ríos y pulverizaría la gleba. Pero nunca me había imaginado que la lluvia que habíamos esperado todos los días, día tras día, podría acarrearnos la muerte.

Miro a Meyssonnier porque acaba de dar vuelta la cabeza de mi lado, y lo que leo en sus ojos no es tanto angustia como una inmensa estupefacción. ¡Ah, lo comprendo muy bien! Para nosotros, campesinos, aunque a veces hemos llegado a protestar contra el mal tiempo, en ocasión por ejemplo de un mes de junio podrido que estropea los pastos, sabemos muy bien que la lluvia es una amiga, que nos hace vivir y que sin ella no tendríamos ni cosechas, ni frutos, ni prados, ni fuentes. Y ahora, tenemos que concebir lo inconcebible: que la lluvia puede matar a aquellos que alimenta.

Los ojos de Meyssonnier vuelven a la ventana, los míos también. No hubiera parecido posible, pero está aún más oscuro. La colina, del otro lado de los Rhunes, pelada, negra, con tres tocones de árbol que se elevan en la cumbre, parece un Gólgota cubierto por la oscuridad. Una luz macilenta, a ras de suelo, ilumina por detrás sus contornos, separados del cielo negro por una línea blanquecina. La misma colina es de un gris antracita, pero por encima el amontonamiento de las nubes es de color tinta, con unas estelas menos oscuras aquí y allá. El espectáculo cambia por momentos, cargado de amenazas. Estoy como hipnotizado por él. Cosa extraña, no rezo, no escucho a Fulbert, y sin embargo se establece en mi espíritu una especie de vínculo entre lo que miro y el canto de sus palabras. En ese instante, me olvido de que es Fulbert, su impostura y sus astucias, lo único que cuenta es su voz. A su misa, aunque no la escuche, ese falso sacerdote la dice muy bien, con seriedad, con emoción. No la escucho, pero sé lo que ella cuenta, la angustia de hace dos mil años, la misma que estamos ahora viviendo nosotros, con los ojos fijos en las ventanas.

De tal modo las nubes están negras y bajas, que estoy seguro ahora que la lluvia va a estallar. Los minutos que la preceden son interminables. ¡Se toma su tiempo! Y me convierte en tal tortura esperar que casi deseo que la lluvia ya esté allí, que termine con nosotros y que el contador de Thomas nos anuncie nuestra condena a muerte. Le echo un vistazo a Meyssonnier sentado a mi lado, veo su manzana de Adán subir en su delgado cuello. Está tragando saliva. Como su silla está un poco más atrás con respecto a la mía, distingo a Thomas de perfil, que separa con trabajo sus labios pegados uno contra el otro, y los humedece con la lengua. Estoy seguro que no soy el único que siente el sudor mojar mis costados y la palma de mis manos. Todos estamos en eso. Si tuviera el olfato fino sentiría ese olor de traspiración y de miedo que emana de esos once cuerpos inmóviles.

Sigo teniendo en el oído la misa de Fulbert, el sonido, no las palabras, porque ni siquiera trato de pescarlas. Pero discierno ahora en la bella voz grave de nuestro huésped una fisura, un temblor. Y bueno, tenemos pues algo en común, Fulbert y yo. Tengo ganas de decírselo. Que todas esas tensiones y esos odios ya no sirven para nada, que la lluvia que llega va a reconciliarnos, sabemos muy bien cómo.

Sin embargo, cuando estalla, esa que nosotros esperamos, es como una descarga eléctrica, nos sobresaltamos y el silencio que le sigue se hace más profundo. La voz de Fulbert pierde algo de su suavidad, es ronca y cascada, pero sin embargo persiste. A Fulbert no le falta ni coraje, ni tampoco, me parece a mí, fe. Más tarde, me va a rozar la idea de que su impostura nace, quizá, de una vocación frustrada. Pero por el momento, mi cabeza está vacía, escucho. La lluvia golpea con tal furor contra los vidrios, con un crepitar tan furioso y tan fuerte que por momentos cubre la voz de Fulbert y con todo, por más tenue que ahora me parezca., no la pierdo del todo, me agarro a ella, es un hilo que aferró en la oscuridad. Porque está oscuro, más oscuro que nunca, aunque las dos ventanas estén blancas de lluvia. La gran sala no está iluminada más que por los dos velones cuyas llamas tiemblan también con el viento que pasa por debajo de las puertas y las ventanas. La sombra de Fulbert parece inmensa sobre la pared. Un poco de luz brilla en las hojas de las espadas y de las alabardas que la guarnecen, todo es lúgubre y tengo la impresión de que estamos escondidos, los once, en una catacumba, huyendo de la muerte de encima y de alrededor de nosotros.

Hay una calma momentánea en la lluvia, luego un primer relámpago ilumina las dos ventanas, la tormenta rueda al este detrás de la colina que tenemos en frente. Conozco muy bien las tempestades de nuestro rincón, son terroríficas. Desde mi infancia las temo. Aprendí, al crecer, no a vencer sino a disimular el miedo que me inspiran. Hoy, ese miedo agrega al otro su conmoción física, apenas puedo reprimir el temblor de las manos mientras miro los zigzags del rayo iluminar los tres tocones de árboles en la cumbre de la colina y espero el estruendo que va a seguir. Al mismo tiempo, el viento empieza a soplar como un demente. Es el viento del este. Lo reconozco en el aullido que da al engolfarse en la bóveda a medias destruida en donde quería hacer mi escritorio y en la manera cómo sacude interminablemente puertas y ventanas y silva en las cavidades del acantilado. La lluvia redobla con rabia y el viento la tira como en millares de lanzas contra los vidrios. Da la impresión de que va a reventarlos de un momento a otro. Fulbert, que los tiene detrás de él, debe de tener la misma sensación, porque lo veo meter el cuello entre los hombros y tender la espalda como si el huracán fuera a abatirse sobre él. Con todo, entre dos aullidos inhumanos, oigo siempre su voz.

Meto las dos manos en los bolsillos y pongo rígida la nuca. Los relámpagos se suceden con una crueldad metódica. La tormenta no rueda más, estalla. Se diría que Malevil se ha convertido en un blanco que los relámpagos encuadran con una precisa malignidad como tiros de artillería antes de aniquilarlo de un golpe al final. No se ve ya sobre el negro del cielo los zigzags blancos, flechas rotas, rúbricas, sino en las ventanas, con intermitencia, un espejeo helado, deslumbrante, seguido de un golpeteo muy fuerte y muy seco como un obús que estalla. Apenas si el oído puede soportar ese volumen de ruido. Dan ganas de correr, de huir, de esconderse. Entre dos estallidos, en las ínfimas treguas de la tempestad, la voz de Fulbert, tan tenue ahora y tan temblorosa que parece vacilar como las llamas de los velones, es mi único punto de contacto. Oigo también un gemido sordo, y me cuesta un momento entender inclinándome hacia adelante que es Momo el que gime así, con su enorme cabeza hirsuta apoyada sobre el frágil pecho de la Menou y protegido por los dos brazos esqueléticos de su madre.

Sin transición, la tempestad se aleja. Los lejanos tronidos recomienzan, casi tranquilizadores en comparación. Retroceden y se espacian al mismo tiempo que la borrasca alcanza el paroxismo. Los músculos del cuello, de los brazos y de la espalda me duelen a tal punto me he puesto rígido para vencer el temblor. Trato de desanudarlos. La lluvia ya no crepita, cae a baldes. Los pequeños vidrios están anegados como un parabrisas de auto como un ojo de buey golpeado por las olas. El estruendo ya no está formado por un tamborileo hostil sino por una serie de golpes sordos que entrecortan la lejana voz de Fulbert y los gemidos de Momo. Siento que alguien me toca el codo. Es Meyssonnier. Me doy vuelta hacia él. Estoy fascinado por la manera dolorosa en que su manzana de Adán remonta por su cuello mientras que me habla sin que yo perciba un solo sonido. Me inclino, -casi pego mi oreja a su boca- y escucho: Thomas quiere hablarte. Como estoy parado -mecánicamente hemos imitado a los de la primera fila y como ellos nos hemos levantado y sentado- paso delante de Meyssonnier y me acerco a Thomas hasta tocarlo. Despega sus labios con dificultad y noto que un fragmento de espesa saliva, casi solidificada, queda en suspenso entre el uno y el otro mientras me dice: cuando la lluvia pare, iré a ver. Hago que sí con la cabeza, vuelvo a mi sitio y me asombra que haya sentido la necesidad de decirme eso, dado que la cosa me parece tan evidente. No quiero que se exponga a la lluvia de la que ahora estoy convencido que está cargada de cenizas mortales. La angustia ha alcanzado en mí tal intensidad que ha matado toda esperanza.

Las dos ventanas están permanentemente anegadas de agua, pero cosa extraña, parecen más claras que antes. Se diría que estamos iluminados por una capa de lluvia. Más allá de esa capa no se distingue otra cosa que una espesura blancuzca. Tengo la absurda impresión de que el diluvio ha llenado el pequeño valle de los Rhunes hasta nuestra altura, minando el acantilado por todas sus grietas. Veo con asombro, y sin percibir la significación del hecho, que un vaso lleno de vino y un plato donde están dispuestos unos pedazos de pan circulan entre nosotros. Veo a Thomas y a Meyssonnier beber por turno y por el sobrecogimiento que me invade, me doy cuenta que están, sin saberlo, comulgando. Sin duda están muy contentos de humedecer con un trago de vino su garganta seca. Pero ellos también han debido comprenderlo y rectificarse, porque al mismo tiempo que el vaso me pasan el plato con los trocitos de pan sin tocarlo.

Observo entonces que Jacquet está a mi lado. Se da cuenta de mi aprieto y me toma el plato de las manos. Y cuando me llevo el vaso a los labios con avidez, se inclina y me dice al oído: deja algo para mí. Ha hecho bien, me iba a tomar todo. Cuando hube terminado, me tiende el plato y, además del que me toca, con un gesto rápido agarro los pedazos de pan de mis vecinos. Es puramente un reflejo defensivo: no quiero que Fulbert sepa que dos de nosotros han rechazado la comunión. Me sorprende que actúe ese reflejo y que todavía piense en cuidar del porvenir, dado que en mi mente nadie aquí tiene ya porvenir. Jacquet me ha visto hacer ese escamoteo, que el amplio lomo de la Falvina ha ocultado a los ojos de Fulbert. Me mira con sus ojos cándidos con una sombra de reprobación, pero ya sé que no dirá nada.

Para mí, todo esto ha sucedido en una suerte de vacío algodonoso, como si mis sesos estuvieran también ahogados por la lluvia que golpea los vidrios. Siento una extraña impresión de ya visto, como si hubiera vivido esta escena y ese espectáculo en una existencia anterior: la luz macilenta, las ventanas inundadas, los trofeos de armas entre las dos ventanas, Fulbert del que apenas discierno el contorno y su cara hundida, la pesada mesa conventual y nosotros, apiñados detrás, silenciosos, encorvados, devorados por el terror. Un puñado de hombres perdidos en un mundo vacío. Jacquet ha vuelto a su lugar. Fulbert ha retomado su recitación, y Momo, pasada la tormenta, no gime más, ya que apenas tragada su comunión ha vuelto a poner su cabeza bajo la protección de los acogedores bracitos de la Menou. Es extraño cómo todo eso me parece familiar, y familiar también esta gran habitación señorial que, en la penumbra, apenas iluminada por las descoloridas ventanas y los dos gruesos velones, me hace pensar en una cripta en la cual parecemos estar velando nuestras futuras tumbas. En la semioscuridad, los magníficos cabellos negros de Miette enganchan una parcela de luz, y de golpe pienso con el corazón apretado que su llegada entre nosotros no era útil y que Miette no transmitirá la vida.

La misa se termina y la lluvia sigue cayendo a raudales. Aunque los golpes de viento sacuden con fuerza las dos ventanas no han conseguido abrirlas, sino sólo hacer pasar un poco de agua que se extiende en charcos sobre el embaldosado a plomo de la pared. Se me ocurre la idea de pedirle a Thomas que pase sobre estos charcos su contador Geiger. La rechazo de inmediato. Tengo la impresión de que si apuro las cosas, el veredicto será desfavorable. Me consta que eso es pura superstición de mi parte, pero sin embargo cedo a ella. ¡Solo conmigo mismo, qué de pequeñas cobardías me autorizo, yo que presumo de tener valor! Habiendo así postergado la hora de la verdad me doy vuelta hacia la Menou y le pido con voz calma que reavive el fuego. Porque domino mi voz las apariencias están salvadas, es en mi interior en donde he flaqueado. Por otra parte, un fuego es muy necesario. Hago notar en voz alta que desde que hemos salido de la inmovilidad, reina en la pieza un frío sepulcral.

La llama brota. Todos se pegan alrededor del fuego, mudos de angustia. Al cabo de un momento, no puedo soportar más su silencio. Me alejo para ver. Y me paseo de arriba a abajo con mis suelas de goma que no hacen ningún ruido sobre el embaldosado. Los vidrios están tan inundados de agua que me dan la impresión de que Malevil está sumergido y se va a poner a flotar como un arca. Como si la tensión del miedo fuera tan fuerte como para forzarme a refugiar en el absurdo, me vienen otras ideas igualmente estúpidas. Por ejemplo, la de tomar una espada de la panoplia de armas entre las dos ventanas y acabar de una vez atravesándomela en el cuerpo como un emperador romano.

En el mismo instante, las ráfagas redoblan y la lluvia para. Me he debido acostumbrar al ruido de las trombas de agua sobre los vidrios, porque desde el momento en que cesa experimento una sensación de silencio, a pesar del silbido del viento y la sacudida que comunica a las ventanas. Veo al grupo de alrededor del fuego darse vuelta hacia ellas en un solo bloque como si todas esas cabezas pertenecieran al mismo cuerpo. Thomas se separa de él y sin una palabra, sin una mirada en mi dirección, se acerca a la silla donde ha dejado sus pertrechos, y con gestos lentos y competentes de profesional, se pone su impermeable, lo abotona con cuidado, y por orden se pone sus anteojos herméticos, su casco y sus guantes. Luego, agarrando el contador Geiger, con los auriculares alrededor del cuello en previsión, camina hacia la puerta. Sus anteojos de motociclista, que no dejan ver más que la parte baja de la cara le dan un aspecto de robot implacable, cumpliendo con su tarea técnica sin importarle nada de los hombres. Su impermeable es negro, y negros también, su casco y sus botas.

Vuelvo hacia el grupo de alrededor del fuego. Me pierdo en él, necesito estar con él para esperar. El fuego llamea bajo. Siempre la preocupación económica de la Menou. Y nos apretamos alrededor de su llamita mezquina, de espaldas a la puerta por donde debe llegar nuestra sentencia. La Menou está sentada en el atrio y Momo también en el atrio, frente a ella, del otro lado del fuego. La mira y me mira alternativamente. No sé lo qué puede evocar en su mente una expresión como "cenizas radiactivas". En todo caso, tiene confianza en su madre y en mí para tener miedo en el momento oportuno. Está macilento. Sus ojos negros están fijos, y tiembla con todos sus miembros. Nosotros los adultos haríamos igual si no hubiéramos aprendido a controlarnos.

Ya mis compañeros no están pálidos, están grises. Estoy de pie entre Meyssonnier y Peyssou, y observo que estamos un poco rígidos, con la espalda encorvada, la cabeza inclinada, las manos profundamente hundidas en los bolsillos. Del otro lado de Peyssou, Fulbert, él también de color ceniza, sigue con los ojos bajos, lo que quita toda vida a su rostro descarnado y le da más que nunca el aspecto de cadáver. Falvina y Jacquet mueven los labios. Supongo que rezan. El pequeño Colin atormentado y agitado, bosteza y traga sin parar saliva, respira con dificultad. Únicamente Miette parece casi serena. Apenas un poco inquieta, pero por nosotros, no por ella. Nos mira por turno y esboza sonrisitas consoladoras que se deslizan sobre nuestras caras de plomo.

El viento cesa y como no se ha cruzado ni una palabra y el fuego, lejos de crepitar, resplandece, el silencio se instala en la habitación y pesa. Lo que sucede luego es tan rápido que apenas recuerdo el pasaje de un estado a otro. Solamente es en los libros donde existen tales transiciones. No existen en la vida. La puerta de la gran sala se abre con estruendo. Y aparece Thomas, con ojos de loco, sin casco, sin anteojos. Grita con voz aguda, con aire de triunfo: ¡No hay nada! ¡Nada!

Es poco claro y sin embargo comprendemos. Fue la avalancha. Llegamos todos al mismo tiempo a la puerta y nos cuesta pasarla. Justo en el momento en que salimos la lluvia recomienza. Cae a baldes ¡pero qué nos importa! Menos Fulbert, que se cobija bajo la cimbra de la puertita de la torre, y la Falvina y la Menou que se ponen a su lado, todos nos ponemos a reír y a gritar bajo el aguacero. Es tibio, por otra parte, o así nos parece. Chorrea por nuestro cuerpo y hace brillar las negras baldosas centenarias bajo nuestros pies. De los matacanes del torreón, a lo largo de las viejas piedras, caen unas pequeñas cascadas muy particulares las que, más abajo, se unen al grueso del aguacero. El cielo está gris-blanco un poco rosado. Desde hace dos meses que no se lo ha visto tan claro. Miette se saca de un golpe la blusa y ofrece a la lluvia su torso joven que nunca ha conocido corpiño. Se ríe, patalea, y se contonea, con los dos brazos en alto y blandiendo con una mano su cabellera hacia el cielo. Nosotros también bailaríamos, estoy seguro, si la tradición de los primeros hombres no se hubiera perdido. En lugar de bailar, discutimos.

– ¡Ya vas a ver -grita Peyssou- como nuestro trigo va a crecer ahora!

– La lluvia no basta -dice Meyssonnier-. ¡No es por falta de haberlo regado que no ves salir ni un brote! Lo que le hace falta es el sol.

– ¡Pero el sol, vas a tenerlo más de lo que quisieras! -dice Peyssou, cuya confianza no admite más límites-. La lluvia va a hacerlo salir. ¿No es cierto Jacquet? -agrega dándole una palmada en la espalda.

Jacquet asegura que es la pura verdad, y que el sol va a salir, pero sin atreverse a contestar la palmada con una palmada igual.

– ¡Ya es tiempo! -dice el gran arquero-. Ya estamos en junio y hace tanto frío como en marzo.

La lluvia no mengua. Después de los primeros minutos de locura, todos nos hemos puesto al abrigo, menos Miette, que sigue bailando y cantando, aunque ningún sonido salga de su boca, y Momo, a pocos pasos de ella, inmóvil, él, pero con la cabeza echada hacia atrás, abriendo la boca para recibir la lluvia, y dejándola chorrear por la cara. Minuto tras minuto la Menou le grita que entre, que se va a pescar una buena (predicción siempre desmentida, porque tiene una salud de hierro), y que si no entra, le va a dar una patada en el culo. Pero él está a veinte metros de ella, el puente levadizo está bajo, y en un santiamén puede poner los pies en polvorosa, y seguro de la impunidad, ni siquiera contesta. Bebe la lluvia con delicia, con sus ojos fijos en los desnudos pechos de Miette.

– ¡Pero déjalo en paz! -interviene Peyssou-. ¡Siempre atrás! Sin contar con que le hace bien un poco de agua. No es para ofenderte, Menou, ¡pero tu hijo apesta como un puerco! ¡Y cómo me molestaba durante la misa, el pobre!

– Es que no lo puedo lavar sola -dice la Menou-. Es demasiado pesado para mí, ya lo sabes.

– ¡Dios mío! -dice Peyssou, que se calla confundido y echa una mirada a Fulbert con quien la Falvina está charlando de su hermano, el zapatero de La Roque, y de su nieta Cati-. ¡Ahora recuerdo! Es que no se ha bañado este cochino desde el día en que me va a decir "aporrearon" pero se ataja justo a tiempo. Por desgracia, todos hemos comprendido. Jacquet también, y da pena ver su cara de buenazo.

– ¡Entra, Momo! -grita la Menou con impotente furia.

– ¡No conseguirás que entre -dice Meyssonnier con sensatez- mientras Miette siga dándose una ducha! Se regodea, el Momo.

Todos nos reímos, menos la Menou. Tiene el horror sagrado de la campesina por la desnudez. Frunce los labios y dice:

– Que es mismo nada más que una pagana, esta chica, mostrando sus limones a todo el mundo.

– Ah, vamos -dice Colin-, pero si todo el mundo los conoce aquí, menos Momo.

Y diciendo eso, con descaro, mira a Fulbert. Pero Fulbert, abstraído por la Falvina, no oye nada, o finge no oír. Y como Peyssou me dirige una mirada interrogativa, arrecian mis temores y decido precipitar un poco las cosas y apurar la partida del santo hombre. Le grito a Miette que venga y ordeno a la Menou que nos haga un gran fuego. ¡Pero se imaginan que ni piensa en la economía, ahora que se trata de secar a su hijo! Miette viene con nosotros, con su blusa en la mano, y entregada a la inocencia de su juego (sin que Fulbert, lo noto, se atreva ni a retarla ni siquiera a mirarla). Momo la sigue al interior en seguida, demasiado contento con la idea de verla tender su blusa a las llamas del atrio. Lo que hace. Y ahí estamos todos, con nuestra ropa humeando, rodeándola, asándonos nosotros también en ese fuego de infierno, y con nuestros pensamientos no muy lejos del diablo, según observo.

Miette me mira e instala su blusa sobre una silla baja, porque necesita sus manos para hablarme. Tiene que hacerme reproches y me tira hacia un lado. La sigo. La mímica comienza. Me había guardado una silla a su lado en la misa y vio muy bien (un dedo sobre la ojera) que a último momento me había metido en la segunda fila (gesto de la mano figurando un pez que, en el último segundo, cambia de posición).

La tranquilizo. No es por culpa de ella que escapé, sino por culpa del Momo, y ella sabe muy bien por qué. Confirma que Momo, en efecto (pulgar e índice apretando la nariz). Se asombra de ello. Le describo las dificultades que tenemos que afrontar para lavarlo, la necesidad del ataque por sorpresa, el número elevado de participantes, la energía desplegada, la astucia y la fuerza con que Momo desbarata nuestras tentativas. Me escucha con atención, hasta se ríe. Y de golpe, plantándose delante de mí, las manos en las caderas, la mirada resuelta y sacudiendo su melena negra, me anuncia que desde ese momento será ella la que bañará a Momo.

Luego viene el turno de la Menou que me pregunta en voz baja si hace falta que sirva "al mundo" algo. (Es sobre todo en alimentar a su hijo en lo que piensa, la hipócrita, para inmunizarlo contra el "golpe de frío".) Le contesto en el mismo registro que prefiero esperar la partida del cura y que mientras tanto le haga a Fulbert un paquete con una hogaza y un kilo de manteca para los de La Roque.

Todo Malevil está ahí, en el castillete de entrada, cuando Fulbert se va, aprovechando una escampada, modestamente montado en su burro gris. Los adioses tienen muchos matices. Meyssonnier y Thomas fríos como hielo. Colin, en el límite de la impertinencia. Yo mismo, con bastante aceite, pero distante de familiaridad. Son verdaderamente cordiales sólo las dos meninas y por el momento al menos, Peyssou y Jacquet. Miette no se acerca, y Fulbert parece olvidarla. A veinte pasos de nosotros está discutiendo animadamente con Momo. Como está de espaldas a mí no puedo ver sus mímicas, pero lo que dice debe encontrar en Momo fuerte oposición, porque oigo las acostumbradas onomatopeyas de negativa. Sin embargo no rompe amarras como lo haría con su madre o conmigo. Se queda clavado en el suelo delante de ella, con la mirada fascinada, la cara como embotada, y me parece que sus negativas van perdiendo poco a poco fuerza y frecuencia.

Devuelvo a Fulbert, con una amable sonrisa, la culata de su escopeta. La desliza en su lugar, pone su arma en bandolera. No ha perdido nada de su calma y de su dignidad. Antes de montar en su burro, me significa con un suspiro que calibra con tristeza el grado de caridad de los hombres, que acepta las condiciones impuestas por mí al don de la vaca a la parroquia de La Roque aunque las encuentre un poco duras. Le contesto que esas condiciones no son las mías, pero recibe esta declaración con un escepticismo que, pensándolo bien, no me asombra para nada, puesto que él mismo acaba de aceptar mis condiciones sin consultar con sus feligreses. No me atrevo a decir sus conciudadanos, puesto que ha hablado de parroquia, no de comuna. Una cosa es segura: él lo decide todo solo en La Roque, y me atribuye aquí el mismo poder.

Fulbert nos endilga en seguida un pequeño discurso sobre el carácter evidentemente providencial de la lluvia que nos ha traído la salvación cuando todos estábamos esperando nuestra condena. Mientras habla, con los dos brazos extendidos delante de él y elevados varias veces de abajo a arriba, hace un gesto que ya no me gustaba mucho en Paulo VI, pero que, en Fulbert me parece completamente caricatural. Al mismo tiempo, nos observa a uno después del otro con sus bellos ojos estrábicos. Ha anotado cada cosa de nuestros comportamientos diferentes con respecto a él y no se olvidará de nada.

Habiendo terminado su discurso e invitándonos a rezar, nos recuerda que piensa enviarnos un vicario, nos bendice y se va. Colin, detrás de él, cierra en seguida el pesado batiente bardado de hierro de manera de hacerlo golpear con insolencia. Le hago "tt, tt" con la lengua, pero sin decir una palabra. Por lo demás, no tengo tiempo de hablar, la Menou pega un alarido de inquietud.

– ¿Y dónde está Momo?

– Vamos, no se ha perdido -dice Peyssou-. ¿Adónde quieres que esté?

– Lo vi hace un instante -digo yo-, discutiendo con Miette delante de La Maternidad.

Y ya está la Menou en La Maternidad llamando ¡Momo!

¡Momo! Pero La Maternidad está vacía.

– Ah, ahora me acuerdo -dice Colin-. Hace un instante tu Momo ha salido corriendo en dirección al puente levadizo. Con Miette. Se tenían por la mano. Dos chicos, se hubiera dicho.

– ¡Ay, Dios mío! -grita la Menou-. Se pone a correr también y nosotros la seguimos, a medias riéndonos, a medias intrigados. Y en vista de que con todo lo queremos mucho a Momo, nos dividimos en equipos para registrar el castillo, unos a la bodega, otros a la reserva de leña y otros a la planta baja de la casa. De golpe me acuerdo de los proyectos de Miette, y exclamo:

– ¡Ven, la Menou! ¡Te voy a decir adónde está tu hijo!

La arrastro hacia el torreón. Todos nos pisan los talones y en el primero, cruzando el vasto rellano, me detengo delante de la puerta del cuarto de baño, trato de abrirla, está cerrada. Golpeo con el puño contra el pesado panel de roble.

– ¿Momo? ¿Estás ahí?

Mé bouémalabé oneieu! -grita la voz de Momo.

– Está con Miette -digo yo-. No va a salir en seguida.

– ¿Pero qué le está haciendo? ¿Qué le está haciendo? -grita la Menou con angustia.

– No le hace ningún mal en todo caso -dice Peyssou.

Y se pone a reír a las carcajadas, dándole fuertes palmadas a Jacquet en la espalda y sobre sus propios muslos. Y todos lo imitan. Es curioso. De Momo, no son para nada celosos. Momo es uno de Malevil, hace falta de todos modos no confundir.

Forma parte de él. Aun cuando sea un poco retardado, es uno de nosotros. No se puede comparar.

– Lo está bañando -digo-. Miette me había dicho que lo iba a hacer.

– Hubieras debido prevenirme -comentó la Menou con reproche-. Lo hubiera vigilado mejor.

Todos protestan. ¿Por lo menos no va a impedir que Miette lo lave? ¡Hiede como un macho cabrío, Momo! ¡Que todo el mundo va a salir ganando si Miette lo deja limpio! ¡Sin contar con los riesgos de enfermedad! ¡Y los piojos!

– Nunca tuvo piojos, Momo -dice la Menou dolorida. Con lo que miente sin convencer a nadie. Ahí está, delante de esa puerta, flaca y pálida, yendo y viniendo como una gallina que ha perdido su pollito. Delante de nosotros, no se atreve a llamar a Momo ni golpear a la puerta. Además, sabe muy bien lo que él le contestaría.

– Esos extranjeros -vuelve a empezar con rabia-. Que muy bien me lo dije el primer día que no había nada bueno que esperar de ellos. Los salvajes, no son de todos modos gente como para meter bajo el mismo techo que a los cristianos.

Falvina ya se carga de hombros, resignada. Va a recaer sobre ella. Está segura. Jacquet es un muchacho, y la Menou no le dice nada. Miette, muy apoyada. Pero la pobre Falvina…

– Extranjeros -digo con severidad-. ¿Y de dónde sacas eso? ¡Si Falvina es tu prima!

– ¡Linda prima! -dice la Menou con los labios apretados.

– Y que tú no eres muy linda tampoco, si sigues con esas -digo en dialecto-. Vamos, mejor vete a buscar ropa limpia para tu Momo. Y podrías también darle el pantalón número tres, que éste se está cayendo en pedazos.

Cuando por fin la puerta del cuarto de baño se abre, Colin viene a buscarme a mi pieza, adonde cargaba de nuevo las armas y las ordenaba en la panoplia, para gozar del espectáculo.

Momo está sentado en el banquito de caña, envuelto en la salida de baño a ramazones azules y amarillos que me había comprado un poco antes del día del acontecimiento. El ojo en flor, la sonrisa de oreja a oreja, el Momo resplandece, mientras que Miette, de pie detrás de él, contempla su obra. Está irreconocible, el Momo. Su tinte se ha aclarado en varios tonos, está afeitado, con el pelo cortado y peinado y se pavonea en su trono, perfumado como una cortesana, porque Miette le ha derramado sobre el cuerpo el contenido de un frasco de Chanel, olvidado en el armario por Birgitta.

Un poco más tarde, en mi pieza, tengo una conversación bastante importante con Peyssou y Colin, luego me dejan para ir a dar una vuelta por los Rhunes. Peyssou debe alimentar la irracional esperanza de que el trigo va a salir acto seguido. O también, es el reflejo del cultivador que va a ver sus campos después de la tormenta, sin una bien definida intención. En cuanto a mí, me dirijo a la gran sala. La inocencia de la lluvia y la partida del menos inocente Fulbert me han puesto de buen humor, y voy silbando mientras camino hacia la Menou. Está sola, no veo más que su espalda, tiene la nariz metida en una cacerola.

– ¿Entonces, qué nos darás de rico, Menou?

Dice sin mirarme:

– Ya lo verás.

Luego se da vuelta, pega un gritito y sus ojos se llenan de lágrimas.

– ¡Te tomé por tu tío!

– La misma manera -dice- de entrar en la pieza silbando y de decir, ¿entonces, Menou, qué nos darás de rico? La misma voz también. Que me hizo algo…

Sigue:

– Y qué alegre era tu tío, Emanuel. El hombre que le gustaba la vida. Como tú. Un poco demasiado quizás -agrega recordando que con la vejez se ha vuelto virtuosa y misógina.

– Bah, bah -digo yo siguiendo su pensamiento mucho más allá de las palabras-. No vas a enojarte con Miette porque te ha bañado a tu hijo. No te lo ha tomado. Te lo ha fregado.

– Lo sé -dice-, lo sé.

De pronto me siento muy contento que me haya hablado de mi tío y que me haya comparado a él. Y como desde hace un mes con motivo de sus picotazos a la Falvina, que con todo me parecen excesivos, me sucede que con bastante frecuencia la reprendo ásperamente, le sonrío. Está embargada totalmente por mi sonrisa y me da vuelta la espalda. A esa vieja coriácea no le falta corazón, aun si hace falta encontrarlo bajo varios espesores de corteza.

– Y tú, Emanuel -dice al cabo de un momento- ¿puedo preguntarte por qué no quisiste confesarte? De todos modos hace bien confesarse. Limpia.

No hubiera creído que esa noche iba a tener una discusión teológica con la Menou. Me planto delante del fuego con las manos en los bolsillos. No es un día como cualquier otro. Todavía estoy metido en mi completo de entierros. Me siento casi tan digno como Fulbert.

– A propósito de confesión, ¿te puedo hacer una pregunta, Menou?

– Pero dale -me dice- sabes muy bien que entre nosotros no hay problemas.

Con su pequeña calavera erguida sobre su cuerpo flaco, me mira de abajo a arriba, con aire atento, y un cucharón en la mano. Es verdaderamente muy chiquita, la Menou. Y reducida al mínimo. ¡Pero qué ojo! ¡Fino, sagaz, indomable!

– ¿Cuando te has confesado, Menou, has dicho a Fulbert que a veces te pasaba que eras un poco perra con la Falvina?

– ¡Yo! -dice con indignación-. ¿Yo, perra con la Falvina? ¡Hay que ver! ¡Qué será lo que no habrá que oír! ¡Es el colmo, esto! Yo que me gano el paraíso todos los días con soportar semejante montón.

Me mira y prosigue, como presa de un súbito escrúpulo:

– Perra, sí, puedo serlo, pero no con la Falvina. ¡Con el Momo, ves, soy una perra! Que todo el tiempo le estoy atrás, gritándole, haciéndole la vida imposible. ¡Y hasta a darle unas cachetadas, a su edad, pobre chico! Que eso me da muchos remordimientos, después, como se lo dije a Fulbert.

Agrega con aire austero.

– Pero eso no es una excusa.

Me pongo a reír.

– ¿Por qué te ríes? -me dice, más bien mortificada.

Pero el gran Peyssou entra en ese momento en la sala, con Colin, y su llegada suspende mi respuesta. Es una lástima. Sin embargo, cuando llegue la ocasión, ya se lo diré a la Menou, que su confesión la ha limpiado pero al lado de la mancha.

Esa noche, después de la comida tomada en común y muy aliviado por la partida de nuestro huésped, se celebra una asamblea plenaria alrededor de la chimenea.

Como primera medida se decide no aceptar en ningún caso al vicario que Fulbert nos destina. Como segunda medida, bajo la proposición de Peyssou y de Colin, y por unanimidad de votos, resulto elegido abate de Malevil.


NOTA DE THOMAS


Vengo de leer este capítulo e incluso, para mayor tranquilidad de conciencia, el capítulo siguiente: Emanuel no dirá nada más sobre la asamblea plenaria que, por la proposición de Peyssou y Colin, y por unanimidad de votos, lo ha elegido abate de Malevil.

Supongo que el lector estará un poco asombrado. Yo también. Y hay de qué, cuando se lee, resumido en tres líneas, el resultado de una asamblea que ha durado tres horas.

También uno se puede preguntar cómo se les ocurrió la idea, a Peyssou y Colin, de emitir semejante proposición y, sobre todo, cómo es posible que Meyssonnier y yo mismo hayamos votado a favor.

Veamos primero el testimonio de Colin a quien, al día siguiente del voto, fui a entrevistar en el depósito, mientras Emanuel trabajaba a Malabar en el primer recinto. Transcribo el informe de Colin palabra por palabra:

– Por supuesto, que fue Emanuel quien nos pidió, a Peyssou y a mí, proponerlo como abate de Malevil. ¡Te imaginas que esa no es una idea como para que se nos hubiera ocurrido a nosotros solos! ¡Nos lo pidió en su pieza, después del baño de Momo! Y los argumentos, ya los conoces. Bastante se machacaron ayer a la noche. Primero: no había que dejarse imponer el espía que Fulbert trataba de endilgarnos. Segundo: tampoco había que frustrar a los de Malevil que desean oír misa. Si no, la mitad de Malevil va a ir a La Roque el domingo, y la mitad se quedará en el castillo. No habrá más unidad, eso creará una situación muy malsana.

– Pero en fin -digo- sabes muy bien que Emanuel no es creyente.

– ¡Ah, eso -dice Colin- no estoy tan seguro como tú! Casi te diría que según mi opinión, Emanuel ha tenido una inclinación bastante fuerte por la religión. Lo que pasa, es que hubiera querido ser su propio cura.

Dicho esto, me mira con su famosa sonrisa y agrega:

– ¡Y bien, ya está, lo consiguió!

En el testimonio de Colin, creo que hay que distinguir el hecho -Emanuel arreglándose bajo mano con Colin y Peyssou para ser propuesto abate -y el comentario- Emanuel ha tenido una inclinación bastante fuerte por la religión.

El hecho, corroborado por Peyssou, no es negable. El comentario puede discutirse. Yo, en todo caso, sería propenso a discutirlo.

2. En el momento de la elección, no hubo una votación, sino dos. Primera votación. A favor: Peyssou, Colin, Jacquet, la Menou, la Falvina y Miette. Abstenciones: Meyssonnier y yo.

Emanuel tomó muy a mal nuestras abstenciones. ¡No se daban cuenta de lo que hacían! ¡Debilitaban su posición! ¡Fulbert iba a presentar nuestras dos abstenciones a los de La Roque como una moción de desconfianza! ¡Total, minaban la unidad de Malevil! En cuanto a él, si persistíamos, no aceptaría ser abate de Malevil, dejaría el campo libre a la criatura de Fulbert, y no se ocuparía más de nada.

Total, digamos para decir lo menos, que Emanuel ejerció sobre nosotros una cierta presión. Y como por un lado los demás comenzaban a mirarnos como a dos serpientes calentándose en el seno de Malevil, como veíamos también que Emanuel estaba muy agitado y que era capaz, en efecto, de dejar caer todo, acabamos por ceder. Retiramos nuestras dos abstenciones, se aceptó el principio de una segunda elección y la segunda vez, votamos a favor.

Fue así como Emanuel obtuvo la unanimidad que quería.

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